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100 Clásicos de la Literatura

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La cena, mientras tanto, se acercaba a su triunfante final para manifiesta satisfacción de la señora Bry, quien, sentada en su trono con apoplética majestad entre lord Skiddaw y lord Hubert, parecía invocar al espíritu de la señora Fisher para que presenciara su éxito. A excepción de ésta, el aforo podía decirse que estaba completo, porque el restaurante rebosaba de personas reunidas con el fin casi exclusivo de ser espectadoras y colocadas estratégicamente según los nombres y las caras de las celebridades que habían venido a ver. La señora Bry, consciente de que todas sus invitadas femeninas pertenecían a aquella categoría y de que cada una de ellas merecía su parte de admiración, prodigaba a Lily toda la gratitud reprimida a la que la señora Fisher no se había hecho acreedora. Selden, al sorprender su mirada, se preguntó qué papel habría cumplido la señorita Bart en la organización de la cena; no cabía duda de que por lo menos contribuía en gran medida a su adorno y, mientras contemplaba el seductor aplomo de sus modales, sonrió al pensar que la había imaginado necesitada de ayuda. Nunca habla estado más serena y dueña de la situación que cuando, a la hora de partir, se apartó un poco del grupo y se volvió con una sonrisa y una graciosa inclinación de hombros para recibir su capa de manos de Dorset.

La cena se había prolongado con los excepcionales cigarros del señor Bry y una abrumadora variedad de licores; muchas mesas ya estaban vacías, pero aún se demoraba el número suficiente de comensales para realzar la despedida de los distinguidos invitados de la señora Bry. La ceremonia se alargó y complicó, pues la duquesa y lady Skiddaw se despedían por un tiempo indefinido; hubo promesas de una pronta reunión en París, donde se detendrían para renovar su vestuario antes de dirigirse a Inglaterra. La calidad de la hospitalidad de los Bry y los soplos financieros del marido prestaron a la actitud de las damas inglesas una efusividad general que proyectó la luz más rosada sobre el futuro de su anfitriona. La señora Dorset y los Stepney fueron incluidos en su resplandor, y la escena entera tuvo pinceladas de intimidad que valían su peso en oro para la vigilante pluma del señor Dabham.

Una ojeada al reloj hizo exclamar a la duquesa, mirando a su hermana, que tenían el tiempo justo para coger el tren; una vez pasado el revuelo de la despedida, los Stepney, que habían dejado su automóvil en la puerta, se ofrecieron a llevar al muelle a los Dorset y a la señorita Bart. El ofrecimiento fue aceptado y la señora Dorset se adelantó, junto con su marido. La señorita Bart se retrasó para intercambiar dos últimas palabras con lord Hubert, y Stepney, a quien el señor Bry alargaba un cigarro aún más caro que los anteriores, dijo:

—Vamos, Lily, si es que quieres volver al yate.

Lily dio media vuelta para obedecer, pero en aquel momento la señora Dorset, que se había detenido, dio unos pasos hacia la mesa.

—La señorita Bart no regresa al yate —dijo con una voz de singular claridad.

El sobresalto se reflejó en todas las miradas; la señora Bry enrojeció hasta congestionarse, la señora Stepney se ocultó con nerviosismo detrás de su marido y Selden, entre el torbellino general de sus sensaciones, fue sobre todo consciente del deseo de agarrar por el cuello a Dabham y sacarlo a la calle.

Dorset, mientras tanto, se había colocado junto a su mujer. Con el rostro lívido y los ojos huidizos, miró a su alrededor y exclamó:

—¡Bertha!… Señorita Bart… Se trata de un malentendido… un error…

—La señorita Bart se queda aquí —replicó su esposa en tono incisivo— y creo, George, que no deberíamos hacer esperar más a la señora Stepney.

Durante este breve intercambio de palabras, la señorita Bart no abandonó admirablemente su postura erguida, un poco aislada del abochornado grupo que la rodeaba. Había palidecido bajo el golpe del insulto, pero la turbación de los demás semblantes no se reflejaba en el suyo. El leve desdén de su sonrisa parecía situarla fuera del alcance de su antagonista y hasta que hizo comprender a la señora Dorset toda la distancia que las separaba no se volvió para tender la mano a su anfitriona.

—Mañana me voy con la duquesa —explicó— y he pensado que era más fácil para mí pasar la noche en tierra.

Sostuvo con firmeza la mirada inquisitiva de la señora Bry mientras daba esta explicación, pero, en cuanto se hizo el silencio, Selden la vio echar una ojeada a cada una de las mujeres y leer la incredulidad en sus ojos y un mudo malestar en los de los hombres; durante una fracción de segundo le pareció ver que se tambaleaba al borde del abismo. Pero en seguida se volvió hacia él con un armonioso ademán y una sonrisa pálida y valiente:

—Querido señor Selden —dijo—, me prometió usted acompañarme hasta el coche.

Fuera, el cielo estaba gris y desapacible, y mientras Lily y Selden se dirigían a los jardines desiertos que había debajo del restaurante, ráfagas de lluvia cálida golpearon su rostro. Habían desechado tácitamente la idea del coche y caminaban en silencio, ella con la mano apoyada en el brazo de él; cuando llegaron al lugar más umbrío del jardín, se detuvieron junto a un banco y Selden dijo:

—Siéntate un momento.

Ella se dejó caer en el banco sin decir palabra, pero el farol eléctrico del recodo de la senda iluminó su semblante afligido. Selden se sentó a su lado y esperó a que hablara, temeroso de hurgar en su herida con una u otra palabra y atormentado por la angustiosa duda que había vuelto a surgir en su interior. ¿Qué la había puesto en tan apurada situación? ¿Qué debilidad la había entregado de forma tan abominable a merced de su enemiga? ¿Y por qué Bertha Dorset se había convertido en su enemiga en el preciso momento en que necesitaba a todas luces el apoyo de otra mujer? A pesar de que todos sus nervios se rebelaban contra la sujeción de los maridos a sus esposas y contra la crueldad femenina con su propio sexo, su razón se inclinaba tercamente hacia la proverbial relación entre el humo y el fuego. El recuerdo de las insinuaciones de la señora Fisher y la corroboración de sus propias impresiones aumentaban sus reparos al mismo tiempo que su piedad porque, dondequiera que buscase una salida para la compasión, la encontraba bloqueada por el temor de cometer un gran error.

De pronto se le ocurrió que el silencio podía resultar tan acusador como el de los hombres a quienes acababa de despreciar por no defenderla, pero, antes de que pudiera hallar la palabra oportuna, ella le salió al paso con una pregunta:

—¿Conoces un hotel tranquilo? Puedo llamar a mi doncella por la mañana.

—¿Un hotel… aquí… al que puedas ir sola? Imposible.

Ella le oyó con un pálido reflejo de su antiguo humor.

—¿Qué hacer, entonces? Está demasiado nublado para dormir en los jardines.

—Pero debe de haber alguien…

—¿Alguien que me pueda cobijar? Claro… muchos… pero ¿a estas horas? Ya has visto que mi cambio de planes ha sido bastante repentino…

—¡Dios mío… si me hubieras escuchado! —exclamó él, desahogando su impotencia en un arrebato de ira.

Ella todavía supo replicarle con la suave ironía de su sonrisa:

—¿Acaso no lo he hecho? Me aconsejaste no volver al yate, y no he vuelto.

Selden vio entonces, con una punzada de remordimiento, que Lily no pensaba explicar nada ni defenderse, que él, con su estúpido silencio, había perdido toda posibilidad de ayudarla y que el momento decisivo había pasado.

Ella se levantó, en una actitud de difusa majestad, como una princesa que se dirige tranquilamente al destierro.

—¡Lily! —exclamó Selden, con una nota de desesperado llamamiento, pero ella le reprendió con suavidad:

—¡Oh, no! Ahora no —y añadió, con toda la dulzura de su recuperado equilibrio—: Puesto que he de encontrar cobijo en alguna parte y tú tienes la bondad de estar aquí para prestarme ayuda…

Selden se enderezó ante el desafío.

—¿Harás lo que te diga? Sólo hay una solución: debes acudir directamente a tus primos, los Stepney.

—Oh… —exclamó Lily con un movimiento de resistencia instintiva, pero él insistió:

Vamos… Es demasiado tarde Y tienes que dar la impresión de que has ido a verlos directamente.

La había cogido del brazo, pero ella le detuvo con un último gesto de protesta:

—No puedo… no puedo… ¡Eso no… No conoces a Gwen! ¡No puedes pedirme esto!

—Tengo que pedírtelo… Y tú debes obedecerme —insistió él, aunque en el fondo ya se había contagiado del temor de Lily.

Ésta preguntó en un murmullo:

—¿Y si Gwen se niega?

—¡Oh, confía en mí… confía en mí! —sólo supo decir él y Lily, cediendo, se dejó conducir en silencio hasta la plaza.

En el coche guardaron silencio durante el breve trayecto al iluminado hotel de los Stepney. Selden la dejó fuera, protegida tras la oscuridad de la capucha levantada, mientras él se hacía anunciar a Stepney y esperaba a que éste bajara recorriendo lentamente el vestíbulo. Diez minutos después los dos hombres pasaron juntos por delante de los porteros con librea y Stepney se detuvo en un último arranque de indecisión.

—¿Queda bien entendido? —estipuló, nervioso, con la mano en el brazo de Selden—. Partirá mañana con el primer tren… y mi mujer está dormida y no se la puede molestar.

Capítulo IV

Las persianas del salón de la señora Peniston estaban bajadas contra el sofocante sol de junio, y en el caluroso atardecer los rostros de sus familiares reunidos surgían de una penumbra en consonancia con su duelo.

No faltaba ninguno: los Van Alstyne, los Stepney y los Melson… e incluso algún que otro Peniston cuya mayor laxitud de vestuario y modales era indicio de un parentesco remoto y esperanzas más asentadas. En realidad, la rama Peniston tenía la tranquilidad de saber que el grueso de las propiedades del señor Peniston «volvían» a la familia, mientras que los familiares directos dependían de las disposiciones de la viuda sobre su fortuna particular y desconocían su magnitud. Jack Stepney, en su nueva calidad de sobrino más rico, tomó tácitamente las riendas, poniendo de relieve la propia importancia con el mayor brillo de su luto y la discreta autoridad de su actitud, mientras el aburrimiento y el vestido frívolo de su esposa proclamaban el desprecio de la heredera por la insignificancia de los bienes en cuestión. El viejo Ned van Alstyne, sentado a su lado y embutido en una levita que otorgaba elegancia a su aflicción, atusaba su bigote blanco para ocultar el ávido temblor de labios y Grace Stepney, con la nariz enrojecida y oliendo a crespón de luto, murmuró llena de emoción a la señora Herbert Melson:

 

—¡No soporto ver las cataratas del Niágara en ningún otro sitio!

Un crujido de faldas de luto y un rápido giro de cabezas saludó la aparición de Lily Bart, alta y noble con su vestido negro, acompañada de Gerty Farish. Los rostros de las mujeres, cuando la vieron detenerse inquisitivamente en el umbral, fueron un estudio de la vacilación. Uno o dos parecieron reconocerla, con gestos cuya vaguedad podía deberse a la solemnidad de la escena o a las dudas sobre la reacción de los demás; la mujer de Jack Stepney inclinó un poco la cabeza y Grace Stepney indicó con gesto sepulcral el asiento que estaba a su lado. Pero Lily hizo caso omiso de la invitación, así como de la tentativa oficial de Jack Stepney para orientarla, y cruzó la habitación a paso lento y armonioso para sentarse en una silla que parecía haber sido colocada ex profeso aparte de las demás.

Era la primera vez que se enfrentaba con su familia desde el regreso de Europa dos semanas antes, pero, si se percató de alguna reticencia en su acogida, sólo sirvió para añadir un matiz de ironía a la habitual compostura de su porte. El pesar que la había embargado en el puerto cuando se enteró por Gerty Farish de la muerte de la señora Peniston se trocó casi en seguida en alivio ante la idea irreprimible de que ahora, por fin, podría saldar sus deudas. Había temido con inquietud considerable el primer encuentro con su tía, que se había opuesto con firmeza al viaje de su sobrina con los Dorset y hecho patente su disgusto no escribiéndole durante su ausencia. La certeza de que había oído hablar de su ruptura con los Dorset incrementaba la inquietud de Lily ante el encuentro; ¿no era, pues, comprensible que sintiera una inmediata sensación de alivio al saber que en lugar de la desagradable entrevista sólo tendría que recibir graciosamente una herencia segura desde hacía tiempo? Para decirlo con una expresión corriente, siempre «se había dado por descontado» que la señora Peniston dejaría «bien arreglada» a su sobrina, y la suposición había cristalizado en una realidad en el pensamiento de esta última.

—Lo heredará todo, claro… No comprendo por qué estamos aquí —observó la esposa de Jack Stepney en voz alta a Ned van Alstyne, que murmuró en tono despreciativo:

—Julia fue siempre una mujer justa —lo cual podía interpretarse al mismo tiempo como aquiescencia o como duda.

—Bueno, sólo son unos cuatrocientos mil —replicó la señora Stepney con un bostezo, y Grace Stepney, en el silencio provocado por la tos preliminar del notario, sollozó a media voz:

—No encontrarán a faltar ni una toalla… Las contamos ella y yo justo el mismo día…

Lily, oprimida por el ambiente cerrado y el olor sofocante de la ropa de luto nueva, notó que su atención divagaba mientras el abogado de la señora Peniston, solemnemente erguido tras una mesa Boulle en un extremo de la habitación, empezaba a leer el preámbulo del testamento.

«Es como estar en la iglesia», pensó, preguntándose vagamente de dónde habría sacado Grace Stepney un sombrero tan horrible. Entonces se fijó en cuánto había engordado Jack; pronto sería tan pletórico como Herbert Melson, que estaba sentado unos metros más allá, resoplando y con las manos enguantadas de negro apoyadas en el bastón.

«No sé por qué la gente rica acaba siempre engordando… Supongo que será porque carecen de preocupaciones. Si heredo, tendré que vigilar mi silueta», se decía, mientras el abogado proseguía la lectura del laberinto de legados. Primero nombró a los servidores, luego a varias instituciones benéficas, después a los Melson y Stepney más lejanos, que se agitaron al oír sus nombres y volvieron a sumirse en la imperturbabilidad propia de la solemne ocasión. Ned Van Alstyne, Jack Stepney y uno o dos primos fueron nombrados en relación con unos cuantos miles; Lily se extrañó de que Grace Stepney no estuviera entre ellos. Entonces oyó su propio nombre: «A mi sobrina Lily Bart, diez mil dólares» y, después de que el letrado hubiese dado lectura a una serie de frases ininteligibles, pronunció la última con asombrosa claridad: «… y el resto de mis bienes a mi querida prima y tocaya, Grace Julia Stepney».

Se oyó una ahogada exclamación de sorpresa y todas las cabezas enlutadas se volvieron hacia el rincón donde la señorita Stepney gemía, proclamando su indignidad, a través de un pañuelo orlado de negro.

Lily, al margen del movimiento general, se sintió por primera vez completamente sola. Nadie la miró, nadie parecía verla; tenía la impresión de haber descendido al fondo de la insignificancia. Y a este efecto de la indiferencia colectiva fue a sumarse la decepción, más profunda, de las esperanzas traicionadas. Desheredada… Había sido desheredada… ¡y en favor de Grace Stepney! Cruzó la mirada con la de Gerty, afligida y pendiente de ella en un desesperado esfuerzo para consolarla, y entonces reaccionó. Tenía que hacer algo antes de abandonar la casa, y hacerlo con toda la nobleza que ella sabía imprimir a semejantes gestos. Se acercó al grupo que rodeaba a la señorita Stepney y, alargando la mano, dijo con sencillez:

—Querida Grace, me alegro mucho.

Las otras damas le habían abierto paso, creando un espacio a su alrededor que se ensanchó cuando dio media vuelta para irse, sin que nadie se acercara a llenarlo. Se detuvo un momento y miró a uno y otro lado, midiendo con calma la situación. Oyó a alguien interesarse por la fecha del testamento y entendió una frase de la respuesta del abogado, algo sobre una llamada urgente y un «instrumento anterior». Entonces los presentes empezaron a dispersarse; la esposa de Jack Stepney y la de Herbert Melson se quedaron en el portal esperando su automóvil; un grupo de parientes comprensivos acompañó a Grace Stepney hasta el coche al que se empeñaron en hacerla subir, pese a que vivía a una o dos manzanas de distancia; y la señorita Bart y Gerty se encontraron casi solas en el salón morado, más parecido que nunca, en la sofocante penumbra, a un panteón familiar en el que acabara de depositarse decentemente el último cadáver.

En el saloncito de Gerty Farish, después de un trayecto en coche de alquiler, Lily se desplomó en una silla con una risa apenas audible; se le antojó una cómica coincidencia que el legado de su tía representara casi con exactitud la cantidad que le debía a Trenor. La necesidad de saldar aquella deuda había adquirido más urgencia desde su regreso a Estados Unidos y expresó su primera preocupación diciéndole a Gerty, que la miraba con ansiedad:

—Me gustaría saber cuándo harán efectivos los legados.

Pero la señorita Farish no estaba de humor para legados y en seguida dio rienda suelta a su indignación:

—¡Oh, Lily, es injusto y cruel! ¡Grace Stepney debe sentir que no tiene derecho a todo ese dinero!

—Cualquier persona capaz de complacer a tía Julia tiene derecho a su dinero —replicó filosóficamente la señorita Bart.

—Pero sentía afecto por ti… Hizo creer a todo el mundo que… —Gerty se interrumpió con evidente turbación y la señorita Bart la miró con franqueza.

—Gerty, sé sincera; este testamento fue redactado hace sólo seis semanas. ¿Conocía mi ruptura con los Dorset?

—Todo el mundo oyó decir, por supuesto, que se había producido una desavenencia… un malentendido…

—¿Sabía que Bertha me echó del yate?

—¡Lily!

—Esto es lo que ocurrió exactamente. Dijo que yo intentaba casarme con George Dorset y lo dijo para que su marido creyera que estaba celosa. ¿No es eso lo que le contó a Gwen Stepney?

—No lo sé. Nunca presto atención a semejantes desatinos.

—Yo tengo que prestársela: necesito saber qué terreno piso. —Calló un momento y de nuevo soltó una leve risita—. ¿Te has fijado en las mujeres? Tenían miedo de desairarme cuando pensaban que iba a heredar… y después me han evitado como si tuviera la peste. —Gerty guardó silencio y Lily continuó—: Me he quedado para ver qué ocurría. Han seguido el ejemplo de Gwen Stepney y Lulu Melson; las he visto pendientes de lo que hacía Gwen. Gerty, tengo que saber lo que se murmura de mí.

—Ya te he dicho que no presto atención a…

—Estas cosas se oyen sin prestarla. —Se levantó y puso unas manos firmes sobre los hombros de la señorita Farish—. Gerty, ¿piensan hacerme todos el vacío?

—Tus amigos Lily… ¿Cómo puedes pensarlo?

—¿Quién es amigo en momentos así? ¿Quién sino tú, mi pobre y confiada Gerty? ¡Y Dios sabe qué sospechas de mí, incluso tú! —Besó a Gerty con un extraño murmullo—. Pero nunca permitirás que eso te influencie… ¡Los delincuentes te inspiran cariño! Sin embargo, ¿qué me dices de los que reinciden una y otra vez? Porque no sé si sabes que soy una impenitente empedernida.

Se irguió hasta alcanzar toda la altura de su esbelta y majestuosa silueta, como un ángel de las tinieblas que desafiara a la atribulada Gerty, la cual apenas fue capaz de balbucir:

—Lily, Lily… ¿cómo puedes bromear sobre estas cosas?

—Tal vez para no llorar. Pero no… nunca he sido llorona. Descubrí muy pronto que las lágrimas me enrojecen la nariz y saberlo me ha ayudado a superar varios episodios dolorosos.

Cruzó la habitación, inquieta, y luego volvió a sentarse y miró el agitado semblante de Gerty con ojos burlones.

—No me importaría, ¿sabes?, si hubiese heredado el dinero —y al oír el «¡Oh!» de protesta de la señorita Farish, insistió con acento tranquilo—: Ni un comino, querida, porque, en primer lugar, no se atreverían a desairarme del todo y, si lo hicieran, no me importaría porque sería independiente de ellos. ¡En cambio, ahora…! —La ironía desapareció de sus ojos y miró a su amiga con tristeza.

—¿Cómo puedes hablar así, Lily? Claro que el dinero tendría que haber sido tuyo, pero esto no cambia nada. Lo importante… —Gerty hizo una pausa y en seguida prosiguió en tono firme—: Lo importante es que todo se aclare… Tienes que contar toda la verdad a tus amigos.

—¿Toda la verdad? —rio la señorita Bart—. ¿Qué es la verdad? Cuando se trata de una mujer, la gente siempre cree lo peor. En este caso es mucho más fácil creer la versión de Bertha Dorset que la mía, porque ella es dueña de una mansión y de un palco en la ópera y conviene estar en buenas relaciones con ella.

La señorita Farish seguía mirándola con inquietud.

—Pero ¿cuál es tu versión, Lily? Me parece que nadie la conoce.

—¿Mi versión? Creo que no la conozco ni yo misma. Como comprenderás, nunca se me ocurrió preparar una versión por anticipado, como hizo Bertha… y si se me hubiera ocurrido, no me tomaría la molestia de explicarla ahora.

Pero Gerty insistió, con su tranquila sensatez:

—No te pido una versión preparada… Te pido que me cuentes todo lo que ocurrió desde el principio.

—¿Desde el principio? —repitió la señorita Bart—. Querida Gerty, ¡qué poca imaginación tenéis las personas buenas! Pues supongo que el principio parte de mi cuna, de mi educación y de las cosas que me enseñaron a apreciar. O no… no quiero culpar a nadie de mis defectos: es mejor decir que lo llevaba en la sangre, que lo heredé de una antepasada pecadora, amante de los placeres, que reaccionó contra las virtudes domésticas de Nueva Amsterdam y deseaba volver a la corte de los Carlos… —Y, como la señorita Farish continuaba presionándola con sus ojos tristes, añadió, impaciente—: Me has pedido la verdad… Pues bien, la verdad sobre cualquier mujer soltera es que, cuando se empieza a hablar de ella, está perdida, y cuanto más explica su caso, más grave parece… Querida Gerty, ¿no tendrías por casualidad un cigarrillo?

En la calurosa habitación del hotel donde se hospedaba desde que había desembarcado, Lily Bart revisó su situación aquella noche. Era la última semana de junio y ninguno de sus amigos estaba en la ciudad. Los pocos parientes que se habían quedado o habían vuelto para la lectura del testamento de la señora Peniston se habían marchado aquella tarde a Newport o Long Island, sin ofrecer su hospitalidad a Lily. Por primera vez en su vida se encontró totalmente sola, si no fuera por Gerty Farish. Ni siquiera en el mismo momento de su ruptura con los Dorset había tenido tan honda impresión de sus consecuencias, porque la duquesa de Beltshire, al enterarse de la catástrofe por lord Hubert, le había ofrecido instantáneamente su protección y de su mano Lily tuvo un éxito casi triunfal en Londres. Estuvo tentada de quedarse más tiempo en el seno de una sociedad cuyo único deseo era dejarse divertir y cautivar por ella sin preguntar con excesiva curiosidad cómo había adquirido el don de hacerlo, pero, antes de despedirse de Selden, éste le había hecho ver la urgente necesidad de regresar al lado de su tía, y lord Hubert, cuando reapareció en Londres, abundó en la misma opinión. Lily no necesitaba que le dijeran que el patrocinio de la duquesa no era el mejor camino hacia la rehabilitación social, y como además era consciente de que su noble defensora podía abandonarla en cualquier momento en favor de una nueva protegida, decidió de mala gana regresar a Norteamérica; y aún no llevaba diez minutos en su país natal cuando comprendió que había tardado demasiado en volver. Los Dorset, los Stepney y los Bry —todos los actores y testigos del nefasto drama— la habían precedido con su versión del caso, e incluso aunque hubiera entrevisto la menor posibilidad de ser escuchada, un desdén y una indiferencia profundos la habrían obligado a desaprovecharla. Sabía que no era con explicaciones y acusaciones como lograría recuperar su antigua reputación, pero, aunque hubiera tenido una confianza mínima en la eficacia de tales medidas, la habría frenado la misma sensación que le había impedido defenderse ante Gerty Farish; un sentimiento que era mitad orgullo y mitad humillación, porque a pesar de saber que había sido despiadadamente sacrificada en aras de la determinación de Bertha Dorset de recobrar a su marido, y aunque sus propias relaciones con éste habían sido de un simple compañerismo, sabía muy bien desde el principio que su parte en el asunto, como lo expresó brutalmente Carry Fisher, consistía en desviar la atención de Dorset de su esposa. «Por eso» estaba allí: era el precio que había resuelto pagar por tres meses de lujo y ausencia de preocupaciones. Su costumbre de afrontar con decisión los hechos, en sus raros momentos de introspección, no le permitía falsear la realidad. Había pagado por su fidelidad en la interpretación del papel que le asignaba el tácito contrato, y ahora que había fracasado veía el papel en toda su perversión.

 

Vio también bajo la misma luz implacable la serie de consecuencias derivadas de aquel fracaso, más evidentes cada día que pasaba en la ciudad. Sin embargo, seguía en ella en parte por el consuelo de la proximidad de Gerty Farish y en parte porque no sabía adónde ir. Comprendía muy bien la naturaleza de la tarea que le esperaba. Tenía que disponerse a recuperar, poco a poco, la posición que había perdido, y el primer paso era descubrir lo antes posible de cuántos amigos podía disponer. Sus esperanzas se centraban principalmente en la señora Trenor, que abrigaba un tesoro de fácil tolerancia para quienes le resultaban divertidos o útiles, y en el ruidoso torrente de cuya existencia la todavía pequeña voz de los detractores tardaría en hacerse oír. Pero Judy, pese a que debía haber sido informada del regreso de la señorita Bart, no lo había dado a entender ni siquiera con la nota formal de condolencia requerida por el luto de su amiga. Cualquier iniciativa por parte de Lily podía ser peligrosa; la única solución era esperar la feliz casualidad de un encuentro fortuito; además, Lily sabía que, aun estando tan avanzada la temporada, siempre cabía la posibilidad de encontrarse con alguna amiga en una de sus frecuentes visitas a la ciudad.

Con este fin se dejó ver asiduamente en los restaurantes a los que solían acudir, en los cuales, acompañada por la afligida Gerty, comía exquisitos bocados «a cuenta de sus expectativas», como ella decía.

—Mi querida Gerty, no querrás que el maître adivine que mi único medio de subsistencia es el legado de tía Julia, ¿verdad? ¡Piensa en la satisfacción de Grace Stepney si entrara y nos encontrara tomando ternera fría y una taza de té! ¿Qué comeremos hoy de postre, querida? ¿Coupe Jacques o pêches á la Melba?

De repente soltó la carta, con un súbito rubor, y Gerty, al seguir su mirada, vio salir de un salón interior a un grupo encabezado por la señora Trenor y Carry Fisher. Era imposible que dichas damas y sus acompañantes —entre los cuales Lily distinguió en seguida a Trenor y Rosedale— pudieran sortear en su camino a la salida la mesa de las dos amigas, y esta circunstancia produjo en Gerty un instantáneo nerviosismo. La señorita Bart, por el contrario, sostenida por su armoniosa gracia y sin rehuir a sus amigos ni dar la impresión de acecharles, prestó al encuentro el matiz de naturalidad con que sabía adornar las situaciones más tensas. Quien mostró una mayor turbación fue la señora Trenor, que la manifestó mezclando una efusión exagerada con un imperceptible reparo. El placer, proclamado en voz alta, de ver a la señorita Bart adoptó la forma de una vaga generalización sin interés por su futuro ni expresión de un deseo definido de volver a verla. Lily, muy versada en el lenguaje de tales omisiones, sabía que eran igualmente inteligibles para los otros miembros del grupo; incluso Rosedale, emocionado como estaba por la importancia de ser visto en semejante compañía, tomó en seguida la temperatura de la cordialidad de la señora Trenor, y la imitó en su propio saludo casual a la señorita Bart. Trenor, sonrojado e incómodo, interrumpió sus salutaciones con el pretexto de decir unas palabras al maître y el resto del grupo no tardó en desaparecer detrás de la señora Trenor.

Todo acabó en un momento —el camarero, con la carta en la mano, aún esperaba el resultado de la elección entre la Coupe Jacques y los pêches á la Melba—, pero ella ya había entrevisto en el intervalo el destino que la esperaba. Todo el mundo seguiría el ejemplo de Judy Trenor, y Lily tuvo la sensación de ser un desterrado que ha hecho vanas señales al único velero del horizonte.

Recordó de pronto las quejas de la señora Trenor sobre la rapacidad de Carry Fisher, y vio que denotaban un conocimiento imprevisto de los asuntos privados de su marido. En el amplio y tumultuoso desorden de la vida de Bellomont, donde nadie parecía tener tiempo de observar a los demás y los fines e intereses particulares pasaban desapercibidos en el torbellino de actividades colectivas, Lily se había creído protegida de inoportunos escrutinios, pero, si Judy sabía cuándo la señora Fisher recibía dinero prestado de su marido, ¿cómo iba a ignorar las transacciones de éste con ella? Aunque no le importara mucho su afecto, estaba claramente celosa de su bolsillo y Lily encontró en esta circunstancia la explicación de su desaire. El resultado inmediato de tales conclusiones fue la enérgica resolución de saldar su deuda con Trenor. Una vez libre de esta obligación, sólo le quedarían mil dólares del legado de la señora Peniston y ninguna otra fuente de ingresos que su propia y exigua renta, considerablemente menor que el mísero peculio de Gerty Farish, pero esta consideración cedió el paso a la imperativa exigencia de su dignidad herida. Ante todo debía pagar a Trenor; después ya pensaría en el futuro.