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100 Clásicos de la Literatura

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—Claro, pero además están sus deudas de juego.

Al principio, la señorita Stepney no había pensado sacar este punto, pero la señora Peniston se lo merecía por su incredulidad. Era como los altivos herejes de las Escrituras, que han de ser aniquilados para convencerse.

—¿Deudas de juego? ¿Lily? —La voz de la señora Peniston temblaba de ira y perplejidad; temía incluso que Grace Stepney se hubiera vuelto loca—. ¿Qué es esto de deudas de juego?

—Sencillamente que en el círculo de Lily se juega al bridge por dinero y a veces se pierden grandes sumas… y supongo que Lily no gana siempre.

—¿Quién te ha dicho que mi sobrina juega a las cartas por dinero?

—¡Dios mío, prima Julia! ¡No me mires como si mi propósito fuera predisponerte contra Lily! Todo el mundo sabe que le apasiona el bridge. La propia señora Gryce me dijo que fue esto lo que alarmó a Percy… quien por lo visto sintió un vivo interés por ella en un principio. Claro que entre los amigos de Lily es ya una costumbre que las jóvenes solteras jueguen por dinero. De hecho, la gente está dispuesta a disculparla en este sentido…

—¿Disculparla por qué?

—Por ir corta de dinero… y aceptar atenciones de hombres como Gus Trenor… y George Dorset…

La señora Peniston profirió otra exclamación.

—¿George Dorset? ¿Hay alguien más? Adelante, quiero saber lo peor.

—No lo enfoques de este modo, prima Julia, últimamente Lily ha pasado mucho tiempo con los Dorset y él parece admirarla… pero esto es muy natural y estoy segura de que no hay una palabra de verdad en lo que dicen algunos mal pensados: que este invierno ha gastado muchísimo dinero. Evie van Osburgh estaba en el taller de Céleste el otro día, encargándose el ajuar (sí, la boda se celebrará el mes próximo), y me dijo que Céleste le había enseñado una de sus prendas más exquisitas, que se disponía a enviar a Lily. Y la gente dice que Judy Trenor se ha peleado con ella a causa de Gus. Ahora lamento mucho haber hablado, aunque lo he hecho con buena intención.

La auténtica incredulidad de la señora Peniston le permitió despedir a la señorita Stepney con un desdén que no presagiaba nada bueno para las perspectivas de ésta de heredar el vestido de brocado negro; pero los espíritus sordos a la razón suelen tener alguna fisura por la que se filtran las sospechas, y las insinuaciones de Grace no se desvanecieron como esperaba la señora Peniston. Le disgustaban las escenas y su empeño en evitarlas la había llevado a mantenerse al margen de la vida de Lily y en especial de los detalles. En su juventud no se creía que las jóvenes necesitaran una vigilancia estrecha; en general se daba por sentado que se dedicaban a la legítima ocupación de prometerse y contraer matrimonio, y cualquier injerencia por parte de sus tutores naturales se consideraba tan injustificable como la intromisión repentina de un espectador en un determinado juego. Siempre había habido muchachas «frívolas», incluso en tiempos de la señora Peniston, pero su frivolidad se tenía, como máximo, por un mero exceso de ardor juvenil contra el cual no podía pronunciarse peor acusación que la de ser «impropio de una dama». La frivolidad moderna parecía sinónimo de inmoralidad, y la sola idea de inmoralidad era tan ofensiva para la señora Peniston como el olor de comida en el salón: se trataba de un concepto que su pensamiento se negaba a admitir.

No tenía ninguna intención inmediata de repetir a Lily lo que acababan de decirle, ni siquiera de intentar averiguar su veracidad por medio de un discreto interrogatorio. Hacerlo podía dar pie a una escena, y una escena en su estado de nerviosismo, después de la cena aún reciente, y con la cabeza todavía aturdida por las nuevas impresiones, era un riesgo que tenía la obligación de evitar. Sin embargo, en su interior quedó un poso de resentimiento contra su sobrina, tanto más denso cuanto que no iba a esclarecerlo ninguna discusión o explicación. Era horrible que una joven diera pábulo a murmuraciones; por muy infundadas que fueran, ella era la única culpable de su difusión. La señora Peniston se sentía como si se hubiera declarado una enfermedad contagiosa en la casa, condenándola a vivir en trémula proximidad con su contaminado mobiliario.

Capítulo XII

La señorita Bart andaba, efectivamente, sobre arenas movedizas, y ninguno de sus críticos podía ser más consciente de esa situación que ella misma; pero tenía la sensación fatalista de ser empujada hacia una serie de caminos equivocados que no le permitían ni atisbar siquiera el verdadero hasta que era demasiado tarde.

Lily, que se consideraba incapaz de tener prejuicios y miras estrechas, no había imaginado que permitir a Gus Trenor hacer un poco de dinero para ella pudiera llegar a perturbar su conciencia. En realidad, el hecho en sí parecía inofensivo; lástima que fuese una fuente tan rica en complicaciones muy poco inofensivas. A medida que se acababa la diversión de gastar el dinero, estas complicaciones se volvían más acuciantes y Lily, cuyos razonamientos podían ser muy severos y lógicos en la exposición a terceras personas de las causas de su mala suerte, se justificaba a sí misma pensando que debía todos sus problemas a la enemistad de Bertha Dorset. Esta enemistad, sin embargo, parecía haberse desvanecido en una nueva fase de cordialidad entre las dos mujeres. La visita de Lily a los Dorset ayudó a descubrir a ambas que podían prestarse una provechosa ayuda mutua; y el instinto civilizado encuentra un placer más sutil en utilizar al antagonista que en confundirle. De hecho, la señora Dorset estaba ocupada en un nuevo experimento sentimental del que la antigua propiedad de la señora Fisher, Ned Silverton, era la sonrosada víctima; y en momentos semejantes, como había observado en su día Judy Trenor, sentía la peculiar necesidad de distraer la atención de su marido. Dorset era tan difícil de divertir como un salvaje, pero ni siquiera su preocupación por sí mismo pudo resistirse a las artes de Lily, o dicho de otra manera, éstas estaban especialmente adaptadas para aliviar un egoísmo atribulado. Su experiencia con Percy Gryce le resultó muy útil a la hora de disipar los malos humores de Dorset y, si bien el incentivo era menos urgente, las dificultades de su situación la aconsejaban aprovechar al máximo las menores oportunidades.

La intimidad con los Dorset no allanaría tales dificultades en su aspecto material. La señora Dorset no tenía los arranques generosos de Judy Trenor, y la admiración de Dorset no se expresaría nunca en «soplos» financieros aunque Lily se decidiera a intentar nuevas experiencias en dicho campo. De momento, lo que pretendía de esta amistad era sencillamente la sanción social. Sabía que la gente empezaba a hablar de ella, pero este hecho no la alarmó como había alarmado a la señora Peniston. En su círculo, estos rumores no eran insólitos, y que una joven hermosa flirteara con un hombre casado se achacaba al deseo de ella de presionar hasta el límite sus oportunidades. Era el propio Trenor quien la asustaba. El paseo por el parque no había sido un éxito. Trenor se había casado joven y desde entonces sus relaciones con las mujeres no habían adoptado la forma de charla sentimental que vuelve sobre sus pasos como los caminos de un laberinto. Primero le dejó perplejo y luego le irritó verse conducido una y otra vez al mismo punto de salida, y Lily sentía que poco a poco estaba perdiendo el control de la situación. El estado de ánimo de Trenor era realmente ingobernable. Pese a su relación con Rosedale, había salido «tocado» del derrumbe de la Bolsa; los gastos domésticos le pesaban y en general parecía encontrar en todos los frentes una sorda oposición a sus deseos, en lugar de la risueña buena suerte que le había favorecido hasta entonces.

La señora Trenor continuaba en Bellomont, aunque tenía abierta la casa de la ciudad e iba a ella de vez en cuando para tomar contacto con el mundo; prefería, sin embargo, la excitación de las fiestas de fin de semana que las restricciones de una temporada aburrida. Desde las vacaciones no había vuelto a insistir en que Lily pasara unos días en Bellomont, y la primera vez que se encontraron en la ciudad ésta creyó advertir un matiz de frialdad en su actitud. ¿Sería simplemente una expresión de su descontento por sentirse abandonada, o habrían llegado a sus oídos inquietantes rumores? Esta última contingencia parecía improbable, y no obstante Lily no las tenía todas consigo. Si sus efímeras simpatías habían echado raíces en alguna parte, no cabía duda de que era en la amistad de Judy Trenor. Creía en la sinceridad del afecto de su amiga, aunque a veces se manifestara de modo egoísta, y era especialmente reacia a correr cualquier riesgo que significara perderlo. Pero, aparte de esto, era muy consciente de lo que semejante pérdida representaría para ella. El hecho de que Gus Trenor fuese el marido de Judy era a veces el motivo principal de la antipatía que le inspiraba y de su repugnancia a deberle favores.

Con objeto de disipar sus dudas, la señorita Bart «se invitó» a un fin de semana en Bellomont pocos días después del Año Nuevo. Sabía por experiencia que la presencia de muchos invitados la protegería de una excesiva asiduidad por parte de Trenor y el telegrama de su mujer: «Ven sin falta», pareció asegurarle la buena acogida de siempre.

Judy la recibió amistosamente. Atender a los invitados prevalecía siempre sobre los sentimientos personales, y Lily no vio ningún cambio en la actitud de su anfitriona. Sin embargo, pronto se dio cuenta de que el experimento de ir a Bellomont no estaba destinado a triunfar. El grupo de invitados se componía de personas a quienes la señora Trenor llamaba «gente aburrida» —su nombre genérico para los no jugadores— y, como tenía la costumbre de catalogar a tales obstruccionistas en una sola clase, solía invitarles a todos a la vez, haciendo caso omiso de sus otras características. El resultado era una mezcla de personas sin otra cualidad en común que su abstinencia del bridge, y proliferaban los antagonismos propios de un grupo que carece de la única afición que podría amalgamarlo, agravados en este caso por el mal tiempo y por el mal disimulado tedio de los anfitriones. En tales emergencias, Judy solía acudir a Lily para que fusionara los elementos discordantes y ella, suponiendo que se la requería para este servicio, se consagró a él con su celo acostumbrado. Sin embargo, notó desde el principio cierta sutil resistencia a sus esfuerzos. Aunque la actitud de la señora Trenor no había cambiado, se advertía una clara frialdad en la de las otras damas. Alguna que otra alusión cáustica a «sus amigos, los Wellington Bry» o «ese pequeño judío que ha comprado la casa Greiner… alguien nos ha dicho que usted le conoce, señorita Bart», le demostró que no era persona grata entre aquella parte de la sociedad que, pese a contribuir menos que nadie a su diversión, se ha arrogado el derecho de decidir las formas que ésta debe tomar. La indicación fue mínima y un año antes le habría arrancado una sonrisa, segura de que el encanto de su personalidad vencería cualquier prejuicio existente contra ella. Pero ahora era más sensible a la crítica y tenía menos confianza en su poder de desarmarla. Sabía, además, que, si las damas de Bellomont se permitían criticarla abiertamente, no se recatarían de someterla al mismo tratamiento a sus espaldas. El temor nervioso de que surgiera algo en la actitud de Trenor que pareciera justificar esta desaprobación la obligó a buscar cualquier pretexto para evitarle, y abandonó Bellomont con la certeza de haber fracasado en todos los fines que la habían inducido a invitarse allí.

 

En la ciudad volvió a preocuparse por cosas que, de momento, causaron el feliz efecto de postergar pensamientos inoportunos. El matrimonio Bry, tras muchos debates y con el debido asesoramiento de sus nuevas amistades, tomó la atrevida decisión de dar una gran fiesta. Abordar a la sociedad colectivamente cuando el medio de acercamiento se limita a un puñado de conocidos es como avanzar por terreno virgen con un número insuficiente de exploradores; pero tácticas aún más temerarias han conducido a veces a brillantes victorias, y los Bry estaban decididos a poner a prueba su destino. La señora Fisher, a quien habían encomendado la dirección del asunto, determinó que tableaux vivants y una orquesta cara eran los dos mejores señuelos para atraer a la apetecida presa y, después de prolongadas negociaciones y el género de intrigas por las que era famosa, logró inducir a una docena de mujeres elegantes a exhibirse en una serie de cuadros que, por otro milagro de persuasión, consintió en escenificar el distinguido retratista Paul Morpeth.

Lily estaba en su elemento en tales ocasiones. Bajo la égida de Morpeth, su certero sentido plástico, aplicado hasta entonces a menesteres tan modestos como la confección de vestidos y tapizados, halló una más amplia expresión en la disposición de colgaduras, el estudio de actitudes y el juego de luces y sombras. La elección de temas excitó su sentido de lo espectacular y las magníficas reproducciones de trajes históricos estimularon una imaginación sólo accesible a impresiones visuales. Pero lo mejor fue la alegría de exhibir su propia belleza bajo un aspecto inédito, demostrar que no era una simple cualidad fija, sino un elemento capaz de dar a todas las emociones nuevas formas de gracia.

La señorita Fisher tomó bien sus medidas y la sociedad, sorprendida en un momento de tedio, sucumbió a la tentación de la hospitalidad de la señora Bry. La minoría discrepante fue olvidada en el tumulto de quienes abjuraron y asistieron; y el público resultó casi tan brillante como el espectáculo.

Lawrence Selden figuraba entre los que se habían rendido a las tentaciones ofrecidas. Si no actuaba con frecuencia según el aceptado axioma social de que un hombre puede ir a donde se le antoje, era porque había aprendido hacía mucho tiempo que sólo se encontraba a gusto en un pequeño grupo de personas afines. Pero le divertían los efectos espectaculares y no era insensible al papel que el dinero desempeña en su escenificación; lo único que pedía era que los ricachones conocieran la profesión de directores de escena y no gastaran su dinero de forma aburrida. Ciertamente los Bry no podían ser acusados de esto último: su casa recién construida, por muy deficiente que fuera en el aspecto doméstico, estaba casi tan bien diseñada para la exhibición de una festiva reunión social como una de aquellas exquisitas salas para bacanales improvisadas por arquitectos italianos como marco de la hospitalidad de los príncipes. De hecho, el aire de improvisación era manifiesto: la mise en scène se veía tan reciente, de tan rápida evocación, que había que tocar las columnas de mármol para saber que no eran de cartón y sentarse en uno de los sillones de damasco y oro para cerciorarse de que no estaban pintados en las paredes.

Selden, que había puesto a prueba uno de dichos asientos, observaba con franca diversión la escena desde una esquina de la sala de baile. Los asistentes, obedeciendo al instinto decorativo que prescribe atavíos elegantes en un ambiente elegante, se había vestido más en honor del entorno de la señora Bry que de ella misma. Las personas sentadas, que llenaban el inmenso salón sin una aglomeración excesiva, componían una superficie de lujosas telas y hombros enjoyados en armonía con las paredes cubiertas de festones y dorados y con el esplendor del techo veneciano. En un extremo de la sala se había erigido un escenario detrás de un arco de proscenio provisto de un telón de damasco antiguo; pero en la pausa anterior a la abertura del suntuoso cortinaje pocos pensaban en lo que verían cuando se corriera, porque todas las mujeres que habían aceptado la invitación de la señora Bry estaban ocupadas intentando averiguar cuántas de sus amigas habían hecho lo mismo.

Gerty Farish, sentada al lado de Selden, se hallaba absorta en aquel placer ingenuo e indiscriminado que tan irritante resultaba para la sensibilidad más delicada de la señorita Bart. Es posible que la proximidad de Selden tuviera algo que ver con aquel placer, pero la señorita Farish estaba tan poco acostumbrada a relacionar su delectación de tales escenas con la propia participación en ellas, que sólo era consciente de que se divertía más profundamente de lo habitual.

—¿No ha sido encantador por parte de Lily conseguirme una invitación? Desde luego, a Carry Fisher no se le habría ocurrido nunca ponerme en la lista y yo habría lamentado tanto perderme todo esto… y en especial no ver a Lily. Alguien me dijo que el techo era de Veronese… tú debes saberlo, Lawrence. Supongo que es muy bonito, pero las mujeres son horriblemente gordas. ¿Diosas? Bueno, sólo puedo decir que, si hubieran sido de carne y hueso y tenido que llevar corsé, habrían mejorado mucho. Creo que nuestras mujeres son mucho más hermosas. Y esta sala las favorece mucho… ¡todo el mundo parece guapo! ¿Has visto alguna vez tantas joyas juntas? Mira las perlas de la mujer de George Dorset: supongo que la más pequeña pagaría el alquiler anual de nuestro Club de Muchachas. No es que tenga ninguna queja del club; todos han sido muy buenos conmigo. ¿Te dije que Lily nos ha dado trescientos dólares? ¿No ha sido un gesto espléndido? Y además recaudó mucho dinero entre sus amigos: la señora Bry nos dio quinientos y el señor Rosedale, mil. Me gustaría que Lily no fuera tan amable con el señor Rosedale, pero ella dice que es inútil ser mal educado con él porque no nota la diferencia. En realidad, no soporta herir los sentimientos de la gente… ¡me indigno cuando oigo decir que es fría y orgullosa! Las chicas del club no dicen estas cosas de ella. ¿Sabes que ha estado en él dos veces conmigo? ¡Sí, Lily! ¡Y tendrías que haber visto los ojos de las chicas! Una de ellas dijo que mirarla era tan agradable como pasar un día en el campo. Se sentó con nosotras, rio y charló… no como si lo hiciera por compasión, ¿sabes?, sino como si le gustara tanto como a nosotras. Desde entonces no paran de preguntar cuándo volverá y me ha prometido… ¡Oh!

Las confidencias de la señorita Farish fueron interrumpidas por la abertura del telón y la aparición del primer tableau: un grupo de ninfas bailando sobre un césped salpicado de flores en las posturas de la Primavera de Botticelli. El efecto de los tableaux vivants no sólo depende de una apropiada iluminación y del engañoso adorno de visillos de gasa, sino también de un reajuste correspondiente de la visión mental. Pese a toda la contribución del arte, para los espíritus vacíos no son más que una especie de museo de cera perfeccionado; pero la imaginación receptiva puede captar en ellos mágicos atisbos del mundo limítrofe entre la realidad y la fantasía. La imaginación de Selden era de este orden: podía rendirse a influencias visionarias tan completamente como un niño al hechizo de un cuento de hadas. A los tableaux de la señora Bry no les faltaba ninguna de las cualidades necesarias para conjurar semejantes ilusiones, y bajo el mando de Morpeth los cuadros se sucedían con la marcha rítmica de un espléndido friso en el cual las curvas fugitivas de las siluetas vivientes y la luz errática de los ojos jóvenes se sometían a la armonía plástica sin perder el encanto de la vida.

Las escenas estaban tomadas de cuadros antiguos, y las participantes habían sido sabiamente elegidas para sus respectivos personajes. Nadie, por ejemplo, podría haber encarnado a un Goya más típico que Carry Fisher, de rostro pequeño y moreno, fulgor exagerado en los ojos y sonrisa muy pintada y provocativa. Una tal señorita Smedden de Brooklyn exhibía a la perfección las suntuosas curvas de la hija de Tiziano, con la bandeja de oro cargada de uvas sobre el oro de idéntico tono de sus cabellos ondulados y el brocado de sus vestiduras; y una joven señora Van Alstyne, del tipo holandés más frágil y con una frente alta, surcada por venas azules y ojos y pestañas claros, representaba a un Van Dyck característico, vestido de satén negro, de pie ante los cortinajes de un arco. También había ninfas de Kauffmann adornando con guirnaldas el altar del Amor; una cena de Veronese, llena de texturas brillantes, cabezas cubiertas de perlas y arquitectura de mármol; y un grupo de Watteau de comediantes que tocaban el laúd, en actitudes lánguidas alrededor de una fuente en un soleado claro de bosque.

Cada uno de estos efímeros cuadros hizo mella en la facultad visionaria de Selden, llevándole tan lejos por las panorámicas de la fantasía que ni siquiera los rápidos comentarios de Gerty Farish —«¡Oh, qué bella está Lulu Melson!» o «Ésa debe de ser Kate Corby, la de la derecha, vestida de morado»— pudieron romper el ensalmo. Ciertamente, la personalidad de los actores estaba adaptada con tanta maestría a las escenas en que figuraban que incluso el espectador menos imaginativo debió sentir la emoción del contraste cuando la cortina se abrió de repente y apareció el retrato sin velos ni artificios de la señorita Bart.

Aquí no podía caber duda del predominio de la personalidad; el unánime «¡oh!» del auditorio fue un tributo, no al pincel de Reynolds en el cuadro de la Señora Lloyd, sino a la belleza de carne y hueso de Lily Bart. Había demostrado su inteligencia artística al elegir un tipo tan afín al suyo que podía encarnar a la persona representada sin dejar de ser ella misma. Era como si hubiera entrado en la tela de Reynolds, no salido de ella, dispersando los fantasmas de la belleza muerta con los rayos de su gracia viviente. El impulso de exhibirse en un decorado espléndido —por un momento pensó en representar a la Cleopatra de Tiépolo— había cedido al instinto más auténtico de confiar en su belleza sin adornos y se había decidido por un retrato carente de accesorios de vestuario o decorado. Los pliegues pálidos del traje y el fondo de follaje sólo servían para realzar las largas curvas de dríada que ascendían desde el pie posado en el suelo hasta el brazo levantado. La noble vivacidad de la pose, la gracia alada que sugería, revelaban el matiz poético de su belleza que Selden siempre intuía en su presencia y cuyo sentido perdía cuando no estaba con ella. Su expresión era ahora tan viva que por primera vez le pareció ver ante él a la verdadera Lily Bart, despojada de las trivialidades de su pequeño mundo e impregnada por un momento de aquella armonía eterna de la que su belleza formaba parte.

—¡Condenada osadía la de mostrarse ataviada de este modo, pero por Dios que la armonía de líneas es completa y ella debía querer que lo supiéramos!

Estas palabras, pronunciadas por semejante experto en la materia como el señor Ned van Alstyne, cuyo blanco y perfumado bigote rozaba el hombro de Selden cada vez que la abertura de los cortinajes ofrecía una oportunidad excepcional para el estudio de la silueta femenina, afectaron a su oyente de una forma inesperada. No era la primera vez que éste oía observaciones ligeras sobre la belleza de Lily y hasta la fecha el tono de los comentarios había coloreado imperceptiblemente su opinión de ella, pero ahora sólo suscitaron en él indignación y desprecio. ¡Así era el mundo en que ella vivía! ¡Éstos los criterios por los que estaba destinada a ser medida! ¿Acaso hay que acudir a Calibán para juzgar a Miranda?.

 

Durante el largo momento que tardó en cerrarse el telón, tuvo tiempo de conocer toda la tragedia de la vida de Lily. Fue como si su belleza, aislada así de todo cuanto la abarataba y vulgarizaba, tendiera las manos hacia él desde el mundo en que ambos se habían encontrado unos minutos y donde Selden ansiaba con invencible nostalgia encontrarla de nuevo.

Le despertó la presión de unos dedos entusiastas.

—¿No ha estado maravillosa, Lawrence? ¿No te ha gustado más que nunca con este vestido tan sencillo? Le da el aspecto de la verdadera Lily… de la Lily que conozco.

Él buscó la mirada extasiada de Gerty Farish.

—De la Lily que conocemos —corrigió y su prima, jubilosa por la coincidencia, exclamó con alegría:

—¡Se lo diré! Siempre dice que no congenias con ella.

Una vez terminado el espectáculo, el primer impulso de Selden fue ir al encuentro de la señorita Bart. En el interludio musical que sucedió a los tableaux, los actores se habían sentado entre el auditorio, diversificando el aspecto convencional de éste con el pintoresquismo y la variedad de su vestuario. Pero Lily no estaba entre ellos y su ausencia sirvió para prolongar el efecto que había causado en Selden: verla demasiado pronto en el ambiente del que las circunstancias la habían aislado tan felizmente habría roto el encanto. No se habían visto desde el día de la boda en casa de los Van Osburgh, y por parte de él el distanciamiento había sido intencionado. Esta noche, sin embargo, sabía que tarde o temprano se encontraría a su lado y, aunque dejaba que los invitados, al dispersarse, le llevaran en una y otra dirección y no hacía el menor esfuerzo para buscarla, su demora no se debía a ninguna resistencia sino al deseo de recrearse unos momentos en la idea de una rendición total.

Lily no dudó un instante sobre el significado del murmullo que saludó su aparición. Ningún otro cuadro había sido recibido con aquella precisa nota de satisfacción, inspirada obviamente por ella y no por el cuadro que representaba. En el último momento había temido arriesgar demasiado al prescindir de las ventajas de un decorado más suntuoso, y la rotundidad de su triunfo le dio una estimulante sensación de poder. A fin de no disminuir la impresión causada, se apartó del auditorio hasta que lo oyó dispersarse para la cena y de este modo tuvo una segunda oportunidad de ser admirada mientras los invitados vaciaban lentamente el salón.

No tardó en ser el centro de un grupo que se incrementaba y renovaba a medida que la circulación se hacía general y los comentarios individuales sobre su triunfo fueron una deliciosa prolongación del aplauso colectivo. En semejantes momentos desoía a su natural espíritu selectivo y se preocupaba menos de la calidad de la admiración recibida que de su cantidad. Las diferencias de personalidad se fundían en una cálida atmósfera de alabanzas en la que su belleza se expandía como una flor a la luz del sol; y si Selden se hubiera acercado uno o dos minutos antes la habría visto dirigir a Ned van Alstyne y George Dorset la mirada que soñaba para sí mismo.

El azar quiso, sin embargo, que la presurosa llegada de la señora Fisher, para quien Van Alstyne ejercía de ayudante de campo, disgregara el grupo antes de que Selden alcanzase el umbral del salón. Un par de hombres fueron en busca de sus parejas para la cena y los demás, al advertir que Selden se acercaba, le dejaron paso libre, obedientes al tácito compañerismo de la sala de baile. Así pues, Lily estaba sola cuando Selden apareció a su lado y, al ver en sus ojos la mirada ansiada, éste tuvo la satisfacción de creerse que la había inspirado él. De hecho, la mirada se había intensificado aún más al detenerse en él, porque incluso en aquel momento de ensimismamiento Lily sintió la aceleración del latido vital que la proximidad de Selden siempre le producía y leyó además en sus ojos la deliciosa confirmación de que había triunfado: de ahí que por el momento tuviera la impresión de que sólo le importaba ser bella para él.

Selden le ofreció el brazo sin hablar; ella lo cogió en silencio y empezaron a andar, no hacia el comedor, sino en dirección contraria a los invitados que iban a sentarse a la mesa. Los rostros pasaron de largo por delante de Lily como las imágenes de un sueño; apenas se percató de adónde la conducía Selden hasta que cruzaron una puerta vidriera que había al final de una larga serie de habitaciones y desembocaron de pronto en el fragante silencio de un jardín. La grava crujía bajo sus pies y a su alrededor reinaba la penumbra transparente de una noche de verano. Unas linternas formaban cavernas de color esmeralda en las profundidades del follaje y teñían de blanco la espuma de un surtidor que brotaba entre lirios. El mágico lugar estaba desierto: el único sonido se debía al chapoteo del agua sobre las hojas flotantes de las flores y a una música distante que parecía un soplo sobre el lago dormido.

Ambos se detuvieron, aceptando la irrealidad de la escena como parte de sus propias ensoñaciones. No les habría sorprendido una brisa veraniega en sus rostros o ver las luces ocultas entre las ramas repetidas en la bóveda de un cielo estrellado. La extraña soledad que les rodeaba no era más extraña que la dulzura de estar juntos en ella.

Al final Lily retiró la mano y se adelantó un paso, con lo cual su esbeltez vestida de blanco se perfiló contra la oscuridad del follaje. Selden la siguió y, todavía sin decir nada, fueron a sentarse en un banco al borde de la fuente.

Ella levantó de improviso la mirada con la suplicante gravedad de una niña.

—Nunca me hablas… Piensas cosas malas de mí —murmuró.

—¡Pero pienso en ti, y mucho! —respondió él.

—Entonces, ¿por qué no nos vemos nunca? ¿Por qué no podemos ser amigos? Una vez prometiste ayudarme —continuó ella en el mismo tono, como si las palabras afloraran a sus labios contra su voluntad.

—Sólo puedo ayudarte ofreciéndote mi amor —dijo él en voz baja.

Lily no contestó, pero volvió el rostro con el suave movimiento de una flor. Él acercó el suyo y sus labios se tocaron.

Lily se echó hacia atrás y se levantó del banco. Selden la imitó y los dos se miraron. De pronto ella le cogió la mano y la apretó un momento contra su mejilla.

—¡Sí, ámame, ámame… pero no me lo digas! —suspiró, sin dejar de mirarlo; y, antes de que Selden pudiera hablar, dio media vuelta y se escabulló por un túnel de ramas, desapareciendo en la claridad de un salón.

Selden no se movió. Conocía demasiado la fugacidad de los momentos exquisitos para intentar seguirla; pero al poco rato volvió a entrar en la casa y cruzó los salones desiertos en dirección a la puerta. En el vestíbulo de mármol se hallaba un grupo de damas cubiertas por suntuosas capas y en el guardarropa encontró a Van Alstyne y Gus Trenor.