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100 Clásicos de la Literatura

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Ella no abandonó el aire de ironía indiferente.

—¿Quiere decir que ya no soy un partido tan deseable como había creído?

—Sí, esto es lo que quiero decir —respondió él con firmeza—. No analizaré lo ocurrido, no creo los rumores que circulan sobre usted… no quiero creerlos. Pero existen y el hecho de que no los crea no altera la situación.

Lily se ruborizó hasta las sienes, pero la extrema necesidad ahogó la réplica que afloraba a sus labios y siguió mirándole sin inmutarse.

—¿Tampoco la altera el hecho de que no sean ciertos? —inquirió.

Él la observó con sus ojos pequeños y calculadores y Lily se sintió como una especie de mercancía humana de lujo.

—Creo que sí, pero sólo en las novelas, no en la vida real. Usted lo sabe tan bien como yo; si tenemos que decir la verdad, no la digamos a medias. El año pasado estaba loco por casarme con usted y usted no se dignaba mirarme; y este año… bueno, parece que está dispuesta. ¿Qué ha cambiado en este tiempo? Su situación, nada más. Entonces usted pensaba que podía encontrar algo mejor; ahora…

—¿Quién lo piensa es usted? —preguntó ella con ironía.

—Pues, sí, en efecto; es decir, en cierto modo. —La miraba, con las manos en los bolsillos y el pecho abombado bajo el chaleco multicolor—. Verá, ocurre lo siguiente: he trabajado casi sin parar todos estos años a fin de conquistar una posición social. ¿Le parece gracioso que diga esto? ¿Por qué habría de importarme decir que quiero introducirme en la buena sociedad? A un hombre no le avergüenza confesar que quiere una cuadra de caballos de carreras o una galería de retratos. El gusto de codearse con la alta sociedad es una afición como cualquier otra. Quizá deseo vengarme de algunas personas que me hicieron el vacío el año pasado: interprételo así, si le suena mejor. Sea como fuere, quiero poder entrar en las mejores casas y poco a poco lo voy consiguiendo. Pero sé que el modo más rápido de enemistarse con la gente importante es ser visto con las personas inadecuadas y por esta razón quiero evitar equivocaciones.

La señorita Bart guardaba un silencio que tanto podía expresar burla como un respeto involuntario por su franqueza; al cabo de un momento, Rosedale prosiguió:

—Así que ésta es la verdad. Estoy más enamorado de usted que nunca, pero si me casara con usted ahora, me enemistaría con todos para siempre y los esfuerzos de todos estos años habrían sido vanos.

Ella le oyó decir esto con una mirada de la que había desaparecido todo rastro de sentimiento. Después del entresijo de falsedades sociales en que se había movido durante tanto tiempo, era refrescante salir a la diáfana luz de un egoísmo declarado.

—Le comprendo —dijo—. Hace un año le habría sido útil y ahora sería un estorbo, y me gusta que me lo haya expuesto con tanta franqueza. —Y le alargó la mano, sonriendo.

De nuevo este gesto produjo un efecto perturbador en el señor Rosedale.

—¡Por Júpiter que es usted fantástica! —exclamó y, al ver que ella se volvía para irse, prorrumpió de repente—: Señorita Lily… deténgase. Sabe que no me creo esos rumores: estoy seguro de que se los inventó una mujer que no vaciló en sacrificarla para su propia conveniencia…

Lily retrocedió con un súbito gesto de desprecio; era más fácil soportar su insolencia que su conmiseración.

—Es usted muy bueno, pero no creo que debamos discutir esta cuestión.

Sin embargo, la sordera natural de Rosedale a las insinuaciones le empujó a hacer caso omiso de la resistencia de Lily.

—No quiero discutir nada, sólo exponerle un caso muy claro —insistió.

Ella se detuvo involuntariamente, retenida por la nota de urgencia en la voz y la mirada de Rosedale; éste prosiguió, mirándola a los ojos:

—Lo que me extraña es que haya esperado tanto para vengarse de esa mujer cuando tenía el poder en sus manos. —Lily continuó callada, sobrecogida por la sorpresa que le produjeron estas palabras y él dio un paso hacia delante y preguntó en voz baja—: ¿Por qué no utiliza esas cartas suyas que compró el año pasado?

La pregunta la dejó estupefacta. Las palabras anteriores le habían hecho suponer, como máximo, una alusión a su presunta influencia sobre George Dorset; la asombrosa grosería de la referencia no disminuía la probabilidad de que Rosedale recurriera a ella. Pero ahora veía cuán lejos había estado de adivinar su intención; sorprendida de enterarse de que había descubierto el secreto de las cartas, fue un momento inconsciente del uso especial que estaba a punto de dar a su conocimiento.

El breve desconcierto de Lily dio tiempo a Rosedale de insistir y añadió muy de prisa, como para asegurarse un mayor control de la situación:

—Ya ve que conozco su secreto y sé hasta qué punto se encuentra ella en su poder. Parece una frase de comedia barata, ¿verdad? No obstante, en muchas de estas frases se oculta gran parte de la verdad, y supongo que no compró esas cartas sólo porque colecciona autógrafos. —Ella le miraba con perplejidad creciente; su única impresión clara era de temor al poder que él parecía ostentar—. ¿Se está preguntando cómo he averiguado su existencia? —continuó Rosedale, replicando a su mirada con una nota de consciente orgullo—. Quizá haya olvidado que soy el propietario del Benedick… pero dejemos eso ahora. Ir directamente al grano resulta muy útil en los negocios y yo he extendido tal sistema a mis asuntos privados, porque éste es en parte asunto mío… o, mejor dicho, de usted depende que lo sea. Examinemos la situación con imparcialidad. La señora Dorset, por motivos que no es necesario analizar, le jugó a usted una mala pasada en primavera. Todo el mundo sabe cómo es la señora Dorset, y sus mejores amigas no confiarían en ella ni bajo juramento, pero mientras no se entrometan en sus líos, es mucho más fácil seguirla que enfrentarse a ella, y usted ha sido sacrificada en aras de su indolencia y su egoísmo. ¿Acaso no es ésta una justa exposición del caso? Pues bien, algunos dicen que la respuesta más acertada está en sus manos, que George Dorset se casaría con usted mañana mismo si le dijera todo lo que sabe, dándole así oportunidad de echar de su casa a la dama en cuestión. Yo estoy convencido de ello, pero a usted parece no gustarle esta forma de venganza y, considerando el asunto desde un punto de vista puramente comercial, creo que tiene razón. De un trato semejante nadie sale con las manos del todo limpias, y la única solución de que usted dispone para empezar de nuevo es conseguir que Bertha Dorset la respalde, en vez de luchar contra ella.

Calló el tiempo suficiente para recobrar el aliento, aunque no para que Lily pudiera expresar su creciente oposición; a medida que continuaba exponiendo y explicando su idea con la elocuencia de un hombre que no abriga la menor duda respecto a su causa, Lily advirtió que la indignación se le atragantaba y que la mera fuerza de la presentación del argumento centraba toda su atención. No había tiempo ahora para preguntarse cómo se había enterado de la compra de las cartas; todo estaba oscuro menos el monstruoso resplandor del plan de Rosedale para hacer uso de ellas. Y, pasados los primeros momentos, no fue el horror de la idea lo que la cautivó, sometida a la voluntad de él, sino la sutil afinidad con sus más íntimos deseos. Rosedale se casaría con ella mañana mismo si Lily conseguía reconquistar la amistad de Bertha Dorset y, para facilitar la abierta renovación de esa amistad y la retractación implícita de todo cuanto había causado la ruptura, sólo tenía que insinuar a la dama la amenaza que encerraba el paquete que tan milagrosamente había ido a parar a sus manos. Lily vio con la rapidez del relámpago los beneficios de esta solución, comparada con la propuesta por el pobre Dorset. El éxito del plan de éste dependía de la aplicación de un castigo manifiesto, mientras el nuevo reducía la transacción a un convenio privado del que ninguna tercera persona tenía por qué enterarse ni remotamente. Planteado por Rosedale como un trato comercial, el convenio adoptaba el aire inofensivo de una conveniencia mutua, como una transferencia de bienes o una revisión de límites fronterizos. No cabía duda de que simplificaba la vida considerarlo un acuerdo perpetuo, un pacto de política de partido en el que cada concesión tiene su equivalente reconocido; el fatigado espíritu de Lily se sentía atraído por esta vía que escapaba de fluctuantes estimaciones éticas para dirigirse a una región de pesos y medidas concretas.

Rosedale, mientras ella escuchaba, parecía detectar en su silencio no sólo una gradual aquiescencia a su plan, sino una percepción peligrosamente amplia de las posibilidades que ofrecía, porque, al ver que seguía callada, exclamó, volviendo con rapidez a su auténtico modo de ser:

—Ve lo sencillo que es, ¿verdad? Pero no se deje entusiasmar por la idea de que es demasiado sencillo. Usted no empieza exactamente con un historial irreprochable. Ya que hablamos, llamemos a las cosas por su nombre y aclaremos todo el asunto. Sabe muy bien que Bertha Dorset no podría haberla acusado de no haber existido… bueno, dudas anteriores, pequeños puntos de interrogación, ¿verdad? Algo inevitable, supongo, en el caso de una joven hermosa con parientes tacaños; el hecho es que Bertha encontró el terreno abonado. ¿Ve ahora adónde quiero ir a parar? A usted no le conviene que surjan de nuevo esas pequeñas dudas. No es suficiente pararle los pies a Bertha Dorset: hay que parárselos de forma definitiva. Le costará muy poco asustarla, pero… ¿cómo conseguirá que no se le pase el susto? Demostrándole que es tan poderosa como ella. Todas las cartas del mundo serían incapaces de ayudarla en su presente situación, pero, si dispone de un buen respaldo, la tendrá acorralada justo donde usted quiera. Ésta es mi parte del negocio: esto es lo que le ofrezco. Sin mí, no puede llevar adelante el asunto; no vaya a creer lo contrario. Al cabo de seis meses volvería a tropezar con las mismas dificultades, o peores. Pero aquí me tiene, dispuesto a sacarle de ellas mañana mismo, si así lo desea. ¿Qué dice, señorita Lily? —añadió, acercándose de repente.

 

Las palabras y el movimiento que las acompañó se unieron para despertar a Lily del dócil estado de trance en que había caído sin darse cuenta. La luz llega por caminos sinuosos a la conciencia dormida y ahora llegaba a la suya a través de la repugnante idea de que su presunto cómplice daba por sentado que ella desconfiaría de él e intentaría quizá despojarle de su parte del botín. Este atisbo de los cálculos de Rosedale parecía presentar toda la transacción bajo un nuevo aspecto y Lily vio que la ruindad esencial del acto estribaba en que no corría el menor riesgo.

Retrocedió con un rápido ademán de rechazo, diciendo con una voz que sorprendió incluso a sus propios oídos:

—Está equivocado, muy equivocado, tanto en los hechos como en las conclusiones que ha sacado de ellos.

Rosedale la miró un momento, perplejo por esta súbita salida en una dirección tan diferente de aquella por la que parecía dejarse guiar.

—¿Y esto qué diablos significa? ¡Pensaba que nos entendíamos! —exclamó, y al oírla murmurar: «¡Ah, pero ahora nos entendemos!», replicó con un repentino arrebato de violencia—: ¿Es quizá porque las cartas van dirigidas a él? ¡Vaya, que me cuelguen si ha recibido de él alguna muestra de gratitud!

Capítulo VIII

Los días otoñales cedieron el paso al invierno. Una vez más el mundo del ocio volvió a la transición entre el campo y la ciudad y la Quinta Avenida, todavía desierta los fines de semana, era recorrida de lunes a viernes por un creciente desfile de coches entre las fachadas que, poco a poco, iban cobrando vida.

El Concurso Hípico de hacía dos semanas había causado una animación fugaz, llenando teatros y restaurantes con una oleada humana tan elegante y fogosa como los purasangres que competían a diario en el hipódromo. En el mundo de la señorita Bart, el Concurso Hípico y el público que atraía figuraban ostensiblemente entre los espectáculos desdeñados por los elegidos pero, del mismo modo que un señor feudal podía salir a participar en la danza de la plaza del pueblo, así la sociedad aún condescendía, extraoficial e incidentalmente, en contemplar la escena. La señora Gormer, como los demás, se dignaba aprovechar tales ocasiones para exhibirse con sus caballos, y Lily tuvo un par de oportunidades de aparecer al lado de su amiga en la tribuna más visible de todas. Sin embargo, esta apariencia de intimidad le permitió notar todavía más un cambio en sus relaciones, una discriminación incipiente, una norma social formada poco a poco en la caótica visión de la vida que caracterizaba a la señora Gormer. Era inevitable que fuese Lily el primer sacrificio ofrecido a este nuevo ideal y ella sabía que, cuando los Gormer se hubieran instalado en la ciudad, toda la corriente mundana facilitaría a Mattie el alejamiento. En suma, había fracasado en el intento de hacerse indispensable o, mejor dicho, el intento había sido frustrado por una influencia más fuerte que la que ella podía ejercer. En definitiva, dicha influencia era simplemente el poder del dinero: el crédito social de Bertha Dorset se basaba en una inexpugnable cuenta bancaria.

Lily sabía que Rosedale no había exagerado ni la dificultad de su posición ni la perfección de la venganza que él le proponía: en cuanto igualara a Bertha en recursos materiales, sus dones superiores le permitirían dominar con facilidad a su adversaria. En las primeras semanas de invierno comprendió con más claridad el alcance de semejante poder y los perjuicios derivados de su negativa a utilizarlo. Hasta entonces había mantenido un simulacro de actividad al margen de la corriente social, pero, con el regreso a la ciudad y la concentración de los actos sociales, el mero hecho de no reanudar sus antiguas costumbres puso de manifiesto su exclusión. Cuando no se participaba en la rutina fija de la temporada, se flotaba en un vacío de inexistencia social. A pesar de sus sueños insatisfechos, Lily no había imaginado nunca la posibilidad de girar en torno a un centro diferente; era fácil despreciar al mundo, pero enormemente difícil encontrar cualquier otra región habitable. Su sentido de la ironía no la había abandonado del todo y aún era capaz de advertir, burlándose de sí misma, el valor anormal que adquirían de pronto los detalles más ingratos e insignificantes de su vida anterior. Incluso las servidumbres tenían su encanto, ahora que se veía libre de ellas: dejar tarjetas, escribir notas, tener cortesías forzadas con los pelmazos y los viejos y una sonrisa estereotipada para las cenas aburridas… ¡Qué agradablemente habrían llenado ahora tales obligaciones la vaciedad de sus días! En realidad, dejaba muchas tarjetas; con una persistencia sonriente e impávida, guardaba las apariencias ante los ojos del mundo y no sufría ninguno de esos desaires groseros que a veces producen en la víctima una sana reacción de desprecio. La sociedad no le daba la espalda, pasaba simplemente de largo por delante de ella, ocupada en otras cosas y distraída, recordándole con toda la fuerza de su orgullo herido el favor excepcional de que había gozado antes de caer en desgracia.

Había rechazado la sugerencia de Rosedale en un arranque de desdén que casi la sorprendió; no había perdido su capacidad de indignación súbita y altiva. Pero no podía respirar mucho tiempo en las alturas; su educación no la había preparado para una fuerza moral constante; su gran aspiración, a la que realmente creía tener derecho, era una situación en la cual la actitud más noble fuera también la más fácil. Hasta ahora sus intermitentes impulsos de resistencia le habían bastado para conservar la propia estima. Si resbalaba, recobraba el equilibrio y no se daba cuenta hasta después de que cada vez lo recuperaba a un nivel ligeramente más bajo. Había rechazado la oferta de Rosedale sin ningún esfuerzo consciente; todo su ser se había rebelado contra ella y aún no sabía que por el mero hecho de escucharle había aprendido a vivir con ideas que en otro tiempo le habrían parecido intolerables.

Para Gerty Farish, que la vigilaba con una mirada más tierna, aunque menos perspicaz que la de la señora Fisher, los resultados de la lucha eran ya claramente visibles. Ignoraba, desde luego, qué rehenes había sacrificado ya Lily a las convenciones, pero la veía apasionada e irremisiblemente entregada a la ruinosa política de «cubrir las apariencias». Gerty sonreía ahora al recordar su sueño de ver transformada a su amiga a través de la adversidad; comprendía que Lily no era de las personas a quienes la privación enseña la escasa importancia de lo que han perdido. Sin embargo, este mismo hecho era para Gerty una razón de más para apiadarse de ella y para prodigarle la ternura que la propia Lily no creía necesitar.

Desde su regreso a la ciudad, Lily apenas había visitado a la señorita Farish. Había algo irritante para ella en los mudos interrogantes de la solidaridad de Gerty; sentía que las verdaderas dificultades de su situación no podían comunicarse a nadie que tuviera un código de valores tan diferente del suyo, y las restricciones de la vida de Gerty, que antes tenían el encanto del contraste, ahora le recordaban de un modo demasiado doloroso los límites a los que empezaba a reducirse su propia existencia. Cuando por fin una tarde cumplió su diferido propósito de visitarla, este sentido de las oportunidades decrecientes la poseía con una intensidad inusitada. El paseo por la Quinta Avenida, que al diáfano sol del invierno le ofreció una perspectiva de lujosos carruajes —berlinas tras cuyas ventanillas cuadradas vislumbró perfiles conocidos inclinados sobre listas de visita, manos apresuradas entregando notas y tarjetas a obedientes lacayos—, este atisbo de las ruedas siempre en movimiento de la gran maquinaria social, le hizo comprender con más claridad que nunca la incomodidad y estrechez de las escaleras de Gerty y el callejón sin salida al que conducían. Escaleras míseras para personas míseras: ¡cuántos miles de figuras insignificantes subían y bajaban en aquel momento por todo el mundo unas escaleras similares, figuras tan pobres y poco interesantes como aquella señora de mediana edad, vestida de luto, que bajaba el tramo de Gerty cuando ella lo subía!

—Era la pobre señorita Jane Silverton: ha venido a hablar conmigo de su situación. Ella y su hermana quieren hacer algo para mantenerse —explicó Gerty, mientras Lily la seguía hasta el saloncito.

—¿Mantenerse? ¿Tan mal están? —preguntó la señorita Bart con cierta irritación; no había ido a escuchar desgracias ajenas.

—Me temo que no les queda nada; las deudas de Ned han acabado con todo su patrimonio. Estaban muy esperanzadas cuando rompió con Carry Fisher, pensando que Bertha Dorset sería una buena influencia porque no le gustan las cartas y… bueno, por lo visto habló con gran elocuencia a la pobre señorita Jane de sus sentimientos fraternales por Ned, a quien quería llevarse en el yate para hacerle olvidar el juego y las carreras y ayudarle a reanudar su trabajo literario. —La señorita Farish enmudeció con un suspiro que reflejaba la perplejidad de su última visitante—. Pero esto no acaba aquí, ni siquiera lo peor. Al parecer, Ned se ha peleado con los Dorset, o al menos Bertha se niega a verle, y él es tan desgraciado que ha vuelto a jugar y trata con toda clase de gente extraña. Y la prima Grace van Osburgh le acusa de haber sido una pésima influencia para Bertie, que dejó Harvard la primavera pasada y ha tratado mucho a Ned desde entonces. Fue a ver a la señorita Jane e hizo una escena espantosa y Jack Stepney y Herbert Melson, que también estaban allí, le dijeron a la señorita Jane que Bertie amenazaba con casarse con una mujer horrible a la que Ned le había presentado y que no podían hacer nada con él porque ha cumplido la mayoría de edad y tiene su propio dinero. Ya puedes imaginarte cómo se siente la señorita Jane; ha venido a verme en seguida, pensando que, si yo le consigo algún trabajo, podría ganar lo suficiente para pagar las deudas de Ned y enviarle lejos de aquí. Me temo que no tiene idea del tiempo que tardaría en pagar una sola de sus noches de bridge. Además, estaba endeudado hasta el cuello cuando volvió del crucero… No comprendo cómo pudo gastar mucho más dinero bajo la influencia de Bertha que bajo la de Carry. ¿Lo entiendes tú?

Lily oyó la pregunta con un gesto de impaciencia.

—Mi querida Gerty: ¡yo siempre entiendo que la gente pueda gastar mucho dinero y nunca que pueda gastar poco!

Se quitó las pieles y se acomodó en la poltrona de su amiga, mientras ésta se atareaba con las tazas de té.

—Pero ¿qué pueden hacer las señoritas Silverton? ¿Cómo piensan ganarse la vida? —inquirió, consciente de que el tono de irritación aún persistía en su voz. Era lo último que le apetecía discutir (no le interesaba en absoluto), pero de pronto la dominó una curiosidad malsana por saber cómo pensaban afrontar las dos insípidas y atribuladas víctimas de los experimentos sentimentales del joven Silverton la acuciante necesidad que tan de cerca la acechaba a ella misma.

—No lo sé… Intentaré buscarles algo. La señorita Jane lee en voz alta con mucho sentimiento, aunque es difícil encontrar a alguien que necesite una lectora. Y la señorita Annie pinta un poco…

—¡Sí, ya sé! Manzanos en flor sobre papel secante… ¡Justo lo que haré yo dentro de poco tiempo! —exclamó Lily, levantándose con un impulso tan violento que casi derribó la frágil mesa de té de la señorita Farish. Se agachó para estabilizar las tazas y volvió a desplomarse en su asiento—. Había olvidado que no hay sitio para movimientos bruscos… ¡Con qué delicadeza hay que portarse en un piso pequeño! Oh, Gerty, no he nacido para ser buena —suspiró, incoherente.

Gerty se fijó con aprensión en la palidez de su rostro, en el que los ojos brillaban con el lustre peculiar causado por el insomnio.

—Pareces terriblemente cansada, Lily; toma el té y apóyate en este almohadón.

La señorita Bart aceptó la taza de té, pero rechazó el almohadón con una mano impaciente.

—¡No me des eso! No quiero recostarme… Si lo hago, me quedaré dormida.

—Pues duerme, querida. No te molestaré —urgió en tono cariñoso.

—No, no… Habla… ¡Tenme despierta! No duermo por la noche y por la tarde me domina una terrible somnolencia.

—¿No duermes por la noche? ¿Desde cuándo?

—No lo sé… no lo recuerdo. —Se levantó y dejó la taza vacía sobre la bandeja—. Dame otra taza y que sea más fuerte, por favor; si me duermo ahora tendré pesadillas por la noche, ¡horribles pesadillas!

 

—Pero será peor si tomas demasiado té.

—No, no… Dame más, y no me sermonees, te lo ruego —protestó Lily en tono autoritario. Su voz tenía un acento peligroso y Gerty se fijó en que le temblaba la mano al coger la segunda taza.

—Pero pareces tan cansada… Estoy segura de que estás enferma…

La señorita Bart dejó la taza con un sobresalto.

—¿Parezco enferma? ¿Se me nota en la cara? —Se levantó y se acercó rápidamente al pequeño espejo colgado sobre el escritorio—. ¡Qué espejo tan horrible… empañado y lleno de manchas! ¡Cualquiera se vería espantosa en él! —Se volvió y miró con tristeza Gerty—. ¡Qué tonta eres, querida! ¿Por qué me dices cosas tan odiosas? ¡Decirle a alguien que parece enfermo es suficiente para que lo esté de verdad! Además, tener aspecto enfermizo equivale a estar fea. —Cogió a su amiga por las muñecas y la llevó a la ventana—. Aun así, prefiero saber la verdad. Mírame a la cara y dime, Gerty: ¿tan horrible estoy?

—Ahora estás muy guapa, Lily; los ojos te brillan y de repente tienes las mejillas sonrosadas…

—De modo que estaban pálidas cuando he entrado… ¿pálidas como las de un fantasma? ¿Por qué no me dices con franqueza que estoy hecha una ruina? Los ojos me brillan de nervios, pero por las mañanas están opacos. Y cada día tengo más arrugas… ¡Las huellas de la preocupación, la decepción y el fracaso! Con cada noche de insomnio me sale una nueva… ¿y cómo voy a dormir con tantas cosas horribles en que pensar?

—¿Cosas horribles? ¿Qué cosas? —preguntó Gerty, quitando con suavidad sus muñecas de los dedos febriles de su amiga.

—¿Qué cosas? Pues la pobreza, para empezar, y no conozco nada peor. —Lily dio media vuelta y se sentó con gesto cansado en un sillón cercano a la mesa de té—. Acabas de preguntarme si entiendo por qué Ned Silverton ha gastado tanto dinero. Claro que lo entiendo: se lo gasta viviendo con los ricos. Tú crees que vivimos a costa de ellos, más que con ellos, y así es, en cierto sentido… ¡pero se trata de un privilegio que hay que pagar! Comemos en sus cenas, bebemos su vino, fumamos sus cigarrillos y vamos en sus carruajes, a sus palcos de la ópera y con sus automóviles particulares… Sí, pero por cada uno de estos lujos hay que pagar un impuesto. El hombre lo paga dando grandes propinas a los criados, apostando en las cartas más dinero del que tiene, regalando flores y otras cosas caras; la mujer soltera lo paga con propinas y también jugando a las cartas (sí, he tenido que volver a jugar al bridge), yendo a las mejores modistas, luciendo el vestido apropiado en cada ocasión y estando siempre lozana, exquisita y divertida.

Se apoyó un momento en el respaldo, cerrando los ojos, con los labios incoloros entreabiertos y los párpados caídos sobre la mirada brillante Y exhausta. Gerty se percató con sobresalto del cambio operado en su rostro; era como si una luz cenicienta hubiese apagado su resplandor artificial. Lily abrió los ojos y la visión se desvaneció.

—No suena muy divertido, ¿verdad? Y no lo es… ¡Estoy harta de todo! Y, no obstante, la idea de tener que renunciar a todo ello es lo que me está matando lo que me impide dormir por la noche y me da ganas de un té bien cargado. No puedo continuar así mucho más tiempo, ¿sabes? Casi he llegado al límite de mis fuerzas. Y entonces ¿qué haré? ¿Cómo podré mantenerme? ¡Me veo reducida a la suerte de esa pobre mujer, Jane Silverton, yendo de agencia en agencia en busca de empleo e intentando vender cuadernos pintados a instituciones femeninas! ¡Y hay miles y miles de mujeres que tratan de hacer lo mismo y ninguna tiene menos idea que yo de cómo ganar un dólar! —Volvió a levantarse, con una rápida ojeada al reloj—. Es tarde, debo irme… Tengo una cita con Carry Fisher. No pongas esa cara de preocupada, querida… No des excesiva importancia a las tonterías que he dicho. —Se paró otra vez ante el espejo, arregló su cabello con mano hábil, se bajó el velo y dio un diestro toque a sus pieles—. Aún no he llegado a eso de las agencias de empleo y los cuadernos pintados, pero ando muy escasa de dinero y, si pudiera encontrar algo que hacer (escribir notas, hacer listas de invitados o cosas por el estilo), sería una ayuda hasta que cobre el legado. Carry me ha prometido buscar a alguien que necesite una especie de secretaria social: ya sabes que su especialidad es ayudar a los ricos inútiles.

La señorita Bart no había revelado a Gerty toda la dimensión de su angustia. En realidad, necesitaba dinero de forma inmediata y urgente, dinero con que hacer frente a los vulgares gastos semanales que no podían aplazarse ni evadirse. Renunciar a sus habitaciones y retirarse a la oscuridad de una pensión o a la hospitalidad provisional de una cama en el saloncito de Gerty Farish era un expediente que sólo pospondría sus apuros, y le parecía más acertado y también más agradable quedarse donde estaba y encontrar algún medio de ganarse la vida. No había considerado nunca en serio la posibilidad de hacerlo y fue un grave golpe para su confianza en sí misma descubrir que, como asalariada, sería probablemente tan torpe e inútil como la pobre señorita Silverton.

Como estaba acostumbrada a creerse, de acuerdo con la opinión general, una persona enérgica y con recursos, capaz de dominar cualquier situación en la que se encontrara, imaginaba vagamente que tales dones serían valiosos para quienes buscaban asesoramiento social, pero no había, por desgracia, ningún nombre concreto en el mercado para el arte de hacer y decir lo correcto, e incluso el ingenio de la señora Fisher fracasó ante la dificultad de descubrir una vena rentable entre el caudal de dones de Lily. La señora Fisher rebosaba de recursos indirectos para posibilitar que sus amigos se ganaran la vida, y podía asegurar sin faltar a la verdad que había facilitado a Lily varias oportunidades de esta índole; sin embargo, métodos más legítimos de ganarse el pan se hallaban tan fuera de su alcance como de la capacidad de los necesitados que solían recurrir a ella. El fallo de Lily al no saber aprovechar las ocasiones ya brindadas podía haber justificado el abandono de todo nuevo esfuerzo por parte de la señora Fisher, pero la bondad inagotable de su naturaleza llegaba a crear demandas artificiales en respuesta a una oferta real. Con este fin, preparó un viaje de exploración en favor de la señorita Bart y como resultado de sus investigaciones llamó a esta última con el anuncio de que había «encontrado algo».

Al quedarse sola, Gerty reflexionó con inquietud sobre el dilema de su amiga y su propia incapacidad para solucionarlo. Era evidente que Lily no deseaba por el momento el tipo de ayuda que ella podía prestarle. La señorita Farish no veía más esperanza que la completa reorganización de su vida al margen de sus antiguos vínculos, mientras que las energías de Lily se centraban en el decidido esfuerzo de conservar esos vínculos y continuar visiblemente identificada con ellos mientras pudiera mantener la ilusión. Por lastimosa que se le antojara a Gerty semejante actitud, no podía juzgarla con la misma severidad con que la habría enjuiciado Selden, por ejemplo. No había olvidado la emoción de la noche en que durmieron abrazadas; había tenido la sensación de que su misma sangre pasaba a las venas de su amiga. El sacrificio parecía haber sido inútil; nada había quedado en Lily de las influencias consoladoras de aquella noche, pero la ternura de Gerty, disciplinada por largos años de contacto con el sufrimiento callado y anónimo, sabía esperar a su objeto con una paciencia silenciosa que no tenía en cuenta el paso del tiempo. No pudo, sin embargo, renunciar al consuelo de consultar con Lawrence Selden, con quien había reanudado su antigua relación de confianza familiar desde su regreso de Europa.