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100 Clásicos de la Literatura

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El propio Selden no había sido nunca consciente de un cambio en sus relaciones. Encontró a Gerty como la había dejado, sencilla, modesta y afectuosa, pero con una agudeza emocional intensificada que reconoció sin tratar de explicársela. En cuanto a Gerty, hubo una temporada en que le habría parecido imposible volver a hablar libremente con él de Lily Bart, pero lo ocurrido en la intimidad de su corazón obró, una vez despejada la niebla de la lucha una disolución de los límites de su propio ser y una desviación de sus sentimientos personales hacia la corriente general de la comprensión humana.

No tuvo ocasión de comunicar sus temores a Selden hasta unas dos semanas después de la visita de Lily. Su primo se presentó un domingo por la tarde y, en la discreta animación de la hora del té en el saloncito de Gerty, fue consciente de algo que en su voz y su mirada solicitaba unas palabras aparte. En cuanto se hubo marchado la última visita, Gerty le preguntó directamente cuánto tiempo hacía que no había visto a la señorita Bart.

El silencio ostensible de su primo suscitó en Gerty una ligera sorpresa.

—No la he visto… No me la he encontrado en ninguna parte desde que ha vuelto. —Esta admisión inesperada hizo enmudecer también a Gerty y todavía dudaba en volver al tema cuando él se lo facilitó, añadiendo—: Quería verla… pero al parecer los Gormer la han acaparado desde que volvió de Europa.

—Esto es razón de más; ha sido muy desgraciada.

—¿Desgraciada por estar con los Gormer?

—Oh, no defiendo su intimidad con ellos, pero creo que también esto ha tocado a su fin. Ya sabes que la gente ha sido muy cruel desde que Bertha Dorset se peleó con ella.

—¡Ah…! —exclamó Selden, levantándose con brusquedad y yendo hacia la ventana, donde se puso a observar la calle oscurecida mientras su prima continuaba explicando:

—Judy Trenor y su propia familia también la han abandonado… y todo porque Bertha Dorset ha dicho cosas horribles. Y es muy pobre; ya sabes que la señora Peniston la ha desheredado, dejándole sólo un pequeño legado después de darle a entender que todo sería para ella.

—Sí… ya lo sé —asintió con brevedad Selden, volviendo a la habitación, pero sólo para recorrer el exiguo espacio entre la puerta y la ventana—. Sí, la han tratado de manera abominable, pero esto es, por desgracia, lo único que puede decirle un hombre que quiera demostrarle su simpatía.

Estas palabras desilusionaron a Gerty.

—Debe haber otros modos de demostrarle tu simpatía —insinuó.

Selden se sentó a su lado en el pequeño sofá perpendicular a la chimenea y se rio discretamente.

—¿En qué estás pensando, misionera incorregible? —preguntó.

Gerty se sonrojó y el rubor fue de momento su única respuesta. Luego quiso ser más explícita y aclaró:

—Pienso en que tú y ella erais grandes amigos, en que ella daba muchísima importancia a tu opinión y en que, si juzga tu distanciamiento actual como un signo de lo que opinas ahora, supongo que estás contribuyendo mucho a aumentar su tristeza.

—Mi querida niña, no la aumentes en tu imaginación atribuyéndole tu sensibilidad. —Selden no podía, por más que lo intentara, eliminar de su voz una nota de sequedad, pero, al ver la expresión perpleja de Gerty, añadió en tono más suave—: Sin embargo, aunque exageras enormemente la importancia de lo que yo podría hacer por la señorita Bart, no puedes exagerar mi buena disposición a hacer lo que sea por ella… si tú me lo pides.

Puso la mano un momento sobre la de su prima y, con la corriente del raro contacto, se estableció entre ambos unos de esos intercambios de significado que colman las reservas ocultas del afecto. Gerty tuvo la sensación de que él medía el valor de su ruego tan claramente como ella veía la importancia de su respuesta, y saber que todo se había aclarado de pronto entre los dos le facilitó decir:

—Te lo pido, entonces; te lo pido porque una vez me dijo que la habías ayudado y porque ahora necesita ayuda como nunca la ha necesitado. Ya sabes cuánto ha dependido siempre del lujo y las comodidades… y cuánto odia la fealdad, la incomodidad y la pobreza. No puede evitarlo: le inculcaron estas ideas y nunca ha sido capaz de desecharlas. Pero ahora le han arrebatado todo lo que creía importante y las personas que le enseñaron a considerarlo así la han abandonado a su vez, y me parece que, si alguien le tendiera una mano para enseñarle el otro lado, para enseñarle que aún quedan muchas cosas en la vida y en ella misma… —Se interrumpió, avergonzada por su propia elocuencia y entorpecida por la dificultad de dar una expresión exacta a su vago deseo de salvar a la amiga—. Yo no puedo ayudarla; se ha puesto fuera de mi alcance —continuó—. Creo que teme ser una carga para mí. La última vez que vino a verme, hace dos semanas, me dijo que Carry Fisher le buscaba una ocupación. Unos días después me escribió que había aceptado un empleo como secretaria particular y que no me preocupara porque todo iría bien y vendría a verme, pero yo no quiero ir a visitarla porque tengo miedo de ser inoportuna. Una vez, cuando éramos niñas, después de una larga separación, me abalancé sobre ella y la abracé. Y ella me dijo: «Por favor, Gerty, no me beses así, si no te lo pido»… y me lo pidió, un minuto después; desde entonces siempre he esperado a que me lo pidiera.

Selden la escuchó en silencio, con la mirada concentrada que se observaba en su rostro delgado y moreno cuando deseaba protegerse de cualquier cambio de expresión involuntario. Cuando su prima hubo terminado, observó con una ligera sonrisa:

—Si ya has aprendido la sabiduría de esperar, no entiendo por qué pretendes que yo me precipite… —pero la turbada súplica de los ojos de Gerty le impulsó a añadir, cuando se levantó para despedirse—: De todos modos, haré lo que deseas y no te consideraré responsable de mi fracaso.

Selden se había apartado de la señorita Bart con toda la intención, al contrario de lo que había dado a entender a su prima. Al principio, mientras el recuerdo de su última hora en Montecarlo aún le indignaba, había esperado ansiosamente su regreso; pero ella le desengañó demorándose en Inglaterra y, cuando por fin reapareció, a él le reclamó un caso en el Oeste y, al volver, se enteró de que se iba de viaje a Alaska con los Gormer. La revelación de esta reciente intimidad enfrió su deseo de verla. Si en un momento en que toda su vida parecía estar destrozada, era capaz de encomendar su reconstrucción a los Gormer, no había razón para que tales incidentes se le antojaran irreparables algún día. En realidad, cada paso que daba parecía conducirla más lejos de esa región donde, una o dos veces, ambos se habían reunido en un momento sublime; y el reconocimiento de este hecho, una vez superado el primer dolor, produjo una sensación de alivio negativo. Era mucho más sencillo para él juzgar a la señorita Bart por su conducta habitual que por las raras desviaciones que la habían puesto en su camino con resultados tan perturbadores; y cada acto de Lily que volvía a hacer más improbable la repetición de tales desviaciones confirmaba la sensación de alivio con que Selden volvía a su opinión convencional de ella.

Sin embargo, las palabras de Gerty Farish habían bastado para hacerle comprender la fragilidad de su punto de vista y lo imposible que era para él ser indiferente cuando pensaba en Lily Bart. Saber que necesitaba ayuda —incluso la vaga ayuda que él era capaz de ofrecer— equivalía a verse dominado inmediatamente por la otra opinión que tenía de ella, y cuando salió a la calle ya se había convencido a sí mismo hasta tal punto de la urgencia del ruego de su prima que dirigió al instante sus pasos hacia el hotel de Lily.

Allí su celo tropezó con la inesperada noticia de que la señorita Bart se había trasladado; sin embargo, ante sus insistentes preguntas, el empleado recordó que había dejado unas señas, que se dispuso a buscar en sus libros.

Era ciertamente extraño que hubiera dado este paso sin participar su decisión a Gerty Farish, y Selden esperó con una vaga inquietud mientras el empleado buscaba la nueva dirección, proceso que duró lo suficiente para que la inquietud degenerara en aprensión; pero cuando por fin le alargaron un pedazo de papel y leyó en él: «En casa de la señora Norma Hatch, Hotel Emporium», su aprensión se trocó en una mirada incrédula y, con un gesto de repugnancia, rasgó el papel en dos y se encaminó hacia su casa dando grandes zancadas.

Capítulo IX

Cuando Lily se despertó a la mañana siguiente de su traslado al Hotel Emporium, su primera impresión fue la de un bienestar puramente físico. La fuerza del contraste prestaba una mayor intensidad al lujo de descansar otra vez en una cama blanda, desde la que se veía una espaciosa y soleada habitación con una chimenea y, al lado, una tentadora mesa con el desayuno preparado. El análisis y la introspección vendrían después; de momento ni siquiera la turbaban los excesos del tapizado ni las recargadas molduras de los muebles. La sensación de estar una vez más rodeada y protegida por la comodidad, como en un medio templado y denso, impenetrable a todo género de molestias, eliminaba hasta el menor asomo de crítica.

Cuando se había presentado la tarde del día anterior a la dama a cuya casa la había dirigido Carry Fisher, había sido consciente de entrar en un mundo nuevo. La vaga descripción que Carry le hiciera de la señora Norma Hatch (cuya adopción del nombre de pila se debía a su último divorcio) la dejó bajo la impresión de que procedía «del Oeste» y había llegado con la nada insólita carga de un montón de dinero. Era, en suma, rica, inútil y desplazada: la persona más idónea para la mano de Lily. La señora Fisher no había especificado las ocupaciones que debía desempeñar su amiga; confesó no conocer a la señora Hatch, de quien había «oído hablar» a Melville Stancy, abogado en sus ratos libres y el Falstaff de cierta sección de la vida festiva de un club. Podía decirse que, socialmente, el señor Stancy formaba un nexo de unión entre el mundo de los Gormer y la región peor iluminada en la que la señora Bart acababa de entrar. Sin embargo, el mundo de la señorita Hatch sólo podía considerarse oscuro en sentido figurado, ya que Lily la encontró sentada bajo un gran resplandor de luz eléctrica imparcialmente proyectada por las diversas excrecencias ornamentales de una enorme concavidad de damasco rosa y molduras doradas, de la cual se levantó como Venus de su concha. Justificaba la analogía el aspecto de la dama, cuya belleza de ojos grandes tenía la inalterabilidad de algo empalado y exhibido bajo cristal. Esto no impedía reconocer inmediatamente que era varios años más joven que su visitante y que, bajo su ostentación, su aplomo y la agresión de su vestido y de su voz persistía esa inocencia inextirpable que en las damas de su nacionalidad coexiste de forma tan curiosa con sorprendentes extremos de experiencia.

 

El ambiente que rodeaba a Lily era tan extraño para ella como sus habitantes. Desconocía el mundo del hotel neoyorquino de moda, un mundo calentado y tapizado en exceso y rebosante de dispositivos mecánicos para la satisfacción de fantásticas exigencias, mientras las comodidades de una vida civilizada eran tan inasequibles como en un desierto. En este ambiente de tórrido esplendor se movían seres tan ricamente tapizados como los muebles, seres sin metas definidas ni relaciones permanentes que vagaban en una lánguida marea de curiosidad de restaurante a sala de concierto, de invernadero a sala de música y de «exposición de arte» a desfile de modelos de alta costura. Briosos caballos o automóviles de atrevido diseño esperaban para llevar a estas damas a vagas distancias metropolitanas de las que volvían aún más pálidas bajo el peso de sus martas cibelinas para ser absorbidas de nuevo por la sofocante inercia de la rutina del hotel. En el último plano de sus vidas debía haber sin duda un pasado auténtico ocupado por actividades humanas reales; en cuanto a ellas mismas, eran probablemente el producto de grandes ambiciones, energías persistentes y contactos diversificados con la sana rudeza de la vida; y, sin embargo, no tenían una existencia más real que las sombras del limbo del poeta.

Lily no pasó mucho tiempo en este mundo difuso sin reparar en que la señora Hatch era su figura más sustancial. A pesar de flotar en el vacío, mostraba débiles síntomas de estar desarrollando un perfil; en esta empresa la secundaba activamente el señor Melville Stancy, un hombre de amplia y resonante presencia, evocadora de ocasiones festivas, y de una caballerosidad prodigada en palcos las noches de «estreno» y en bombonniéres de mil dólares, que la había trasplantado del escenario de su primer desarrollo a las tablas superiores de la vida de hotel en la metrópoli. Él era quien había seleccionado los caballos que ganaron para ella la cinta azul del Concurso, quien la había presentado al fotógrafo cuyos retratos eran el frecuente adorno de los «suplementos dominicales», y quien había formado el grupo que constituía su mundo social. Aún era un grupo reducido, con figuras heterogéneas suspendidas en grandes espacios despoblados, pero Lily no tardó en averiguar que sus reglas ya no dependían del señor Stancy. Como suele ocurrir, la alumna había aventajado al maestro, y la señora Hatch era ya consciente de cumbres de elegancia y abismos de lujo que se hallaban fuera de los límites del mundo del Emporium. Este hallazgo despertó inmediatamente en ella el deseo de una guía más experta, de una hábil mano femenina que diera el giro adecuado a su correspondencia, la elegancia adecuada a sus sombreros y la sucesión adecuada a los platos de sus menús. En suma, la señorita Bart tenía la misión de organizar una vida social en ciernes; sus deberes ostensibles como secretaria se veían restringidos por el hecho de que la señora Hatch conocía de momento a muy poca gente a quien escribir.

Los detalles cotidianos de la existencia de esta señora eran tan extraños para Lily como su tónica general. Sus costumbres se caracterizaban por una indolencia y un desorden orientales muy exasperantes para su secretaria. La señora Hatch y sus amigos parecían vagar juntos fuera de los límites del tiempo y el espacio. No se llevaba ningún horario determinado; no existían obligaciones fijas; la noche y el día se sucedían en una niebla de compromisos retrasados y confusos, de tal modo que uno tenía la impresión de almorzar a la hora del té, mientras la comida solía simultanearse con la ruidosa cena a la salida del teatro, que prolongaba hasta el amanecer la jornada de la señora Hatch.

A través de este torbellino de actividades fútiles iba y venía una extraña multitud de empleados: manicuras, maquilladoras, profesores de bridge, de francés y de «cultura física», figuras muchas veces indistinguibles, por su aspecto o por la relación que les unía con la señora Hatch, de los visitantes que constituían la sociedad reconocida. Pero lo más extraño para Lily fue tropezar, en el grupo de esta última, con varios de sus conocidos. Había supuesto, no sin alivio, que por el momento se hallaba totalmente fuera de su propio círculo, pero pronto se dio cuenta de que el señor Stancy, un lado de cuya desperdigada existencia cubría el borde del mundo de la señora Fisher, había atraído a varios de sus más brillantes ornamentos al círculo del Emporium. Encontrar a Ned Silverton entre los asiduos del salón de la señora Hatch fue una de las primeras sorpresas para Lily, pero no tardó en descubrir que no era él el recluta más importante del señor Stancy. El grupo centraba su atención en el pequeño Bertie van Osburgh, esbelto heredero de los millones Van Osburgh. Apenas salido de la universidad, Bertie había aparecido en el horizonte después del eclipse de Lily, y ésta contemplaba con asombro qué fulgor proyectaba en la penumbra exterior de la existencia de la señora Hatch. De modo que eso era lo que les interesaba a los jóvenes cuando se libraban de los deberes oficiales de la rutina social; en eso consistían los «compromisos previos» que con tanta frecuencia defraudaban las esperanzas de ávidas anfitrionas. Lily tenía la peculiar sensación de estar detrás del tapiz social, en el lado donde se veían los nudos y colgaban los cabos sueltos. El espectáculo la divirtió unos días, así como su participación en él; la situación se caracterizaba por un desenfado y una falta de convencionalismos muy refrescantes después de su experiencia con la ironía de las convenciones. Pero estos momentos de diversión no eran más que breves desviaciones del largo malestar de sus días. Comparada con el inmenso vacío de la existencia de la señora Hatch, la vida de los antiguos amigos de Lily parecía llena de actividades ordenadas. Incluso la mujer guapa más irresponsable de sus amistades tenía sus obligaciones heredadas, sus benevolencias convencionales, su parte en el funcionamiento de la gran maquinaria cívica, y todo se unía en la solidaridad de estas funciones tradicionales. El cumplimiento de deberes concretos habría simplificado la posición de la señorita Bart, porque su vaga tarea para la señora Hatch no carecía de puntos enigmáticos.

Sin embargo, no era ella la que creaba estos puntos, ya que desde el principio demostró un deseo casi conmovedor de merecer el visto bueno de Lily. Lejos de hacerle sentir la superioridad de la riqueza, sus hermosos ojos parecían aducir en todo momento la excusa de la inexperiencia; quería hacer «lo que había que hacer» y aprender a ser «atractiva». La dificultad estribaba en encontrar un punto de contacto entre sus ideales y los de Lily.

La señora Hatch flotaba en una neblina de entusiasmos indeterminados, de aspiraciones entresacadas del teatro, los periódicos, las revistas de moda y un abigarrado mundo deportivo que se hallaba todavía más alejado de la comprensión de Lily, cuyo deber consistía obviamente en elegir entre esos confusos conceptos los más idóneos para la educación de la dama. Sin embargo, su cumplimiento tropezaba con dudas cada vez mayores. De hecho, Lily era cada día más consciente de la ambigüedad de su situación. No es que dudara, en el sentido convencional, de la irreprochabilidad de la señora Hatch. Las faltas de su anfitriona eran siempre contra el buen gusto, no contra la conducta; su historial de divorcios parecía obedecer más a condiciones geográficas más que éticas, y sus peores defectos provenían seguramente de una naturaleza voluble y extravagante. Pero, si bien a Lily no le importaba que invitara a almorzar a su manicura u ofreciera un lugar a su maquilladora en el palco de Bertie van Osburgh, no se sentía tan cómoda con otros pormenores sospechosos, aunque fueran menos aparentes. Por ejemplo, la relación entre Ned Silverton y Stancy parecía más íntima y menos clara de lo que podían justificar algunas afinidades naturales, y ambos daban la impresión de estar unidos en el esfuerzo de cultivar la creciente «atracción» de Bertie van Osburgh por la señora Hatch. Aún no había nada definible en la situación, que tal vez acabaría en una gran broma para Silverton y para Stancy; pero Lily tenía la vaga sensación de que el sujeto de su experimento era demasiado joven, demasiado rico y demasiado crédulo. El hecho de que Bertie pareciera considerar que ella cooperaba con él en el desarrollo social de la señora Hatch no hacía más que aumentar sus aprensiones, pues sugería un interés duradero en el porvenir de la dama por parte del joven. Había momentos en que Lily encontraba una diversión irónica en este aspecto del caso. La idea de lanzar un cohete como la señora Hatch al pérfido seno de la sociedad no carecía de alicientes: la señorita Bart había llegado a distraer sus ocios con visiones en las que la bella Norma asistía por primera vez a un banquete en casa de los Van Osburgh. No obstante, la idea de comprometerse personalmente en la transacción era menos agradable, y a sus efímeros momentos de diversión seguían períodos de vacilación cada vez más frecuentes.

La duda prevalecía cuando un atardecer la sorprendió la visita de Lawrence Selden, que la encontró en una selva de damasco rosa, porque en el mundo de la señora Hatch la hora del té no se dedicaba a ritos sociales y la dama estaba en manos de su masajista.

La entrada causó en Lily una turbación profunda, pero la discreción de Selden produjo el efecto de devolverle el aplomo, y adoptó en seguida un tono de placer y sorpresa mientras le preguntaba cómo la había localizado en un lugar tan improbable y por qué se había molestado en buscarla.

Selden la escuchó con una seriedad inusitada; ella no le había visto nunca tan poco dueño de la situación, tan claramente a merced de cualquier obstrucción que quisiera poner en su camino.

—Quería verte —contestó, y Lily no resistió la tentación de observar como respuesta que había sabido reprimir muy bien sus deseos. En realidad, su larga ausencia había sido para ella causa de gran amargura los últimos meses; el abandono había herido su sensibilidad hasta los más profundos recovecos de su orgullo.

Selden respondió con franqueza al desafío.

—¿Por qué venir, a menos que pudiera serte útil? Es la única excusa que tengo para imaginarme que deseas verme.

La respuesta se le antojó a Lily una torpe evasiva, y replicó con brusquedad:

—Entonces, ¿has venido ahora porque crees que puedes serme útil?

Él volvió a titubear.

—Sí, modestamente en calidad de persona con quien hablar.

Para un hombre inteligente, era sin duda un mal comienzo y la idea de que su torpeza se debía al temor de que ella atribuyera un significado personal a su visita enfrió el placer de Lily al verle. Este placer se hacía sentir incluso en las circunstancias más adversas; podría odiarle, pero jamás sería capaz de desear que se marchara. Se hallaba muy cerca de odiarle en este momento y, sin embargo, su voz, el modo en que la luz caía sobre sus cabellos finos y oscuros, su forma de sentarse, moverse y llevar la ropa…: hasta estas cosas triviales le daban la impresión de estar entretejidas en lo más profundo de su existencia. Cuando se hallaba presente, una súbita paz descendía sobre ella y cesaba la inquietud de su espíritu; ahora, sin embargo, un impulso defensivo contra esta insidiosa influencia la incitó a replicar:

—Eres muy bueno al presentarte en calidad de tal, pero ¿qué te hace pensar que tengo algo de qué hablar contigo?

Aunque el tono seguía siendo el de una charla trivial, formuló la pregunta con la intención de insinuar la inoportunidad de sus buenos oficios y Selden se sintió cohibido. La situación sólo podría haberse aclarado por medio de una explosión de sentimientos, y tanto su educación como sus hábitos mentales desaconsejaban algo así. Su calma se convirtió en resistencia y la de la señorita Bart en una superficie de brillante ironía mientras se miraban desde extremos opuestos de uno de los elefantiásicos sofás de la señora Hatch. El sofá en cuestión y el apartamento habitado por sus monstruosos inquilinos sirvieron al fin para sugerir a Selden el tono de su respuesta:

 

—Gerty me dijo que hacías de secretaria de la señora Hatch y comprendí que deseaba saber cómo estabas.

La señorita Bart recibió la explicación sin ablandarse de modo perceptible.

—¿Por qué no ha venido ella, entonces? —inquirió.

—Porque, como no le enviaste tu dirección, temía ser inoportuna. —Selden continuó con una sonrisa—: Como ves, a mí no me ha detenido este escrúpulo, pero es que yo no arriesgo tanto al incurrir en tu enojo.

Lily sonrió a su vez.

—Aún no has incurrido en él, pero sospecho que estás a punto de hacerlo.

—Esto depende de ti, ¿no crees? Al fin y al cabo, mi iniciativa no va más allá de ponerme a tu disposición.

—Pero ¿en calidad de qué? ¿Qué quieres que haga contigo? —preguntó ella en el mismo tono ligero.

Selden volvió a echar una ojeada al salón de la señora Hatch y entonces dijo, con una decisión que la inspección parecía haberle infundido:

—Debes permitirme que te saque de aquí.

Lily se ruborizó ante la brusquedad del ataque, pero en seguida se irguió y preguntó con frialdad:

—¿Y puede saberse adónde piensas llevarme?

—Por de pronto a casa de Gerty, si no te opones; lo esencial es que te marches de aquí.

La insólita dureza del tono probablemente sugirió a Lily cuánto le costaba pronunciar aquellas palabras, pero sus propios sentimientos eran demasiado rebeldes para pararse a medir los de él. Abandonarla, quizá incluso evitarla, en unos momentos en que más necesidad tenía de sus amigos, y ahora irrumpir de improviso y sin explicaciones en su vida con este extraño alarde de autoridad era suficiente para despertar todos sus instintos de orgullo y defensa.

—Te agradezco mucho —dijo— que te intereses tanto por mis planes, pero estoy muy a gusto aquí y no tengo intención de marcharme.

Selden se había levantado, en una actitud expectante.

—¡Eso sólo puede significar que no sabes dónde estás! —exclamó. Lily también se puso de pie, en un arranque de genio.

—Si has venido para decir cosas desagradables de la señora Hatch…

—A mí sólo me interesa tu relación con la señora Hatch.

—Mi relación con ella no me avergüenza en absoluto. Me ha ayudado a ganarme la vida cuando mis antiguos amigos se resignaban a verme morir de hambre.

—¡Tonterías! Morirte de hambre no es la única alternativa. Sabes que siempre tendrás un hogar en casa de Gerty hasta que vuelvas a ser independiente.

—Tu conocimiento tan íntimo de mis asuntos me lleva a suponer que te refieres al pago del legado de mi tía, ¿no es así?

—En efecto. Gerty me habló de él —reconoció Selden sin ambages.

Hablaba demasiado en serio para dejar que un sentimiento falso le impidiera decir lo que pensaba.

—Pero da la casualidad de que Gerty ignora que debo hasta el último penique de ese legado —replicó la señorita Bart.

—¡Dios mío! —exclamó Selden, perdiendo la serenidad ante tan súbita confesión.

—Hasta el último penique e incluso más —repitió Lily—, y ahora tal vez comprendas por qué prefiero quedarme con la señora Hatch que aprovecharme de la bondad de Gerty. No tengo más dinero que mi pequeña renta y tengo que ganar algo más para sobrevivir.

Selden vaciló un momento y luego dijo en tono más calmado:

—Pero con tu renta y la de Gerty (ya que me permites entrar en los detalles de la situación), las dos podríais vivir juntas y compartir los gastos sin necesidad de tener que ganarte la vida. Sé que Gerty estaría encantada con este arreglo y sería muy feliz…

—Pero yo no —interrumpió la señorita Bart—. Hay muchas razones por las que no sería conveniente para Gerty ni bueno para mí. —Hizo una pausa y, mientras él parecía esperar más explicaciones, añadió, levantando bruscamente la cabeza—: Quizá quieras eximirme de darte estas razones.

—No tengo derecho a saberlas —contestó Selden, pasando por alto el tono de ella— ni a hacer ningún comentario o sugerencia que se aparte de lo que ya he dicho. Y el derecho que me asistía al decirlo era sencillamente el derecho universal del hombre a poner en antecedentes a una mujer cuando la ve en una situación falsa.

Lily sonrió.

—Supongo que por situación falsa te refieres a la que está al margen de lo que llamamos sociedad, pero debes recordar que yo fui excluida de tan sagrado recinto mucho antes de conocer a la señora Hatch. Que yo sepa, hay muy poca diferencia real entre estar fuera o dentro, y recuerdo que en una ocasión me dijiste que eran sólo los de dentro quienes se tomaban en serio la diferencia.

Aludió con toda la intención a su memorable diálogo en Bellomont y esperó con un extraño nerviosismo su reacción, pero el resultado del experimento fue decepcionante. Selden no permitió que la alusión le desviara del tema y se limitó a decir, con mayor énfasis que antes:

—La cuestión de estar dentro o fuera es, como tú dices, muy poco importante, y da la casualidad de que no tiene nada que ver con el caso, excepto si el deseo de la señora Hatch de estar dentro te coloca en la posición que yo llamo falsa.

Pese a la moderación de su tono, cada una de sus palabras tuvo el efecto de confirmar la resistencia de Lily. Las mismas aprensiones que removía la predisponían contra él; había estado atenta a cualquier rango de compenetración personal, a cualquier signo de que había recobrado su poder sobre él, pero la actitud de sobria imparcialidad de Selden, la falta de reacción a su apelación convirtió el amor propio herido de Lily en un ciego resentimiento contra su injerencia. La convicción de que había sido enviado por Gerty y de que, por muy difícil que considerara su situación, no habría acudido voluntariamente en su ayuda, la reafirmó en su propósito de no concederle ni un milímetro más de su confianza. Por muy dudosa que pudiera ser su posición, prefería seguir en la ignorancia que deberle la información a Selden.

—No sé por qué me imaginas en la situación que describes —dijo cuando él acabó de hablar—, pero, como siempre me has dicho que el único objeto de una educación como la mía es enseñar a la mujer a conseguir lo que quiere, ¿por qué no suponer que es esto precisamente lo que hago?

La sonrisa con que resumió su caso era una clara barrera levantada para interceptar nuevas confidencias; su luminosidad alejó tanto a Selden que le pareció estar casi fuera del alcance de sus oídos cuando le replicó:

—No recuerdo haber dicho nunca que eras un ejemplo modélico de esa clase de educación.

Ella se ruborizó un poco ante las implicaciones, pero tuvo fuerzas para soltar una risa desesperada.

—¡Ah! ¡Espera un poco más, dame algo más de tiempo antes de decidir! —Y mientras él se demoraba, todavía al acecho de una fisura en la impenetrable fachada de Lily, añadió—: No desesperes de mí, ¡quizá aún haga honor a mi educación!

Capítulo X

—Mire estas lentejuelas, señorita Bart: las ha cosido todas torcidas.