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100 Clásicos de la Literatura

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Sin embargo, este placer se debía también, y quizá más de lo que ella imaginaba, al estímulo físico de la excursión, al reto del intenso frío y del insólito ejercicio, a la reacción entusiasta de su cuerpo a la influencia de los bosques invernales. Regresó a la ciudad rejuvenecida, con las mejillas arreboladas y una nueva elasticidad en los músculos. El futuro parecía lleno de vagas promesas y todas sus aprensiones desaparecieron, arrastradas por la tumultuosa corriente de su estado de ánimo.



A los pocos días de su regreso tuvo la desagradable sorpresa de recibir la visita del señor Rosedale. Se presentó tarde, a la hora confidencial en que la mesa del té sigue todavía delante de la chimenea en espera de alguna amistad íntima; y sus modales revelaron el propósito de adaptarse a la intimidad de la ocasión.



Lily, que le relacionaba vagamente con sus afortunadas especulaciones, intentó dispensarle la acogida que él esperaba, pero había algo en la cordialidad de Rosedale que frenó la suya y le dio la impresión de marcar cada paso de su relación con un error nuevo.



El señor Rosedale —después de arrellanarse sin cumplidos en un sillón contiguo y sorber el té críticamente con el comentario: «Tendría usted que comprarlo en la misma tienda que yo para saber lo que es bueno»— parecía totalmente ajeno a la repugnancia que tenía a Lily erguida y glacial detrás de la tetera. Tal vez era precisamente esta actitud lo que interesaba a su pasión de coleccionista por lo raro e inalcanzable. Sea como fuere, no parecía molestarle y se mostraba dispuesto a compensar con su propia afabilidad la que ella le negaba.



El objeto de la visita era invitarla a su palco de la ópera la noche del inicio de la temporada y, al verla titubear, añadió con acento persuasivo:



—Vendrá la señora Fisher y me he asegurado de la asistencia de un gran admirador suyo, que no me perdonará nunca si usted no acepta. —Como el silencio de Lily dejó sin efecto la alusión, Rosedale añadió con una sonrisa confidencial—: Gus Trenor me ha prometido venir ex profeso a la ciudad. Creo que iría mucho más lejos por el placer de verla.



La señorita Bart disimuló su fastidio; ya era bastante desagradable oír su nombre unido al de Trenor, pero la alusión resultaba particularmente ingrata en labios de Rosedale.



—Los Trenor son mis mejores amigos… Los tres iríamos muy lejos para vernos —replicó, absorbiéndose en la preparación de más té.



La sonrisa de su visitante se volvía más íntima por momentos.



—Bueno, yo no pensaba en la señora Trenor… y dicen que Gus tampoco piensa en ella siempre. —Entonces, vagamente consciente de que había tocado una nota falsa, añadió, en un bienintencionado intento de desviar la conversación—: A propósito, ¿sigue teniendo suerte en Wall Street? He oído decir que Gus apartó una bonita suma para usted el mes pasado.



Lily posó la lata de té con un gesto brusco. Notó que le temblaban las manos y las enlazó sobre la rodilla para inmovilizarlas; pero sus labios también temblaban y por un momento temió que el temblor pudiera comunicarse a la voz. Sin embargo, cuando habló fue en un tono de completo desenfado.



—Ah, sí… Tenía un poco de dinero para invertir y el señor Trenor, que me asesora en estas cuestiones, me aconsejó que lo invirtiera en valores en lugar de en una hipoteca, como me indicaba el agente de mi tía; y resultó un acierto, ¿o cómo lo llaman los entendidos? Porque creo que usted juega mucho a la Bolsa.



Ahora le devolvió su sonrisa, relajando la tensión de su postura y admitiéndole un paso más en su intimidad por medio de imperceptibles gradaciones de mirada y gesto. El instinto de supervivencia siempre le daba fuerzas para disimular con éxito y no era la primera vez que recurría a su belleza para distraer la atención de un tema inconveniente.



Cuando el señor Rosedale se despidió, no sólo se llevó consigo la aceptación a su invitación sino la impresión general de haberse comportado de un modo beneficioso para el progreso de su causa. Siempre había creído que sabía tratar a las mujeres, y la rapidez con que la señorita Bart había «abandonado sus posiciones», como él decía, renovaba la confianza en sus propias facultades para tratar al sexo veleidoso. Consideró al instante el esfuerzo de Lily para disfrazar la transacción con Trenor como un tributo a su propia astucia y una confirmación de sus sospechas. Su nerviosismo había sido manifiesto y, si no veía otro medio de afianzar su amistad con ella, el señor Rosedale no desdeñaría aprovecharse de él.



Lily se hallaba en un paroxismo de temor y repugnancia. Le parecía increíble que Gus Trenor le hubiese hablado de ella a Rosedale. Pese a todos sus defectos, Trenor tenía la salvaguarda de sus tradiciones, y el hecho de que fueran puramente instintivas las hacía aún más inviolables. Sin embargo, recordó con angustia que, según le habría confiado Judy, había momentos de expansión en que Gus «disparataba» y debió de ser en uno de ellos, sin duda, cuando se le había escapado la palabra fatídica. Después del primer sobresalto, las conclusiones a las que pudiera haber llegado Rosedale dejaron de preocuparle. Aunque solía ser perspicaz con sus propios intereses, cometía el error, por otra parte común entre las personas en las cuales los hábitos sociales son instintivos, de suponer que la incapacidad de adquirirlos con rapidez era indicio de torpeza general. Al ver un moscardón golpearse ciegamente contra una ventana, el naturalista de salón puede olvidar que en condiciones menos artificiales el insecto es capaz de medir las distancias y de sacar conclusiones con toda la exactitud necesaria para su supervivencia; y el hecho de que los modales de salón del señor Rosedale carecieran de perspectiva indujo a Lily a clasificarle junto a Trenor y otros hombres obtusos que conocía, y a dar por sentado que unos halagos y la ocasional aceptación de su hospitalidad bastarían para volverle inofensivo. No cabía duda, sin embargo, de que mostrarse en su palco de la ópera la noche de la inauguración de la temporada era muy conveniente; y, después de todo, si Judy Trenor había prometido invitarle aquel invierno, no sería mala idea adelantarse a ella.



Durante uno o dos días después de la visita de Rosedale, Lily no dejó de dar vueltas a la indiscreción de Trenor, deseando tener una noción más clara de la exacta naturaleza de la transacción que parecía haberla puesto en sus manos; pero siempre evitaba cualquier esfuerzo insólito y no entendía nada de cifras. Además, no había visto a Trenor desde la boda de Gwen Van Osburgh, y en su prolongada ausencia la huella de las palabras de Rosedale no tardó en ser borrada por otras impresiones.



Cuando llegó la noche de la ópera, sus aprensiones se habían desvanecido tan completamente que la vista del semblante rubicundo de Trenor en el fondo del palco del señor Rosedale le comunicó una grata sensación de tranquilidad. Lily no se había reconciliado del todo con la necesidad de aparecer como invitada de Rosedale en una ocasión tan señalada, y fue un alivio contar con el respaldo de alguien perteneciente a su propio círculo… porque los hábitos sociales de la señora Fisher eran demasiado promiscuos para que su presencia justificara la de la señorita Bart.



Para Lily, siempre animada ante la perspectiva de exhibir su belleza en público y consciente esta noche del realce que le prestaban sus mejores galas, la insistencia de la mirada de Trenor se confundió con la corriente general de miradas de admiración que convergían en ella. ¡Ah, era maravilloso ser joven, radiante y esbelta, tener fuerza y elasticidad, líneas proporcionadas y sonrosados colores, y sentirse encumbrada a una cima solitaria por aquella gracia intransferible que es la contrapartida física del genio!



Todos los medios parecían justificados para alcanzar semejante fin o, mejor dicho, mediante un acertado cambio de luces con el cual la práctica había familiarizado a la señorita Bart, la causa se reducía a un puntito en el resplandor general del efecto. Sin embargo las jóvenes brillantes, un poco deslumbradas por la propia refulgencia, suelen olvidar que el modesto satélite sumergido en su luz sigue en constante rotación y generando su propio calor. Mientras Lily disfrutaba del poético momento, ajena a la sórdida idea de que su vestido y su capa habían sido indirectamente pagados por Gus Trenor, éste no tenía en su composición la poesía suficiente para perder de vista tan prosaicos hechos. Sólo sabía que en toda su vida no había visto a Lily más elegante, que no se veía en todo el teatro a una mujer que luciera mejor los vestidos caros y que hasta ahora él, a quien ella debía esta oportunidad de exhibirse, no había obtenido otra recompensa que la de contemplarla en compañía de varios centenares de otros pares de ojos.



Para Lily fue, por consiguiente, una sorpresa desagradable encontrarse con él a solas en el fondo del palco durante un entreacto y oírle decir sin preámbulo y en un tono de dolida autoridad:



—Oiga, Lily, ¿qué ha de hacer un pobre diablo para poder verla? Vivo en la ciudad tres o cuatro días por semana y usted sabe que dos líneas siempre me encontrarán en el club, y sin embargo parece que no recuerda mi existencia hasta que me necesita para hacer un negocio.



El manifiesto mal gusto de la observación no facilitó a Lily la tarea de responder porque tenía muy presente que no era el mejor momento para erguir su silueta esbelta y arquear las cejas con gesto sorprendido, medios que solía emplear para poner coto a cualquier incipiente signo de familiaridad.



—Me halaga mucho que desee verme —respondió, fingiendo preocupación—, pero, a menos que haya perdido mis señas, le habría sido fácil encontrarme cualquier tarde en casa de mi tía… De hecho, esperaba que me hiciera una visita.

 



El intento de apaciguarle con esta última concesión fue un fracaso, porque él replicó, con su acostumbrado ceño fruncido, que tanto le afeaba cuando se enfurecía:



—¡Al diablo las visitas de familia! No tengo intención de desperdiciar la tarde escuchando a otros tipos hablar con usted. Sabe que no me gustan las reuniones sociales… Prefiero escabullirme cuando se organiza esa clase de circo. ¿Por qué no podemos ir juntos a cualquier parte… una pequeña y simpática excursión como aquel paseo en Bellomont el día en que fue a recibirme?



Se acercó desagradablemente al hacer esta sugerencia y ella creyó percibir un aroma significativo que explicaba el color rojo de sus mejillas y la humedad de su frente.



La idea de que una réplica impulsiva podía producir una explosión de cólera la obligó a reprimir su asco y contestó, riendo:



—No sé cómo se puede pasear por el campo viviendo en la ciudad, pero no siempre estoy rodeada de una corte de admiradores y, si me hace saber qué tarde vendrá, dispondré las cosas para que podamos tener una tranquila charla.



—¡Al diablo las charlas! Siempre me dice lo mismo —se soliviantó Trenor, cuyos expletivos carecían de variedad—. Se libró de mí con las mismas palabras en la boda de Gwen Van Osburgh… pero en cristiano significan que, como ya ha conseguido lo que quería de mí, ahora prefiere a cualquier otro.



Su voz subió de tono en la última frase y Lily se sonrojó, fastidiada, pero siguió dominando la situación y posó en el brazo de él una mano conciliadora.



—No sea absurdo, Gus; no puedo permitir que me hable de una forma tan ridícula. Si realmente quiere verme, ¿por qué no damos un paseo por el parque una tarde cualquiera? Convengo con usted en que es divertido ser rústico en la ciudad y, si lo desea, nos veremos allí, daremos de comer a las ardillas y navegaremos por el lago en la góndola de vapor.



Habló sonriendo y mirándole a los ojos de un modo que suavizaba el tono burlón y que logró, de repente, doblegarle a su voluntad.



—Muy bien, de acuerdo: trato hecho. ¿Qué le parece mañana a las tres, al final del Mall? Seré puntual, recuérdelo. Y no me deje plantado, ¿eh, Lily?



Para alivio de la señorita Bart, la repetición de la promesa no fue necesaria porque la puerta se abrió y George Dorset entró en el palco. Trenor cedió su puesto de muy mal humor y Lily dedicó una radiante sonrisa al recién llegado. No había hablado con Dorset desde su estancia en Bellomont, pero algo en la mirada y actitud de él le dijo que recordaba el amistoso estado de sus relaciones. No era hombre a quien resultara fácil expresar admiración: el rostro largo y amarillento y los ojos desconfiados parecían estar siempre a la defensiva contra todas las emociones. Pero la intuición de Lily tenía unas antenas finísimas para todo cuanto abarcaba su propio influjo y, mientras hacía sitio a Dorset en el pequeño sofá, se convenció de que estar cerca de ella le procuraba un placer sin nombre. Pocas mujeres se tomaban la molestia de ser amables con Dorset y Lily lo había sido en Bellomont, y ahora le sonreía con renovada y deliciosa bondad.



—Bueno, aquí estamos otra vez, dispuestos a otros seis meses de maullidos —empezó él, en tono quejumbroso—. Sin la menor diferencia de un año para otro, salvo que las mujeres lucen vestidos nuevos y los cantantes tienen voces nuevas. Mi mujer es aficionada a la música, ¿sabe? Por eso me hace seguir este curso todos los inviernos. Las noches italianas pueden pasar, porque entonces no le importa llegar tarde y hay tiempo de digerir. Pero, cuando dan algo de Wagner, tenemos que cenar a toda prisa y yo sufro las consecuencias. Y las corrientes de aire son diabólicas: asfixia por delante y pleuresía por detrás. ¡Ahí va Trenor, saliendo del palco y olvidando correr la cortina! Claro que, con su cara dura, las corrientes de aire no le afectan. ¿Ha visto alguna vez comer a Trenor? Si le viera, se extrañaría de que siga viviendo; supongo que por dentro también es de cemento armado. Pero he venido para decirle que mi mujer quiere que vaya a nuestra casa de campo el domingo próximo. No diga que no, se lo suplico. Ha invitado a un montón de pelmazos… intelectuales, quiero decir; es su nueva especialidad, ¿sabe?, y no estoy seguro de que no sea peor que la música. Algunos llevan el pelo largo y ya empiezan a discutir con la sopa, por lo que ni se enteran cuando les acercan la bandeja. La consecuencia es que la cena se enfría y yo tengo dispepsia. Ese idiota de Silverton nos los trae a casa; escribe poesías, ¿sabe?, y Bertha y él son cada vez más íntimos. Si quisiera, ella escribiría mejor que todos y no la culpo por querer rodearse de tipos inteligentes; lo único que pido es: «¡No me obligues a verles comer!».



La esencia de esta extraña comunicación suscitó en Lily un placer intenso. En circunstancias normales no habría habido nada sorprendente en una invitación de Bertha Dorset, pero desde el episodio de Bellomont una hostilidad tácita separaba a las dos mujeres. Ahora, Lily sintió con gran asombro que su sed de venganza se había extinguido. Si quieres perdonar a tu enemigo, dice un proverbio malayo, inflígele antes algún daño; y Lily estaba experimentando la veracidad de esta máxima. Si hubiera destruido las cartas de la señora Dorset, tal vez habría continuado odiándola, pero el hecho de haberlas conservado había saciado su resentimiento.



Sonrió, aceptando la invitación y viendo en la reanudación de la amistad una escapatoria de las importunidades de Trenor.





Capítulo XI





Así terminaron las vacaciones y dio comienzo la temporada. La Quinta Avenida se convirtió en un torrente nocturno de carruajes que subían a los barrios elegantes de los alrededores del Parque, donde ventanas iluminadas y marquesinas simbolizaban la rutina usual de la hospitalidad. Otras corrientes tributarias cruzaban el tráfico principal, llevando su carga a teatros, restaurantes y ópera; y la señora Peniston, desde la tranquila atalaya de su ventana superior, podía anunciar con notable precisión el momento justo en que el crónico volumen de sonido se incrementaba con la irrupción repentina de coches que se dirigían al baile de los Van Osburgh, o cuando la multiplicación de ruedas significaba simplemente que la ópera había terminado o que se celebraba una concurrida cena en Sherry’s.



La señora Peniston seguía el inicio y la culminación de la temporada con tanto interés como el más activo asiduo de sus diversiones, y en su calidad de observadora gozaba de oportunidades de comparación y generalización vedadas proverbialmente a quienes participaban en ellas. Nadie habría podido hacer un informe más exacto de las fluctuaciones sociales o señalado de modo más infalible las características propias de cada temporada: su aburrimiento, su extravagancia, su falta de bailes o su exceso de divorcios. Tenía una memoria especial para las vicisitudes de la «gente nueva», que emergía con cada nueva pleamar y o bien volvía a sumergirse bajo las aguas o se afianzaba triunfalmente en tierra, fuera del alcance de envidiosos escollos; y solía hacer gala de una notable intuición para su destino final, hasta el punto de que, una vez cumplido este destino, podía decirle casi siempre a Grace Stepney —recipiente de sus profecías— que todo se había desarrollado de acuerdo con sus predicciones.



La temporada en cuestión habría sido caracterizada por la señora Peniston como un período en el cual todo el mundo «se sentía pobre», excepto Welly Bry y el señor Simon Rosedale. Había sido un mal otoño en Wall Street, donde los precios caían de acuerdo con esa ley peculiar según la cual las acciones del ferrocarril y las balas de algodón son más sensibles a la distribución del poder ejecutivo que muchos respetables ciudadanos educados para todas las ventajas del autogobierno. Incluso fortunas en apariencia independientes del mercado revelaron una secreta dependencia de él o sufrieron un contagio por afinidad: la sociedad, enfurruñada, no salía de sus mansiones campestres o iba a la ciudad de incógnito, las diversiones públicas eran desdeñadas y la informalidad y las cenas frías se pusieron de moda.



Sin embargo, después de divertirse brevemente en su papel de Cenicienta, la sociedad se cansó de sentarse junto al fuego y acogió al Hada Madrina en la forma de cualquier mago lo bastante poderoso para convertir la calabaza vacía en una carroza dorada. El mero hecho de enriquecerse cuando las inversiones ajenas pierden valor es suficiente para llamar la atención de los envidiosos y, según rumores procedentes de Wall Street, Welly y Rosedale habían encontrado el secreto de realizar este milagro.



Se decía de Rosedale en particular que había doblado su fortuna y adquirido la mansión recién terminada de una de las víctimas del derrumbe, quien, en el espacio de doce cortos meses, había construido una casa en la Quinta Avenida, llenado una galería con telas de antiguos maestros, invitado a ella a todo Nueva York y salido del país oculto entre una enfermera diplomada y un médico mientras sus acreedores montaban guardia frente a la valiosa colección y sus invitados se explicaban unos a otros que sólo habían cenado con él porque querían ver los cuadros. El señor Rosedale tenía intención de hacer una carrera menos meteórica. Conocía la conveniencia de ir despacio, y los instintos de su raza le ayudaban a la hora de sufrir desaires y soportar demoras. Pero fue rápido en advertir que el desánimo general de la temporada le brindaba una oportunidad insólita de brillar, y con paciencia y perseverancia se dispuso a edificar una plataforma para su triunfo. En esta fase la señora Fisher le prestó un inmenso servicio; había ayudado a tantos recién llegados a aparecer en el escenario social, que era como una de esas partes del decorado que revelan a los espectadores veteranos el argumento de la pieza que se va a representar. Sin embargo, el señor Rosedale necesitó, a la larga, un ambiente más individual. Era capaz de captar matices con una sensibilidad que la señorita Bart nunca le habría atribuido porque no iba acompañada de ninguna variación en sus modales y conducta; y cada vez veía con más claridad que era precisamente la señorita Bart quien poseía las cualidades complementarias indispensables para redondear su personalidad social.



Semejantes detalles quedaban al margen de la visión de la señora Peniston. Al igual que muchas mentalidades de alcance panorámico, la suya tendía a olvidar las minucias que estaban en primer término, y era mucho más probable que supiera dónde había encontrado Carry Fisher el chef para los Welly Bry que lo que le ocurría a su propia sobrina. No carecía, sin embargo, de fuentes de información dispuestas a suplir sus deficiencias. La mente de Grace Stepney era una especie de tira engomada que atraía fatalmente los chismes y los retenía con el poder de una memoria inexorable. A Lily le habría sorprendido saber cuántos hechos triviales relacionados con ella se alojaban en la cabeza de la señorita Stepney. Era consciente de resultar interesante para la gente del montón, pero suponía que esa gente era uniforme y que su admiración por la belleza constituía la expresión natural de su inferioridad. Sabía que Gerty Farish la admiraba ciegamente y daba por sentado que inspiraba los mismos sentimientos en Grace Stepney, a quien tenía por una Gerty Farish sin los rasgos redentores del entusiasmo y la juventud.



En realidad, diferían una de otra tanto como del objeto de su común contemplación. El corazón de la señorita Farish era un manantial de tiernas ilusiones, y el de la señorita Stepney un minucioso registro de hechos en cuanto manifestaciones relacionadas consigo misma. Poseía una sensibilidad que se le habría antojado cómica a Lily en una persona de nariz pecosa y párpados enrojecidos que vivía en una pensión y admiraba el salón de la señora Peniston; pero las limitaciones de la pobre Grace conferían a esa sensibilidad una vida interior más concentrada, del mismo modo que un terreno baldío produce en ciertas plantas una florescencia más exuberante. No tenía ciertamente una propensión abstracta a la mala voluntad: Lily no le gustaba, pero no porque fuera inteligente y atractiva, sino porque creía que ella no le gustaba a Lily. Es menos humillante considerarse poco popular que insignificante, y la vanidad prefiere creer que la indiferencia es una forma latente de antipatía. Incluso las exiguas muestras de cortesía que Lily concedía al señor Rosedale le habrían granjeado la amistad eterna de la señorita Stepney, pero ¿cómo podía prever Lily que semejante amistad era digna de ser cultivada? ¿Cómo, además, puede medir una joven que nunca ha sido desairada el dolor infligido por este desdén? Y, por último, ¿cómo podía adivinar ella, acostumbrada a elegir entre un sinfín de compromisos, que había ofendido mortalmente a la señorita Stepney al ser la causa de su exclusión de una de las raras cenas de la señora Peniston?

 



A esta última le desagradaba dar cenas, pero tenía un hondo sentido del deber familiar y, cuando Jack Stepney y su esposa regresaron del viaje de novios, se sintió obligada a encender las lámparas del salón y sacar su mejor plata de la caja fuerte del banco. Las poco frecuentes recepciones de la señora Peniston eran precedidas por jornadas enteras de desgarradora vacilación ante cada pormenor de la fiesta, desde la colocación de los invitados en la mesa hasta el dibujo del mantel, y en el curso de una de estas discusiones preliminares sugirió con imprudencia a su prima Grace que, puesto que la cena era una ocasión familiar, tal vez ella figuraría entre los invitados. La perspectiva iluminó durante una semana la incolora existencia de la señorita Stepney y de pronto un día se le dio a entender que sería más conveniente invitarla en otra oportunidad. La señorita Stepney sabía con exactitud qué había ocurrido. Lily, para quien las reuniones familiares eran ocasiones de un aburrimiento sin paliativos, había convencido a su tía de que la joven pareja preferiría una cena de personas «elegantes», y la señora Peniston, que se fiaba a ciegas de su sobrina en todas las cuestiones sociales, se había visto obligada a decretar el destierro de Grace. Después de todo, Grace podía ir cualquier día; ¿por qué había de importarle aplazar la fecha?



Precisamente porque la señorita Stepney podía ir cualquier día —y porque sabía que sus parientes conocían el secreto de sus veladas solitarias—, este incidente adquirió en su horizonte proporciones gigantescas. Estaba segura de que debía agradecérselo a Lily, y el resentimiento sordo se convirtió en una animadversión activa.



La señora Peniston, a quien visitó uno o dos días después de la cena, dejó su labor de ganchillo y se volvió, abandonando bruscamente la contemplación de la Quinta Avenida.



—¿Gus Trenor? ¿Lily… y Gus Trenor? —inquirió, palideciendo tan de repente que su visitante casi se alarmó.



—¡Oh, prima Julia! Yo no… no he querido decir…



—No sé qué has querido decir —murmuró la señora Peniston con un temblor asustado en la voz delgada e irritable—. Cosas así no sucedían en mis tiempos. ¡Y mi propia sobrina! No estoy segura de haberte comprendido. ¿Dice la gente que está enamorado de ella?



El horror de la señora Peniston era genuino. Aunque alardeaba de una familiaridad sin par con las crónicas secretas de la sociedad, era inocente como una colegiala que considera la maldad parte de la «historia» y a la que nunca se le ocurre que los escándalos sobre los que lee en horas de clase pueden reproducirse en su calle. La señora Peniston tenía la imaginación tapada con una funda, como los muebles del salón. Sabía, por supuesto, que la sociedad había «cambiado mucho» y que muchas mujeres a quienes su madre habría tildado de «peculiares» estaban ahora en posición de ser exigentes con su lista de visitas; había discutido los peligros del divorcio con su párroco y agradecido a veces que Lily continuara soltera; pero la idea de que el nombre de una muchacha pudiera ser rozado por el escándalo y sobre todo asociado con ligereza al de un hombre casado era tan nueva para ella que se sentía horrorizada como si la hubieran acusado de dejar puestas las alfombras todo el verano o de violar cualquier otra ley del gobierno doméstico.



La señorita Stepney, una vez le hubo pasado el primer susto, empezó a sentir la superioridad que concede una mentalidad más abierta. ¡Era realmente lamentable ser tan ignorante del mundo como la señora Peniston! Sonrió al oír su pregunta.



—La gente siempre murmura cosas desagradables… y es cierto que se les ve mucho juntos. Un amigo mío les vio la otra tarde en el Parque… al atardecer, cuando ya habían encendido las farolas. Es una lástima que Lily se exhiba de esta manera.



—¿Se exhiba? —gimió la señora Peniston, que se inclinó hacia delante y bajó la voz para paliar el horror—. ¿Qué dicen? ¿Que él se divorciará para casarse con ella?



Grace Stepney se echó a reír.



—¡Dios mío, no! No haría nunca una cosa así. Es… es un flirteo… nada más.



—¿Un flirteo? ¿Entre mi sobrina y un hombre casado? ¿Pretendes decirme que Lily, con su belleza y