Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

Tekst
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

En general evitaba estar en casa durante el baldeo doméstico, pero en esta ocasión una serie de razones se habían confabulado para atraerla a la ciudad, y la primera era haber recibido menos invitaciones que de costumbre para el otoño. Estaba tan acostumbrada a ir de una mansión campestre a otra hasta que el fin de las vacaciones obligaba a sus amistades a volver a la ciudad que los intervalos de tiempo libre le daban una extraña sensación de decreciente popularidad. Era cierto lo que le había dicho a Selden: la gente se estaba cansando de ella. Sería bien acogida en un nuevo papel, pero como señorita Bart se la sabían de memoria. Ella también se sabía a sí misma de memoria y estaba harta de su personaje. Había momentos en que deseaba con fuerza algo diferente, algo extraño, remoto e inexplorado, pero los juegos más audaces de su imaginación no pasaban de representarla en su vida habitual con un decorado nuevo. No podía imaginarse más que en un salón, emanando elegancia como una flor emana perfume.



Mientras tanto, a medida que avanzaba octubre, se hacía más acuciante afrontar la alternativa de volver a casa de los Trenor o reunirse con su tía en la ciudad. Incluso el desolado aburrimiento de Nueva York en octubre y las incómodas limpiezas del hogar de la señora Peniston parecían preferibles a lo que podía esperarla en Bellomont; de ahí que, con un aire de heroica devoción anunciara el propósito de residir con su tía hasta las vacaciones.



Los sacrificios de esta naturaleza son recibidos a veces con sentimientos tan encontrados como los que los inspiran, y la señora Peniston murmuró a su doncella de confianza que, si alguien de la familia debía estar con ella en semejante crisis (aunque durante cuarenta años se la había considerado competente para colgar sus propias cortinas), prefería mil veces a la señorita Grace que a la señorita Lily. Grace Stepney era una prima insignificante, de modales adaptables e intereses de segunda mano, que acudía a acompañar a la señora Peniston cuando Lily cenaba fuera con demasiada frecuencia, que jugaba a las cartas, cogía puntos de media, leía las esquelas del Times y admiraba sinceramente las cortinas de satén púrpura del salón, el Gladiador Moribundo de la ventana y el enorme cuadro del Niágara que representaba el único exceso artístico de la modesta carrera del señor Peniston.



En circunstancias normales, la señora Peniston se aburría tanto con su excelente prima como cualquier receptora de servicios semejantes con la persona qué se los presta. Prefería mucho más a la inteligente e imprevisible Lily, que no sabía distinguir entre los extremos de un ganchillo y hería con frecuencia su susceptibilidad sugiriendo que el salón debía «renovarse». Pero, a la hora de encontrar servilletas extraviadas o ayudar en la decisión de si la escalera de servicio necesitaba una alfombra nueva, el criterio de Grace era sin duda más acertado que el de Lily, por no hablar de que esta última detestaba el olor de la cera y del jabón de sosa, y se portaba como si pensara que una casa tenía que limpiarse sola, sin ninguna ayuda externa.



Sentada bajo la luz mortecina de la araña del salón —la señora Peniston no encendía nunca las lámparas a menos que hubiera invitados—, Lily parecía contemplar su propia silueta difuminándose en una panorámica de colores neutros hasta llegar a una madurez como la de Grace Stepney. Cuando dejara de divertir a Judy Trenor y sus amistades, tendría que dedicarse a divertir a la señora Peniston; desde cualquier óptica que lo mirase, sólo veía un futuro de servidumbre a los caprichos ajenos y nunca la ocasión de reafirmar su propia y ardiente individualidad.



Un campanillazo de la puerta principal, que sonó con fuerza en la casa vacía, le dio la medida de su inmenso tedio. Era como si todo el cansancio de los últimos meses culminara en la vacuidad de aquella velada interminable. ¡Ojalá aquella llamada significara una invitación del mundo exterior… una señal de que aún la querían y necesitaban! Tras cierta demora, se presentó una camarera con el anuncio de que fuera había una persona que solicitaba ver a la señorita Bart y, ante la presión de ésta para obtener una descripción más específica, añadió:



—Es la señora Haffen, señorita; se niega a decir lo que quiere.



Lily, a quien el nombre no decía nada, abrió la puerta a una mujer que lucía un ajado sombrero y que se paró muy decidida bajo la luz del recibidor. El resplandor de la llama de gas iluminó su conocida cara picada de viruela y la rojiza calva visible a través de los ralos mechones de pelo color de paja. Lily miró a la fregona con sorpresa.



—¿Deseaba verme? —preguntó.



—Me gustaría decirle algo, señorita. —El tono no era agresivo ni conciliador; no revelaba nada sobre las intenciones de la visitante. Sin embargo, un instinto de precaución indujo a Lily a ponerse fuera del alcance de los oídos de la camarera.



Indicó con una seña a la señora Haffen que la siguiera hasta el salón y cerró la puerta cuando ambas hubieron entrado.



—Usted dirá.



La mujer tenía los brazos cruzados debajo del chal, como suelen hacer las de su clase. Entonces los sacó fuera, descubriendo un pequeño paquete envuelto en sucio papel de periódico.



—Tengo aquí algo que tal vez le gustaría ver, señorita Bart.



Pronunció el nombre con un énfasis desagradable, como si conocerlo fuese una de las razones de su visita. Para Lily, la entonación sonó como una amenaza.



—¿Ha encontrado algo que me pertenece? —preguntó, alargando la mano.



La señora Haffen retrocedió.



—Bueno, en realidad, creo que es tan mío como suyo —replicó.



Lily la miró, perpleja. Ahora estaba segura de que la actitud de su visitante expresaba una amenaza, pero, por experta que fuera en ciertos asuntos, carecía de experiencia para entender el significado exacto de aquella escena. Sentía, eso sí, que debía terminarla lo antes posible.



—No comprendo; si este paquete no es mío, ¿por qué ha venido a verme?



Esta pregunta no desconcertó a la mujer; resultaba evidente que estaba preparada para contestarla; como todas las personas de su clase, tenía que dar un largo rodeo antes de llegar al principio e hizo una pausa antes de responder:



—Mi marido fue portero del Benedick hasta primeros de mes; desde entonces está sin trabajo. —Como Lily guardó silencio, la mujer continuó—: No ha sido por culpa nuestra; el agente conocía a un hombre que quería el empleo, así que nos puso de patitas en la calle, por puro capricho. Yo padecí una larga enfermedad el invierno pasado y fui sometida a una operación que se llevó todos nuestros ahorros y, como Haffen está en el paro, la vida es muy dura para mí y los niños.



Al parecer, pues, sólo había venido a pedir a la señorita Bart que encontrara un empleo para su marido; o, más probablemente, a solicitar su intercesión con la señora Peniston. Lily tenía pinta de conseguir siempre lo que quería y estaba acostumbrada a que le pidieran que actuase de intermediaria. Aliviada de su vaga aprensión, se refugió en la fórmula convencional:



—Lamento que hayan pasado tantos apuros —dijo.



—Oh, sí, señorita, grandes apuros, y no han hecho más que empezar. Si por lo menos tuviéramos otro empleo a la vista, pero el agente no quiere saber nada de nosotros. No es culpa nuestra, pero…



En este punto, Lily se dejó dominar por la impaciencia.



—Si tiene algo más que decirme… —interrumpió.



El desaire ofendió a la mujer y espoleó sus confusas ideas.



—Sí, señorita, a eso voy —replicó. Hizo otra pausa, con los ojos fijos en Lily, y luego continuó en un tono vagamente narrativo—: Cuando estábamos en el Benedick, yo me encargaba de los apartamentos de algunos caballeros o por lo menos les quitaba el polvo los sábados. Varios de ellos recibían un montón de cartas; nunca había visto tanto correo. Tenían las papeleras llenas a rebosar y algunas cartas se caían al suelo. Por lo visto, ya estaban hartos de tanto papel. Había unos más cuidadosos que otros y el señor Selden, el señor Lawrence Selden, era de los mejores; en invierno quemaba las cartas y en verano las rompía en pedacitos pequeños, pero a veces tenía tantas que las juntaba, como hacían los demás, y las rasgaba sólo una vez… así.



Mientras hablaba, había deshecho el nudo del cordel que ataba el paquete y ahora sacó una carta que puso sobre la mesa que había entre ella y la señorita Bart. Tal como había dicho, la carta estaba rota por la mitad; con un rápido ademán, la mujer hizo coincidir los bordes rasgados y alisó el papel.



Lily sintió una oleada de indignación. Se hallaba en presencia de algo ruin, apenas entrevisto hasta entonces, la clase de ruindad sobre la que se susurraba en sociedad y que ella jamás habría pensado que pudiera rozar su propia vida. Se echó hacia atrás con un gesto de repugnancia, pero un descubrimiento repentino la frenó: bajo la luz imprecisa de la araña de la señora Peniston, acababa de reconocer la caligrafía de la carta. Era grande y deslavazada, con algún trazo de masculinidad que apenas disimulaba su falta de firmeza, y las palabras, garabateadas con tinta espesa sobre papel de notas débilmente coloreado, sonaron en sus oídos como si ya las hubiera oído pronunciar.



Al principio no comprendió todo el alcance de la situación, sólo que delante de ella tenía una carta escrita por Bertha Dorset y dirigida, presuntamente, a Lawrence Selden. No había fecha, pero la negrura de la tinta probaba que la escritura era reciente. Sin duda el paquete que la señora Haffen apretaba en la mano contenía otras cartas parecidas… una docena, calculó Lily a bulto. La carta desdoblada era corta, pero sus escasas palabras, que habían saltado a su cerebro antes de saber que las leía, contaban una larga historia… una historia con la que los amigos de la remitente se habían encogido de hombros y sonreído durante los cuatro últimos años, considerándola una más entre las innumerables «buenas situaciones» de la comedia mundana. Ahora el lado opuesto se presentaba ante ella, el lado volcánico de la superficie sobre el que la conjetura y la insinuación resbalan suavemente hasta que la primera fisura convierte su murmullo en un alarido. Lily sabía que nada ofende más a la sociedad que tener que ofrecer su protección a quienes no han sabido aprovecharla; y, si castiga a los infractores descubiertos, es porque han traicionado su complicidad. Y en este caso la cuestión no ofrecía ninguna duda. El código del mundo de Lily decretaba que el marido de una mujer debía ser el único juez de su conducta: técnicamente, ella estaba por encima de toda sospecha mientras gozara de su aprobación, o incluso de su indiferencia. Pero con un hombre del temperamento de George Dorset no podía pensarse en el perdón; el dueño de las cartas de su esposa podía derribar con un dedo toda la estructura de la existencia de ésta. ¡Y a qué manos había ido a parar el secreto de Bertha Dorset! Por un momento, la ironía de la coincidencia convirtió la repugnancia de Lily en una confusa sensación de triunfo, aunque la repugnancia volvió en seguida: todas sus resistencias instintivas, de gusto, de educación, de tácitos escrúpulos heredados, se rebelaron contra este vago triunfo. Su impresión predominante era la de una contaminación personal.

 



Se apartó, como para poner la mayor distancia posible entre sí misma y su visitante.



—No sé nada de estas cartas —dijo— y no tengo idea de por qué me las ha traído a mí.



La señora Haffen la miró sin pestañear.



—Le diré por qué, señorita. Se las he traído para vendérselas, porque no tengo otro medio de reunir dinero y, si no pagamos el alquiler mañana por la noche, nos desahuciarán. Nunca había hecho una cosa así y si usted hablara al señor Selden o al señor Rosedale para que readmitieran a Haffen en el Benedick… La vi hablar con el señor Rosedale en el umbral aquel día que fue usted a visitar al señor Selden…



La sangre afluyó a la frente de Lily. Ahora lo comprendía: la señora Haffen creía que era ella la autora de las cartas. En el primer acceso de cólera estuvo a punto de llamar y ordenar a la mujer que se fuera, pero un extraño impulso se lo impidió. El nombre de Selden había suscitado otras ideas. Las cartas de Bertha Dorset no le importaban nada, ¡podían ir a parar a donde el azar quisiera llevarlas! Pero Selden estaba inextricablemente ligado a ellas. Los hombres no sufren mucho, si es que sufren algo, en semejantes lances, y en este caso la misma intuición que le había revelado el significado de las cartas, le había llevado a intuir que eran súplicas —reiteradas y, por consiguiente, sin respuesta— para la reanudación de unas relaciones que por lo visto el tiempo había enfriado. No obstante, el hecho de que la correspondencia hubiera caído en manos ajenas acusaría a Selden de negligencia en una cuestión que el mundo considera de lo menos perdonable; y existían además riesgos mayores si se tenía en cuenta el carácter quisquilloso de Dorset.



Sopesó todo esto de manera inconsciente; sólo adivinaba que Selden desearía recuperar aquellas cartas y que, por lo tanto, ella debía conseguirlas. Su pensamiento no fue más allá. Tuvo, eso sí, una rápida visión de la entrega del paquete a Bertha Dorset y de las oportunidades ofrecidas por dicha restitución; pero esta idea descubrió abismos de los que Lily se apartó, avergonzada.



Mientras tanto la señora Haffen, captando al vuelo su vacilación, ya había abierto el paquete y colocado las cartas sobre la mesa. Todas habían sido recompuestas con tiras de papel fino. Algunas estaban rotas en pequeños fragmentos, pero la mayoría, simplemente rasgadas por la mitad. Aunque no eran muchas, así esparcidas casi llegaban a cubrir toda la mesa. La mirada de Lily se posó en algunas palabras aisladas y entonces preguntó en tono más bajo:



—¿Cuánto quiere por ellas?



El rostro de la señora Haffen enrojeció de satisfacción. Era evidente que la joven señorita estaba muy asustada y la señora Haffen era la mujer indicada para aprovecharse al máximo de semejantes temores. Previendo una victoria más fácil de lo anticipado, nombró una suma exorbitante.



Pero la señorita Bart resultó ser una presa menos inofensiva de lo que daba a entender su imprudente pregunta. Se negó a pagar el precio exigido y, tras un momento de duda, hizo una contraoferta que ascendía a la mitad de la suma.



La señora Haffen se enderezó. Alargó la mano hacia las cartas diseminadas, las recogió con lentitud e hizo ademán de querer empaquetarlas de nuevo.



—Creo que valen más para usted que para mí, señorita, pero los pobres han de vivir, igual que los ricos —observó en tono sentencioso.



Lily temblaba de miedo, pero la insinuación reforzó su resistencia.



—Se equivoca —replicó, indiferente—. Le he ofrecido lo máximo que estoy dispuesta a dar por las cartas; además, tal vez haya otros medios de conseguirlas.



La señora Haffen le dirigió una mirada suspicaz; tenía demasiada experiencia para no saber que el tráfico en que estaba metida acarreaba peligros tan grandes como las posibles ganancias, y tuvo una visión de la complicada maquinaria vengativa que una palabra de esta altiva señorita podía poner en marcha.



Se llevó a los ojos la punta del chal y murmuró que no estaba bien abusar de los pobres, pero que jamás se había visto mezclada en un negocio semejante y podía jurar por su honor de cristiana que a ella y a su marido sólo les movía la idea de que las cartas no debían ir a parar a manos extrañas.



Lily estaba inmóvil, guardando entre ella y la fregona la máxima distancia compatible con la necesidad de hablar en voz baja. Le resultaba intolerable regatear el precio de las cartas, pero sabía que, si daba muestras de debilidad, la señora Haffen incrementaría inmediatamente la cantidad exigida.



Después no pudo recordar el tiempo que había durado el duelo ni en qué momento decisivo, tras un lapso de minutos según el reloj, pero de horas si lo medía por los precipitados latidos de su corazón, logró la posesión de las cartas; sólo sabía que la puerta se cerró por fin y ella se quedó sola con el paquete en la mano.



No tenía ninguna intención de leer las misivas; incluso desdoblar el sucio papel de periódico de la señora Haffen le parecía denigrante. Pero ¿qué haría con el contenido? El destinatario de las cartas se había propuesto destruirlas y el deber de Lily era cumplir esta intención. No tenía derecho a conservarlas: hacerlo equivaldría a disminuir el mérito de haberlas recuperado. ¿Cómo destruirlas con total efectividad, para que no volviera a existir el riesgo de que cayeran en manos indeseables? En la chimenea del gélido salón de la señora Peniston brillaba implacablemente el guardafuegos; como las lámparas, las chimeneas sólo se encendían cuando venían invitados.



La señorita Bart se disponía ya a llevarse las cartas al piso superior cuando oyó abrirse la puerta y vio entrar a su tía en el salón. La señora Peniston era una mujer baja y regordeta, de tez incolora surcada por arrugas triviales. Llevaba el cabello gris peinado con precisión y su vestido parecía nuevo en exceso y al mismo tiempo ligeramente pasado de moda. Siempre vestía de negro, iba demasiado ceñida y lucía joyas muy caras; era el tipo de mujer que lleva lentejuelas a la hora del desayuno. Lily no la había visto nunca sin la coraza negra y reluciente, sin las botas pequeñas y apretadas y sin un aire de tener listo el equipaje y estar dispuesta a partir; sólo que nunca partía.



Realizó un minucioso escrutinio del salón.



—He visto una rendija de luz en una persiana cuando me acercaba; es el colmo, no puedo enseñar a esa mujer que las baje como es debido.



Después de corregir esta irregularidad, se sentó en una de las brillantes butacas de color violeta; siempre se sentaba en el borde, nunca se recostaba. Entonces echó una ojeada a la señorita Bart.



—Querida, pareces exhausta; supongo que es la excitación de la boda. Cornelia van Alstyne no ha hablado de otra cosa; Molly también estaba y Gerty Farish ha entrado un minuto para comentarla. Encuentro raro que sirvieran melón antes del consomé; un almuerzo nupcial siempre ha de comenzar con un consomé. A Molly no le han gustado los vestidos de las damas de honor. Según le ha contado Julia Melson, son de Céleste y han costado trescientos dólares cada uno, pero dice que no lo parece. Me alegro de que decidieras no ser dama de honor; ese tono de rosa asalmonado no te favorece.



A la señora Peniston le encantaba comentar los pormenores más nimios de las fiestas a las que no había asistido. Nada la habría inducido a soportar el esfuerzo y la fatiga de ir a la boda de la pequeña Van Osburgh, pero su interés por el acontecimiento era tan grande que, después de haber oído dos versiones, se disponía ahora a sonsacar una tercera a su sobrina. Por desgracia, Lily había hecho gala de una deplorable distracción a la hora de observar los detalles de la ceremonia. No recordaba el color del vestido de la señora Van Osburgh y ni siquiera podía decir si el banquete nupcial se había servido en la antigua vajilla de Sévres de la familia; en suma, que la señora Peniston llegó a la conclusión de que más le servía como oyente que como narradora.



—Realmente, Lily, no comprendo por qué te has molestado en asistir a la boda si no recuerdas lo ocurrido ni a quién has visto. Cuando yo era joven solía guardar el menú de todas las cenas a las que iba y escribía los nombres de los invitados en el dorso; y no tiré los regalos de los cotillones hasta la muerte de tu tío, cuando me pareció una falta de respeto conservar en la casa tantos adornos multicolores. Recuerdo que llené un armario con ellos y tampoco he olvidado en qué bailes me los regalaron. Molly van Alstyne me hace pensar en cómo era yo a su edad; sus dotes de observación son una maravilla. Ha descrito a su madre el corte exacto del traje de la novia y, por el pliegue de la espalda, todas hemos adivinado que debía de ser de Paquin.



La señora Peniston se levantó de repente, se dirigió hacia el reloj de bronce dorado, coronado por una Minerva con yelmo, que presidía la repisa de la chimenea entre dos jarrones de malaquita, y pasó su pañuelo de encaje entre el yelmo y la visera.



—¡Lo sabía! ¡La camarera nunca quita el polvo de aquí! —exclamó, enseñando triunfalmente una diminuta mancha en el pañuelo; luego volvió a sentarse y prosiguió—: Molly cree que la señora Dorset era la invitada mejor vestida de la boda. No me cabe duda de que su traje costó más que el de cualquier otra, pero no acaba de gustarme la idea… una combinación de marta cibelina y point de Milan. Al parecer la viste un nuevo modisto de París que no admite ningún encargo hasta que su clienta ha pasado un día con él en su casa de Neuilly. Dice que ha de estudiar la vida doméstica de su modelo… ¡una condición muy peculiar, diría yo! Pero la propia señora Dorset se lo contó a Molly: dijo que la casa rebosaba de cosas exquisitas y que lamentó de veras tener que irse. ¡Molly opina que nunca la ha visto tan guapa! Estaba muy alegre, proclamando que había hecho de Cupido entre Evie van Osburgh y Percy Gryce. Y es cierto que parece ejercer una gran influencia sobre los muchachos solteros. Tengo entendido que ahora se interesa por el hijo de los Silverton, ese mentecato que se ha encaprichado de Carry Fisher y anda loco por el juego. Bueno, como decía, Evie se ha prometido; la señora Dorset la invitó junto con Percy Gryce y lo arregló todo y Grace van Osburgh está en el séptimo cielo… Ya desesperaba de poder casar a Evie. —La señora Peniston hizo otra pausa, pero esta vez su escrutinio no se concentró en los muebles, sino en su sobrina—. Cornelia van Alstyne se sorprendió mucho; había oído decir que eras tú quien se casaba con Percy Gryce. Vio a los Wetherall justo después de su estancia en Bellomont contigo y Alice Wetherall estaba segura de que habría boda. Dijo que, cuando el señor Gryce se marchó inesperadamente una mañana, todos pensaban que corría a la ciudad a comprar el anillo.



Lily se levantó y fue hacia la puerta.



—Estoy realmente exhausta; me voy a la cama —dijo, y la señora Peniston, súbitamente distraída por el descubrimiento de que el caballete que sostenía el último retrato al carbón del difunto señor Peniston no estaba en línea paralela con el sofá de enfrente, ofreció al beso de su sobrina un rostro ensimismado.



Ya en su habitación, Lily subió la llama del gas y miró hacia la chimenea. Relucía tanto como la del salón, pero al menos aquí podía quemar unos papeles sin riesgo de irritar a su tía. Sin embargo, no hizo ademán de llevar a cabo su propósito, sino que se desplomó en una silla y miró a su alrededor con expresión cansada. Su habitación era grande, estaba amueblada con comodidad y suscitaba la envidia y la admiración de Grace Stepney, que vivía en una casa de huéspedes; pero, en comparación con los suaves tonos y los muebles lujosos de las habitaciones para invitados donde Lily pasaba tantas semanas de su existencia, era deprimente como una cárcel. El armario y la cama de nogal negro, ambos monumentales, habían emigrado del dormitorio del señor Peniston y en la pared, empapelada de color fucsia, con el dibujo de bandadas de aves tan en boga a principios de la década de 1860, pendían grandes grabados de acero de carácter anecdótico. Lily había intentado adornar este fondo tan poco atractivo con algunos detalles frívolos, como un tocador vestido de encaje y un pequeño escritorio pintado y decorado con fotografías; pero mientras contemplaba la habitación se dio cuenta de la futilidad de su tentativa. ¡Qué contraste con la sutil elegancia del ambiente que se había adjudicado en su imaginación: un apartamento que superara el complicado lujo de las moradas de sus amigos en la medida en que ella les superaba en sensibilidad artística! ¡Un apartamento en el que cada tono y cada línea conspirasen para realzar su belleza y dar distinción a sus ocios! Una vez más, su depresión mental intensificó la obsesionante sensación de fealdad física, de modo que cada mueble desproporcionado pareció ofrecerle su ángulo más agresivo.

 



Las palabras de su tía no le habían dicho nada nuevo pero habían resucitado la imagen de Bertha Dorset, sonriente, halagada, victoriosa, poniendo a Lily en ridículo con insinuaciones inteligibles para todos los miembros de su reducido grupo. La idea del ridículo la ofendió más que cualquier otra sensación: conocía cada giro de la jerga de alusiones capaces de despellejar a sus víctimas sin derramamiento de sangre. Las mejillas le ardieron al evocarla y se levantó y recogió las cartas. Ya no deseaba destruirlas; tal propósito había sido anulado por el eficaz corrosivo de las palabras de la señora Peniston.



Se acercó al escritorio y, después de encender una vela, ató y selló el paquete; entonces abrió el armario, sacó un cofre y lo depositó en él. Al hacerlo, se le ocurrió pensar con ironía que debía agradecer a Gus Trenor el dinero que le había permitido comprarlas.





Capítulo X





El otoño avanzaba con lentitud y monotonía. La señorita Bart recibió una o dos notas de Judy Trenor, reprochándole que no volviera a Bellomont, pero Lily contestó con evasivas, alegando que se veía obligada a permanecer al lado de su tía. En realidad, ya empezaba a cansarla su solitaria existencia con la señora Peniston y sólo la excitación de gastar el dinero recién adquirido mitigaba el tedio de los días.



Durante toda su vida Lily había visto salir el dinero tan pronto como entraba, y a pesar de sus teorías sobre ahorrar prudentemente una parte de sus ganancias, carecía, por desgracia, de una visión económica de los riesgos del despilfarro. Era una satisfacción intensa saber que, al menos por unos meses, podría ser independiente de la generosidad de sus amigos y hacer acto de presencia en sociedad sin temer que unos ojos penetrantes detectaran en su vestido las trazas del esplendor remendado de Judy Trenor. El hecho de que el dinero la liberara momentáneamente de todas las deudas menores la cegaba a la realidad de la deuda mayor que aquél representaba y, como nunca había sabido en qué consistía poseer tan considerable suma, saboreaba con deleite la diversión de gastarla.



Fue en una de estas ocasiones cuando, al salir de una tienda donde había pasado una hora en la contemplación de un neceser de la más complicada elegancia, tropezó con la señorita Farish, que entró en el mismo establecimiento con el modesto objeto de que le repararan el reloj. Lily se sentía insólitamente virtuosa. Había decidido aplazar la compra del neceser hasta después de recibir la factura de su nueva capa para la ópera, y esta resolución la hizo sentir mucho más rica que antes de entrar en la tienda. En tan satisfactorio estado de ánimo, veía a los demás con benevolencia y le conmovió observar el aire abatido de su amiga.



Al parecer, la señorita Farish acababa de abandonar una reunión del comité de una sociedad benéfica en la que estaba interesada. El objeto de la asociación era adquirir una vivienda cómoda, con sala de lectura y otras pequeñas distracciones, para las jóvenes empleadas de oficina, donde pudieran encontrar un hogar cuando estuvieran sin trabajo o necesitaran un descanso; el informe financiero del primer año había revelado una situación tan ruinosa que la señorita Farish, que estaba convencida de la urgencia de la obra, se sentía muy afligida ante el escaso interés suscitado. Los sentimientos altruistas no habían sido cultivados en Lily, a quien solía aburrir la relación de los esfuerzos filantrópicos de sus amistades, pero hoy su fantasía, aficionada a dramatizar, reparó en el contraste entre su propia situación y la representada por algunos de los «casos» de Gerty. Se trataba de muchachas jóvenes como ella, algunas tal vez guapas, otras dotadas quizá de una sensibilidad delicada. Se imaginó llevando una vida como la suya —una vida cuyos triunfos parecían tan sórdidos como los fracasos— y la visión la hizo temblar y sentirse solidaria. Aún tenía en el bolsillo el dinero para pagar el neceser; sacó el pequeño monedero de oro y deslizó en la mano de la señorita Farish una liberal fracción del fajo de billetes.



La satisfacción derivada de este acto fue la que habría deseado el más ardiente moralista. Lily sintió un nuevo interés por sí misma como persona de instintos caritativos; jamás se le había ocurrido hacer el bien con la riqueza con cuya posesión soñaba tan a menudo, pero ahora su horizonte se ensanchó ante la visión de una pródiga filantropía. Además, por un oscuro proceso lógico, le pareció que ese momentáneo arrebato de generosidad justificaba todas sus anteriores extravagancias y disculpaba todas aquellas en las que pudiera incurrir en el futuro. La sorpresa y gratitud de la señorita Farish confirmaron esta impresión y Lily se despidió con un sentimiento de dignidad que aquélla confundió naturalmente con los frutos del altruismo.



Pocos días después tuvo otro motivo de alegría al ser invitada a pasar la semana de Acción de Gracias en un campamento en las montañas de Adirondack. Un año antes, esta invitación habría obtenido una respuesta menos entusiasta porque la idea de la excursión, aunque organizada por la señora Fisher, procedía al parecer de una dama de origen confuso e intrépidas ambiciones sociales a quien Lily había evitado conocer hasta entonces. Ahora, sin embargo, estaba dispuesta a convenir con la señora Fisher en que poco importaba quién diera la fiesta siempre que las cosas estuvieran bien hechas, y hacer las cosas bien (bajo una dirección competente) era el punto fuerte de la señora de Wellington Bry. Esta señora (cuyo cónyuge era conocido como «Welly» Bry en los círculos de la Bolsa y en el Sporting Club) ya había sacrificado a un marido y diversas consideraciones menores en su determinación de avanzar en la escala social y, después de ganar cierta influencia sobre Carry Fisher, fue lo bastante astuta para percibir la conveniencia de ponerse enteramente bajo la égida de dicha señora. Todo se hacía bien, porque la prodigalidad de la señora Fisher no conocía límites cuando no gastaba su propio dinero y, como observó a su discípula, una buena cocinera era la mejor introducción en sociedad. Si los invitados no eran tan selectos como la cuisine, Welly Bry y esposa tendrían al menos la satisfacción de figurar por primera vez en las columnas de sociedad en compañía de uno o dos nombres bien conocidos, y entre éstos se encontraba, por supuesto, el de la señorita Bart. La joven recibía de sus anfitriones un trato muy deferente y Lily atravesaba una temporada en que necesitaba tales atenciones, cualquiera que fuese su procedencia. La admiración de la señora Bry era un espejo en que su amor propio volvía a recobrar el perfil. Ningún insecto cuelga su nido de hilos tan frágiles como los