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100 Clásicos de la Literatura

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Como había llegado muy pronto a la estación, alcanzó este punto de sus reflexiones antes de que la creciente marea del andén le revelara que no podría conservar su intimidad; un momento después una mano abrió la puerta y, al volverse, vio ante él el mismo rostro del que estaba huyendo.

La señorita Bart, arrebolada por la prisa de un precipitado abordaje del tren, encabezaba un grupo compuesto de los Dorset, el joven Silverton y lord Hubert Dacey, que apenas tuvo tiempo de saltar al compartimiento y envolver a Selden en exclamaciones de sorpresa y bienvenida antes de que sonara el silbato. Por lo visto el grupo se dirigía a Niza en respuesta a una súbita invitación a cenar de la duquesa de Beltshire con objeto de presenciar la fiesta acuática de la bahía; un plan a todas luces improvisado —a pesar de las protestas de lord Hubert: «¡Oh!, bueno, ya saben»— con el único fin de frustrar el empeño de la señora Bry por capturar a la duquesa.

Durante el jocoso relato de esta maniobra, Selden tuvo tiempo de captar una rápida impresión de la señorita Bart, que se había sentado frente a él a la dorada luz de la tarde. Habían transcurrido apenas tres meses desde que se separara de ella en el umbral del invernadero de los Bry, pero en la calidad de su belleza se había operado un cambio sutil. Entonces tenía una transparencia a través de la cual las fluctuaciones del espíritu eran a veces trágicamente visibles; ahora su superficie impenetrable sugería un proceso de cristalización que había fundido todo su ser en una sustancia dura y brillante. El cambio le había parecido a la señora Fisher un rejuvenecimiento; Selden creyó ver en él aquel momento de pausa e inmovilidad en que la cálida fluidez de la juventud se congela en su forma definitiva.

Lo percibió en su modo de sonreírle y en la prontitud y habilidad con que, al irrumpir inesperadamente en su presencia, volvió a tomar el hilo de sus relaciones como si este hilo no se hubiera roto con una violencia de la que él aún continuaba aturdido. Aquella facilidad le repugnó, pero se dijo que era el sentimiento que precedía a la recuperación. Ahora se restablecería totalmente, expulsaría de su sangre la última gota de veneno. Ya se sentía más tranquilo en su presencia que cuando pensaba en ella de modo involuntario. Sus suposiciones y omisiones, sus circunloquios y rodeos, la habilidad con que lograba hablar con él sin evocar ningún punto inconveniente del pasado sugerían el gran número de oportunidades que había tenido para practicar tales artes desde su último encuentro. Selden presintió que Lily había conseguido por fin reconciliarse consigo misma: había hecho un pacto con sus impulsos rebeldes y logrado un sistema uniforme de autogobierno bajo el cual todas las tendencias erráticas estaban prisioneras o trabajaban por la fuerza al servicio del Estado.

Vio también otras cosas en su actitud: cómo se había ajustado a los laberintos ocultos de una situación en la que él, incluso después de las confidencias reveladoras de la señora Fisher, aún se encontraba incómodo. ¡Seguramente la señora Fisher ya no podía acusar a la señorita Bart de desaprovechar sus oportunidades! Por el contrario, ante la exasperada inspección de Selden, parecía demasiado consciente de ellas. Era «perfecta» con todo el mundo: dócil bajo el ansioso predominio de Bertha, risueña y atenta a los estados de ánimo de Dorset, ocurrente y amena con Silverton y Dacey; este último la trataba con manifiesta admiración, mientras el joven Silverton, portentosamente ensimismado, parecía considerarla de un modo vago una obstrucción en su camino. Y de repente, mientras Selden observaba los sutiles matices de Lily para armonizar con su entorno, se le ocurrió que, si requería la situación debía de ser realmente desesperada. Lily se hallaba al borde de algo: tal fue su impresión final. Tenía la sensación de verla suspendida al borde de un precipicio, con un delicado pie en el vacío que manifestaba su inconsciencia de que la tierra cedería al siguiente paso.

En la Promenade des Anglais, donde Ned Silverton se le pegó como una lapa durante la media hora anterior a la cena, Selden recibió una impresión más profunda de la inseguridad general. El estado de ánimo de Silverton era de un pesimismo titánico. ¿Cómo podía ir a parar alguien a un agujero maldito como la Riviera —alguien con una brizna de imaginación— cuando tenía todo el Mediterráneo para escoger? Pero, claro, ¡si su valoración de un lugar dependía de cómo asaban un pollo tomatero! ¡Por Dios, qué estudio podía hacerse de la tiranía del estómago! Por lo visto, un trastorno hepático o una insuficiencia de jugos gástricos podía afectar todo el curso del universo y condicionar todo cuanto estaba al alcance; la dispepsia crónica debería figurar entre las «causas estatutarias»; la vida de una mujer podía ser destrozada por la incapacidad del marido de ingerir el pan recién hecho. ¿Grotesco? Sí, y trágico, como la mayoría de las cosas absurdas. No hay nada más espantoso que la tragedia oculta tras una máscara cómica… ¿Dónde estaba? Ah, sí… El motivo por el cual habían abandonado Sicilia y regresado con tanta precipitación. En parte, sin duda, por el deseo de la señorita Bart de volver al bridge y a las reuniones elegantes. Insensible como una piedra al arte y la poesía: ¡para ella no existía la luz, ni en la tierra ni en el mar! Y, claro, había convencido a Dorset de que la comida italiana era perjudicial para él. Podía hacerle creer cualquier cosa… ¡lo que fuera! La señora Dorset lo sabía, y a la perfección, además; no había nada que escapara a su perspicacia. Pero sabía callar —tenía que hacerlo a menudo, la señorita Bart era una amiga íntima—, y no quería decir una sola palabra en contra de ella. Pero su orgullo de mujer… Hay cosas a las que uno no puede acostumbrarse… Todo aquello era confidencial, claro… Ah, las damas ya hacían señales desde el balcón del hotel… Cruzó de un salto la Promenade, dejando a Selden muy meditativo con su cigarro.

Sus conclusiones fueron corroboradas, unas horas más tarde, por una serie de esos detalles que a veces generan luz propia en la penumbra de un espíritu indeciso. Selden había tropezado con un conocido, cenado con él y paseado después, aún en su compañía, por la bien iluminada Promenade, donde una hilera de abarrotadas tribunas dominaba la rutilante oscuridad de las aguas. La noche era suave y persuasiva. Una lluvia de cohetes surcaba el cielo estival y una luna tardía asomaba en el este tras la elevada curva de la costa, proyectando a través de la bahía un rayo de luz brillante que palidecía bajo el resplandor rojizo de los barcos iluminados. En la Promenade engalanada con linternas flotaban pasajes de música de banda sobre el rumor de la muchedumbre y el suave murmullo de ramas en los oscuros jardines, y entre éstos y la parte posterior de las tribunas fluía una corriente humana cuyo vociferante espíritu de carnaval era apaciguado por la creciente languidez de la estación.

Selden y su compañero, al no poder conseguir asientos en una de las tribunas que miraban hacia la bahía, pasearon un rato entre el gentío y al final encontraron una buena atalaya en un alto parapeto ajardinado que dominaba la Promenade. Desde allí sólo gozaban de una vista triangular del agua y del centelleante ir y venir de los barcos sobre su superficie, pero la multitud de la calle estaba justo debajo de ellos y Selden pensó que en general era más interesante que el mismo espectáculo. Al cabo de un rato, sin embargo, se cansó de su almena y, después de saltar solo a la acera, se abrió paso hasta la primera esquina y enfiló una calle transversal iluminada y silenciosa. Largos muros de jardín sombreados por árboles bordeaban las aceras, imponiéndoles su oscuro límite; un coche vacío avanzaba por la desierta calle y al cabo de unos momentos vio a dos personas surgir de las sombras de enfrente, hacer una señal al cochero y alejarse en el vehículo hacia el centro de la ciudad. La luz de la luna los iluminó cuando subían al coche y Selden reconoció a la señora Dorset y al joven Silverton.

Miró el reloj bajo el farol más cercano y vio que eran casi las once. Tomó otra calle lateral y, evitando a la multitud de la Promenade, se dirigió al elegante club desde el que se domina la avenida. Allí, entre el resplandor de las atestadas mesas de bacará, vio a lord Hubert Dacey, con su habitual sonrisa cansina, tras un montón de oro que decrecía rápidamente. Una vez desaparecido el montón, se levantó, encogiéndose de hombros y, después de saludar a Selden, salió con él a la desierta terraza del club. Ya era más de medianoche y la muchedumbre de las tribunas se estaba dispersando, mientras las largas hileras de barcos iluminados se esparcían y difuminaban bajo un cielo recuperado por el tranquilo esplendor de la luna.

Lord Hubert miró su reloj.

—Vaya por Dios, prometí cenar con la duquesa en el London House, pero ya han dado las doce y todos habrán desaparecido. El caso es que los perdí entre el gentío poco después de la comida y me refugié aquí, para desgracia mía. Tenían asientos en una de las tribunas pero, claro, fueron incapaces de estarse quietos; la duquesa no puede parar, así que se fue con la señorita Bart en busca de lo que ellas llaman aventura… ¡Por Júpiter que no será culpa suya si no encuentran alguna un poco extravagante! —Y añadió, después de interrumpirse para buscar un cigarrillo—: Creo que la señorita Bart es una vieja amiga suya, ¿verdad? Eso me dijo ella… ¡Ah, gracias! Por lo visto, no me queda ninguno. —Encendió el cigarrillo que le ofreció Selden y continuó con su voz aguda y lánguida—: No es asunto mío, desde luego, pero no la he presentado a la duquesa. Ésta es una mujer encantadora, no cabe duda, y muy buena amiga mía, pero de una educación bastante liberal. —Selden oyó esto en silencio y lord Hubert, después de aspirar humo varias veces, prosiguió—: Algo que no se puede comunicar a la joven… aunque las jóvenes de hoy en día son muy competentes para juzgar por sí mismas; sin embargo, en este caso… Yo también soy un viejo amigo, ¿sabe?, y al parecer no puedo decírselo a nadie más. Toda la situación es un poco confusa, a mi entender… pero creo que había una tía en alguna parte, una persona despistada e inocente que era fantástica para salvar situaciones comprometidas… ¡Ah! ¿Está en Nueva York? ¡Lástima que Nueva York esté tan lejos!

 

Capítulo II

La señorita Bart, al salir de su camarote a la mañana siguiente, se encontró sola en la cubierta del Sabrina.

Las tumbonas acolchadas, dispuestas en hilera bajo la ancha toldilla, no daban muestras de haber sido ocupadas hacía poco, y Lily se enteró al cabo de un rato por un camarero de que la señora Dorset aún no había aparecido y los caballeros habían bajado a tierra por separado en seguida después de desayunar. Una vez en posesión de estos datos, Lily estuvo unos minutos apoyada en la borda, saboreando el espectáculo que se ofrecía a su vista. La luz del sol bañaba, sin el impedimento de una sola nube, mar y costa con el resplandor más puro. Las aguas purpúreas dibujaban una línea de espuma blanca en la base de la orilla, contra cuyas irregulares eminencias destacaban el hotel y las villas entre el verdor grisáceo de olivos y eucaliptos y el fondo de montañas bien perfiladas temblaba bajo la pálida intensidad de la luz. ¡Qué bello era…! ¡Y cuánto amaba ella la belleza! Siempre había pensado que su sensibilidad en este aspecto compensaba cierta pobreza de sentimientos de la que estaba orgullosa, y en los últimos tres meses había gozado apasionadamente de aquella sensibilidad. La invitación de los Dorset de viajar con ellos al extranjero había sido una milagrosa liberación de unas dificultades abrumadoras, y su don para renovarse en nuevos escenarios y para desechar problemas de conducta con tanta facilidad como el entorno en el que habían surgido hacía que el mero traslado de un lugar a otro pareciera no sólo un aplazamiento, sino una solución de sus sinsabores. Las complicaciones morales sólo existían para ella en el ambiente que las había creado; no es que las minimizara o despreciara, sino que perdían su realidad cuando cambiaba el telón de fondo. No habría podido quedarse en Nueva York sin devolver el dinero que de Trenor, para librarse de tan odiosa deuda podría haber afrontado incluso el matrimonio con Rosedale; pero el accidente de poner el Atlántico por medio de sus obligaciones hizo que desaparecieran de su vista como si fueran hitos que hubiera dejado atrás en el camino.

Los dos meses en el Sabrina parecían especialmente concebidos para incrementar esta ilusión de distancia. Se había sumergido en paisajes nuevos y encontrado en ellos la renovación de antiguas esperanzas y ambiciones. El crucero en sí la cautivó como una aventura romántica. Los nombres y lugares entre los que se movía la emocionaron vagamente, y, mientras el yate rodeaba los promontorios sicilianos, escuchó a Ned Silverton leer a Teócrito a la luz de la luna con una vibración nerviosa que confirmó su fe en la propia superioridad intelectual. Pero las semanas pasadas en Cannes y Niza le habían procurado aún más placer. La gratificación de ser bien acogida por la alta sociedad y de imponer en ella su propia ascendencia, hasta el punto de figurar una vez más como la «bella señorita Bart» en la interesante revista dedicada a registrar los menores movimientos de sus cosmopolitas amistades… todas estas experiencias contribuyeron a relegar al último plano de la memoria los prosaicos y sórdidos apuros de los que había escapado.

Aunque era vagamente consciente de que le esperaban otros contratiempos en el futuro, confiaba en su capacidad para hacerles frente; era característico en ella creer que los únicos problemas que no sabía solventar eran los que conocía mejor. Mientras tanto, podía envanecerse de la habilidad con que se había adaptado a unas circunstancias algo delicadas. Tenía razones para pensar que se había hecho igualmente indispensable para su anfitrión que para su anfitriona y, si hubiese vislumbrado un medio totalmente irreprochable de sacar un beneficio económico de la situación, no habría habido ni una sola nube en su horizonte. La verdad era que sus fondos, como de costumbre, no podían ser más exiguos, y no cabía la menor posibilidad de mencionar una cuestión tan vulgar ni a Dorset ni a su esposa. De todos modos, la necesidad aún no era acuciante; podía seguir viviendo, como había hecho tan a menudo, con la esperanza de que se produjera un cambio de suerte; entretanto la vida era alegre, hermosa y fácil, y ella sabía que interpretaba un papel digno en semejante escenario.

Se había citado para almorzar aquella mañana con la duquesa de Beltshire y a las doce pidió que la llevaran a tierra en el bote, no sin enviar antes a su doncella a preguntar si podía ver a la señora Dorset, pero la respuesta fue que esta última estaba cansada e intentaba dormir. Lily pensó que comprendía la razón de este desaire. Su anfitriona no había sido incluida en la invitación de la duquesa, pese a sus leales esfuerzos para conseguirlo. Su Gracia era sorda a las insinuaciones e invitaba u olvidaba a su antojo. No era culpa de Lily si las complicadas actitudes de la señora Dorset no se adaptaban al ritmo fácil de la duquesa, quien rara vez daba explicaciones de sus actos pero que en esta ocasión había aducido brevemente: «Es bastante aburrida. El único amigo suyo que me cae en gracia es ese pequeño señor Bry: me hace reír…», y Lily se abstuvo de insistir, más bien halagada de ser distinguida a costa de su amiga. Era cierto que Bertha se había vuelto muy sosa desde que se dedicaba a la poesía y a Ned Silverton.

En general suponía un alivio abandonar de vez en cuando el Sabrina, y el pequeño ágape de la duquesa, organizado por lord Hubert con su habitual virtuosismo, era tanto más agradable para Lily cuanto que no incluía a sus compañeros de viaje. En los últimos días Dorset se mostraba más insulso e imprevisible de lo normal y Ned Silverton se paseaba con un aire que parecía desafiar al universo. La libertad y superficialidad de las relaciones con la duquesa eran un cambio muy grato frente a estas complicaciones y, después del almuerzo, Lily cayó en la tentación de seguir a sus acompañantes hasta el animado ambiente del Casino. No tenía intención de jugar; sus exiguos medios no le permitían tal aventura, pero le divertía sentarse en un diván, bajo la dudosa protección de la duquesa, quien vigilaba sus apuestas sentada a una mesa vecina.

Los salones estaban atestados de mirones que se pasaban la tarde yendo de mesa en mesa, como la multitud dominguera acude a las jaulas del zoológico. En el lento desfilar de la masa apenas se distinguían las personas, pero Lily no tardó en ver a la señora Bry cruzar el umbral con paso decidido, seguida de la esbelta figura de la señora Fisher, que recordaba un bote de remos en la popa de un remolcador. La señora Bry siguió avanzando, animada al parecer por la determinación de llegar a cierto punto de los salones, pero la señora Fisher, al ver a Lily, se desvió y fue flotando hacia ella.

—¿Que la perderé? —coreó la pregunta de esta última, con una mirada indiferente a la espalda de la señora Bry—. Te aseguro que no me importa. Ya la he perdido. —Y al oír la exclamación de Lily, agregó—: Hemos tenido una pelea épica esta mañana. Como sabes, anoche la duquesa le dio plantón en la cena y ahora dice que es culpa mía, de mi falta de organización. Lo peor es que el mensaje (una sola palabra por teléfono) llegó tan tarde, que hubo que pagar la cena y Bécassin presentó una cuenta desorbitada… ¡Le habían asegurado tanto la asistencia de la duquesa! —La señora Fisher rio al recordarlo—. Pagar por lo que no consigue enfurece a Louisa: no puedo hacerle entender que es uno de los pasos preliminares para conseguir lo que no has pagado… ¡y, como yo era lo que tenía más cerca, la pobre se ensañó conmigo!

Lily murmuró unas palabras de conmiseración. Los impulsos de solidaridad la asaltaban de modo natural y se ofreció instintivamente a ayudar a la señora Fisher.

—Si puedo hacer algo… ¡Si sólo se trata de presentarle a la duquesa! Me ha dicho que encontraba divertido al señor Bry…

Pero la señora Fisher hizo un gesto decisivo.

—Querida, tengo mi orgullo, el orgullo de mi profesión. No he sabido convencer a la duquesa y no puedo atribuirme el mérito de tus artes ante Louisa Bry. He dado el paso definitivo: me voy a París esta noche con Sam Gormer y su mujer. Aún se hallan en la fase elemental; un príncipe italiano es mucho más que un príncipe para ellos y siempre están a punto de confundirle con un botones. Salvarles de esto es mi misión actual. —Volvió a reír al imaginarse el cuadro—. Pero antes de irme quiero hacer mi último testamento: quiero dejarte a los Bry.

—¿A mí? —rio a su vez la señorita Bart—. Eres un encanto por acordarte de mí, querida, pero la verdad es que…

—¿Tan bien provista estás? —La señora Fisher le dirigió una mirada, penetrante—. ¿En serio, Lily… hasta el punto de rechazar mi oferta?

La señorita Bart se ruborizó ligeramente.

—Quería decir que a los Bry no les gustará nada que dispongamos así de ellos.

La señora Fisher continuó azorándola con una mirada implacable.

—Lo que realmente querías decir es que has desairado sin miramientos a los Bry y sabes que ellos lo han notado.

—¡Carry!

—Oh, para ciertas cosas, Louisa es muy sensible. ¡Si por lo menos les hubieras conseguido una sola invitación al Sabrina en especial cuando fueron miembros de la realeza! Pero no es demasiado tarde —concluyó con talante serio—. No es demasiado tarde para nadie.

Lily sonrió.

—Quédate y conseguiré que la duquesa cene con ellos.

—No puedo quedarme… Los Gormer ya me han pagado el salón-lit —confesó sin ambages la señora Fisher—. Pero haz que la duquesa cene con ellos, de todos modos.

La sonrisa de Lily volvió a trocarse en una leve carcajada; la insistencia de su amiga empezaba a parecerle inoportuna.

—Siento haber descuidado a los Bry… —comenzó.

—Oh, olvida a los Bry… Eres tú la que me preocupa —replicó la señora Fisher, la cual, después de una pausa, se inclinó hacia delante y añadió en voz baja—: Ya sabes que anoche fuimos todos a Niza cuando la duquesa nos plantó. Fue idea de Louisa… yo me opuse a ella.

La señorita Bart asintió.

—Sí… Os vi en la estación cuando regresábamos.

—Pues bien el hombre que iba en el coche contigo y George Dorset… ese horrible Dabham que escribe «Notas de Sociedad desde la Riviera», cenó con nosotros en Niza y ahora dice a todo el mundo que Dorset y tú volvisteis solos después de medianoche.

—¿Solos… si él iba con nosotros? —se echó a reír Lily, pero en seguida adoptó una expresión grave al ver la prolongada intención en la mirada de la señora Fisher—. Sí, volvimos solos… ¿acaso es algo tan horrible? ¿Y quién tuvo la culpa? La duquesa pernoctaba en Cimiez con la princesa heredera; Bertha se aburrió del espectáculo y se marchó temprano, prometiendo reunirse con nosotros en la estación. Nosotros llegamos a tiempo, pero ella no… ¡ella no se presentó!

La señorita Bart anunció este hecho en el tono de quien ofrece con total seguridad una explicación convincente, pero la señora Fisher la oyó sin inmutarse. Parecía haber olvidado el papel de su amiga en el incidente: sus pensamientos habían tomado otro rumbo.

—¿Bertha no se presentó? Entonces, ¿cómo volvió a Montecarlo?

—Oh, supongo que con el último tren; había dos especiales para el festival. En cualquier caso, sé que está sana y salva en el yate, aunque todavía no la he visto; pero ahora ya sabes que no fue culpa mía —resumió Lily.

—¿No fue culpa tuya que Bertha no apareciera? Mi pobre niña, ¡espero que no te lo hagan pagar! —La señora Fisher se levantó; había visto a la señora Bry venir corriendo hacia ellos—. Ahí viene Louisa, debo irme… Oh, exteriormente estamos en las mejores relaciones, almorzaremos juntas, pero en realidad le gustaría hacerme pedazos —explicó y, tras un último apretón de manos y una última mirada, añadió—: Recuérdalo, te la dejo; está vacilando, dispuesta a reconciliarse contigo.

Lily salió del Casino pensando en la despedida de la señora Fisher. Antes de irse había dado el primer paso hacia la recuperación del favor de la señora Bry. Una palabra amable —un vago murmullo sobre la necesidad de verse con más frecuencia— y una alusión a un futuro próximo, que parecía incluir a la duquesa, así como al Sabrina, ¡qué fácil era hacerlo cuando se poseía el don de hacerlo bien! Se admiró, como solía admirarse a menudo, de poseer este don y no ejercitarlo con mayor firmeza. Pero a veces era olvidadiza… y otras, ¿podría ser que fuera orgullosa? En cualquier caso, hoy había intuido vagamente una razón para doblegar su orgullo, y de hecho lo había doblegado hasta el punto de sugerir a lord Hubert Dacey, con quien se cruzó en la escalinata del Casino, que tal vez podría convencer a la duquesa de que cenara con los Bry si ella se encargaba de que les invitaran al Sabrina. Lord Hubert prometió ayudarla con la solicitud que Lily siempre sabía inspirar en él; era su único modo de recordarle que en un tiempo había estado dispuesto a hacer mucho más por ella. Su camino, en suma, parecía allanarse a medida que avanzaba por él y, no obstante, en su interior persistía un leve hálito de inquietud. Se preguntó si lo habría causado el fortuito encuentro con Selden. Pero no… El tiempo y el cambio parecían haberle relegado completamente a la debida distancia. Su repentina y exquisita reacción ante sus preocupaciones había tenido el efecto de alejar hasta tal punto el pasado reciente que incluso Selden, como parte de él, conservaba cierto aire de irrealidad. Y el propio Selden había dejado bien claro que no debían volver a verse, que sólo estaba en Niza para uno o dos días y se disponía a embarcar en el próximo transatlántico. No: aquella parte del pasado se había limitado a emerger un momento a la efímera superficie de los acontecimientos; sin embargo, ahora que había vuelto a sumergirse, la incertidumbre y la aprensión persistían.

 

Persistían y se agudizaron cuando Lily vio a George Dorset bajar la escalinata del Hotel de París y cruzar la plaza para ir a su encuentro. Su intención era alquilar un coche para ir al muelle y de allí regresar al yate, pero ahora tuvo la inmediata sensación de que algo se interpondría en sus planes.

—¿Hacia dónde se dirige? ¿Paseamos un poco? —empezó él, formulando la segunda pregunta sin esperar la respuesta a la primera, como si ninguna de las dos le interesara. Y conduciendo en silencio a Lily hacia la relativa quietud de los jardines inferiores.

Ella detectó al momento en él los signos de una extraña tensión nerviosa. Tenía las ojeras hinchadas y el tono de la tez había palidecido tanto que las cejas irregulares y el largo bigote rojizo destacaban y le daban un aspecto melancólico en el que predominaba una extraña mezcla de ferocidad y desconcierto.

Caminaron en silencio, él con pasos rápidos y precipitados, hasta llegar a las pendientes emparradas del lado este del Casino; allí tiró a Lily bruscamente del brazo y le dijo:

—¿Ha visto a Bertha?

—No… Cuando salí del yate aún no se había levantado.

Al oír esto, Dorset profirió una risotada como el sonido chirriante de un reloj descompuesto.

—No se había levantado, ¿eh? ¿Acaso se había ido a la cama? ¿Sabe a qué hora regresó a bordo? ¡Esta mañana a las siete! —exclamó.

—¿A las siete? —repitió Lily—. ¿Qué ocurrió? ¿Un accidente en el tren?

Él volvió a reírse.

—Perdieron el tren (todos los trenes) y tuvieron que regresar en un coche.

—¿Y qué…? —Lily titubeó, cayendo en la cuenta de que incluso esta circunstancia no explicaba el fatal intervalo de tantas horas.

—No encontraron en seguida un vehículo, como es natural a aquella hora de la noche —el tono casi hacía pensar que disculpaba a su mujer— y, cuando por fin pasó uno, ¡era una tartana tirada por un solo caballo que, además, cojeaba!

—¡Qué mala suerte! Comprendo —aseguró ella, en un tono tanto más convencido cuanto que, en su fuero interno, no lo comprendía en absoluto y, tras una pausa, añadió—: Lo siento. ¿Quizá deberíamos haberla esperado?

—¿A que llegara en el caballo cojo? No creo que hubiese podido cargar con nosotros cuatro.

Lily recibió la frase del único modo posible: con una risa destinada a darle el mismo tono humorístico con que él la había pronunciado.

—Sí, habría sido difícil; tendríamos que habernos turnado. Pero ver el amanecer habría merecido la pena.

—Sí, el amanecer ha sido precioso —convino él.

—¿Ah, sí? ¿Lo ha visto?

—Sí, claro; desde cubierta. Les esperaba.

—Es natural… Supongo que estaba preocupado. ¿Por qué no me llamó para que le acompañara en su vigilia?

Él, callado, se atusó el bigote con una mano delgada y débil.

—Me parece que no le habría gustado el dénouemmt —dijo al fin con súbita severidad.

A ella volvió a desconcertarle el repentino cambio de tono y, como a la luz de un relámpago, vio el peligro del momento y la necesidad de quitar importancia al asunto.

—Dénouement… ¿no es una palabra demasiado solemne para un incidente tan pequeño? Lo peor es el cansancio de Bertha, del que probablemente ya se ha repuesto después de dormir unas horas.

Se atuvo a la nota frívola con valentía, aunque empezaba a ver su futilidad en el brillo de los ojos afligidos de Dorset.

—¡Basta… basta! —explotó éste, con el grito dolido de un niño, y mientras Lily intentaba conciliar su condolencia con la decisión de no reconocerle una causa concreta y fundir ambas en un ambiguo murmullo de consuelo, Dorset se desplomó en un banco próximo y dio rienda suelta a toda la amargura de su alma.

Fue una hora espantosa, una hora que dejó a Lily asustada y cohibida, como si una luz desnuda le hubiera chamuscado los párpados. Ya había tenido algunos avisos premonitorios de semejante estallido, pues a lo largo de aquellos tres meses la superficie de la vida se había resquebrajado de vez en cuando en siniestras grietas de las que emanaban siniestros vapores, poniéndola en guardia y al acecho de una inminente explosión. Había habido momentos en que la situación se había presentado bajo un aspecto menos vago y más impresionante, evocando la imagen de un carruaje destartalado, conducido por caballos salvajes por un camino lleno de baches, en cuyo interior ella iba acurrucada, consciente de que el arnés necesitaba ser reparado Y sin saber qué parte del vehículo se rompería antes. Pues bien: ahora todo se había roto y el milagro era que aquel absurdo ensamblaje hubiese estado entero tanto tiempo. La sensación de estar implicada en el desastre, en lugar de haberlo presenciado tranquilamente desde la cuneta, se intensificó cuando Dorset, en medio de sus furiosas denuncias y violentas reacciones de desdén por sí mismo, insinuó que la necesitaba, que necesitaba el lugar que había llegado a ocupar en su vida. Si no hubiera sido ella, ¿quién habría escuchado sus lamentos? ¿Y qué mano, sino la suya, podía hacerle recuperar el juicio y el respeto por sí mismo? Siempre en la tensión de su lucha, Lily había sido consciente de un leve instinto maternal en sus esfuerzos para guiarle y animarle. Sin embargo, si en esta ocasión se aferraba a ella, no era para que le levantara el ánimo, sino para sentir que alguien se derrumbaba con él; quería que ella sufriera como él, no que le ayudara a sufrir menos.

Felizmente para ambos, Dorset tenía poca fortaleza física para prolongar su cólera, que le dejó agotado y sin aliento, hundido en una apatía tan larga y profunda que Lily casi temió que los transeúntes la confundieran con un ataque de apoplejía y ofrecieran auxilio. Pero Montecarlo es quizá el lugar del mundo donde los vínculos humanos son más débiles y las escenas extrañas las que menos llaman la atención. Si alguna mirada se detuvo en la pareja, nadie les importunó con ninguna intrusión y fue la propia Lily quien rompió el silencio levantándose del banco. Al ampliar su campo de visión, vio que el peligro tenía más alcance y que ya no procedía solamente de Dorset.