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100 Clásicos de la Literatura

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—Bastante lograda… sí, supongo que lo fue; Welly Bry está decidido a introducirse y no dejará de dar fiestas hasta que haya aprendido los trucos. Hubo algunos fallos, claro (fallos que la señora Fisher no podía prever); el champaña no estaba frío y los abrigos se mezclaron en el guardarropa. Yo habría gastado más dinero en la música. Pero mi carácter es así: si quiero una cosa, estoy dispuesto a pagar por ella; no me acerco al mostrador para preguntarme después si la mercancía vale el precio exigido. A mí no me satisfaría dar fiestas como las de los Bry; aspiraría a algo más fácil y natural, menos complicado. Y para hacerlo sólo se necesitan dos cosas, señorita Bart: dinero y la mujer indicada para gastarlo. —Hizo una pausa y la examinó con atención mientras ella fingía distribuir las tazas de té—. Ya tengo el dinero —continuó, carraspeando—; ahora me falta la mujer y me propongo conseguirla.

Se inclinó un poco hacia delante, apoyando las manos sobre el puño del bastón. Había visto a hombres del tipo de Ned van Alstyne entrar en los salones con bastón y sombrero y creía que daba a su presencia un detalle de elegante familiaridad.

Lily guardó silencio y sonrió débilmente, con una mirada ausente. En realidad pensaba que una declaración requeriría bastante tiempo, y que Selden aparecería antes de que se viera obligada a contestar con una negativa. Su expresión reflexiva, como si tuviera la cabeza absorta, pero no cerrada, se le antojó sutilmente alentadora al señor Rosedale, a quien habría disgustado cualquier muestra de avidez.

—Y me propongo conseguirla —repitió, con una risa destinada a reforzar su seguridad en sí mismo—. En la vida he logrado casi siempre lo que me he propuesto, señorita Bart. Quería dinero y tengo más del que puedo invertir con facilidad; pero ahora el dinero me parece innecesario a menos que pueda gastarlo en la mujer apropiada. Esto es lo que quiero hacer con él: que mi esposa haga sentir pequeñas a todas las otras mujeres. Jamás regatearía un dólar para este fin. Sin embargo, no todas las mujeres saben hacerlo, por mucho que uno derroche en ellas. Hubo una chica en un libro de cuentos que quería escudos de oro o algo parecido, y los hombres se los tiraron hasta que murió aplastada bajo su peso; la mataron. Pues bien, es algo muy cierto: algunas mujeres perecen enterradas bajo sus joyas. Lo que yo quiero es una mujer que lleve la cabeza tanto más alta cuanto mayor sea la cantidad de diamantes con que yo se la adorne. Y, cuando la vi a usted la otra noche en casa de los Bry, luciendo aquel sencillo vestido blanco y dando la impresión de llevar una corona, me dije: «Por Dios que si la llevara, todos jurarían que ha nacido con ella». —Lily continuó guardando silencio y él prosiguió, entusiasmado con el tema—: A decir verdad, esa clase de mujer cuesta más que todas las demás juntas. Si ha de hacer caso omiso de sus perlas, tienen que ser mejores que las de las demás… y lo mismo sucede con todo. Usted ya me entiende: sabe muy bien que sólo las cosas vistosas son baratas. Pues bien, yo querría que mi esposa fuera capaz de quitar importancia al mundo entero, si así le viniera en gana. Sé que hay algo vulgar en el dinero y es tener que preocuparse por él; mi esposa no tendría que denigrarse jamás en este aspecto. —Enmudeció y añadió en seguida, en un desafortunado retorno a sus modales anteriores—: Supongo que conoce a la dama en cuestión, señorita Bart.

Lily levantó la cabeza, animándose un poco ante el desafío. Incluso a través del oscuro tumulto de sus pensamientos, el tintineo de los millones del señor Rosedale tenía una nota levemente seductora. ¡Oh, conseguir lo suficiente para pagar una deuda miserable! Pero el hombre que había detrás de aquellos millones parecía cada vez más repugnante a la luz de la inminente llegada de Selden. El contraste era demasiado grotesco: Lily pudo apenas reprimir una sonrisa. Decidió que una actitud directa era la mejor.

—Si se refiere a mí, señor Rosedale, estoy muy agradecida… muy halagada, pero no creo haber hecho nada que le haya dado a entender…

—Oh, si quiere decir que no está locamente enamorada de mí, tengo el suficiente sentido común para verlo. Y no le hablo como si lo estuviera… me precio de saber qué clase de conversación esperaría de mí en tales circunstancias. Usted me ha sorbido el maldito seso (es la pura verdad) pero me he limitado a exponerle las consecuencias de una forma clara y comercial. No siente afecto por mí (todavía), pero le gustan el lujo, la elegancia y las diversiones y carecer de preocupaciones monetarias. Le gusta divertirse y no tener que pagar la cuenta, y lo que yo me propongo hacer es ofrecerle la diversión y encargarme de pagarla.

Hizo una pausa y ella replicó con una sonrisa glacial:

—Se equivoca en una cosa, señor Rosedale: estoy preparada para pagar lo que me divierte.

Lo dijo con intención de hacerle ver que, si sus palabras eran una alusión a sus asuntos particulares, estaba dispuesta a reconocerla y a refutarla. Pero, si él entendió el significado, no se avergonzó, sino que prosiguió en el mismo tono:

—No he querido ofenderla; perdóneme si he hablado con demasiada franqueza. Pero ¿por qué no es usted también franca conmigo? ¿Por qué insiste en esta especie de engaño? Sabe muy bien que ha pasado algún que otro apuro (malditos apuros) y, a medida que transcurren los años y la vida progresa, una joven puede encontrarse sin darse cuenta de que las oportunidades se le escapan y no volverán. No digo que esto vaya a pasarle a usted, pero ya ha conocido apuros que una joven como usted no debería conocer, y lo que yo le ofrezco es la ocasión de darles la espalda de una vez por todas.

Cuando terminó de hablar, las mejillas de Lily ardían; era imposible confundir la intención; permitir que pasara sin una réplica equivalía a una fatal confesión de debilidad, mientras que rechazarla abiertamente significaba arriesgarse a ofenderle en un momento peligroso. En sus labios temblaba la indignación, pero la sofocó una voz secreta con la advertencia de que no debía pelearse con él. Sabía demasiado de ella e, incluso en el momento en que era esencial mostrarle su mejor aspecto, no tenía escrúpulos para ocultarle lo mucho que sabía. ¿Qué uso haría, pues, de su poder si ella, con una expresión desdeñosa, destruía su único motivo de precaución? Todo su futuro podía depender de la respuesta: debía, pues, detenerse a considerarla, bajo la tensión de sus otras preocupaciones, como un fugitivo sin aliento se detiene ante una encrucijada para decidir fríamente el camino a tomar.

—Tiene toda la razón, señor Rosedale; he pasado apuros y le agradezco su intención de librarme de ellos. No siempre resulta fácil ser independiente y digno cuando se es pobre y se vive entre gente rica; he sido imprudente con los gastos y me han preocupado las facturas. Pero sería además egoísta y desagradecida si considerara esto un motivo para aceptar su ofrecimiento, sin otro móvil que el deseo de eliminar mis inquietudes. Debe usted darme un poco de tiempo… tiempo para pensar en su bondad… y en cómo corresponder a ella…

Alargó la mano con un ademán encantador que quitó toda brusquedad a la despedida. La alusión a una benevolencia futura obligó a Rosedale a obedecer y levantarse, un poco sonrojado por el imprevisto éxito y fiel a la tradición de su sangre de aceptar lo concedido sin una prisa indebida para exigir más. Esta rápida aquiescencia asustó a Lily, que presintió detrás de ella la fuerza acumulada de una paciencia capaz de doblegar la voluntad más firme. Pero al menos se habían despedido amistosamente y había abandonado la casa sin encontrarse con Selden… Selden, cuya persistente ausencia suscitaba en ella una nueva alarma. Rosedale se había quedado más de una hora; era ya demasiado tarde para esperar a Selden. Escribiría para explicar su ausencia, naturalmente; llegaría una nota suya en el último correo. Pero ella tendría que aplazar su confesión y la angustia de este retraso fue una nueva carga para su espíritu atormentado.

La carga se tornó más pesada cuando la última llamada del cartero no le llevó ninguna nota y tuvo que subir a su dormitorio y resistir otra noche de soledad, una noche tan triste e insomne como su torturada fantasía la había descrito a Gerty la madrugada anterior. No estaba acostumbrada a estar sola con sus pensamientos y enfrentarse a ellos durante tantas horas de lúcida vigilia se le antojó mucho más insoportable que el confuso sufrimiento de la víspera.

El amanecer dispersó los fantasmas y le recordó que tendría noticias de Selden antes de mediodía, pero mañana y tarde pasaron sin que escribiera ni hiciera acto de presencia. Lily se quedó en casa y almorzó y cenó con su tía, que se quejaba de palpitaciones y habló en tono glacial de temas generales. La señora Peniston se acostó temprano y ella se sentó a escribir una nota a Selden. Ya se disponía a llamar a un mensajero para que la despachara cuando su mirada se posó casualmente en un párrafo del periódico vespertino que tenía al lado: «El señor Lawrence Selden figuraba entre los pasajeros que han zarpado esta tarde rumbo a La Habana y las Antillas en el transatlántico Antillas».

Dejó el periódico, inmóvil, y miró fijamente su nota. Comprendió que no la visitaría nunca… que se había marchado porque tenía miedo de acabar acudiendo a su llamada. Se levantó, cruzó el salón y se contempló largo rato en el bien iluminado espejo que pendía sobre la repisa de la chimenea. Las arrugas de su rostro parecían surcos: se vio vieja y, cuando una muchacha se ve vieja, ¿cómo la ven los demás? Dio media vuelta y paseó sin rumbo por la habitación, ajustando los pasos con precisión mecánica a los espacios que separaban las monstruosas rosas de la alfombra Axminster de la señora Peniston. De pronto advirtió que la pluma con la que había escrito a Selden seguía apoyada en el tintero aún sin tapar. Volvió a sentarse, cogió un sobre y lo dirigió rápidamente a Rosedale. Entonces sacó una hoja de papel y estuvo unos segundos con la pluma en suspenso; había sido fácil escribir la fecha y «Estimado señor Rosedale»… pero aquí se agotó la inspiración. Su propósito era decirle que fuera a verla, pero las palabras se negaban a tomar forma. Por último empezó: «He estado pensando…» y en seguida volvió a dejar la pluma, apoyó los codos sobre la mesa y ocultó el rostro entre las manos.

 

Un súbito campanillazo la sobresaltó. No era tarde —apenas las diez— y aún podía llegar una nota de Selden o un mensaje… ¡O ser él mismo quien estuviera detrás de la puerta! El anuncio de su viaje podía ser un error —podía ser otro Lawrence Selden el que había embarcado rumbo a La Habana—; todas estas posibilidades tuvieron tiempo de pasarle por la cabeza como relámpagos y cimentar la convicción de que al final le vería o tendría noticias de él, antes de que la puerta del salón se abriera para dar paso a un criado con un telegrama.

Lily rasgó el borde con manos trémulas y leyó el nombre de Bertha Dorset al pie del mensaje: «Zarpamos inesperadamente mañana. ¿Quieres acompañarnos a un crucero por el Mediterráneo?».

****

LIBRO SEGUNDO

Capítulo I

Mientras subía la escalinata del Casino Selden pensó que Montecarlo tenía, más que cualquier otro lugar conocido, el don de acomodarse al humor de cada persona.

El suyo, en aquel momento, le atribuía una acogida festiva y espontánea que, para unos ojos desencantados, bien podría haberse erigido en falso colorido e indiferencia. Una invitación tan sincera —un reconocimiento tan franco de la vena alegre de la naturaleza humana— fue como un bálsamo para un espíritu cansado por un trabajo prolongado y arduo, en un entorno idóneo para la disciplina de los sentidos. Mientras contemplaba la blanca plaza en su marco arquitectónico de exótica coquetería, el estudiado carácter tropical de los jardines y los grupos que paseaban en primer término frente a las montañas color malva, parecidas a un magnífico escenario olvidado durante un rápido cambio de decoración, mientras captaba todo el efecto panorámico de luz y sosiego, sintió una punzada de repulsión por los últimos meses de su vida.

El invierno neoyorquino había ofrecido una interminable perspectiva de días invadidos por la nieve antes de llegar a una primavera de sol tibio y furiosos vendavales en que la fealdad de las cosas ofendía a la vista como irritaban la piel los vientos cargados de arenisca y polvo. Selden, inmerso en su trabajo, se decía a sí mismo que las condiciones externas no significaban nada para un hombre en su estado, y que el frío y la fealdad eran un buen tónico para la sensibilidad embotada. Cuando un caso urgente le reclamó desde el extranjero para consultar con un cliente en París, interrumpió de mala gana la rutina del bufete y hasta ahora, una vez terminado el trabajo profesional, mientras disfrutaba de una semana de descanso en el sur, no empezó a sentir de nuevo los alicientes de ser un espectador, que es el consuelo de quienes se interesan por la vida de un modo objetivo.

¡Las múltiples seducciones, la perpetua sorpresa de los contrastes y las semejanzas! Todos los trucos y giros del espectáculo le cautivaron de improviso según bajaba la escalinata y se detenía en la acera. Hacía siete años que no viajaba al extranjero, ¡y cuán numerosos eran los cambios producidos por este nuevo contacto! Aunque la esencia de su ser fuera inamovible, muy pocas partículas de superficie seguían siendo las mismas y este preciso lugar era el más indicado para completar la renovación. Lo sublime, lo perpetuo podría haberle dejado intacto, pero esta tienda levantada para el goce de un día representaba un techo de olvido entre él y su firmamento fijo.

Mediaba el mes de abril y se presentía que el ambiente festivo había alcanzado su punto culminante, y que los grupos ociosos de la plaza y los jardines no tardarían en dispersarse para reunirse en otros escenarios. Mientras tanto, los últimos momentos del espectáculo parecían adquirir una brillantez inusitada ante la inminente amenaza del telón. La calidad del aire, la exuberancia de las flores, la intensidad azulada del cielo y el mar producían el efecto de un tableau final, cuando todas las luces se apagan al unísono. Reforzaba esta impresión el hecho de que un numeroso grupo de personas avanzara hacia el centro del decorado y se detuviera frente a Selden en la actitud de los actores principales reunidos por las exigencias del efecto final. Su aparición confirmó la sensación de que el espectáculo había sido escenificado sin tener en cuenta los gastos e incrementó el parecido con una de aquellas obras históricas en que los protagonistas desfilan entre las pasiones sin rozar un cortinaje. Las damas observaban actitudes aisladas previstas para realzar sus efectos y los hombres las rodeaban con la misma falta de relevancia que los héroes teatrales cuyos sastres son mencionados en el programa. Fue Selden quien de modo involuntario fusionó el grupo al llamar la atención de uno de sus miembros.

—¡Pero si es el señor Selden! —exclamó, sorprendida, la señora Fisher, que añadió, señalando con un ademán a la señora de Jack Stepney y a la esposa de Wellington Bry—: Estamos muertas de hambre porque no sabemos dónde almorzar.

Acogido por el grupo y hecho partícipe de sus problemas, Selden se enteró, divertido, de que había varios lugares donde uno debía almorzar si no quería perderse algo, o viceversa, de modo que el tema gastronómico era una consideración menor en el preciso lugar consagrado a sus ritos.

—Ya sabemos que La Terrasse es donde se come mejor, pero entonces parece que no se tiene otro motivo para estar allí: los americanos que no conocen a nadie van siempre directos a la mejor cocina. Y últimamente la duquesa de Beltshire patrocina al Bécassin —resumió la señora Bry con acento grave.

Para desesperación de la señora Fisher, la señora Bry no había pasado de la fase de sopesar sus alternativas sociales en público. Le resultaba imposible adquirir el aire de hacer las cosas porque le gustaban, y de infundirles con su elección una calidad superlativa.

El señor Bry, un hombre bajo y pálido, con expresión de hombre de negocios en traje deportivo, saludó el dilema con hilaridad.

—Supongo que la duquesa va al sitio más barato, a menos que le paguen la comida. Si le ofrecierais una invitación a La Terrasse, se presentaría sin pérdida de tiempo.

Pero la esposa de Jack Stepney intervino.

—Los grandes duques van a ese lugar pequeño del Condamine. Lord Hubert dice que es el único restaurante europeo donde saben cocer los guisantes.

Lord Hubert Dacey, un hombre esbelto, de aspecto descuidado, sonrisa fija pero encantadora, y aire de haber pasado sus mejores años guiando a los ricos al mejor restaurante, asintió con suave énfasis:

—En efecto, así es.

—¿Guisantes? —repitió con desdén el señor Bry—. ¿Saben guisar tortugas marinas? ¡Esto es una prueba —continuó— de lo que son estos mercados europeos, donde un individuo puede hacerse famoso cociendo guisantes!

Jack Stepney interrumpió con autoridad:

—No estoy del todo de acuerdo con Dacey: hay un pequeño antro en París, junto al Quai Voltaire… En cualquier caso, no puedo recomendar el gargote del Condamine; al menos, no en compañía de damas.

Desde su boda, Stepney había engordado y se había vuelto mojigato, como solían hacer los maridos Van Osburgh; en cambio su esposa, ante su sorpresa y desagrado, había adquirido un paso rápido y trepidante que le obligaba a seguirla casi sin aliento.

—¡Entonces iremos a éste! —declaró esta última, sacudiendo con fuerza sus cabellos—. Estoy harta de La Terrasse; es tan aburrido como las cenas de mamá. Y lord Hubert ha prometido decirnos quiénes son todas las horribles personas que comen allí, ¿verdad, Carry? ¡Vamos, Jack, no pongas esa cara tan solemne!

—Bueno —observó la señora Bry—, a mí sólo me interesan los nombres de sus modistos.

—No me cabe duda de que Dacey también podrá decírselos —observó Stepney con una intención irónica que el otro recibió con un susurro: «Por lo menos, puedo averiguarlo, mi querido muchacho»; y, como la señora Bry declaró que no podía dar un paso más, el grupo llamó a dos o tres de los ligeros faetones que esperaban atentos en los límites de los jardines y el cortejo se dirigió al Condamine.

Su destino era uno de los pequeños restaurantes colgados sobre el bulevar que se precipita en picado desde Montecarlo al barrio intermedio que discurre paralelo al muelle. Al través de la ventanilla del carruaje donde se instalaron podían ver el azul intenso de la curva del puerto, enmarcado por el verdor de dos promontorios gemelos: a la derecha, la colina de Mónaco, coronada por la silueta medieval de su iglesia y su castillo, y a la izquierda los pináculos y terrazas del casino. Entre los dos, las aguas de la bahía eran surcadas por ligeras embarcaciones de recreo a través de las cuales, justo en el momento culminante del almuerzo, el avance majestuoso de un gran yate de vapor llamó la atención del grupo, desviándola de los guisantes.

—¡Juraría que son los Dorset! —exclamó Stepney y lord Hubert, dejando caer su monóculo, corroboró:

—En efecto, es el Sabrina.

—¿Tan pronto? Querían pasar un mes en Sicilia —observó la señora Fisher.

—Me parece que deben tener la impresión de haberlo pasado; sólo hay un hotel moderno en toda la isla —comentó el señor Bry en tono despreciativo.

—Fue idea de Ned Silverton… pero el pobre Dorset y Lily Bart se habrán muerto de aburrimiento —añadió la señora Fisher, dirigiéndose a Selden en voz baja—: Espero que no haya habido ninguna pelea.

—Es magnífico tener de nuevo entre nosotros a la señorita Bart —dijo lord Hubert con su voz meliflua y afectada, y la señora Bry añadió ingenuamente:

—Supongo que la duquesa cenará con nosotros, ahora que Lily ha vuelto.

—La duquesa siente una inmensa admiración por ella; estoy seguro de que lo hará encantada —asintió lord Hubert con la rapidez profesional del hombre acostumbrado a facilitar contactos sociales con fines lucrativos; el cambio operado en su actitud llamó la atención de Selden.

—Lily ha tenido un éxito sensacional aquí —continuó la señora Fisher, dirigiéndose a Selden en tono confidencial—. Parece diez años más joven; nunca la había visto tan guapa. Lady Skiddaw la paseó por Cannes y la princesa heredera de Macedonia la invitó a pasar una semana en Cimiez. Dicen que tal fue el motivo de que Bertha se llevase el yate a Sicilia; la princesa heredera no le hacía mucho caso y le resultaba insoportable contemplar el triunfo de Lily.

Selden no contestó. Tenía una vaga idea de que la señorita Bart se encontraba de crucero por el Mediterráneo con los Dorset, pero no se le había ocurrido la posibilidad de verla en la Riviera, donde la temporada tocaba virtualmente a su fin. Se recostó y contempló en silencio la filigrana de su taza de café turco, intentando ordenar sus pensamientos y analizar hasta qué punto le afectaba la noticia de la proximidad de Lily. Incluso en momentos de elevada tensión emocional, era capaz de aislarse de sí mismo lo suficiente para obtener una idea clara de sus sentimientos y le sorprendió el trastorno que le produjo la vista del Sabrina. Pensaba que tres meses de absorbente trabajo profesional, después del duro golpe que representó la desilusión sufrida, habían bastado para disipar de su cabeza todos los vapores sentimentales. Su sentimiento predominante —el que había procurado cultivar— era de gratitud por haber escapado, como un viajero tan contento de haberse salvado de un accidente peligroso que al principio apenas se percata de sus magulladuras. Ahora sintió de improviso el dolor latente, y comprendió que no había salido indemne del lance.

Una hora después, paseando con la señora Fisher por los jardines del Casino, intentó hallar nuevas razones para olvidar el daño recibido en la contemplación del peligro que había logrado evitar. El grupo se había disuelto con la lenta indecisión característica de los movimientos sociales en Montecarlo, donde todo, incluyendo las largas horas doradas del día, parece ofrecer un sinfín de maneras para practicar el ocio. Lord Hubert Dacey acabó yendo en busca de la duquesa de Beltshire, encargado por la señora Bry de la delicada negociación de conseguir la presencia de dicha dama en la cena, los Stepney se habían marchado a Niza en su automóvil y el señor Bry se había apresurado a acudir al concurso de tiro de pichón, al que en aquellos momentos estaba dedicando sus mejores facultades.

 

La señora Bry, propensa al rubor y los estertores después del almuerzo, había sido convencida juiciosamente por Carry Fisher de que se retirase al hotel a descansar una hora, de ahí que Selden y su compañera quedaran solos en un paseo propicio a las confidencias. El paseo se convirtió pronto en una tranquila sesión en un banco sombreado por rosales y rododendros, desde el que vislumbraban un refulgente mar azul entre balaustradas de mármol y los tallos de encendidas flores de cactus que surgían de la roca como meteoros. La suave sombra del nicho y el centelleo del aire inspiraban un estado de ánimo descansado y ocioso que invitaba a fumar muchos cigarrillos, y Selden, cediendo a estas influencias, permitió a la señora Fisher que le relatara la historia de sus experiencias más recientes. Se había marchado al extranjero con Welly Bry y esposa en el momento en que la alta sociedad huye de la inclemencia de la primavera neoyorquina. Los Bry, embriagados por su primer éxito, ya estaban ávidos de nuevos reinos y la señora Fisher, considerando la Costa Azul una fácil introducción a la sociedad londinense, les había guiado hasta allí. Tenía afiliaciones en todas las capitales y una gran facilidad para reanudar el contacto después de largas ausencias, y el rumor cuidadosamente difundido de la riqueza de los Bry había reunido sin tardanza a su alrededor a un cosmopolita grupo de ociosos con ganas de placeres.

—Pero las cosas no van tan bien como esperaba —admitió con franqueza la señora Fisher—. Es fácil decir que todas las personas ricas pueden introducirse en sociedad, pero sería más cierto decir casi todas. El mercado londinense está tan saturado de nuevos ricos americanos que para triunfar en él habría que ser muy inteligente o muy extravagante, y los Bry no son ni una cosa ni otra. Él se desenvolvería bastante bien si ella le dejara en paz; su acento, sus fanfarronadas y sus planchas caen bastante en gracia. Pero Louisa lo estropea todo intentando frenarle y arrebatarle el protagonismo. Si supiera ser natural (gorda, vulgar y estridente), todo iría bien; pero, en cuanto conoce a alguien elegante, trata de ser esbelta y majestuosa. Lo intentó con la duquesa de Beltshire y con lady Skiddaw, y las ahuyentó. He hecho lo imposible para viera su error, le he dicho una y otra vez: «Procura ser tú misma, Louisa, pero no renuncia a su comedia ni siquiera conmigo… Creo que no abandona el papel de reina ni en su propio dormitorio, con la puerta cerrada.

»Lo peor —prosiguió— es que se imagina que todo es culpa mía. Cuando los Dorset aparecieron aquí hace seis semanas y todo el mundo empezó a rodear a Lily Bart, me di cuenta de que Louisa pensaba que, si se hubiera dejado conducir por Lily en vez de por mí, ya tendría a sus pies a todos los miembros de la realeza. No comprende que es la belleza de Lily la causa de todo: lord Hubert me ha dicho que está aún más bella que cuando la conoció en Aix hace diez años. Al parecer, entonces armó un auténtico revuelo: hubo un príncipe italiano, rico y con un título de verdad, que quiso casarse con ella, pero justo en el momento crítico apareció un hijastro guapo y Lily fue lo bastante necia para coquetear con él mientras se redactaba el contrato matrimonial para la boda con el padrastro. No faltó quien dijo que el muchacho lo hizo a propósito. Puede imaginarse el escándalo: los dos hombres se enemistaron y la gente empezó a mirar a Lily de un modo tan raro, que la señora Peniston tuvo que hacer el equipaje y terminar su cura en otro lugar, aunque nunca comprendió por qué y sigue pensando que Aix no le sentó bien y sigue diciendo que su estancia es la prueba de la incompetencia de los médicos franceses. Esto es típico de Lily: trabaja como una esclava para preparar el terreno y sembrar la semilla, y el día en que tendría que recoger la cosecha se duerme o va a merendar al campo.

La señora Fisher hizo una pausa y miró pensativamente la profunda reverberación del mar entre las flores de cactus.

—A veces pienso —añadió— que es sólo veleidad… pero otras sospecho que en el fondo siente desprecio por el objeto de sus aspiraciones. Es la dificultad en decidirse lo que la hace tan interesante. —Dirigió una mirada inquisitiva al perfil inmóvil de Selden y continuó con un leve suspiro—: En fin, lo único que puedo decir es que no me vendrían mal algunas de sus oportunidades despreciadas. Ahora, por ejemplo, me gustaría estar en su lugar. Ella podría sacar mucho provecho de los Bry, si los manejara como es debido, y yo sabría cómo cuidar de George Dorset mientras Bertha lee a Verlaine con Neddy Silverton.

Acogió el murmullo de protesta de Selden con una mirada burlona.

—¿De qué sirve andarse con rodeos? Todos sabemos que ésa es la razón de que Bertha la haya traído hasta aquí. Cuando Bertha quiere divertirse, necesita buscar una ocupación para George. Al principio pensé que Lily iba a jugar bien sus cartas esta vez, pero corren rumores de que Bertha está celosa de su éxito aquí y en Cannes y no me sorprendería que acabaran peleándose. Por suerte para Lily, Bertha la necesita mucho: mejor dicho, muchísimo. El asunto con Silverton está en su apogeo; hay que tener distraído a George de forma casi continua y me atrevería a decir que Lily lo consigue; creo que él se casaría con ella mañana mismo si descubriera a Bertha con las manos en la masa. Pero ya le conoce usted: es tan ciego como celoso y, naturalmente, la misión actual de Lily es fomentar su ceguera. Una mujer inteligente sabría cuándo es el momento ideal para arrancar la venda, pero Lily no es inteligente en este sentido y, cuando George abra los ojos, es probable que ella se las ingenie para no estar en su punto de mira.

Selden tiró el cigarrillo.

—¡Vaya! Tengo el tiempo justo para tomar el tren —exclamó, con una ojeada a su reloj y añadió en respuesta al sorprendido comentario de la señora Fisher: «¡Cómo, creía que estaba en Monte!», unas palabras al efecto de que se hospedaba en Niza.

—Y lo peor es que ahora desaíra a los Bry —fue la irrelevante coletilla que Selden oyó al alejarse.

Diez minutos después, en el dormitorio de un hotel que dominaba el Casino, echaba toda su ropa y demás pertenencias a un par de maletas grandes mientras el portero esperaba fuera para transportarlas al coche parado delante de la puerta. Sólo tuvo que bajar un corto tramo de la blanca y empinada carretera para llegar a la estación y subir sin ser visto al expreso vespertino de Niza; y hasta que se hubo instalado en un rincón de un compartimiento vacío no exclamó para sus adentros, con una reacción llena de desprecio por sí mismo: «¿De qué diablos estoy huyendo?».

La pertinencia de la pregunta frenó su impulso fugitivo antes de que el tren se pusiera en marcha. Era ridículo huir como un cobarde emocional de un capricho que ya había sido vencido por la razón. Había dado instrucciones a sus banqueros de que le remitieran a Niza varias importantes cartas de negocios y en Niza las esperaría tranquilamente. Ya estaba arrepentido de haberse ido de Montecarlo, donde pensaba pasar la semana que le quedaba antes de zarpar, pero ahora sería difícil volver sobre sus pasos sin caer en una incongruencia que repugnaba a su orgullo. En el fondo no lamentaba haber eliminado la posibilidad de encontrarse con la señorita Bart. Por muy firme que fuera su decisión de renunciar a ella, aún no era capaz de considerarla una simple conocida y, si la contemplaba de un modo más personal, no era probable que resultase un objeto de estudio muy tranquilizador. Encuentros casuales o incluso la reiterada mención de su nombre conducirían sus pensamientos a recovecos de los que había procurado apartarlos; en cambio, si podía excluirla enteramente de su vida, el ímpetu de nuevas y variadas impresiones, sin relación alguna con ella, vendría a completar el trabajo hecho por la separación. En realidad, el monólogo de la señora Fisher había servido para este fin, pero el tratamiento era demasiado doloroso para elegirlo voluntariamente mientras existieran remedios más suaves aún no experimentados, y Selden pensó que podía confiar en recuperar poco a poco una opinión razonable de la señorita Bart si conseguía estar un tiempo sin verla.