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100 Clásicos de la Literatura

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—Si usted no quiere volver, yo debo hacerlo… ¡No me obligue a dejarle aquí! —instó. Pero él continuó ofreciendo una resistencia muda y Lily añadió—: ¿Qué piensa hacer? No puede quedarse aquí toda la noche.



—Puedo ir a un hotel y telegrafiar a mis abogados. —Se enderezó, animado por una nueva idea—. Por Júpiter, Selden está en Niza… ¡Enviaré a buscarle!



Al oír esto, Lily volvió a sentarse, con un grito de alarma.



—¡No, no, no! —protestó.



Dorset la miró con suspicacia.



—¿Por qué no Selden? Es abogado, ¿no? Tan bueno es uno como otro en un caso como éste.



—O tan malo. Creía que necesitaba mi ayuda.



—Y usted me la presta… siendo tan dulce y paciente conmigo. De no haber sido por su ayuda, hace ya tiempo que habría puesto fin a esta situación. Pero ahora todo ha terminado. —Se levantó de improviso, irguiéndose con un esfuerzo—. No creo que le guste verme en ridículo.



Ella le miró con expresión bondadosa.



—De eso se trata, precisamente. —Y entonces, tras un momento de reflexión, y sorprendiéndose a sí misma, añadió, como inspirada por una idea—: Está bien, vaya a ver al señor Selden. Tiene tiempo hasta la cena.



—Oh, la cena… —repitió él con sorna, pero Lily le replicó antes de dejarle:



—La cena a bordo, no lo olvide; la retrasaremos hasta las nueve, si es preciso.



Ya eran más de las cuatro y, cuando se hubo apeado del coche en el muelle y embarcado en el bote, Lily empezó a preguntarse qué habría sucedido en el Sabrina. Nadie había dicho nada del paradero de Silverton. ¿Habría regresado al yate? ¿O tal vez Bertha —la terrible alternativa se le ocurrió de repente—, al quedarse sola, había decidido volver a tierra con él? El corazón le dio un vuelco. Hasta entonces, toda su preocupación había sido para el joven Silverton, no sólo porque en semejantes cuestiones el instinto femenino se pone de parte del hombre, sino porque su caso le inspiraba una simpatía especial. Su sinceridad era desesperada, pobre muchacho, y de una calidad muy diferente de la de Bertha, aunque la de ésta era bastante desesperada. La diferencia residía en que los sentimientos de la señora Dorset giraban en torno a sí misma, mientras los de él se volcaban en ella. Sin embargo, ahora, en la crisis actual, esta diferencia parecía perjudicar a Bertha, ya que él podía al menos sufrir por ella, mientras que ella sólo se tenía a sí misma. En cualquier caso, vista menos idealmente, todos los inconvenientes de la presente crisis recaían en la mujer, y las simpatías de Lily se inclinaban ahora por ella. No sentía afecto por Bertha Dorset, pero le debía cierta gratitud, tanto más vinculante cuanto menor era la preferencia personal en que se apoyaba. Bertha había sido buena con ella habían convivido cómodamente los últimos meses como dos amigas y la sensación de fricción que últimamente había venido notando parecía apremiarla a trabajar sin reservas en interés de su amiga.



Sin duda en interés de Bertha mandó a Dorset a consultar con Lawrence Selden. Una vez aceptado lo grotesco de la situación, comprendió en seguida que Dorset no podía ponerse en mejores manos. ¿Quién sino Selden podía combinar milagrosamente la habilidad para salvar a Bertha con la obligación de hacerlo? La certeza de que se requeriría mucha habilidad hizo que Lily pensara con agradecimiento en la magnitud de la obligación. Confiaba en él para sacar a Bertha del apuro y depositó toda su confianza en el telegrama que le dirigió de camino hacia el muelle.



Hasta ahora, pues, Lily creía haber obrado bien, y esta convicción le daba ánimos para terminar la tarea. Bertha y ella no se habían hecho nunca confidencias, pero en una crisis como aquélla las barreras tendrían que caer; las vagas alusiones de Dorset a la escena de la mañana sugerían a Lily que ya habían caído, y que cualquier intento de reconstruirlas requeriría un esfuerzo excesivo para Bertha. Imaginó a la pobre mujer temblando tras los escombros de sus barricadas y esperando con incertidumbre el momento de refugiarse en el primer asilo que se le ofreciera. ¡Ojalá no hubiera encontrado aún aquel asilo en otra parte! Mientras el bote recorría la corta distancia entre el muelle y el Sabrina, Lily se alarmaba progresivamente de las posibles consecuencias de su largo abandono. ¿Y si la infortunada Bertha, no sabiendo a quién acudir durante las horas de soledad…? Pero ya el pie impaciente de Lily se posaba en la escala del yate y su primer paso en cubierta le demostró que la peor de sus aprensiones era infundada, porque allí, en la placentera sombra de la cubierta de popa, la infortunada Bertha, ataviada con su habitual elegancia discreta, servía sendas tazas de té a la duquesa de Beltshire y a lord Hubert.



La escena la sorprendió tanto, que tuvo la seguridad de que su amiga, por lo menos, captaría en su mirada el porqué, y le desconcertó la inexpresividad de la mirada que recibió por respuesta. Pero un instante después comprendió que la señora Dorset tenía que fingir indiferencia ante los demás, y que ella, a fin de mitigar el efecto del propio asombro, debía aducir alguna razón que lo explicara. El largo hábito de las transiciones rápidas le facilitó la ocurrencia de decirle a la duquesa:



—¡Cómo! ¡Creía que había vuelto al lado de la princesa! —Esta exclamación fue suficiente para la dama a quien iba dirigida, aunque no para lord Hubert.



Por lo menos sirvió de introducción al animado relato de que la duquesa ya volvía, en efecto, al lado de su regia amiga, cuando decidió ir primero al yate para discutir con la señora Dorset la cena del día siguiente, la cena con los Bry, a la cual lord Hubert había insistido finalmente en llevarlas.



—¡Para salvar el pescuezo, ya sabe! —explicó éste, con una mirada que pedía a Lily algún reconocimiento de pronta obediencia; y la duquesa añadió, con su noble candor:



—El señor Bry le ha prometido un soplo y él dice que, si vamos, nos lo pasará a nosotros.



Esto condujo a una serie de bromas en las que, según le pareció a Lily, la señora Dorset participó con asombrosa presencia de ánimo; al final de ellas lord Hubert, ya desde la mitad de la escala, gritó, como calculando el número de asistentes:



—Y contamos también con Dorset, ¿verdad?



—Oh, sí, cuenten con él —afirmó su esposa con voz alegre. Estaba aguantando el tipo hasta el final… pero, cuando ya daba la espalda a la borda, después de agitar la mano por última vez, Lily se dijo para sus adentros que ahora caería la máscara y el miedo haría su aparición.



La señora Dorset se volvió con lentitud; quizá necesitara tiempo para dominar los músculos; el caso fue que los controlaba a la perfección cuando, sentándose de nuevo a la mesa de té, observó a la señorita Bart con un leve matiz de sarcasmo:



—Supongo que debería decir buenos días.



Si era una pista, Lily estaba dispuesta a seguirla, aunque no tenía la menor idea de la respuesta que se esperaba de ella. Era irritante contemplar el aplomo de la señora Dorset y Lily tuvo que esforzarse para responder en tono superficial:



—He intentado verte esta mañana, pero aún no te habías levantado.



—No… me acosté tarde. Después de buscaros en vano en la estación, pensé que debíamos esperaros hasta el último tren. —Hablaba en voz baja, con un levísimo acento de reproche.



—¿Después de buscarnos? ¿Nos esperasteis en la estación? —Ahora Lily estaba demasiado desorientada para medir las palabras de Bertha o vigilar las propias—. ¡Pues yo creía que no llegaste a la estación hasta después de que saliera el último tren!



La señora Dorset la examinó con los párpados entornados y contestó rápidamente con una pregunta:



—¿Quién te ha dicho eso?



—George… Acabo de verle en los jardines.



—¡Ah! ¿Conque ésta es la versión de George? El pobrecillo no se hallaba en condiciones de recordar lo que le dije. Esta mañana ha sufrido uno de sus peores ataques y le he enviado a ver al médico. ¿Sabes si le ha localizado?



Lily, perdida todavía en conjeturas, no respondió nada y la señora Dorset se arrellanó en su asiento con indolencia.



—Esperará hasta que le reciba; estaba muy asustado. Las preocupaciones son muy malas para él; siempre que ocurre algo desagradable, le da un ataque.



Esta vez Lily tuvo la seguridad de que le estaba insinuando algo, pero de un modo tan imprevisto y con un aire de tan increíble naturalidad que sólo pudo balbucir, abrumada por las dudas:



—¿Algo desagradable?



—Sí… como que te tuviera tan a mano a tan altas horas de la noche. ¿Sabes, querida, que constituyes una gran responsabilidad en un lugar tan escandaloso, y de madrugada, además?



Al oír esto —completamente inesperado y de una audacia inconcebible—, Lily no pudo reprimir el tributo de una risa sorprendida.



—¡Vaya… encima de que fuiste tú quien le cargó con esta responsabilidad!



La señora Dorset aceptó esta réplica con un aplomo exquisito.



—¿Por no tener la inteligencia sobrehumana de encontraros entre la multitud de viajeros que subían al tren? ¿O por no haber imaginado que os iríais sin nosotros (tú y él solos), en vez de quedaros tranquilamente en la estación hasta que consiguiéramos dar con vosotros?



Lily se sonrojó; empezaba a darse cuenta de que Bertha perseguía un fin, seguía una pauta previamente marcada pero, ante el inminente escándalo, ¿por qué perdía el tiempo tratando de evitarlo con esfuerzos tan pueriles? Esta puerilidad desarmó la indignación de Lily; ¿acaso no probaba el terror de la pobre criatura?



—No, por no pensar que nos veríamos todos en Niza —respondió.



—¿Vernos? ¡Fuiste tú quien aprovechó la primera oportunidad para irte con la duquesa y sus amigos! ¡Mi querida Lily, no eres una niña a la que hay que llevar de la mano!

 



—No, ni tampoco a la que hay que reprender, Bertha, si es lo que estás haciendo ahora.



La señora Dorset le sonrió con reproche.



—Reprenderte… ¿yo? ¡Dios me libre! Sólo intentaba darte un consejo amistoso, pero en general es al revés, ¿no? Soy yo quien tiene que recibir los consejos, no darlos; desde luego, no he dejado de recibirlos en estos últimos meses.



—¿Consejos… míos? —repitió Lily.



—Oh, sólo negativos: lo que no se debe ser, ni ver, ni hacer. Y creo que los he aceptado de manera admirable. Pero, si me permites decirlo, querida, no comprendí que uno de mis deberes negativos fuera no avisarte cuando llevabas tu imprudencia demasiado lejos.



Un escalofrío de temor estremeció a Lily, el recuerdo de una traición que era como el destello de un cuchillo en la oscuridad. Sin embargo, la compasión venció al cabo de un momento su repugnancia instintiva. ¿Qué era aquel arrebato de insensata amargura sino el intento de una criatura acosada de nublar el camino a través del cual pretendía huir? A sus labios casi afloraron las palabras: «Pobrecita mía, no te debatas; ven directamente a mí y encontrarás una salida». Pero la insolencia impenetrable de la sonrisa de Bertha las ahogó, y Lily guardó silencio, reaccionando con calma al ataque y absorbiendo hasta la última gota de su falsedad acumulada; después se levantó sin decir nada y bajó a su camarote.





Capítulo III





El telegrama de la señorita Bart sorprendió a Lawrence Selden en la puerta de su hotel; lo leyó y volvió sobre sus pasos para esperar a Dorset. El mensaje dejaba necesariamente grandes lagunas para la hipótesis, aunque todo cuanto había oído y visto el abogado en los últimos días le facilitaba mucho la tarea de llenarlas. En general, estaba sorprendido, pues, aunque comprendía que la situación contenía muchos elementos explosivos, sabía por experiencia que semejantes combinaciones acaban de forma inofensiva. No obstante, el genio espasmódico de Dorset y el olímpico desprecio de su mujer por las apariencias prestaban a la situación una inseguridad peculiar e, impulsado menos por su remota relación con el caso que por un celo puramente profesional, Selden resolvió guiar a la pareja a buen puerto. No era asunto suyo si la reparación de un vínculo tan deteriorado podía o no llamarse un buen puerto; por principio, debía procurar que se evitara el escándalo y su deseo de evitarlo era tanto mayor cuanto que temía ver envuelta en él a la señorita Bart. No había nada concreto en esta aprensión; sólo deseaba ahorrarle la vergüenza de verse relacionada, aunque fuese de lejos, con el lavado en público de la ropa sucia de los Dorset.



Lo exhaustivo y desagradable de semejante proceso se le apareció con más claridad después de dos horas de conversación con el pobre Dorset. Sacar algo a la luz supondría ventilar tan ingente acumulación de trapos morales que, cuando su visitante se hubo marchado, Selden se quedó con la impresión de que debía abrir las ventanas de par en par y mandar barrer la habitación. Nada debía trascender y, por fortuna para su cliente, los trapos, una vez recompuestos, no se convertirían fácilmente en un agravio homogéneo. Los bordes deshilachados no siempre coincidían, faltaban trozos, había diferencias de tamaño y color, y por supuesto el trabajo de Selden consistía precisamente en presentarlos a su cliente del modo más atractivo posible. Sin embargo, la mejor de las demostraciones sería incapaz podía convencer a un hombre que se hallara en el estado de ánimo de Dorset, y el abogado vio que por el momento lo único que podía hacer era suavizar y contemporizar, ofrecer comprensión y aconsejar prudencia. Se despidió de él con la firme recomendación de que hasta su próximo encuentro observara una actitud estrictamente evasiva y recordara que su papel en el juego consistía por lo pronto en observar y callar. Selden sabía, sin embargo, que no podría mantener mucho tiempo en equilibrio semejantes violencias y prometió verle a la mañana siguiente en un hotel de Montecarlo. Entretanto, contaba con la reacción de debilidad y desconfianza en sí mismo que, en tales naturalezas, suele seguir a cada derroche inusitado de fuerza moral, y su respuesta telegráfica a la señorita Bart consistió simplemente en la orden: «Haz como si no hubiera cambiado nada».



Y, de hecho, todos obedecieron esta directiva durante la primera parte del día siguiente. Dorset, sumiso a las perentorias instrucciones de Lily, volvió al yate para una cena a horas muy avanzadas, que fue el momento más difícil de la jornada. Se sumió en uno de los abismales silencios que sucedían habitualmente a lo que su esposa llamaba sus «ataques»: de ahí que fuera fácil atribuirlo a dicha causa delante de los criados; pero Bertha se permitió la perversidad de mostrarse poco dispuesta a aprovechar este obvio medio de protección. Se limitó a dejar el peso de la situación en manos de su marido, como si estuviera demasiado absorta en un agravio propio para sospechar que ella pudiera ser el objeto de otro. Para Lily, esta actitud fue el elemento más amenazador de la situación, por su falta de lógica. Mientras intentaba animar la languideciente conversación, levantar, una y otra vez, la tambaleante estructura de las «apariencias», su propia atención se desviaba sin cesar hacia la pregunta: «¿Qué diablos debe estar tramando?». Había algo realmente exasperante en la actitud de desafío de Bertha. Si hubiera hecho alguna indicación a su amiga, podrían haber salvado juntas la crisis, pero ¿cómo podía Lily ser útil si se le negaba la menor participación del modo más obstinado? Ser útil era lo que deseaba de verdad y no por su propio bien, sino por el de los Dorset. No había pensado en ningún momento en sí misma porque estaba demasiado concentrada en el intento de poner un poco de orden entre la pareja. Sin embargo, la triste velada terminó dejándola con la impresión de haber malgastado sus esfuerzos. No había intentado ver a Dorset a solas sino, por el contrario, evitado renovar sus confidencias. Buscaba las de Bertha, que debería solicitar las suyas con la misma ansiedad, pero ella, como resuelta a causar su propia destrucción, rechazaba la mano que le ofrecía ayuda.



Lily se fue a acostar temprano, dejando solo al matrimonio, y como parte del misterio general que la rodeaba, transcurrió más de una hora antes de que oyese a Bertha enfilar el silencioso pasillo y entrar en su camarote. A la mañana siguiente encontró al levantarse una aparente prolongación de las mismas circunstancias, sin que nada le revelara lo ocurrido entre la pareja. Sólo un hecho proclamaba abiertamente el cambio que todos conspiraban por ocultar: que Ned Silverton no aparecería. Nadie se refirió a él y esta tacita negativa lo mantuvo en el primer plano de la conciencia general. Sin embargo, había otro cambio, perceptible sólo para Lily, y era que Dorset la esquivaba ahora de modo casi tan flagrante como su esposa. Quizás estaba arrepentido de su atolondrada confesión de la víspera o quizá sólo intentaba, con su habitual torpeza, ceñirse a la recomendación de Selden de portarse «como de costumbre». Semejantes instrucciones cohíben tanto como la petición del fotógrafo de adoptar una postura «natural», y en una persona tan ajena como el pobre Dorset al aspecto que habitualmente ofrecía, la lucha por observar una pose tenía que traducirse forzosamente en extrañas contorsiones.



El resultado fue, en cualquier caso, que Lily se vio abandonada a su propia suerte. Cuando salió del camarote se enteró de que la señora Dorset era todavía invisible y de que Dorset había desembarcado muy temprano y, como ella se sentía demasiado inquieta para estar sola, también se hizo acompañar a tierra.



Mientras paseaba en dirección al Casino, se unió a un grupo de conocidos que se hospedaban en Niza, con quienes almorzó y en cuya compañía se dirigía a las salas de juego cuando se encontró con Selden, que cruzaba la plaza. En aquel momento no podía separarse de sus acompañantes, que, muy hospitalarios, suponían que se quedaría con ellos hasta que se marcharan, pero halló un minuto de pausa para formularle una pregunta, a la que él respondió con prontitud:



—He vuelto a verle… Acabo de despedirme de él.



Ella esperó con ansiedad.



—¿Y qué? ¿Qué ha sucedido? ¿Qué va a suceder?



—Nada, por el momento… y creo que tampoco en el futuro.



—¿Se acabó, entonces? ¿Se han reconciliado? ¿Estás seguro?



Él sonrió.



—Dame tiempo. No estoy seguro… pero sí mucho más que ayer.



Y Lily tuvo que contentarse con esto y volver con el grupo que la esperaba en la escalinata.



De hecho, Selden le había dado la máxima medida de su seguridad; incluso la había exagerado un poco para calmar la ansiedad de Lily. Y ahora, al dar media vuelta dispuesto a dar un paseo hasta la estación, esa ansiedad permaneció con él como justificación visible de la suya propia. En realidad, no temía nada en concreto: había dicho la pura verdad al afirmar que no creía que sucediera nada. Le inquietaba, sin embargo, que el perceptible cambio operado en la actitud de Dorset careciera de causa aparente. Desde luego, no se debía a los argumentos del abogado ni a la acción de una mayor objetividad del cliente. Cinco minutos de conversación habían bastado para revelar el trabajo de una influencia ajena que tal vez no había calmado su resentimiento pero sí debilitado su voluntad, de modo que se movía en un estado de letargo, como un loco peligroso que ha sido drogado. No cabía duda de que, fuera cual fuese su procedencia, suponía un bien para la situación en general; la cuestión era cuánto duraría y qué clase de reacción podía suscitar. Selden no podía averiguar nada sobre estos puntos, porque un efecto de la transformación había sido interrumpir su libre comunicación con Dorset. Era evidente que éste continuaba impulsado por el irresistible deseo de comentar su desgracia pero, aunque daba vueltas a ella con la misma desesperada tenacidad, Selden había advertido que algo frenaba su necesidad de expresión. Tal estado había producido en su interlocutor primero cansancio y después impaciencia, por lo que al terminar la conversación Selden empezó a pensar que ya había hecho todo lo posible y decidió lavarse las manos.



Seguía siendo de esta opinión cuando se dirigía a tomar el tren y se cruzó con la señorita Bart y, aunque, después de un breve diálogo con ella, continuó mecánicamente su camino, se percató de un cambio sutil en sus propósitos, un cambio inducido por la mirada de Lily y, con objeto de definir la naturaleza de esa mirada, se sentó en un banco de los jardines y meditó la cuestión. En el fondo era natural que estuviera preocupada; una joven introducida en el ambiente íntimo de un yate, en compañía de un matrimonio a punto de naufragar, aparte de preocupada por sus amigos, no podía ser insensible a la incomodidad de su propia posición. Lo peor era que el estado de ánimo de la señorita Bart podía interpretarse de muchas maneras y una de ellas tomó en el aturdido entendimiento de Selden la desagradable forma sugerida por la señora Fisher. Si la joven estaba asustada, ¿temía por sí misma o por sus amigos? ¿Y hasta qué punto su temor a una catástrofe aumentaba por el hecho de sentirse fatalmente implicada en ella? Como el peso de la ofensa radicaba de modo ostensible en la señora Dorset, esta conjetura parecía a simple vista gratuitamente severa, pero Selden sabía que en la desavenencia conyugal más unilateral suelen presentarse reconvenciones tanto más audaces cuanto más evidente es el agravio original. La señora Fisher no había vacilado en sugerir la probabilidad de que Dorset se casara con la señorita Bart, si «ocurría algo», y, aunque las conclusiones de la señora Fisher eran de una imprudencia notoria, no se le podía negar cierta astucia en la lectura de signos. Al parecer, Dorset había demostrado un notable interés por la joven, y este interés podía ser cruelmente aprovechado en la lucha de su esposa por la rehabilitación. Selden sabía que Bertha se defendería hasta quemar el último cartucho; su conducta temeraria se aliaba ilógicamente con la fría determinación de escapar de sus consecuencias. Podía ser tan poco escrupulosa en su propia defensa como atolondrada en tentar el peligro, y todo lo que estuviera a su alcance en tales momentos le serviría de arma defensiva. Selden no veía aún con claridad qué línea de acción adoptaría, y la incertidumbre incrementó su aprensión y también su idea de que antes de marcharse debía hablar de nuevo con la señorita Bart. Cualquiera que fuese su responsabilidad en la situación —y él siempre había intentado con todas sus fuerzas no juzgarla por su entorno—, por ajena que fuera a cualquier conexión personal con ella, estaría mejor si se alejaba de un posible estallido y, como se había dirigido a él pidiendo ayuda, su deber era prevenirla.

 



Esta decisión le llevó por fin a levantarse del banco y a encaminarse hacia el Casino, tras cuyas puertas la había visto desaparecer, pero una prolongada exploración del gentío no logró ponerle sobre su pista. En cambio, para su sorpresa, vio a Ned Silverton dando vueltas a las mesas con bastante ostentación, y, advirtiendo que este actor del drama no sólo se encontraba entre bastidores, sino que se exponía a la luz de las candilejas, sus temores, a pesar de que eso parecía implicar la eliminación de todo peligro, se intensificaron. Con esta impresión volvió a la plaza, esperando ver en ella a la señorita Bart, ya que todos los visitantes de Montecarlo parecen tener que cruzarla inevitablemente por lo menos una docena de veces al día, pero también allí la buscó en vano y se vio obligado a llegar a la conclusión de que había regresado a bordo del Sabrina. Sería difícil seguirla hasta allí y todavía más difícil, si la seguía, encontrar la ocasión de hablarle a solas, y casi se había decidido por la pobre opción de escribirle una nota, cuando en el incesante ir y venir de la plaza distinguió de repente las figuras de lord Hubert y la señora Bry.



Inmediatamente les preguntó y se enteró por lord Hubert que la señorita Bart acababa de volver al Sabrina en compañía de Dorset, un anuncio tan desconcertante para él que la señora Bry, después de una mirada de su pareja que pareció actuar como un resorte, le propuso que les acompañara, a ellos y sus amigos, a Bécassin: «una pequeña cena en honor de la duquesa», añadió, antes de que lord Hubert tuviera tiempo de soltar el resorte.



La opinión que merecía a Selden el privilegio de ser incluido entre semejante compañía le condujo a la puerta del restaurante con cierta anticipación. Allí se detuvo a buscar entre las filas de comensales que se acercaban a la bien iluminada terraza, y, mientras los Bry dudaban en el interior sobre las últimas alternativas del menú, esperó la llegada de los invitados del Sabrina, que por fin aparecieron en el horizonte en compañía de la duquesa, lord y lady Skiddaw y los Stepney. Fue fácil apartar de este grupo a la señorita Bart con el pretexto de admirar un momento una de las lujosas tiendas de la terraza. Entonces, mientras contemplaban juntos el blanco fulgor del escaparate de una joyería, le dijo:



—He esperado para verte… para pedirte que no vuelvas al yate.



En la mirada que ella le dirigió brilló un rápido destello de su miedo anterior.



—¿Que no vuelva…? ¿Qué quieres decir? ¿Qué ha ocurrido?



—Nada, pero si sucede algo, ¿por qué estar en medio?



El resplandor del escaparate, al intensificar la palidez del rostro de Lily, daba a sus líneas delicadas la nitidez de una máscara trágica.



—Nada ocurrirá, estoy segura, pero, mientras exista una sombra de duda, ¿cómo puedes insinuar que abandone a Bertha?



Las palabras tenían una nota de desprecio; ¿era posible que el destinatario fuera él? Daba igual, estaba dispuesto a arriesgarse a sufrirlo de nuevo hasta el punto de insistir, con un innegable latido de emoción:



—Debes pensar en ti misma, ¿sabes?



A lo cual ella respondió, mirándole a los ojos y con una extraña tristeza en la voz:



—¡Si supieras lo poco que me importa!



—Bueno, no ocurrirá nada —dijo Selden, más para su propia tranquilidad que para la de ella.



—¡Claro que no, nada, nada! —afirmó Lily con decisión, mientras se volvían para alcanzar a sus amigos.



En el atestado restaurante, sentados ya a la bien iluminada mesa de la señora Bry, su confianza pareció crecer, ayudada por la familiaridad del ambiente. Estaban presentes Dorset y su mujer, ofreciendo al mundo sus semblantes habituales, ella concentrada en adaptarse a un llamativo vestido nuevo y él rechazando con temor de dispéptico las múltiples tentaciones del menú. El mero hecho de mostrase juntos, tan abiertamente como permitía el entorno, parecía proclamar sin ninguna duda que habían arreglado sus diferencias. Cómo lo habían conseguido era todavía un enigma, pero estaba muy claro que de momento la señorita Bart confiaba en el resultado y