Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

Tekst
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

En su ignorancia de los trámites legales había imaginado que pagarían el legado a los pocos días de la lectura del testamento de su tía y, al cabo de un tiempo de impaciente espera, escribió para averiguar la causa del retraso. Pasó otro intervalo antes de que el abogado de la señora Peniston, que era también uno de los albaceas, contestara al efecto de que, habiendo surgido algunas cuestiones relativas a la interpretación del testamento, él y sus asociados no estarían en situación de hacer efectivos los legados hasta el fin del plazo de doce meses estipulado legalmente para su pago. Perpleja e indignada, Lily decidió intentar una gestión personal, pero volvió de su visita con una sensación de la impotencia del encanto y la belleza frente a los insensibles mecanismos de la ley. Le parecía intolerable vivir otro año bajo el peso de su deuda, y en su desesperación resolvió acudir a la señorita Stepney, que todavía se encontraba en la ciudad, inmersa en el placentero deber de «repasar» los efectos de su benefactora. Fue un paso muy amargo para Lily pedir un favor a Grace Stepney, pero la alternativa era aún más amarga y una mañana se presentó en casa de la señora Peniston, donde Grace residía de forma provisional a fin de cumplir con su piadosa tarea.

La extrañeza de entrar en calidad de suplicante en la casa donde había mandado durante tanto tiempo incrementó su deseo de acortar el mal trago, y cuando la señorita Stepney entró en el oscuro salón, haciendo crujir su paño de luto de la mejor calidad, fue directamente al grano: ¿estaría dispuesta a adelantarle la cantidad del legado que le pertenecía?

Grace, llorando, se extrañó de la petición, lamentó la inexorabilidad de la ley y se asombró de que Lily no hubiese visto la total similitud de sus situaciones. ¿Acaso creía que sólo se había demorado el pago de los legados? La propia señorita Stepney no había recibido ni un penique de su herencia y estaba pagando un alquiler —¡sí, era cierto!— por el privilegio de vivir en una casa que ya era suya. Tenía la certeza de que eso no era lo que la pobre tía Julia hubiera deseado, y así se lo había dicho ella a la cara a los albaceas, pero éstos eran sordos a la lógica y no había más remedio que esperar. Lily tendría que resignarse como ella y recordar la invariable paciencia que había distinguido siempre a tía Julia.

Lily hizo un gesto que demostró su imperfecta asimilación de este ejemplo.

—Pero tú lo heredarás todo, Grace… Sería fácil para ti pedir prestada una cantidad diez veces mayor de la que te pido.

—¿Pedir prestado? ¿Fácil para mí solicitar un préstamo? —Grace Stepney se levantó como la negra personificación de la ira—. ¿Te imaginas por un momento que pediría dinero, ofreciendo como garantía la herencia de tía Julia, cuando sé que cualquier transacción de esta clase le horrorizaba? ¡Vamos, Lily! Si quieres conocer la verdad, fue la idea de que tenías deudas lo que causó su dolencia; recuerda que sufrió un ligero ataque antes de que zarparas. Oh, no conozco los pormenores, claro (no quiero conocerlos), pero hubo rumores sobre ti que la hicieron muy desgraciada; nadie dejó de advertirlo. No tengo la culpa de que te sientas ofendida por lo que acabo de decirte, y, si puedo hacer algo para que comprendas la insensatez de tus actos y lo mucho que ella los desaprobaba, creeré que es la mejor manera de compensarte de su muerte.

Capítulo V

Mientras la puerta de la señora Peniston se cerraba a sus espaldas, Lily tuvo la impresión de que acababa de despedirse de su antigua vida. El futuro se extendía ante ella monótono y desnudo como la desierta longitud de la Quinta Avenida, tan parco en posibilidades como los pocos coches que se movían lentamente en espera de pasajeros que no llegaban. La analogía dejó de ser exacta cuando un coche de alquiler se acercó con rapidez y se detuvo junto al bordillo delante de ella.

Desde debajo del techo cubierto de maletas, una mano se agitó en el aire y un momento después la señora Fisher se apeó de un salto y la envolvió en un expresivo abrazo.

—Querida, ¿es posible que aún estés en la ciudad? Cuando te vi el otro día en Sherry’s no tuve tiempo de preguntar… —se interrumpió y añadió en un arranque de franqueza—: Lo cierto es que me porté muy mal, Lily, y he deseado decírtelo desde entonces.

—Oh… —protestó la señorita Bart, deshaciéndose del penitente abrazo, pero la señora Fisher continuó con su habitual sinceridad—: Escucha, Lily, no nos andemos por las ramas: la mitad de los problemas de la vida surgen cuando fingimos que no existen. Yo soy franca y sólo puedo decirte que estoy avergonzada de mí misma por haber imitado la conducta de otras mujeres. Pero ya hablaremos de eso más tarde… Dime ahora dónde te hospedas y cuáles son tus planes. Supongo que no vives con Grace Stepney, ¿verdad que no?, y que estás un poco desorientada.

Lily no pudo resistirse en su actual estado de ánimo a la sincera cordialidad de su amiga y contestó, sonriendo:

—Lo estoy, de momento, pero Gerty Farish sigue en la ciudad y es lo bastante buena para dejarme pasar con ella todos sus ratos libres.

La señora Fisher hizo una pequeña mueca.

—Hum… una diversión muy relativa. Sí, ya sé, Gerty es maravillosa y vale más que todas nosotras juntas, pero á la longue tú prefieres algo más picante, ¿no, querida? Y, además, supongo que tampoco ella tardará en irse… ¿El primero de agosto has dicho? Pues bien, escucha, no puedes pasar el verano en la ciudad; también hablaremos de esto después, pero entre tanto, ¿por qué no pones unas cuantas cosas en una maleta y vienes conmigo esta noche a casa de Sam Gormer? —Y mientras Lily la miraba, aturdida por tan súbita sugerencia, Carry Fisher continuó con una alegre risa—: No te conocen y tú no les conoces, pero esto es lo de menos. Viven en casa de los Van Alstyne en Roslyn y tengo carte blanche para llevar a los amigos que se me antojen, cuantos más, mejor. Organizan fiestas por todo lo alto y esta semana darán una que será sonada… —Se interrumpió al ver un cambio indefinible en la expresión de la señorita Bart—. Oh, no me refiero a tu grupo, sino a otro, compuesto de gente muy divertida. El hecho es que los Gormer siguen un camino muy personal; lo que quieren es divertirse y hacerlo a su modo. Probaron las fiestas convencionales unos meses, bajo mis distinguidos auspicios, y les iba a la perfección (con resultados mucho más rápidos que los conseguidos por los Bry, sólo porque no parecían tan ansiosos), pero de repente decidieron que el asunto les aburría y que necesitaban un grupo más acorde con sus gustos. Muy original por su parte, ¿no crees? Mattie Gormer aún tiene aspiraciones (las mujeres siempre las tienen), pero es muy indolente, y Sam no quiere preocupaciones, y como a ambos les gusta ser los personajes más importantes de la reunión, han iniciado una especie de espectáculo continuo, como un Coney Island social donde se recibe bien a todas las personas bulliciosas y sin pretensiones. Yo me divierto muchísimo… viene gente del mundo artístico, actrices de moda, ya sabes. Esta semana, por ejemplo, tendremos a Audrey Anstell, que obtuvo un éxito tan delirante la primavera pasada con La conquista de Winny, y Paul Morpeth (está pintando a Mattie Gormer), y Dick Bellinger y esposa y Kate Corby; en fin, todas las personas imaginables que sean amantes de la juerga y famosas por ello. Vamos, querida, no te quedes ahí husmeando el aire; será mucho mejor que un domingo tórrido en la ciudad y veras a gente inteligente, además de ruidosa; Morpeth, que admiraba a Mattie, siempre, siempre lleva a un par de amigos de su grupo.

La señora Fisher condujo a Lily hacia el coche con amable autoridad.

—Sube, querida, eso es. Iremos a tu hotel a hacer el equipaje, tomaremos el té y las dos doncellas nos esperarán en el tren.

Era mucho mejor que un domingo tórrido en la ciudad y Lily no tenía la menor duda sobre este particular mientras, descansando a la sombra de una terraza llena de plantas, miraba hacia el mar a través de una extensión verde salpicada de grupos de damas vestidas de encaje y hombres equipados para jugar al tenis. La enorme mansión Van Alstyne y sus dilatadas dependencias estaban atestadas de invitados de los Gormer, llegados para pasar el fin de semana y que ahora, bajo el sol radiante de la mañana dominguera, se dispersaban en busca de las variadas distracciones ofrecidas por el lugar, que oscilaban entre pistas de tenis y galerías de tiro, mesas de bridge y whisky en el interior de la casa y coches y lanchas en el exterior. Lily tenía la extraña sensación de haber sido absorbida por la multitud con la misma indiferencia con que un tren expreso recoge a un pasajero. La rubia y jovial señora Gormer podría haber sido el revisor que indicaba con calma al tropel de viajeros sus asientos respectivos, mientras Carry Fisher podía representar al mozo que colocaba el equipaje, repartía los números para el coche restaurante y avisaba de la llegada a las estaciones. El tren, mientras tanto, apenas aminoraba la marcha y la vida se deslizaba con un traqueteo y estruendo ensordecedores en medio de los cuales el viajero encontraba por lo menos un ansiado refugio contra el ruido de sus propios pensamientos.

El ambiente de los Gormer representaba un suburbio social que Lily había evitado siempre con escrúpulo, pero ahora que se hallaba inmersa en él, se le antojó una simple copia de su propio mundo, una caricatura tan fiel al modelo como lo es la «comedia de enredo» a los modales de salón. La gente que la rodeaba hacía lo mismo que los Trenor, los Van Osburgh y los Dorset; la diferencia estribaba en cien matices de apariencia y conducta, desde el estampado de los chalecos masculinos a la inflexión de las voces femeninas. Todo estaba graduado en una clave más alta y había más de cada cosa: más ruido, más color, más champaña, más familiaridad, pero también más buen humor, menos rivalidad y una mayor capacidad de diversión.

 

La llegada de la señorita Bart había sido acogida con una cordialidad sin reservas que al principio irritó su orgullo y después le hizo comprender su propia situación y el lugar en la vida que de momento tenía que aceptar y aprovechar al máximo. Aquella gente conocía su historia (de ello no le cabía la menor duda después de la primera conversación con Carry Fisher); estaba públicamente marcada como la heroína de un episodio «extraño», pero en vez de evitarla como habían hecho sus propias amistades, éstos la recibían sin preguntas en la fácil promiscuidad de sus vidas. Prescindían de su pasado del mismo modo que pasaban por alto el de la señorita Anstell; lo único que pedían era que, a su modo (porque le reconocían una gran variedad de cualidades), contribuyera a la diversión general tanto como aquella distinguida actriz cuyos talentos, fuera del escenario, eran de la más variada índole. Lily presintió en seguida que cualquier tendencia a ser «estirada», a marcar diferencias y hacer distinciones sería fatal para su permanencia en el grupo de los Gormer. Ser aceptada en tales condiciones —¡y en semejante mundo!— ya era bastante difícil para el orgullo que aún le quedaba, pero comprendía, con una punzada de desprecio por sí misma, que ser excluida de él sería aún más difícil, porque casi inmediatamente había sentido la insidiosa atracción de volver furtivamente a una vida donde todas las dificultades materiales estaban resueltas. El repentino traslado de un hotel sofocante en una ciudad polvorienta y desierta al espacio y al lujo de una gran mansión campestre acariciada por la brisa marina produjo en ella un estado de languidez moral muy grato después de la tensión nerviosa y la incomodidad física de las últimas semanas. De momento tenía que ceder al bienestar que reclamaban todos sus sentidos; después reconsideraría su situación y consultaría con su dignidad. De hecho, el placer que le procuraba su entorno estaba un poco empañado por la desagradable idea de que aceptaba la hospitalidad y buscaba la aceptación de personas a las que habría desdeñado en otras circunstancias. Sin embargo, empezaba a ser menos sensible en algunos puntos: un duro barniz de indiferencia se formaba rápidamente sobre sus delicadezas y susceptibilidades, y cada concesión a su conveniencia endurecía un poco más la superficie.

El lunes, cuando los invitados se dispersaron con tumultuosas despedidas, el regreso a la ciudad prestó más relieve a los atractivos de la vida que estaba abandonando. Los demás se separaban para continuar la misma existencia en ambientes distintos, algunos en Newport, otros en Bar Harbour, otros en el rústico decorado de un campamento en las montañas Adirondack. Incluso Gerty Farish, que acogió la vuelta de Lily con tierna solicitud, se prepararía pronto para reunirse con la tía con quien pasaba los veranos en Lake George; Lily era la única que carecía de planes y se hallaba como en un remanso estancado junto a la gran corriente del placer. Sin embargo, Carry Fisher, que había insistido en llevarla consigo a su propia casa, donde debía pasar uno o dos días antes de marcharse con los Bry, acudió en su ayuda con una nueva sugerencia.

—Escucha, Lily… he tenido una idea: quiero que me sustituyas al lado de Mattie Gormer este verano. El mes próximo se llevan a un grupo a Alaska en su automóvil y Mattie, que es la mujer más perezosa del mundo, quiere que vaya con ellos y me ocupe de organizado todo; pero los Bry también me necesitan. ¡Oh, sí, hemos hecho las paces! ¿No te lo dije? Y, si he de serte franca, aunque los Gormer me gustan más, me resulta más provechoso ir con los Bry. El caso es que quieren probar Newport este verano y si logro que obtengan un éxito… bueno, me compensarán por ello. —La señora Fisher palmoteó con entusiasmo—. ¿Sabes, Lily? Cuanto más pienso en mi idea, más me gusta… tanto para ti como para mí. El matrimonio Gormer está encantado contigo y el viaje a Alaska es, bueno, lo más indicado para ti en estos momentos.

La señorita Bart la miró con penetración.

—¿Quieres decir que me aparta de mis amigos? —preguntó en voz baja y la señora Fisher contestó con un beso conciliador:

—Te aleja de su vista hasta que comprendan cuánto te echan de menos.

La señorita Bart fue con los Gormer a Alaska y la expedición, si bien no produjo el efecto vaticinado por su amiga, tuvo por lo menos el negativo provecho de apartarla del violento centro de la crítica y la discusión. Gerty Farish se había opuesto al plan con toda la energía de su naturaleza algo torpe. Incluso llegó a decir que desistiría de su visita a Lake George para quedarse con ella en la ciudad si consentía en renunciar a su viaje, pero Lily supo disimular su escasa inclinación por este plan con una razón válida:

—Mi querida inocente, ¿no ves que Carry tiene toda la razón —arguyó— y que debo reanudar mi vida normal y salir en grupo con la mayor frecuencia posible? Si mis antiguas amistades quieren creer las mentiras que se dicen de mí, tendré que hacer amistades nuevas y sabes muy bien que los mendigos no pueden elegir. Y no es que no me guste Mattie Gormer… La encuentro simpática: es buena, sincera y natural, y ¿no crees que debo agradecerle su buena acogida en unos momentos en que, como has visto tú misma, mi propia familia se ha unido para dejarme de lado?

Gerty movió la cabeza con muda discrepancia. No sólo le parecía que Lily se rebajaba al aprovechar una familiaridad que nunca habría cultivado por elección, sino que, al volver a su antiguo estilo de vida, perdía la última oportunidad de escapar de ella. Gerty tenía una idea muy confusa de cuál había sido la verdadera experiencia de Lily, pero sus consecuencias le habían inspirado una profunda compasión desde la noche memorable en que había renunciado a su propia esperanza secreta a la vista de la desgracia de su amiga. Para caracteres como el de Gerty, semejante sacrificio crea un deber moral para con la persona en aras de la cual se ha hecho. Después de ayudar una vez a Lily, tenía que continuar ayudándola y, al hacerlo, tenía que creer en ella, porque la fe es el móvil principal de tales personas. Sin embargo, aunque la señorita Bart, después de saborear de nuevo las amenidades de la vida, hubiese podido volver a la desolación de un agosto neoyorquino, sólo mitigado por la presencia de la pobre Gerty, su sabiduría mundana le habría desaconsejado tal acto de abnegación. Sabía que Carry Fisher tenía razón, que una ausencia oportuna podía ser el primer paso hacia la rehabilitación y que, en cualquier caso, quedarse en la ciudad fuera de la temporada era una fatal admisión de derrota.

Volvió del tumultuoso viaje de los Gormer por su continente natal con una perspectiva cambiada de su situación. El reanudado hábito del lujo —el diario despertar a una ausencia segura de preocupaciones y a la presencia del desahogo material— embotó poco a poco su apreciación de estos valores y aumentó su conciencia del vacío que no podían llenar. El invariable buen carácter de Mattie Gormer y la fácil sociabilidad de sus amigos, que trataban a Lily exactamente como se trataban entre ellos, constituían características notas de diferencia que empezaron a minar su tolerancia y cuantas más cosas criticables veía en sus compañeros, menos justificación hallaba para utilizarlos. La nostalgia de volver a su antiguo ambiente se convirtió en una idea fija, pero con ella llegó la inevitable idea de que, para llevarla a cabo, tenía que exigir nuevas concesiones a su orgullo, y éstas, por el momento, tomaron la desagradable forma de seguir acompañando a sus anfitriones después del regreso de Alaska. Pese a desconocer la «onda» de su ambiente, su inmensa experiencia social, su larga costumbre de adaptarse a los demás sin permitir la difuminación de su propio contorno, la hábil manipulación de todos los pulidos instrumentos de su oficio, le ganaron un lugar importante en el grupo de los Gormer. Aunque nunca pudiera imitar su resonante hilaridad, contribuyó con un toque de distinguida elegancia más valiosa para Mattie Gormer que los pasajes más estridentes de la banda. Sam Gormer y sus compinches especiales de hecho le tenían un poco de respeto, pero el séquito de Mattie, encabezado por Paul Morpeth, le hacía sentir que la apreciaban por las cualidades de las que ellos carecían más flagrantemente. Aunque Morpeth, cuya indolencia social era tan grande como su actividad artística, se había abandonado a la fácil corriente de la existencia de los Gormer, donde las míseras exigencias de la cortesía eran desconocidas o desdeñadas y un hombre podía incumplir sus compromisos o cumplirlos con un blusón de pintor y zapatillas, todavía conservaba su sentido de las diferencias y su aprecio por las gracias que no tenía tiempo de cultivar. Durante los preparativos para los tableaux de los Bry le habían impresionado muchísimo las posibilidades plásticas de Lily —«no el rostro, demasiado controlado para ser expresivo, sino lo demás… ¡por Júpiter que sería una gran modelo!»— y, aunque su aversión por el mundo en que la había visto era demasiado grande para que pensara en buscarla allí, agradecía el privilegio de poder escucharla y admirarla en el desordenado salón de Mattie Gormer.

Así pues, Lily había formado, en el tumulto de su entorno, un pequeño núcleo de relaciones amistosas que mitigaban la crudeza de su permanencia con los Gormer después de su regreso. Tampoco le faltaban atisbos fugaces de su propio mundo, en especial cuando el término de la temporada de Newport encauzó la corriente social una vez más hacia Long Island. Kate Corby, cuyos gustos la condenaban a la misma promiscuidad que a Carry Fisher sus necesidades, visitaba de vez en cuando a los Gormer y, tras la primera mirada de sorpresa, aceptó la presencia de Lily en su casa como algo casi demasiado natural. Asimismo la señora Fisher aparecía con frecuencia para impartirle sus experiencias y lo que ella llamaba el último parte meteorológico y Lily, que nunca la había invitado directamente a las confidencias, podía hablar con ella con mayor libertad que con Gerty Farish, en cuya presencia era imposible admitir siquiera la existencia de muchas cosas que la señora Fisher consideraba naturales.

Además, Carry Fisher no daba muestras de curiosidad malsana. No deseaba ahondar en la situación de Lily, sino sólo verla desde el exterior y sacar sus conclusiones, que le resumió después de una charla confidencial con esta sucinta observación:

—Tienes que casarte en cuanto puedas.

Lily contestó con una risa hueca; por una vez, la señora Fisher carecía de originalidad.

—¿Quieres decir que, como Gerty Farish, me recomiendas la infalible panacea del «cariño de un hombre bueno»?

—No… no creo que ninguno de mis dos candidatos responda a esta descripción —dijo la señora Fisher después de una pausa.

—¿Es que has pensado en dos?

—Bueno, quizá tendría que decir en uno y medio… por el momento.

La señorita Bart la escuchó divertida.

—Aunque todo me da igual, creo que preferiría medio marido. ¿Quién es?

—No te enfurezcas conmigo hasta que oigas mis razones… George Dorset.

—Oh… —murmuró Lily en tono de reproche, pero la señora Fisher continuó, impertérrita:

—Bueno, ¿por qué no? Tuvieron unas semanas de luna de miel cuando regresaron de Europa pero ahora sus relaciones han vuelto a empeorar. Bertha se ha portado otra vez como una loca y la credulidad de George está casi agotada. En estos momentos viven en su casa de Nueva York y estuve con ellos el domingo pasado. Fue una reunión espantosa: sólo estaba el pobre Neddy Silverton, que parece un esclavo de las galeras (¡y decían que yo le hacía desgraciado!). Después de almorzar George me llevó a dar un largo paseo y me dijo que aquello no podía continuar.

La señorita Bart hizo un gesto de duda.

—Por el contrario, puede continuar indefinidamente… Bertha sabrá siempre cómo recuperarlo cuando se le antoje.

La señora Fisher siguió observándola mientras proseguía:

—¡No si él tiene a alguien a quien acudir! Sí… La cuestión se reduce a esto: el pobre hombre no sabe estar solo. Yo le recuerdo como un hombre muy agradable, lleno de vida y entusiasmo. —Se interrumpió y luego continuó, sin mirar a Lily—: No seguiría al lado de ella ni diez minutos si supiera…

—¿Qué…? —inquirió la señorita Bart.

—Lo que tú debes saber, por ejemplo… ¡con las oportunidades que has tenido! Quiero decir, si le dieras una prueba decisiva…

Lily la interrumpió, ruborizada Y violenta:

—Te lo ruego, cambiemos de tema, Carry; me resulta demasiado odioso. —Y para distraer la atención de su amiga, añadió, en tono ligero—: ¿Y tu segundo candidato? No debemos olvidarlo.

 

La señora Fisher rio a su vez.

—Me pregunto si también pondrás el grito en el cielo… Sim Rosedale.

La señorita Bart no puso el grito en el cielo; guardó silencio, mirando a su amiga con expresión pensativa. En realidad, la sugerencia apuntaba a una posibilidad que en las últimas semanas se le había ocurrido varias veces a ella, pero al cabo de un momento replicó con acento despreciativo:

—El señor Rosedale necesita una esposa que pueda ponerle en las faldas de los Van Osburgh y los Trenor.

La señora Fisher replicó al instante:

—Y tú podrías… ¡con su dinero! ¿No ves lo conveniente que sería para los dos?

—No veo la manera de hacérselo ver a él —respondió Lily, con una risa destinada a olvidar el asunto.

Sin embargo, siguió pensando en él hasta mucho después de que la señora Fisher se hubiera despedido. Había visto muy poco a Rosedale desde su anexión a los Gormer porque aquél seguía interesado en entrar en el Paraíso exclusivo del que ella había sido exiliada, pero en un par de ocasiones, cuando no tenía nada mejor que hacer, Rosedale había aparecido en domingo y dejado entrever a Lily su propio criterio de la situación. Era más evidente que nunca, hasta el punto de resultar ofensivo, que continuaba admirándola, porque en el círculo de los Gormer, donde Rosedale se encontraba como pez en el agua, no existían convenciones que inhibieran la expresión libre de su entusiasmo y fue en la calidad de ésta donde ella captó su perspicaz opinión del caso. Rosedale disfrutaba demostrando a los Gormer que había conocido a la «señorita Lily» —ahora era «señorita Lily» para él— antes de que ellos iniciaran su existencia social y gozaba sobre todo impresionando a Paul Morpeth con los lejanos tiempos a los que se remontaba su intimidad. Sin embargo, daba a entender que esta intimidad era un mero escarceo en la superficie de una tumultuosa corriente social, la clase de relajamiento que un hombre de múltiples preocupaciones e importantes intereses se permite en sus horas de ocio.

La necesidad de aceptar esta visión de su pasada relación y de escucharla con el ánimo jocoso que prevalecía entre sus nuevas amistades era humillante para Lily. No obstante, pelearse con Rosedale le daba más miedo que nunca. Sospechaba que su negativa figuraba entre los desaires más inolvidables que él había recibido en su vida y el hecho de que supiera algo de su transacción con Trenor y le diera con seguridad la peor de las interpretaciones parecía ponerla irremisiblemente en sus manos. Sin embargo, la sugerencia de Carry Fisher había creado en ella nuevas esperanzas. Por mucho que Rosedale la disgustara, ya no le despreciaba tanto como antes porque le veía obtener poco a poco lo que ambicionaba en la vida y esto, para Lily, era siempre menos despreciable que el fracaso. Con la lenta e inalterable persistencia que siempre había intuido en él, avanzaba entre la densa masa de antagonismos sociales. Su fortuna y el uso magistral que hacía de ella le estaban encumbrando a un lugar envidiable en el mundo de los negocios y poniendo Wall Street bajo unas obligaciones que sólo la Quinta Avenida podía satisfacer. En compensación, su nombre empezó a figurar en las comisiones municipales y las juntas benéficas; aparecía en banquetes ofrecidos en honor de extranjeros distinguidos y su candidatura para uno de los clubs de moda era discutida con una oposición cada vez menor. Había asistido una o dos veces a las cenas de los Trenor y aprendido a hablar con la nota justa de desdén en las grandes reuniones de los Van Osburgh, y lo único que ahora necesitaba era una esposa cuyas filiaciones acortaran los largos y tediosos pasos de su ascenso. Con este objeto había fijado un año antes su atención en la señorita Bart, pero en el intervalo se había acercado más a su objetivo y ella había perdido el poder de abreviar los últimos pasos de su ruta. Lily veía todo esto con la claridad que la asistía en sus momentos de abatimiento. Era el éxito lo que la deslumbraba: en el crepúsculo del fracaso sabía distinguir muy bien los hechos reales. Y este crepúsculo, que ahora intentaba perforar, se fue iluminando poco a poco por una débil chispa de esperanza. Bajo el motivo utilitario de la corte de Rosedale había notado claramente el calor de la inclinación personal. No le habría detestado con tanta fuerza de no haber sabido que él se atrevía a admirarla. ¿Y si la pasión perduraba, aunque ya no existiera el otro motivo para sostenerla? Nunca había intentado siquiera ser amable con él: le había atraído a pesar de su manifiesto desdén. ¿Y si ahora se proponía ejercer el poder que, incluso en su estado pasivo, él había sentido con tanta efectividad? ¿Y si le obligaba a casarse por amor, ahora que no tenía otra razón para casarse con ella?

Capítulo VI

Como convenía a personas de creciente importancia, los Gormer se estaban construyendo una casa de campo en Long Island, y parte de los deberes de la señorita Bart consistía en acompañar a su anfitriona en sus frecuentes visitas de inspección a la nueva propiedad. Allí, mientras la señora Gormer discutía problemas de iluminación e higiene, Lily tenía tiempo de pasear, bajo el rutilante aire del otoño, por la bahía bordeada de árboles. Aunque era poco aficionada a la soledad, menudeaban los momentos en que la aliviaba escapar de los huecos ruidosos de su vida. Estaba cansada de dejarse arrastrar pasivamente por una corriente de placer y negocio en la que no representaba ningún papel; cansada de ver a otras personas entregadas a la diversión y al derroche, mientras ella era considerada como un juguete costoso en manos de un niño mimado.

Se hallaba en este estado de ánimo cuando una mañana, volviendo de la playa por un camino desconocido y sinuoso, distinguió de repente la figura de George Dorset. La finca de los Dorset lindaba con la recién adquirida propiedad de los Gormer y en sus paseos en automóvil con la señora Gormer, Lily había visto de refilón un par de veces a la pareja, la cual se movía en una órbita tan diferente que no había considerado la posibilidad de un encuentro directo.

Dorset caminaba con la cabeza baja, muy abstraído, y no vio a la señorita Bart hasta que se hubo acercado mucho, pero, en lugar de detenerse al verla, como ella esperaba que hiciese, se precipitó con un ímpetu que se desahogó en sus primeras palabras:

—¡Señorita Bart! Querrá estrecharme la mano, ¿verdad? Esperaba encontrarla… y le habría escrito si me hubiera atrevido.

Su rostro, coronado por cabellos rojizos y poblado por un bigote hirsuto, expresaba tensión e inquietud, como si la vida se hubiera convertido en una carrera incesante entre él y sus pensamientos.

Su mirada inspiró a Lily un saludo compasivo y él, animado por aquel tono, prosiguió:

—Quería pedirle perdón… por el cobarde papel que representé…

Ella le detuvo con rápido ademán.

—No hablemos de eso. Lo sentí mucho por usted —interrumpió con un matiz de desprecio que, según comprendió al instante, a él no le pasó inadvertido, pues se ruborizó hasta las orejas, con tanta violencia que ella se arrepintió del sarcasmo.

—No me extraña, y aún no sabe… Debe permitirme que se lo explique. Fui engañado, engañado de la forma más abominable…