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100 Clásicos de la Literatura

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El reloj de esfera rosada tocó otra hora y Gerty se puso en pie con un sobresalto. Por la mañana tenía una cita a hora muy temprana con una visitante de distrito en un lugar del East Side. Apagó la lámpara, cubrió el fuego y fue a desnudarse al dormitorio. Vio reflejado su rostro en el pequeño espejo del tocador, rodeado de las sombras de la habitación, y las lágrimas emborronaron la imagen. ¿Qué derecho tenía a acariciar hermosos sueños? Una cara vulgar invitaba a un destino vulgar. Lloró en silencio mientras se desnudaba y ordenaba las prendas con su precisión habitual, a fin de tenerlo todo preparado para el día siguiente; entonces reanudaría la vida normal como si no hubiera habido ninguna interrupción en su rutina. La sirvienta no llegaba hasta las ocho, por lo que se preparó personalmente la bandeja del té y la dejó junto a la cama. Después cerró con llave la puerta del apartamento, apagó la luz y se acostó. Pero no podía conciliar el sueño, comprendiendo que odiaba a Lily Bart. Esta certeza surgió de la oscuridad como un pecado informe con el que tendría que luchar cuerpo a cuerpo. Razón, sentido común, renunciación: todas las sensatas fuerzas diurnas fueron vencidas en la dura lucha por la propia supervivencia. Quería la felicidad, la quería con la misma fiereza que Lily, pero sin el poder de Lily para conquistarla. Y, consciente de su impotencia, trémula e inmóvil, continuó odiando a su amiga…

La campanilla de la puerta la hizo saltar de la cama. Encendió una vela y se paró a escuchar, asustada. El corazón le latió sin freno unos segundos, hasta que el sentido de la realidad la serenó y recordó que tales llamadas no eran infrecuentes en su trabajo caritativo. Se puso la bata, corrió a abrir la puerta y se encontró con la radiante visión de Lily Bart.

El primer movimiento de Gerty fue de aversión; retrocedió como si la presencia de Lily iluminara su pesadumbre con demasiada fuerza. Entonces oyó gritar su nombre, entrevió el semblante de su amiga y se dejó abrazar fuertemente por ella.

—¡Lily! ¿Qué ocurre? —exclamó.

La señorita Bart la soltó, casi sin aliento, como un prófugo que encuentra asilo después de una prolongada huida.

—Tenía tanto frío… No podía ir a casa. ¿Está encendida la chimenea?

Los instintos compasivos de Gerty reaccionaron a la urgente llamada de la costumbre y eliminaron todos sus recelos. Lily era simplemente una persona que necesitaba ayuda: no había tiempo de preguntar la razón ni de hacer conjeturas; la piedad disciplinada ahogó un interrogante en los labios de Gerty, que condujo en silencio a su amiga al saloncito y la hizo sentar junto a la chimenea apagada.

—Hay algunas astillas aquí; haré fuego en un minuto.

Se arrodilló y la llama saltó en seguida bajo sus rápidas manos, produciendo extraños destellos a través de las lágrimas que aún temblaban en sus ojos e iluminando el blanco y desencajado rostro de Lily. Las dos se miraron en silencio y Lily repitió:

—No podía ir a casa.

—No… no… ¡Has venido aquí, querida! Tienes frío y estás cansada… No te muevas mientras hago un poco de té.

Gerty había adoptado sin darse cuenta el tono consolador de su profesión: todos los sentimientos personales se fundieron en este sentido de ministerio; la experiencia le había enseñado que antes de examinar la herida hay que restañar la sangre.

Lily permaneció inmóvil, inclinada sobre el fuego; el tintineo de las tazas a su espalda la consolaba como los ruidos familiares calman al niño asustado del silencio. Pero, cuando Gerty volvió con el té, lo rechazó y miró con ojos ausentes la conocida habitación.

—He venido porque no podía soportar la soledad —explicó.

Gerty dejó la taza sobre la mesa y se arrodilló junto a ella.

—¡Lily! Ha ocurrido algo… ¿Puedes contármelo?

—No podía quedarme en vela en mi dormitorio hasta la mañana. Detesto mi habitación en casa de tía Julia… así que vine aquí…

Se estremeció de improviso, saliendo de su apatía, y abrazó a Gerty en un nuevo arrebato de temor.

—Oh, Gerty, las Furias… Ya conoces el ruido de sus alas, lo has oído, ¿verdad?, de noche, en la penumbra… No, no lo has oído, la oscuridad no tiene por qué asustarte…

Estas palabras, después de las últimas horas de Gerty, arrancaron a ésta un débil murmullo de sarcasmo, pero Lily, inmersa en su propia desgracia, era sorda a todo.

—¿Dejarás que me quede? Cuando amanezca ya no me importará… ¿Es tarde? ¿Falta poco para que se acabe la noche? Debe ser horrible no poder dormir… Todo se detiene ante tu cama y te mira fijamente…

—¡Lily, mírame! Ha sucedido algo… ¿un accidente, tal vez? Estás asustada… ¿Qué es lo que te ha asustado? Dímelo, si te es posible, sólo unas palabras… para que pueda ayudarte.

Lily negó con la cabeza.

—No estoy asustada; ésta no es la palabra. ¿Te imaginas mirándote al espejo una mañana y viendo una desfiguración… un cambio espantoso que se ha producido mientras dormías? Pues bien, yo me veo así: no soporto verme reflejada en mis propios pensamientos… Ya sabes que odio la fealdad, siempre me he apartado de ella… Pero no puedo explicártelo… No lo comprenderías. —Levantó la cabeza y posó la mirada en el reloj—. ¡Qué larga es la noche! Y no sé si podré dormir mañana. Alguien me dijo que mi padre solía pasar la noche en vela, pensando cosas horribles. Y él no era malo, sólo poco afortunado, pero ¡ahora comprendo cuánto debía sufrir, a solas con sus pensamientos! En cambio, yo soy mala, una mujerzuela, todos mis pensamientos son malos y siempre he estado rodeada de personas malas. ¿Sirve esto de excusa? Pensé que podía dirigir mi propia vida… Era orgullosa… ¡orgullosa! Pero ahora estoy a su mismo nivel…

Los sollozos la sacudieron y se abandonó a ellos como un árbol a una tormenta de viento.

Gerty volvió a arrodillarse su lado y esperó, con la paciencia nacida de una larga práctica, a que este arranque de desesperación le soltara la lengua. Al principio se había imaginado una especie de conmoción física, algún peligro de las calles atestadas, ya que suponía que Lily se dirigía a su casa desde la de Carry Fisher, pero ahora comprendía que eran otros los centros nerviosos lastimados y tenía la cabeza confusa de tanto hacer conjeturas.

Lily dejó de sollozar y levantó la cabeza.

—En tus barrios bajos hay chicas malas. Dime… ¿se sobreponen alguna vez? ¿Olvidan algún día y vuelven a sentir como antes?

—¡Lily! No debes hablar de este modo… Estás desvariando.

—¿No van siempre de mal en peor? No se puede volver atrás… Tu antiguo yo te rechaza, te excluye. —Se puso en pie y estiró los brazos como si no pudiera más de cansancio—. ¡Ve a la cama, querida! Trabajas mucho y te levantas temprano. Me quedaré aquí, junto al fuego; tú deja la vela encendida y la puerta abierta. Sólo quiero saber que estás cerca de mí.

Puso las manos sobre los hombros de Gerty con una sonrisa que parecía un amanecer sobre un mar salpicado de restos de un naufragio.

—No puedo dejarte, Lily. Ven y acuéstate en mi cama. Tus manos están heladas… Tienes que desnudarte y entrar en calor. —Se interrumpió, alarmada de repente—. Pero… ¿y la señora Peniston? ¡Es más de medianoche! ¿Qué pensará?

—Siempre se acuesta. Tengo una llave. Da lo mismo… No puedo volver allí.

—No es necesario; te quedarás conmigo. Pero tienes que decirme dónde has, estado. Escucha, Lily, ¡te hará bien hablar! —Le cogió de nuevo las manos y las apretó contra su pecho—. Trata de contármelo: te despejará la cabeza. Escucha: has cenado en casa de Carry Fisher. —Gerty hizo una pausa y añadió en un arranque de heroísmo—: Lawrence Selden salió de aquí para ir allí a buscarte.

Al oír esto, la angustia muda del rostro de Lily se transformó en el dolor candoroso de un niño. Sus labios temblaron y los ojos se le llenaron de lágrimas.

—¿Ha ido a buscarme? ¡Nos hemos cruzado! Oh, Gerty, intentaba ayudarme. ¡Me lo dijo, me lo advirtió hace mucho tiempo, presintió que llegaría a odiarme a mí misma!

Con un sobresalto en el corazón, Gerty vio que aquel nombre había tocado los resortes de la autocompasión que embargaba el alma de su amiga, quien, lágrima tras lágrima, dio rienda suelta a su dolor. Se había recostado de lado en el gran sillón del saloncito, con la cabeza reclinada donde hacía poco Selden había apoyado la mano, en un abandono en cuya belleza los vulnerados sentidos de Gerty pudieron ver la inevitabilidad de la propia derrota. ¡Ah, Lily no necesitaba proponérselo para robarle un sueño! Mirar su belleza doliente equivalía a ver en ella una fuerza natural, a reconocer que el poder y el amor pertenecen a las personas como Lily, del mismo modo que la renunciación y el servicio son el sino de aquellas a quienes despojan. Pero, si el enamoramiento de Selden parecía una necesidad fatal, el efecto producido por su nombre asestó el golpe definitivo a la lealtad de Gerty. Los hombres pasan por tales amores sobrehumanos y sobreviven a ellos; son la prueba que somete al corazón a las alegrías humanas. ¡Con qué ardor se habría entregado Gerty al ejercicio de su caritativo ministerio! ¡Qué grato habría sido para ella devolver al afligido la tolerancia de la vida! Pero la confesión de Lily le arrebató esta última esperanza. La doncella mortal de la orilla es impotente frente a la sirena que ama a su presa: semejantes víctimas son arrojadas a la playa muertas después de su aventura.

Lily se levantó de un salto y la agarró con fuerza.

—Gerty, tú le conoces… le comprendes… Dime: si acudiera a él, si se lo contara todo… si le dijera: «Soy mala en todos los aspectos, necesito admiración, necesito emociones, necesito dinero…», sí, ¡dinero! Ésta es mi vergüenza, Gerty… y se sabe, se dice de mí… es lo que los hombres piensan de mí… Si le dijera todo esto… si le contara toda la historia… si dijera claramente: «He caído más bajo que nadie, porque he aceptado lo que aceptan las peores y no he pagado lo que ellas pagan»… ¡Oh, Gerty, tú le conoces, tú puedes hablar por él! Si se lo contara todo, ¿me despreciaría o se apiadaría de mí, me comprendería y me salvaría de odiarme a mí misma?

 

Gerty, fría y pasiva, sabía que había sonado la hora de la prueba y su pobre corazón palpitaba desbocado contra su destino. Como fluye un río oscuro bajo la luz de un relámpago, así vio pasar su ocasión de felicidad bajo el destello de la tentación. ¿Qué le impedía decir: «Es como los demás hombres»? ¡Después de todo, no estaba tan segura de él! Pero decirlo habría equivalido a blasfemar de su amor. No podía verle bajo otra luz que la más noble: debía atribuirle la misma altura que a su propia pasión.

—Sí: le conozco; te ayudará —dijo, y al instante la pasión de Lily se derramó en lágrimas contra su pecho.

Sólo había una cama en el pequeño apartamento y las dos se acostaron en ella cuando Gerty hubo desabrochado el vestido de Lily y conseguido que bebiera un poco de té caliente. Una vez apagada la luz, en silencio en la oscuridad, Gerty se arrimó al borde de la estrecha cama para evitar el contacto con su amiga. Sabiendo que a ésta le disgustaban las caricias, había aprendido hacía tiempo a frenar sus efusivos impulsos. Sin embargo, esta noche todas las fibras de su cuerpo rehuían la proximidad: era una tortura escuchar su respiración y sentir cómo la sábana se movía al mismo ritmo. Cuando Lily dio media vuelta, a punto de sumirse en un sueño reparador, un mechón de cabellos rozó con su fragancia la mejilla de Gerty. Todo en ella era cálido, suave y perfumado; incluso las manchas de su aflicción la favorecían como las gotas de lluvia a una rosa inclinada bajo su embate. Pero mientras Gerty yacía con los brazos junto al cuerpo, en la inerte posición de una efigie, oyó el rumor de los sollozos de la forma cálida y viva que estaba acostada a su lado; en seguida la mano de Lily buscó a tientas la de su amiga y la apretó con fuerza.

—Abrázame, Gerty, abrázame, o pensaré en cosas —gimió y Gerty deslizó en silencio un brazo por debajo de su cuello y dejó que la cabeza se apoyara en él como una madre hace un nido para su hijo asustado. En el cálido hueco, Lily dejó de moverse y su respiración se volvió tranquila y regular. Aún retenía la mano de Gerty en la suya, como para ahuyentar cualquier pesadilla, pero los dedos se relajaron, la cabeza se hundió más en su refugio y Gerty notó que se había dormido.

Capítulo XV

Cuando Lily se despertó, estaba sola en la cama y la luz invernal llenaba la habitación.

Se incorporó, perpleja ante la extrañeza de su entorno; después recobró la memoria y miró a su alrededor con un estremecimiento. Bajo el frío rayo de luz refractada por la pared lateral del edificio contiguo, vio su vestido de noche y su capa de la ópera en un desordenado montón encima de una silla. Las galas arrugadas ofrecen un aspecto tan poco apetitoso como los restos de un banquete, y a Lily se le ocurrió pensar que en casa de su tía la vigilancia de la doncella le había ahorrado siempre la visión de cosas tan incongruentes. El cuerpo le dolía de cansancio por la incómoda posición en la cama de Gerty. En toda la duración de su inquieto sueño había sido consciente de no tener espacio suficiente para moverse, y el largo esfuerzo para permanecer inmóvil le daba la sensación de haber pasado la noche en un tren.

Este sentido de incomodidad física fue el primero en afirmarse; después, percibió una correspondiente postración mental, una languidez horrorizada más insufrible que la primera oleada de repugnancia. La idea de tener que despertarse todas las mañanas con este peso en el corazón infundió cierta actividad a su pensamiento fatigado. Debía encontrar algún modo de salir del pantano en que había caído; más que la compunción, fue el temor a sus ideas matutinas lo que la convenció de la necesidad de actuar. Sin embargo, estaba rendida de cansancio; pensar con coherencia suponía un arduo trabajo. Volvió a echarse, mirando el diminuto dormitorio con renovada aversión física. El aire exterior, comprimido entre edificios altos, no dejaba entrar frescor por la ventana abierta; el vapor de una tetera empezaba a silbar sobre un gastado fogón de espiral y por la rendija de la puerta olía a comida.

La puerta se abrió y Gerty, vestida y con sombrero, entró con una taza de té. Su rostro se veía amarillento e hinchado a la exigua luz y su cabello de color apagado se difuminaba imperceptiblemente entre los tonos de la tez.

Miró de soslayo a Lily y le preguntó con voz turbada cómo se sentía; Lily contestó con la misma reserva y se sentó para tomar el té.

—Debía de estar muy fatigada anoche; creo que tuve un ataque de nervios en el coche —explicó, mientras la bebida despejaba sus pensamientos confusos.

—No estabas bien; me alegro mucho de que vinieras —respondió Gerty.

—Pero ¿cómo iré a casa? ¿Y tía Julia…?

—Lo sabe; he telefoneado temprano y tu doncella te ha traído algunas cosas. Pero ¿no quieres comer algo? He hecho huevos revueltos.

Lily no podía comer, pero el té le dio fuerzas para levantarse y vestirse bajo la inquisitiva mirada de su doncella. Fue un alivio que Gerty tuviera que marcharse a toda prisa; se besaron en silencio, pero sin trazas de la emoción de la víspera.

Encontró a la señora Peniston en un estado de gran agitación. Había enviado a buscar a Grace Stepney y tomaba digital. Lily arrostró el temporal de preguntas lo mejor que pudo, explicando que había sufrido un desmayo al volver de casa de Carry Fisher y, por temor de que le faltaran fuerzas para llegar a casa de su tía, había ido a la de la señorita Farish, pero que tras una noche de descanso se sentía restablecida y no necesitaba al médico.

Esto fue un consuelo para la señora Peniston, que así pudo dedicarse por entero a sus propios síntomas, después de aconsejar a su sobrina que fuera a echarse un rato, su panacea para todos los trastornos tanto físicos como morales. En la soledad de su habitación, Lily afrontó una seria contemplación de los hechos. Su opinión de ellos, a la luz del día, difería necesariamente de la confusa visión de la noche. Las Furias aladas eran ahora chismosas inoportunas que se visitaban a la hora del té. Pero sus temores parecían aún más temibles, despojados de su vaguedad y, además, era preciso actuar, no divagar. Por primera vez se obligó a sí misma a calcular la cantidad exacta de su deuda con Trenor y el resultado de tan odioso cómputo fue el descubrimiento de que, en total, había recibido de él nueve mil dólares. El fútil pretexto aducido para darlos y recibirlos se desintegró en una llamarada de vergüenza: sabía que no era suyo ni un solo centavo de aquella cantidad, y que para recuperar el amor propio tenía que devolverla íntegra. La imposibilidad de aliviar así sus escandalizados sentimientos se tradujo en una paralizante sensación de insignificancia. Empezaba a comprender por primera vez que la dignidad de una mujer puede costar más de mantener que la altivez de su porte, y el hecho de que la conservación de un atributo moral dependiera de dólares y centavos daba al mundo un aspecto más sórdido del que jamás le hubiera atribuido.

Después de almorzar, cuando los ojos penetrantes de Grace Stepney ya no estaban para espiarla, Lily expresó el deseo de hablar con su tía. Las dos mujeres subieron al saloncito, donde la señora Peniston tomó asiento en su poltrona de satén negro adornada con botones amarillos, junto a una mesita con reborde sobre la que había una caja de bronce con una miniatura de Beatrice Cenci grabada en la tapa. Lily sentía hacia estos objetos la misma aversión que la del reo por el mobiliario de la sala del tribunal. Era aquí donde su tía recibía sus raras confidencias, y Lily asociaba los risueños ojos rosados de Beatrice, que iba tocada con un turbante, con la desaparición gradual de la sonrisa en los labios de la señora Peniston. El terror que las escenas inspiraban a esta última le otorgaba una inexorabilidad que la mayor firmeza de carácter habría sido incapaz de alcanzar, ya que era independiente de toda consideración del bien o del mal, y Lily, que lo sabía, casi nunca se arriesgaba a provocarla. Jamás se había sentido menos tentada de hacerlo que en la ocasión presente, pero había buscado otro medio de evitar una situación intolerable y había sido en vano.

La señora Peniston la miró con expresión crítica.

—Tienes mal color, Lily; este incesante ir y venir empieza a dejar huellas en tu cara —observó.

La señorita Bart vio la ocasión de ir al grano.

—No creo que sea esto, tía Julia. Tengo problemas —contestó.

—Ah —murmuró la señora Peniston, cerrando los labios como quien cierra una bolsa ante un mendigo.

—Lamento importunarte con ellos —prosiguió Lily—, pero estoy convencida de que en parte el desmayo fue causado por la ansiedad…

—Yo creía que toda la culpa era de la cocinera de Carry Fisher. Es la misma que tenía María Melson en 1891 (la primavera del año que fuimos a Aix) y recuerdo haber cenado en su casa dos días antes de embarcar y haber tenido la seguridad de que no había fregado los cacharros.

—Creo que no comí mucho; no puedo comer ni dormir. —Lily se interrumpió y en seguida continuó bruscamente—: La verdad, tía Julia, es que he contraído algunas deudas.

El semblante de la señora Peniston se nubló de modo muy perceptible, pero no expresó el asombro que su sobrina había anticipado. Guardó silencio y ésta se vio obligada a continuar:

—He sido imprudente…

—Sin duda: imprudente en extremo —convino la señora Peniston—. No comprendo cómo una persona con una renta y ningún gasto, por no hablar de los espléndidos regalos que siempre te he hecho…

—Oh, has sido muy generosa, tía Julia; nunca olvidaré tu bondad. Pero tal vez no tienes una idea justa de los gastos que tenemos que afrontar las mujeres hoy en día…

—Sé que tus gastos se reducen a comprarte ropa y billetes de tren. Me gusta que vayas bien vestida, pero te pagué la factura de Céleste en octubre pasado.

Lily titubeó; la implacable memoria de su tía no había sido nunca tan inoportuna.

—Has sido muy buena, pero desde entonces he tenido que comprar otras cosas…

—¿Qué cosas? ¿Vestidos? ¿Cuánto has pagado? Déjame ver la factura… Juraría que esa mujer te estafa.

—Oh, no, no lo creo; los vestidos se han encarecido muchísimo y se necesitan de tantas clases cuando se va de visita al campo… Equipos para jugar al golf, para patinar, trajes de noche…

—Déjame ver la factura —repitió la señora Peniston.

De nuevo, Lily titubeó. En primer lugar, madame Céleste aún no le había mandado la cuenta y, en segundo, la cantidad era sólo una fracción de la suma indispensable.

—Aún no me ha enviado la de la ropa de invierno, pero sé que se trata de bastante dinero y, además, hay otras cosas; he sido insensata e imprudente… Me asusta pensar en lo que debo…

Levantó el rostro bello y consternado con la vana esperanza de que una visión tan conmovedora para el otro sexo no careciera de atractivo para el suyo propio, pero el efecto que consiguió fue un gesto de rechazo.

—La verdad, Lily, eres demasiado mayor para no solucionar tus propios asuntos y después de darme un susto de muerte anoche con tus aspavientos; habrías podido elegir un momento mejor para inquietarme con semejantes problemas. —La señora Peniston echó una ojeada al reloj y se tragó un comprimido de digital—. Si le debes a Céleste mil dólares más, puedes decirle que me mande la factura —añadió, como decidida a terminar la discusión a toda costa.

—Lo siento mucho, tía Julia, detesto molestarte en un mal momento, pero lo cierto es que no tengo otra opción… Debería haberte hablado antes… Mi deuda asciende a mucho más de mil dólares.

—¿Mucho más? ¿Debes dos mil? ¡Entonces te ha robado!

—Ya te he dicho que no sólo era Céleste. Yo… hay otras deudas… más urgentes… que debo saldar.

—¿Qué diablos has comprado? ¿Joyas? Estás loca —increpó con aspereza la señora Peniston—. El caso es que, si has contraído deudas, tendrás que sufrir las consecuencias y apartar tu renta mensual hasta que lo hayas pagado todo. Si te quedas aquí quieta hasta la primavera próxima, en lugar de pasearte por todo el país, no tendrás ningún gasto y dentro de cuatro o cinco meses habrás saldado todas las cuentas. Yo te pagaré la de la modista.

Lily volvió a guardar silencio. Sabía que no podría arrancar ni mil dólares a la señora Peniston pretextando el simple pago de la factura de Céleste; su tía exigiría ver la factura para repasarla y no le daría el talón a ella, sino que lo enviaría a la modista. ¡Y lo peor era que tenía que conseguir el dinero antes de que terminara el día!

 

—Las deudas de que te hablo son… diferentes… No son cuentas de ningún proveedor —empezó vagamente y la mirada de la señora Peniston le dio tanto miedo que casi no se atrevió a continuar. ¿Sería posible que sospechara algo? Esta idea precipitó la confesión—: El hecho es que he jugado mucho a las cartas… al bridge; tanto las mujeres casadas como solteras lo hacen… Se las invita a hacerlo. A veces he ganado… incluso mucho dinero… pero últimamente la suerte me ha vuelto la espalda… y, como es natural, estas deudas no pueden pagarse a plazos…

Enmudeció; el rostro de la señora Peniston parecía haberse petrificado mientras escuchaba.

—¿A las cartas? ¿Has jugado a las cartas por dinero? Entonces es verdad; cuando me lo dijeron no quise creerlo. No te preguntaré si también son ciertas otras barbaridades que me han dicho; ya he oído bastante para el estado de mis nervios. ¡Cuando pienso en el ejemplo que has tenido en esta casa! Supongo que es culpa de tu educación en el extranjero; nadie sabía de dónde sacaba tu madre a sus amigos. Y sus domingos eran un escándalo: esto sí que lo sé seguro. —La señora Peniston se volvió de repente—. ¿Juegas a las cartas en domingo?

Lily se sonrojó al pensar en ciertos domingos lluviosos en Bellomont con los Dorset.

—¡Eres dura conmigo, tía Julia! Nunca me han gustado mucho las cartas, pero no quería pasar por altiva y mojigata y tuve que acabar haciendo lo mismo que los demás. He aprendido una terrible lección y, si esta vez me ayudas a salir del apuro, te prometo…

La señora Peniston levantó la mano en señal de advertencia.

—No hagas ninguna promesa; no es necesario. Cuando te ofrecí mi casa, no tenía intención de pagar tus deudas de juego.

—¡Tía Julia! ¿Quieres decir que no me ayudarás?

—Desde luego, no haré nada que pueda dar la impresión de que aplaudo tu conducta. Si es cierto que debes dinero a la modista, saldaré su cuenta, pero no tengo la menor obligación de hacerme cargo de tus otras deudas.

Lily se levantó, pálida y temblorosa, y se encaró con su tía. El orgullo clamaba en su interior, pero la humillación la obligó a exclamar:

—Tía Julia, será mi deshonra… Yo… —pero no pudo seguir. Si su tía era sorda a la historia de las deudas de juego, ¿cómo recibiría la espantosa confesión de la verdad?

—Considero que ya estás deshonrada, Lily; deshonrada por tu conducta, mucho más que por sus resultados. Dices que tus amigos te han empujado a jugar a las cartas con ellos; entonces, también ellos merecen una lección. Supongo que se pueden permitir el lujo de perder un poco de dinero… y en cualquier caso, no estoy dispuesta a gastar ni un centavo del mío para pagarles. Y ahora debo pedirte que me dejes sola; esta escena ha sido muy dolorosa y tengo que considerar mi salud. Baja las persianas, por favor, y dile a Jennings que esta tarde no recibiré a nadie, salvo a Grace Stepney.

Lily subió a su habitación y cerró la puerta con cerrojo. Estaba temblando de miedo y de ira: el rumor de las alas de las Furias retumbaba en sus oídos. Paseó arriba y abajo del dormitorio con pasos ciegos e irregulares. La última puerta se había cerrado y se sentía aislada tras ella con su deshonra…

De improviso, sus pasos sin rumbo la llevaron frente al reloj de la repisa de la chimenea. Las manecillas señalaban las tres y media y recordó que Selden vendría a visitarla a las cuatro. Había tenido la intención de librarse de él… pero ahora el corazón le dio un vuelco al pensar que pronto le vería. ¿Acaso no había en su amor una promesa de ayuda? Mientras yacía al lado de Gerty la noche anterior, había pensado en su visita y en lo dulce que sería desahogar su dolor llorando contra su pecho. Su propósito, naturalmente, era haber eliminado las consecuencias antes de verle; nunca había dudado en serio de que la señora Peniston acudiera en su ayuda. Y había sentido, incluso en el punto culminante de su desesperación, que el amor de Selden no podía ser su refugio definitivo, aunque sería muy dulce saborear un momento el amparo de sus brazos mientras recuperaba las fuerzas para seguir adelante.

Pero ahora su amor era la última esperanza y, en su soledad y aflicción, la idea de confiarse a él le pareció tan seductora como la corriente del río al presunto suicida. La primera zambullida sería terrible, pero después, ¡qué beatitud! Recordó las palabras de Gerty: «Sí, le conozco; te ayudará», y su pensamiento se aferró a ellas como se aferra un enfermo a una reliquia que obra milagros. ¡Oh, si la comprendiera realmente, si la ayudara a rehacer su vida destrozada de tal modo que no quedara ni un vestigio del pasado! Siempre le había hecho sentir que era digna de cosas mejores y nunca como ahora había necesitado tanto semejante consuelo. Una y otra vez titubeó ante la idea de poner en peligro su amor confesándolo todo, porque amor era lo que más falta le hacía; sería precisa la soldadura del cariño para unir los fragmentos de su amor propio. Pero recurría a las palabras de Gerty y se aferraba a ellas como a un ancla. Estaba segura de que Gerty conocía los sentimientos de Selden por ella, y en su ceguera no se le ocurría pensar que la opinión que Gerty tenía de él se hallaba bajo la influencia de emociones mucho más ardientes que las suyas propias.

A las cuatro ya se encontraba en el salón; estaba segura de que Selden sería puntual. No obstante, la hora llegó y pasó de largo… avanzando febrilmente, medida por los impacientes latidos de su corazón. Tuvo tiempo de dar un nuevo repaso a su desgracia y de vacilar una vez más entre el impulso de confiarse a Selden y el temor de destruir las ilusiones de éste. Pero, a medida que pasaban los minutos, la necesidad de creer en su comprensión se fue haciendo más acuciante; no podía soportar ella sola el peso de su dolor. Tal vez habría un momento peligroso, pero ¿acaso no podía confiar en que su belleza salvaría el escollo y la conduciría sana y salva al refugio de su devoción?

Pero la hora transcurrió y Selden no había venido. Sin duda le habían retenido o no había leído bien la nota garabateada a toda prisa y había confundido las cuatro con las cinco. Oír la campanilla unos minutos después de las cinco confirmó esta suposición, por lo que Lily resolvió al instante escribir más legiblemente en el futuro. Los pasos en el vestíbulo y la voz del mayordomo, que los precedió, infundieron nueva energía a sus venas. Volvió a sentirse una persona vigilante y competente en las emergencias y el recuerdo de su poder sobre Selden le inspiró una confianza repentina. Pero, cuando se abrió la puerta del salón, el hombre que entró fue Rosedale.

La reacción causó a Lily un dolor agudo, pero, tras un fugaz gesto de irritación por la torpeza del destino y por su propia imprevisión al no haber avisado que sólo recibiría a Selden, se dominó y saludó a Rosedale de forma amistosa. Era un fastidio que Selden se encontrase, al llegar, con esa visita en concreto, pero Lily era una experta en el arte de librarse de las compañías superfluas, y en su estado de ánimo actual Rosedale era para ella un estorbo insignificante.

El parecer de Rosedale sobre la situación se puso de manifiesto a los pocos momentos de charla. Lily habló de la fiesta de los Bry como un tema impersonal que podría entretenerles hasta que apareciera Selden, pero el señor Rosedale, plantado tenazmente junto a la mesa de té, con las manos en los bolsillos y las piernas un poco demasiado abiertas, se apresuró a dar al tema un giro personal.