Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

Tekst
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

Bajo su resplandor rosado, todos los huéspedes parecían llenos de cualidades amables. A Lily le gustaba su elegancia, su ligereza, su falta de énfasis; incluso su seguridad en sí mismos, que a veces podía confundirse con la necedad, se le antojaba ahora el signo lógico de su ascendencia social. Eran dueños del único mundo que le importaba y estaban dispuestos a admitirla entre sus filas y dejarla mandar a su lado. Ya empezaba a sentir en su interior una incipiente sumisión a sus normas, una aceptación de sus limitaciones, una incredulidad hacia las cosas en que no creían, una piedad desdeñosa por la gente que no podía vivir como ellos.

El precoz crepúsculo caía de soslayo sobre el parque. A través de las ramas de la larga avenida que discurría al fondo de los jardines vislumbró el destello de unas ruedas y adivinó que se acercaban más invitados. Oyó un movimiento a sus espaldas, un rumor de pasos y voces: por lo visto el grupo que rodeaba la mesa del té se estaba dispersando. Al cabo de unos momentos sonaron pasos detrás de ella en la terraza. Supuso que el señor Gryce había encontrado por fin un medio de escapar de su difícil situación y sonrió ante el hecho significativo de que acudiera a reunirse con ella en vez de retirarse inmediatamente al lado del fuego.

Se volvió para dispensarle la acogida a la que su galantería le hacía acreedor, pero el saludo se disolvió en un rubor de asombro porque el hombre que se acercaba a ella era Lawrence Selden.

—Como ve, al final he venido —dijo, pero, antes de que Lily tuviera tiempo de contestar; la señora Dorset, interrumpiendo un soso coloquio con el dueño de la casa, fue a interponerse entre ellos con un pequeño gesto de apropiación.

Capítulo V

El cumplimiento del precepto dominical se distinguía principalmente en Bellomont por la puntual aparición del flamante ómnibus destinado a transportar a los habitantes de la casa a la pequeña iglesia erigida en la entrada de la finca. La cuestión de si alguien subía o no al vehículo era de importancia secundaria, ya que al detenerse en el umbral no sólo atestiguaba las ortodoxas intenciones de la familia, sino que hacía sentir a la señora Trenor, cuando por fin lo oía alejarse, que en cierto modo había hecho uso indirecto de él.

La señora Trenor sostenía la teoría de que sus hijas iban a la iglesia todos los domingos, pero, como las creencias de su institutriz llevaban a ésta a la parroquia rival y las fatigas de la semana no permitían a la madre salir de su habitación antes del almuerzo, casi nunca había nadie presente para verificar los hechos. De vez en cuando, en un espasmódico arranque de virtud —cuando en la casa había reinado un tumulto excesivo por la noche—, Gus Trenor embutía su afable corpachón en una ceñida levita y sacaba de la cama a sus hijas; pero, como explicó Lily al señor Gryce, casi nunca se acordaba de este deber paternal hasta que se oían repicar las campanas de la iglesia al otro lado del parque y el ómnibus ya se había marchado.

Lily había insinuado al señor Gryce que este descuido de los deberes religiosos era contrario a sus propias tradiciones, y que en sus visitas a Bellomont acompañaba con regularidad a la iglesia a Muriel y Hilda. Esto concordaba con la afirmación, también confidencial, de que no había jugado nunca al bridge, y, al ser «invitada» a hacerlo la noche de su llegada, había perdido una considerable cantidad de dinero por culpa de su ignorancia del juego y de las reglas que regían las apuestas. No cabía duda de que el señor Gryce disfrutaba de su estancia en Bellomont. Le gustaba el ambiente distendido y lujoso y el lustre que le otorgaba ser miembro de aquel grupo de personas ricas y famosas. Pero le parecía una sociedad muy materialista; a veces le asustaba la charla de los hombres y la mirada de las mujeres, y le alegraba constatar que la señorita Bart, pese a toda su soltura y dominio de sí misma, no se sentía a sus anchas en una atmósfera ambigua. Por esta razón le agradó en especial saber que el domingo por la mañana acompañaría como de costumbre a las niñas Trenor a la iglesia, y, mientras paseaba por la explanada de grava que se extendía ante la casa, con el abrigo de entretiempo al brazo y el libro de rezos en la mano enguantada, reflexionaba gratamente sobre la firmeza de carácter que la mantenía fiel a las tradiciones de la infancia en un ambiente tan subversivo contra los principios religiosos.

Durante mucho rato, el señor Gryce y el ómnibus esperaron solos en la explanada pero, lejos de lamentar tan deplorable indiferencia de los otros invitados, el primero empezó a abrigar la esperanza de que la señorita Bart saliera de la casa sin compañía. Sin embargo, los preciosos minutos volaban; los vetustos castaños arañaban la tierra y salpicaban de espuma sus ramas impacientes; el cochero parecía petrificarse lentamente en el pescante y el lacayo en el umbral; y la dama seguía sin hacer su aparición. De pronto estalló en la puerta un rumor de voces y un crujido de faldas y el señor Gryce, guardándose una vez más el reloj en el bolsillo, se volvió con un sobresalto nervioso; pero lo único que pudo hacer fue ayudar a la señora Wetherall a subir al carruaje.

Los Wetherall iban siempre a la iglesia. Pertenecían al inmenso grupo de autómatas humanos que pasan por la vida sin descuidar uno solo de los gestos ejecutados por las demás marionetas. Es cierto que las marionetas de Bellomont no iban a la iglesia, pero otras igualmente importantes lo hacían, y el círculo del señor y la señora Wetherall era tan amplio que Dios figuraba en su lista de visitas. Aparecieron, por consiguiente, puntuales y resignados, con el aire aburrido de las personas resueltas a «quedarse en casa», y detrás de ellos, rezagadas y cada una por su lado, salieron Muriel y Hilda, bostezando y ajustándose mutuamente cintas y velos. Habían prometido a Lily ir con ella a la iglesia, según declararon, y Lily era tan buena que no les molestaba complacerlas, aunque no imaginaban por qué se le había ocurrido semejante idea; por su parte, habrían preferido jugar al tenis con Jack y Gwen. Las niñas Trenor fueron seguidas por lady Cressida Raith, una curtida aparición con vestido de seda estampada y abalorios etnológicos que, al ver el ómnibus, se admiró de que no fueran a pie cruzando el parque, pero que, al oír la horrorizada protesta de la señora Wetherall según la cual la iglesia se hallaba a casi dos kilómetros de distancia, lanzó una ojeada a los tacones de dicha señora y convino en la necesidad de ir sobre ruedas; y así fue como el pobre señor Gryce se encontró viajando entre cuatro mujeres cuyo bienestar espiritual no le importaba en absoluto.

Quizá le habría consolado saber que la señorita Bart había tenido realmente la intención de ir a la iglesia. Incluso se había levantado más temprano que de costumbre con tal propósito, pues se le había ocurrido la idea de que la vista de su figura entallada en un vestido gris de corte devoto y sus famosas pestañas entornadas sobre un libro de rezos pondría el broche de oro a la subyugación del señor Gryce y haría inevitable cierto incidente que había decidido provocar durante el paseo que darían juntos después del almuerzo. Sus intenciones, en suma, no habían sido nunca más definidas, pero la pobre Lily, por muy duro que pareciera su barniz exterior, era en su interior maleable como la cera. Su facultad de adaptación, de identificación con los sentimientos ajenos, era útil de vez en cuando en pequeñas contingencias, pero constituía un obstáculo en los momentos decisivos de su vida. Era como una planta acuática a merced de las mareas, y hoy toda la corriente de su estado de ánimo la empujaba hacia Lawrence Selden. ¿Por qué había venido? ¿Era para verla a ella o a Bertha Dorset? Tales preguntas tendrían que haber sido las últimas que se planteara en aquel preciso instante, pero, en lugar de contentarse con pensar que había respondido sencillamente a la desesperada llamada de su anfitriona, ansiosa por interponerlo entre sí misma y el mal humor de la señora Dorset, Lily no descansó hasta que supo por la señora Trenor que Selden había acudido por propia iniciativa.

—Ni siquiera me ha telegrafiado y ha encontrado por casualidad la tartana en la estación. Quizá aún haya algo entre él y Bertha, después de todo —concluyó la señora Trenor con expresión pensativa, antes de irse a rectificar la distribución de sus invitados para la cena.

Quizá sí, pensó Lily, pero por poco tiempo, a menos que ella hubiera perdido su astucia. Si Selden había venido a Bellomont a instancias de la señora Dorset, si se quedaba, sería a petición suya: la velada anterior así se lo había dado a entender. La señora Trenor, fiel a su sencillo principio de hacer felices a sus amigos casados, había colocado a Selden al lado de la señora Dorset en la mesa, pero, obedeciendo las seculares tradiciones de las casamenteras, había separado a Lily del señor Gryce, enviando a la primera al lado de George Dorset y emparejando al señor Gryce con Gwen Van Osburgh.

La conversación de George Dorset no afectaba para nada al curso de los pensamientos de su vecina de mesa. Aquejado de dispepsia, estaba empeñado en descubrir los ingredientes nocivos de cada plato y sólo le distraía de esta preocupación la voz de su mujer. En esta ocasión, sin embargo, la señora Dorset no tomaba parte en la conversación general, sino que hablaba con Selden en un murmullo, volviendo una espalda desnuda y despreciativa a su anfitrión, quien, lejos de ofenderse por el desaire, se entregaba a los excesos gastronómicos con la alegre irresponsabilidad de un hombre libre. En cambio, la actitud de su esposa era un asunto de tan evidente preocupación para el señor Dorset que, cuando no rascaba la salsa del pescado o extraía la miga húmeda del interior de su panecillo, estiraba el delgado cuello para poder verla entre los candelabros.

 

La señora Trenor había colocado a marido y mujer en lados opuestos de la mesa, gracias a lo cual Lily podía observar también a la señora Dorset y, dejando vagar la mirada unos palmos más allá, tuvo oportunidad de hacer una rápida comparación entre Lawrence Selden y el señor Gryce. Aquella comparación fue su ruina. ¿Por qué, si no, concibió un interés tan repentino por Selden? Le conocía desde hacía ocho años o más: desde el regreso de Lily a América, siempre había pertenecido a su entorno. Se alegraba de cenar a su lado, le encontraba más agradable que a la mayoría de los hombres y deseaba vagamente que poseyera las otras cualidades necesarias para ser digno de su atención; pero hasta ahora había estado demasiado ocupada con sus propios asuntos para considerarle algo más que uno de los placenteros accesorios de la vida. La señorita Bart era una perspicaz lectora del propio corazón y vio que su improvisada preocupación por Selden se debía al hecho de que su presencia proyectaba una luz nueva sobre lo que la rodeaba. No era un ser excepcional ni de una brillantez notable; en su propia profesión le superaban hombres que a ella la habían aburrido en muchas cenas interminables. Se trataba más bien de que había conservado cierto aislamiento social, el aire divertido de quien está viendo el espectáculo de una manera objetiva, de quien tiene puntos de contacto fuera de la gran jaula dorada en la que todos se apiñaban para que la multitud los admirase. ¡Qué atractivo le parecía a Lily el mundo de fuera de la jaula cuando oía la puerta cerrarse detrás de ella con estruendo! En realidad, y ella lo sabía, la puerta no se cerraba nunca: estaba permanentemente abierta; pero la mayoría de los cautivos eran como moscas en una botella, que, una vez habían entrado, ya no sabían recobrar la libertad. La distinción de Selden estribaba en que no olvidaba nunca el camino de salida.

Tal era el secreto de cómo Selden reajustaba la visión de Lily. Ésta, al apartar la vista de él, se puso a examinar su pequeño mundo con la retina de su amigo: fue como si las pantallas rosadas se hubieran quedado a oscuras y hubiese entrado la polvorienta luz diurna. Recorrió la mesa con la mirada, estudiando a los comensales uno por uno, desde Gus Trenor, con su maciza y carnívora cabeza hundida entre los hombros mientras cortaba un chorlito en gelatina, hasta su mujer, en el otro extremo de la larga mesa adornada con un centro de orquídeas, que con su llamativa belleza recordaba el escaparate de una joyería iluminado con luces eléctricas. Y entre los dos, ¡qué procesión de cabezas huecas! ¡Qué aburridas y triviales eran aquellas personas! Lily las repasó con desdeñosa impaciencia: Carry Fisher, con sus hombros, sus ojos, sus divorcios, su aire general de encarnar un «párrafo picante»; el joven Silverton, que había pensado vivir de la corrección de manuscritos y escribir una epopeya, y que ahora vivía de sus amistades y era un experto en trufas; Alice Wetherall, una lista de visitas hecha carne cuyas convicciones más fervientes le servían para redactar invitaciones y grabar tarjetas para sus cenas; Wetherall, con su perpetuo tic de asentimiento, su aire de estar de acuerdo con la gente antes de saber lo que decían; Jack Stepney, con su sonrisa confiada y sus ojos ansiosos, a medio camino entre un policía y una heredera; Gwen Van Osburgh, con toda la ingenua seguridad de una jovencita a quien han dicho que no hay nadie tan rico como su padre.

Lily sonrió ante esta clasificación de sus amigos. ¡Qué diferentes le habían parecido sólo unas horas antes! Entonces eran el símbolo de lo que ganaba y ahora representaban aquello a lo que estaba renunciando. Por la tarde parecían dotados de brillantes cualidades; ahora veía que eran personas anodinas con modales estridentes. Bajo el oropel de sus oportunidades, vio la pobreza de sus logros. No deseaba que fueran más desinteresados, sólo más pintorescos. Y recordó, avergonzada, cómo había sentido hacía pocas horas la fuerza centrípeta de sus normas de conducta. Cerró los ojos un instante y la ociosa rutina de la vida que había elegido se extendió ante ella como una larga carretera blanca sin curvas ni declives; era cierto que la recorrería en coche y no a pie, pero a veces el caminante saborea la diversión de un atajo cuyos placeres están vedados a quienes viajan sobre ruedas.

La despertó una risita ahogada que el señor Dorset pareció emitir desde las profundidades de su delgado cuello.

—¡Cielos! Mírela —exclamó, volviéndose hacia la señorita Bart en tono de burla—. Perdone, pero ¡mire a mi esposa poniendo en ridículo a ese pobre diablo! Uno juraría que está loca por él… y es totalmente al revés, se lo puedo asegurar.

Instada de este modo, Lily dirigió la mirada al espectáculo que procuraba al señor Dorset una alegría tan legítima. No cabía duda de que tenía razón: la señora Dorset parecía ser la parte más activa de la escena, mientras su vecino daba la impresión de recibir sus insinuaciones con una tibia satisfacción que no le impedía seguir cenando. Lily recobró el buen humor y, conociendo la forma peculiar que adoptaban los temores conyugales del señor Dorset, preguntó alegremente:

—¿No tiene usted unos celos terribles?

Dorset acogió esta salida con entusiasmo.

—¡Oh, sí, abominables! Ha dado usted en el clavo; me tienen despierto por la noche. Los médicos me dicen que estos celos infernales me han destrozado la digestión… No puedo comer ni un bocado más de esta bazofia —añadió de repente, apartando el plato con expresión compungida, y Lily, siempre adaptable, concedió su radiante atención a una prolongada denuncia de los cocineros ajenos, seguida por una diatriba suplementaria contra las cualidades tóxicas de la mantequilla derretida.

A Dorset no le resultaba fácil encontrar a una interlocutora tan bien dispuesta y, como era un hombre, además de un enfermo de dispepsia, es posible que a medida que le enumeraba sus lamentaciones, desarrollara cierta sensibilidad a su rosada simetría. En cualquier caso, requirió la atención de Lily tanto rato que ya servían los postres cuando ésta pudo oír una frase pronunciada a su otro lado, donde la señorita Corby, la cómica del grupo, bromeaba sobre el inminente compromiso de su vecino, Jack Stepney. El papel de la señorita Corby era el de bufón y siempre entraba en la conversación con una voltereta sobre las manos.

—¡Y sin duda Sim Rosedale será el padrino! —la oyó exclamar Lily como culminación de sus pronósticos, y Stepney replicó, como si le hubieran pinchado:

—Por Dios que es una buena idea. ¡Me haría un regalo fantástico!

¡Sim Rosedale! El nombre, aún más odioso por el diminutivo, irrumpió en los pensamientos de Lily como una sonrisa obscena. Era una de las aborrecidas posibilidades que se cernían sobre su vida. Si no se casaba con Percy Gryce, tal vez llegara el día en que tuviera que ser cortés con hombres como Rosedale. ¿Si no se casaba con él? Pero su intención era hacerlo: estaba segura de él y segura de sí misma. Apartó con un estremecimiento las ideas lisonjeras que había estado acariciando y plantó de nuevo los pies en el centro de la larga y blanca carretera… Cuando subió a acostarse aquella noche vio que el último correo le había traído un nuevo aluvión de facturas. La señora Peniston, que era una mujer meticulosa, las había dirigido todas a Bellomont.

Por consiguiente, la señorita Bart se había levantado por la mañana con la más profunda convicción de que su deber era ir a la iglesia. Renunció al placer de desperezarse ante la bandeja del desayuno, llamó para que le descolgaran el vestido gris y envió a su doncella a pedir prestado el devocionario de la señora Trenor.

Pero su camino era demasiado razonable para no contener los gérmenes de la rebelión. Apenas hubo acabado sus preparativos, sintió que despertaban en ella una especie de resistencia. Una pequeña chispa era suficiente para inflamar su imaginación y la vista del vestido gris y el devocionario prestado iluminó como un foco los años venideros. Tendría que ir a la iglesia con Percy Gryce todos los domingos. Tendrían un banco delantero en el templo más caro de Nueva York y el nombre de Gryce figuraría en lugar destacado en la lista de obras benéficas de la parroquia. Al cabo de unos años, cuando engordara, le nombrarían capillero. El rector cenaría en su casa una noche todos los inviernos y Gryce pediría a su esposa que repasara la lista para asegurarse de que no incluía a ninguna divorciada, excepto aquellas que habían dado muestras de arrepentimiento casándose con algún feligrés muy rico. No había nada especialmente arduo en esta ronda de obligaciones religiosas, pero representaba una fracción del inmenso aburrimiento que la esperaba. ¿Y quién podía consentir en aburrirse en una mañana tan espléndida? Lily había dormido bien y el baño le había prestado un calor agradable que se reflejaba en la clara curva de las mejillas. Ninguna arruga era visible esta mañana, o quizá el espejo estaba colocado en un ángulo más favorecedor.

Y el día era cómplice de su estado de ánimo: un día hecho para el impulso y la aventura. El aire ligero parecía lleno de oro en polvo; tras las húmedas flores de los prados, los bosques se teñían de rojo y ardían y las colinas de la otra margen del río flotaban en una inmensidad azulada. En las venas de Lily, cada gota de sangre la invitaba a la felicidad.

Un ruido de ruedas la despertó de sus fantasías y desde detrás de la persiana vio a los pasajeros del ómnibus acomodarse en su interior. Ya era demasiado tarde… pero esto no la alarmó. La vista del abatido rostro del señor Gryce le sugirió incluso que había obrado sabiamente al ausentarse, ya que el desengaño revelado con tanta ingenuidad no dejaría de incrementar el deseo de pasear con ella por la tarde. No pensaba perderse aquel paseo; una mirada a las facturas del escritorio era suficiente para recordarle su necesidad. Pero mientras tanto disponía de toda la mañana para ella sola y podía planearla como quisiera. Conocía lo bastante las costumbres de Bellomont para saber que tendría el campo libre hasta el almuerzo. Había visto a los Wetherall, las niñas Trenor y lady Cressida subir y aposentarse en el ómnibus; era seguro que Judy Trenor se hacía lavar la cabeza; Carry Fisher llevaría a su anfitrión a dar un paseo en tartana; Ned Silverton debía estar fumando y abandonándose a un juvenil desespero en su dormitorio; y Kate Corby jugaría probablemente a tenis con Jack Stepney y la señorita Van Osburgh. Sólo quedaba fuera de sus cálculos la señora Dorset y ésta no bajaba nunca antes del almuerzo; aseguraba que los médicos le habían prohibido exponerse al aire traicionero de la mañana.

Lily no pensó siquiera en los demás miembros del grupo; dondequiera que estuviesen, no era probable que se inmiscuyeran en sus planes. Éstos, por el momento, se concretaron en un vestido algo más campestre y veraniego que la prenda que habría elegido primero, y en bajar las escaleras, con la sombrilla en la mano y el aire resuelto de una dama que va en busca de un poco de ejercicio. El gran vestíbulo estaba vacío, aparte de la manada de perros que esperaban junto a la chimenea y que, al observar el aspecto deportivo de la señorita Bart, la rodearon inmediatamente con expresivas ofertas de compañía. Ella apartó de su falda las patas que proclamaban tales ofertas y, después de asegurar a los entusiastas voluntarios que tal vez más tarde atendería sus ruegos, cruzó a paso ligero el salón vacío y entró en la biblioteca, que se hallaba en un extremo de la casa y era casi la única parte antigua de la mansión de Bellomont: una habitación larga y espaciosa que revelaba las tradiciones de la madre patria en sus puertas de contramarco clásico, en la cerámica holandesa de la chimenea y en la adornada repisa interior de ésta, llena de brillantes jarras de cobre. Unos cuantos retratos de familia —caballeros carilargos con pelucas que ocultaban los cabellos atados en la nuca con una cinta y damas con grandes tocados y cuerpos pequeños— pendían entre los estantes llenos de libros agradablemente antiguos: libros en su mayoría de la misma época que los antepasados en cuestión y a los que los Trenor subsiguientes no habían aportado adiciones perceptibles. De hecho, la biblioteca de Bellomont jamás se utilizaba para leer, aunque gozaba de cierta popularidad como fumador o tranquilo refugio para un escarceo amoroso. Sin embargo, a Lily se le había ocurrido que tal vez en esta ocasión encontraría allí al único miembro del grupo de invitados que no emplearía la habitación para tales fines. Avanzó sin ruido por la tupida y vieja alfombra sembrada de butacas y antes de llegar al centro del aposento vio que no se había equivocado. Lawrence Selden estaba sentado en un rincón pero, aunque tenía un libro sobre las rodillas, su atención no iba dirigida a él, sino a una dama cuya figura vestida de encaje, reclinada en el asiento contiguo, destacaba con exagerada esbeltez contra el oscuro cuero del sillón.

 

Al ver a la pareja, Lily se detuvo y pensó por un momento en retirarse, pero en seguida rectificó y anunció su llegada con una ligera sacudida de la falda, lo cual hizo levantar la cabeza a los dos ocupantes de la habitación; la expresión de la señora Dorset era de franco fastidio, mientras Selden esbozaba su acostumbrada e impasible sonrisa. La vista de esta sonrisa produjo un efecto perturbador en Lily; pero en su caso perturbarse equivalía a realizar un esfuerzo aún más brillante para conservar el propio dominio.

—¡Vaya! ¿Llego tarde? —preguntó, dando la mano a Selden, que se había acercado para saludarla.

—¿Tarde para qué? —inquirió la señora Dorset en tono impertinente—. No para el almuerzo, desde luego… ¿Quizá para un compromiso anterior?

—Sí, eso es —admitió Lily.

—¿De veras? Entonces, ¿estorbo? Pero el señor Selden está enteramente a tu disposición.

La señora Dorset había palidecido de rabia y su antagonista encontraba cierto placer en prolongar su cólera.

—Oh, no, en absoluto… quédate —respondió de buen humor—. No deseo en modo alguno que te vayas.

—Eres muy buena, querida, pero nunca me inmiscuyo en los compromisos del señor Selden.

La observación fue pronunciada con un ligero acento posesivo que no pasó inadvertido al interesado, que ocultó su disgusto inclinándose a recoger el libro que se le había caído al llegar Lily. Los ojos de ésta se abrieron de un modo encantador mientras reía con despreocupación.

—¡Pero si no tengo ningún compromiso con el señor Selden! Mi única obligación era ir a la iglesia, pero me temo que el ómnibus se ha marchado sin mí. Ya se ha ido, ¿verdad?

Se volvió hacia Selden, quien contestó que lo había oído arrancar hacía ya bastante rato.

—Ah, en tal caso tendré que ir andando; prometí a Hilda y Muriel acompañarlas a la iglesia. ¿Dice que es demasiado tarde para ir a pie? Bueno, por lo menos tendré el mérito de haberlo intentado… y la ventaja de ahorrarme la mitad del servicio. ¡No lo siento por mí, desde luego!

Y, con un saludo de cabeza a la pareja a la que había interrumpido, la señorita Bart cruzó el umbral de la puerta vidriera y empezó a andar con gracia y crujido de faldas por la larga perspectiva del sendero que cruzaba el jardín.

Iba en dirección a la iglesia, pero no a paso muy rápido, hecho que no escapó a la atención de uno de sus observadores, que la miraba desde el umbral con aire de divertida perplejidad. Lo cierto era que Lily sentía un vivo desengaño. Todos sus planes para el día se basaban en la suposición de que Selden había ido a Bellomont para verla a ella. Al bajar al vestíbulo, esperaba encontrarle al acecho y no en una situación que denotaba la posibilidad de que estuviera acechando a otra mujer. ¿Era posible, después de todo, que hubiese venido por Bertha Dorset? Ésta había actuado como si así fuera, hasta el punto de aparecer a una hora en que nunca se mostraba a los demás mortales, y Lily no sabía qué pensar. No se le ocurrió que a Selden podría haberle movido el simple deseo de pasar un domingo fuera de la ciudad: las mujeres nunca aprenden a prescindir de los motivos sentimentales cuando juzgan a los hombres. Pero Lily no se desconcertaba fácilmente; la competencia era un acicate para ella y pensó que la llegada de Selden, si no quedaba demostrado que se debía a los encantos de la señora Dorset, parecía depender tan poco de ellos que no temía su proximidad.

Estos pensamientos la absorbieron tanto que adoptó un paso muy poco indicado para llegar a la iglesia antes del sermón, y al final, cuando dejó atrás los jardines y entró en el sendero del bosque, olvidó sus intenciones hasta el punto de sentarse en un rústico banco del recodo. El lugar era encantador y Lily no fue insensible a su atractivo ni al hecho de que su presencia lo realzaba; pero no estaba acostumbrada a saborear las delicias de la soledad sino en compañía, y la combinación de una mujer hermosa y un escenario romántico se le antojaba demasiado buena para desperdiciar. Nadie, sin embargo, apareció para aprovechar la oportunidad y al cabo de media hora de inútil espera, se puso en pie y continuó paseando. Empezó a sentir un cansancio creciente: sus ánimos habían decaído y el sabor de la vida se había vuelto rancio. Apenas sabía qué buscaba o por qué el hecho de no encontrarlo había empañado la luz de su firmamento: sólo era consciente de una vaga sensación de fracaso, de un aislamiento interior más profundo que la soledad circundante.

Sus pasos vacilaron y se quedó mirando el sendero con indiferencia, escarbando entre los helechos del borde con la punta de la sombrilla. En aquel momento oyó unos pasos detrás de ella y vio a Selden a su lado.

—¡Qué de prisa anda! —observó éste—. Pensé que nunca la alcanzaría.

Ella respondió en tono alegre:

—¡Debe de estar sin aliento! He pasado una hora sentada bajo aquel árbol.

—¿Esperándome, acaso? —replicó él y Lily contestó con una risa evasiva:

—Bueno… esperando a ver si venía.

—Capto la distinción, pero no me importa, ya que hacer lo segundo implica hacer lo primero. Pero ¿no estaba segura de que vendría?

—Si esperaba lo suficiente… Lo malo es que disponía de un tiempo limitado para el experimento.

—¿Por qué limitado? ¿Por el almuerzo?

—No, por mi otro compromiso.

—¿El de ir a la iglesia con Muriel y Hilda?

—No, el de volver de la iglesia con otra persona.

—Ah, comprendo. Debí suponer que no le faltarían alternativas. ¿Y esta otra persona ha de pasar por aquí?

Lily volvió a reír.

—Esto es justo lo que no sé y para descubrirlo tengo que llegar a la iglesia antes de que termine el servicio.

—Exacto, y yo tengo que evitar que lo haga, en cuyo caso la otra persona, intrigada por su ausencia, tomará la desesperada decisión de regresar en el ómnibus.

Lily escuchó esto último con una nueva idea: las frases festivas de Selden eran como burbujas de su propio estado de ánimo.

—¿Es así como reaccionaría usted en una emergencia de esta índole? —preguntó.

Selden la miró con solemnidad.

—¡Estoy aquí para demostrarle qué soy capaz de hacer en una emergencia! —exclamó.

—Andar un kilómetro y medio en una hora… ¡debe reconocer que el ómnibus sería más rápido!

—¡Ah!, pero… ¿la encontrará él al final? Es la única prueba de éxito.

Se miraron con la misma honda complacencia que habían sentido al intercambiar frases absurdas mientras tomaban el té en el apartamento, pero el rostro de Lily cambió de improviso y replicó:

—Si es así, ya lo ha conseguido.

Selden siguió su mirada y vio a un grupo de personas avanzando hacia ellos desde un recodo del sendero. Al parecer, lady Cressida había insistido en volver a pie a la casa y los demás devotos había considerado un deber acompañarla. Lawrence Selden repasó con una mirada rápida a los dos hombres del grupo: Wetherall caminaba respetuosamente al lado de lady Cressida, con su característica mirada de reojo, llena de nerviosa atención, y Percy Gryce formaba la retaguardia con la señora Wetherall y las Trenor.