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100 Clásicos de la Literatura

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La señora Peniston poseía una finca en New Jersey, donde no había estado desde la muerte de su marido, un suceso remoto que parecía perdurar en su memoria principalmente como una línea divisoria entre los recuerdos personales que formaban la mayor parte de su conversación. Era una mujer que recordaba con intensidad cualquier fecha, y era capaz de decir en cualquier momento si las cortinas del salón habían sido renovadas antes o después de la última enfermedad del señor Peniston.

El campo le parecía solitario y los árboles húmedos, y albergaba un confuso temor de encontrarse con un toro. A fin de protegerse de tales contingencias frecuentaba los balnearios más concurridos, donde se instalaba impersonalmente en una casa alquilada, y contemplaba discurrir la vida a través de la persiana de la terraza. Al cuidado de semejante tutora, Lily comprendió muy pronto que sólo disfrutaría de las ventajas materiales de la buena comida y un buen vestuario y, aunque lejos de menospreciarlas, las habría cambiado gustosamente por lo que la señora Bart la había enseñado a calificar de oportunidades. Suspiraba al pensar en las cosas que habría conseguido la inagotable energía de su madre, de haber contado al mismo tiempo con los recursos de la señora Peniston. A Lily le sobraba energía, pero la necesidad de adaptarse a las costumbres de su tía le restaba efectividad. Comprendía que debía conservar a toda costa el favor de la señora Peniston hasta que pudiera volar con sus propias alas, como hubiera dicho la señora Bart. Lily no estaba hecha para la vida vagabunda de la pariente pobre y, para adaptarse a la señora Peniston, tuvo que adoptar hasta cierto punto la pasiva actitud de ésta. Al principio pensó que sería fácil atraerla al torbellino de sus propias actividades, pero la señora Peniston tenía una fuerza estática contra la que los esfuerzos de su sobrina resultaron vanos. Tratar de arrastrarla a una relación activa con la vida era como pretender mover un mueble atornillado al suelo. La señora Peniston no esperaba ni mucho menos que Lily fuera igualmente inmóvil; sentía toda la indulgencia del tutor norteamericano por la volatilidad de la juventud. También era indulgente con otras costumbres de su sobrina: le parecía natural que Lily gastara todo su dinero en ropa y complementaba la exigua renta de la muchacha haciéndole «espléndidos regalos» destinados al mismo fin. Lily, que era muy práctica, habría preferido una cantidad fija, pero a la señora Peniston le gustaba la expresión periódica de gratitud suscitada por inesperados talones y era tal vez lo bastante astuta para intuir que semejante método de ayuda mantenía vivo en su sobrina un saludable sentido de dependencia.

Aparte de esto, la señora Peniston no se consideraba obligada a hacer nada más por su pupila; se limitó a retirarse a un segundo plano y dejarle el campo libre. Lily se adueñó de él, primero con la confianza de quien siente una gran seguridad y después con exigencias cada vez más reducidas, y ahora se veía luchando por mantenerse firme en el amplio espacio que antes le había parecido suyo por derecho propio. Ignoraba cómo había sucedido. A veces pensaba que era porque la señora Peniston había sido demasiado pasiva y otras porque ella no lo había sido lo suficiente. ¿Había mostrado tal vez un excesivo afán de victoria? ¿Le había faltado paciencia, flexibilidad y disimulo? Pero acusarse o absolverse de estas faltas no cambiaba el hecho de que había fracasado. Chicas más jóvenes y menos bellas se habían casado por docenas, mientras ella tenía veintinueve años y seguía siendo la señorita Bart.

Empezaba a sufrir ataques de airada rebelión contra el destino, durante los cuales ansiaba abandonar la carrera y organizarse una vida independiente. Pero ¿qué clase de vida sería? Tenía apenas el dinero justo para pagar las facturas de su modista y las deudas de juego, y ninguno de los esporádicos intereses que dignificaba con el nombre de aficiones era lo bastante pronunciado para permitirle vivir satisfecha en la oscuridad. Ah, no, era demasiado inteligente para no ser sincera consigo misma. Sabía que odiaba la pobreza tanto como su madre y lucharía contra ella hasta su último aliento, emergiendo una y otra vez de su marasmo para alcanzar esos brillantes pináculos del éxito que ofrecían una superficie tan resbaladiza a sus afanosas manos.

Capítulo IV

A la mañana siguiente la señorita Bart encontró una nota de su anfitriona en la bandeja del desayuno.

«Queridísima Lily —decía—, si no te resulta demasiado molesto bajar a las diez, ¿vendrás a mi salita de estar para ayudarme en varias fastidiosas tareas?».

Lily tiró la nota a un lado y se recostó en las almohadas con un suspiro. Era desde luego una molestia bajar a las diez —una hora considerada en Bellomont vagamente en sincronía con el amanecer— y conocía muy bien la naturaleza de las fastidiosas tareas en cuestión. La secretaria, la señorita Pragg, había tenido que ausentarse, y debía haber notas e invitaciones que escribir, direcciones extraviadas que buscar y otros pormenores sociales que atender. Se sobreentendía que la señorita Bart debía llenar el hueco en tales emergencias, y ella está acostumbrada a reconocer su obligación sin una queja.

Esta vez, sin embargo, sintió reavivarse la sensación de servidumbre causada por el repaso al talonario la noche anterior. Todo cuanto la rodeaba inspiraba sensaciones de comodidad y bienestar. Las ventanas estaban abiertas a la radiante frescura de la mañana de septiembre y entre las ramas amarillentas podía contemplarse una perspectiva de setos y parterres que iban perdiendo rigidez a medida que se acercaban a las libres ondulaciones del parque. La doncella había encendido un pequeño fuego en la chimenea que competía alegremente con la luz del sol, la cual se desparramaba sobre la alfombra verde musgo y acariciaba los lados curvados de un antiguo escritorio de marquetería. Cerca de la cama, sobre una mesa, estaba la bandeja del desayuno, con su armonioso servicio de porcelana y plata, un puñado de violetas en un estrecho florero y el periódico matutino doblado bajo las cartas. No había nada nuevo para Lily en estos símbolos de estudiado lujo, pero, aunque formaban parte de su ambiente, nunca dejaban de deleitarla con su encanto. La pura exhibición despertaba en ella la conciencia de una distinción superior, pero en cambio experimentaba una clara afinidad con todas las manifestaciones sutiles de la riqueza.

El requerimiento de la señora Trenor, sin embargo, le recordó de pronto su situación de dependencia y se levantó y vistió en un estado de irritación que en general era demasiado prudente para permitirse. Sabía que tales emociones dejan huellas en la cara y en el carácter y, después de ver las pequeñas arrugas en las comisuras, reveladas por el examen de medianoche, había decidido que el aviso no cayera en saco roto.

El tono normal de la señora Trenor al saludarla incrementó su irritación. Si una se levantaba de la cama a semejante hora y bajaba fresca y radiante para someterse a la monotonía de escribir unas notas, merecía al menos un reconocimiento especial de su sacrificio. No obstante, el tono de la señora Trenor parecía ignorar este hecho.

—Oh, Lily, te lo agradezco —se limitó a suspirar a través del caos de cartas, facturas y otros documentos domésticos que prestaban un incongruente aire comercial a la delicada elegancia del escritorio—. Esta mañana ha llegado un montón de papelotes —añadió, haciendo un espacio en el centro de la confusión y levantándose para ceder su sitio a la señorita Bart.

La señora Trenor era una mujer alta y rubia cuya estatura la salvaba apenas de la insignificancia. Su figura rubia y sonrosada había sobrevivido a cuarenta años de fútil actividad sin mayores estragos que una disminución general de sus características. Era difícil definirla como no fuese insinuando que parecía existir únicamente como anfitriona y no porque tuviese un sentido exagerado de la hospitalidad, sino porque no podía vivir sin estar rodeada de gente. La naturaleza colectiva de sus intereses la eximía de las rivalidades corrientes de su sexo y desconocía una emoción más personal que el odio a la mujer que tuviera fama de dar cenas más concurridas o fiestas más divertidas que ella. Como su talento social, respaldado por la cuenta bancaria del señor Trenor, le aseguraba casi siempre el triunfo final en tales competiciones, el éxito había desarrollado en ella una benevolencia indiscriminada hacia el resto de su sexo y, según la utilitaria clasificación que de sus amistades había hecho la señorita Bart, era la mujer menos capaz de «traicionarla».

—Ha sido francamente inhumano por parte de Pragg abandonarme ahora —declaró mientras su amiga se sentaba ante el escritorio—. Dice que su hermana va a tener un bebé… ¡como si esto pudiera compararse con una reunión de tantos invitados! Estoy segura de que cometeré unos errores espantosos y tendré graves disgustos. Cuando estaba en Tuxedo invité a un montón de gente para la semana próxima, y he perdido la lista y no sé quién viene. Y esta semana también será un fracaso horrible, y Gwen van Osburgh le contará luego a su madre que todo el mundo se aburrió. No pensaba invitar a los Wetherall, eso fue una plancha de Gus; ya sabes que les desagrada Carry Fisher. ¡Como si una pudiera prescindir de Carry Fisher! Fue un disparate divorciarse por segunda vez (Carry es exagerada en todo), pero dijo que el único sistema de sacar un penique a Fisher era divorciarse de él y hacerle pagar la manutención. Y la pobre Carry no puede despreciar ni un solo dólar. Es absurdo que Alice Wetherall haya armado todo este jaleo para no verla si se piensa en el estado actual de la sociedad. Alguien dijo el otro día que hay un caso de divorcio y de apendicitis en todas las familias conocidas. Además, Carry es la única persona capaz de poner de buen humor a Gus cuando hay pelmazos en la casa. ¿Te has fijado en que gusta a todos los maridos? A todos excepto al suyo, claro. Es muy inteligente por su parte especializarse en distraer a la gente aburrida: el campo es muy extenso y lo tiene prácticamente para ella sola. Debe encontrar compensaciones, sin duda (sé que Gus le presta dinero), pero es que yo le pagaría para que lo ponga de buen humor, así que no puedo quejarme, después de todo.

 

La señora Trenor hizo una pausa para saborear el espectáculo que ofrecía la señorita Bart en sus esfuerzos por ordenar el barullo de su correspondencia.

—Pero no sólo se trata de los Wetherall y de Carry —prosiguió con un nuevo acento de queja—. Lo cierto es, que lady Cressida Raith me ha decepcionado tremendamente.

—¿Decepcionado? ¿Acaso no la conocías?

—Dios mío, no… Ayer la vi por primera vez. Lady Skiddaw la envió con cartas para los Van Osburgh y oí decir que María van Osburgh daba una gran fiesta en su honor esta semana, así que pensé que sería divertido robársela y Jack Stepney, que la conoció en la India, me ayudó a conseguirlo. María estaba furiosa y tuvo la desfachatez de hacer que Gwen se invitara a venir aquí a fin de no quedar completamente al margen… ¡Si llego a saber cómo era lady Cressida, les habría dicho que ya podían confitársela! Pero pensaba que cualquier amigo de los Skiddaw tenía que ser divertido. ¿Recuerdas lo animada que era lady Skiddaw? Había veces en que tenía que hacer salir a las chicas de la habitación. Además, lady Cressida es hermana de la duquesa de Meltshire y supuse que se parecerían, pero con esas familias inglesas nunca se sabe. Son tan numerosas que hay miembros de todas clases y resulta que lady Cressida es de la clase moralista: está casada con un clérigo y desempeña una labor misionera en el East End. ¡Imagínate, tomarme tantas molestias por la esposa de un pastor que lleva joyas indias y es aficionada a la botánica! Ayer obligó a Gus a enseñarle todos los invernaderos y le aburrió a muerte preguntándole los nombres de las plantas. ¡Le trató como si fuera el jardinero!

La señora Trenor profirió esta última exclamación en un tono de indignación creciente.

—Bueno, a lo mejor lady Cressida consigue que los Wetherall se reconcilien con Carry Fisher —insinuó la señorita Bart con acento conciliador.

—¡Ojalá fuera así! Pero está aburriendo espantosamente a todos los hombres y, si empieza a distribuir folletos, como tengo entendido que suele hacer, será demasiado deprimente. Lo peor es que habría sido muy útil en el momento oportuno. Ya sabes que tenemos que invitar al obispo una vez al año, y ella habría dado la nota apropiada a la ocasión. Siempre tengo mala suerte con las visitas de obispo —añadió la señora Trenor, a cuyo atribulado estado de ánimo se sumaba ahora una oleada de recuerdos que iba rápidamente en aumento—. El año pasado, cuando estaba aquí, Gus se olvidó de él y trajo a los Winton y los Farley… ¡que entre los cuatro tienen cinco divorcios y seis grupos de niños en su haber!

—¿Cuándo se marcha lady Cressida? —preguntó Lily.

La señora Trenor levantó los ojos al cielo, desesperada.

—Querida, ¡ojalá lo supiera! Tenía tanta prisa por alejarla de María que se me olvidó fijar una fecha, y Gus dice que le ha oído decir a alguien que piensa quedarse aquí todo el invierno.

—¿Aquí? ¿En esta casa?

—No seas tonta… en América. Pero si nadie más la invita… ya sabes que jamás van a un hotel.

—Quizá Gus lo ha dicho para asustarte.

—No… he oído decir a Bertha Dorset que dispone de seis meses libres mientras su marido hace una cura de aguas en la Engadina. ¡Tendrías que haber visto la mirada ausente de Bertha! Pero no es para tomarlo a la ligera, ¿sabes? Si se queda aquí todo el otoño, será un verdadero desastre y María van Osburgh no cabrá en sí de gozo.

Ante esta perspectiva, la voz de la señora Trenor tembló de autocompasión.

—¡Oh, Judy… como si alguien se hubiera aburrido jamás en Bellomont! —protestó con mucho tacto la señorita Bart—. Sabes perfectamente que, aunque la señora Van Osburgh reuniera a los mejores invitados y te dejara a ti los peores, tú conseguirías animar la fiesta y ella no.

Semejante declaración habría bastado en un momento normal para devolver la ecuanimidad a la señora Trenor, pero en esta ocasión no logró alisar su ceño fruncido.

—No se trata sólo de lady Cressida —se lamentó—. Todo ha salido mal esta semana. Me he fijado en que Bertha Dorset está furiosa conmigo.

—¿Furiosa contigo? ¿Por qué?

—Porque le dije que venía Lawrence Selden, que al final no ha querido venir; pero ella es lo bastante insensata para creer que es culpa mía.

La señorita Bart dejó la pluma sobre la mesa y se quedó mirando la nota que acababa de empezar.

—Pensaba que esto era agua pasada.

—Y así es, en lo que a él concierne. Y desde luego Bertha no ha estado encerrada desde entonces. Pero me parece que ahora no tiene compañía… y alguien me insinuó que invitara a Lawrence. Pues bien, lo hice y no pude convencerle para que viniera, y ahora supongo que ella se vengará de mí siendo odiosa con todo el mundo.

—O quizá opte por vengarse de él, siendo encantadora con otro.

La señora Trenor movió la cabeza con expresión lúgubre.

—Sabe que se quedaría tan fresco. Además, ¿qué otro? Alice Wetherall no pierde de vista a Lucius. Ned Silverton sólo ve a Carry Fisher… ¡pobre muchacho! Gus se aburre con Bertha, Jack Stepney la conoce demasiado bien… y… ¡pues, claro, está Percy Gryce!

La idea le hizo sonreír y se incorporó, contenta.

El semblante de la señorita Bart no esbozó siquiera una sonrisa.

—Oh, no creo que ella y el señor Gryce puedan congeniar.

—¿Quieres decir que ella le escandalizará y él la aburrirá a muerte? Bueno, no es tan mal principio, ¿sabes? Pero tengo la esperanza de que no se le ocurra conquistarle, porque he invitado a Percy especialmente para ti.

Lily se echó a reír.

—Merci du compliment! Desde luego, no podría competir con Bertha.

—¿Te he ofendido? No lo he dicho con esta intención, te lo aseguro. Todo el mundo sabe que eres mil veces más guapa y más inteligente que Bertha; pero no sabes ser mala y, a la larga, la mujer mala es la que siempre consigue lo que quiere.

La señorita Bart afectó un aire reprobatorio.

—Creía que apreciabas a Bertha.

—¡Y la aprecio! Es mucho más seguro apreciar a las personas peligrosas y ella lo es… y, si alguna vez la he visto dispuesta a portarse mal, es ahora. Lo adivino por la conducta de George, que es un barómetro perfecto; siempre sabe cuándo Bertha va a…

—¿Caer? —sugirió la señorita Bart.

—¡No seas tonta! Ya sabes que aún tiene fe en ella. Por otra parte, yo no digo que Bertha sea realmente mala, sólo que le encanta fastidiar a la gente y en especial al pobre George.

—Bueno, parece haber nacido para este papel… No me extraña que ella necesite compañías más alegres.

—Oh, George no es tan triste como crees. Si Bertha no le diera preocupaciones, sería muy diferente. O si le dejara en paz y pudiera organizar su vida a su gusto. Pero ella no se atreve a perderle por el dinero, y así, cuando él no está celoso, finge estarlo ella.

La señorita Bart continuó escribiendo en silencio y su anfitriona se quedó pensando con el ceño todavía más fruncido.

—¿Sabes qué haré? —exclamó tras una larga pausa—. ¡Llamaré por teléfono a Lawrence y le diré que ha de venir sin falta!

—Oh, no lo hagas —respondió Lily, súbitamente ruborizada, sorprendiéndose a sí misma casi tanto como a su amiga, quien, aunque no solía percatarse de los cambios faciales, la miró de hito en hito, un poco perpleja.

—¡Dios mío, Lily, qué hermosa eres! ¿Por qué? ¿Por qué te disgusta tanto?

—¡En absoluto! Me gusta. Pero si te mueve la benévola intención de protegerme de Berta… no creo que necesite esa protección.

La señora Trenor se enderezó con una exclamación de sorpresa.

—¡Lily! ¿Percy? ¿Quieres decir que lo has conseguido?

La señorita Bart sonrió.

—Sólo quiero decir que el señor Gryce y yo empezamos a ser muy buenos amigos.

—Hum… comprendo. —La señora Trenor la contempló, entusiasmada—. Ya sabes que, según dicen, tiene una renta de ochocientos mil anuales… y no gasta nada, excepto en libracos antiguos. Y su madre sufre una dolencia cardiaca y le dejará muchísimo más. Oh, Lily, actúa con mucha prudencia… —le conjuró su amiga.

La señorita Bart continuó sonriendo plácidamente.

—No debo decirle, por ejemplo, que tiene un montón de libracos antiguos —observó.

—No, claro que no; ya sé que eres estupenda en eso de sacar los temas favoritos de la gente. Pero es horriblemente tímido y se escandaliza con facilidad y… y…

—¿Por qué no lo dices, Judy? ¿Que tengo fama de ir a la caza de un marido rico?

—Oh, no quería decir esto; él no lo creería de ti… por lo menos al principio —dijo la señora Trenor con franqueza y astucia—, pero ya sabes que aquí el ambiente suele ser animado (tengo que avisar a Jack y a Gus), y si pensara que eres lo que su madre llamaría frívola… bueno, ya sabes de qué estoy hablando. ¡No te pongas para la cena el vestido escarlata de crêpe de Chine y no fumes, si puedes evitarlo, Lily, querida!

Lily apartó la tarea terminada con una sonrisa irónica.

—Eres muy buena, Judy: guardaré mis cigarrillos bajo llave y me pondré ese vestido de la temporada pasada que me has enviado esta mañana. Y, si realmente te interesas por mi carrera, ten la amabilidad de no pedirme que vuelva a jugar al bridge esta noche.

—¿Al bridge? ¿También está en contra del bridge? ¡Oh, Lily, qué vida tan horrible te espera! Pues claro que no te lo pediré… ¿por qué no me lo insinuaste anoche? ¡Lo haría todo para verte feliz, pobrecita mía!

Y la señora Trenor, rebosando de la ansiedad propia de su sexo por allanar el camino del verdadero amor, envolvió a Lily en un largo abrazo.

—¿Estás bien segura —añadió, solícita, mientras Lily se desasía— de que no quieres que telefonee a Lawrence Selden?

—Completamente segura —respondió Lily.

Los tres días siguientes demostraron a total satisfacción de la señorita Bart su capacidad para llevar sus asuntos sin ayudas externas.

Sentada en la tarde del sábado en la terraza de Bellomont, sonreía al pensar en el temor de la señora Trenor de que pudiera precipitarse. Quizá habría necesitado tal advertencia si los años no le hubieran enseñado una lección muy provechosa. A estas alturas se envanecía de saber adaptarse al ritmo del objeto de su persecución. En el caso del señor Gryce había considerado oportuno revolotear por delante de él, eludiéndole y atrayéndole de una velada intimidad a otra. El ambiente que les rodeaba era propicio a esta clase de coqueteo. Fiel a su palabra, la señora Trenor no había dado muestras de esperar a Lily en la mesa de bridge e incluso había insinuado a los demás jugadores que no expresaran ninguna sorpresa ante su insólito abandono. Gracias a este aviso, Lily se convirtió en el centro de aquella solicitud femenina que rodea a una mujer joven en la temporada de celo. Se creó tácitamente a su alrededor un área de soledad en medio de la bulliciosa existencia de Bellomont y sus amigas no podrían haber hecho gala de una mayor disposición al retraimiento si el flirteo hubiera ido acompañado de todos los atributos de una aventura amorosa. En el grupo de Lily, esta conducta implicaba una complicidad en la comprensión de sus motivos y el señor Gryce creció en su estima cuando vio la consideración de que era objeto.

La terraza de Bellomont en una tarde de septiembre era un lugar ideal para el sentimentalismo, y la señorita Bart, apoyada en la balaustrada que dominaba el jardín, a cierta distancia del animado grupo reunido en torno a la mesa del té, parecía absorta en el laberinto de una felicidad inarticulada. En realidad, sus pensamientos hallaban una expresión muy definida en la tranquila recapitulación de las bendiciones que le preparaba el destino. Desde su atalaya podía verlas encarnadas en la forma del señor Gryce, quien, vistiendo un abrigo ligero y una bufanda, estaba sentado con cierto nerviosismo en el borde de su silla, mientras Carry Fisher, con toda la energía de miradas y gestos con que la naturaleza y el arte la habían dotado, le instaba a cumplir con el deber de tomar parte en la tarea de la reforma municipal.

El último pasatiempo de la señora Fisher era la reforma municipal, al que había precedido un celo equivalente por el socialismo, el cual, a su vez, había reemplazado una entusiasta campaña en favor de la Ciencia Cristiana. La señora Fisher era baja, impulsiva y dramática y tenía en las manos y los ojos unos instrumentos admirables que ponía al servicio de las sucesivas causas que iba abrazando. Cometía, sin embargo, el error común a todos los fanáticos, que es pasar por alto la falta de reacción del auditorio, y Lily contemplaba, divertida, su ceguera ante la resistencia evidente en todos los aspectos de la actitud del señor Gryce. Ella sabía que los pensamientos de éste oscilaban entre el temor de resfriarse si estaba demasiado rato al aire libre a aquella hora y el miedo de que, si entraba en la casa, la señora Fisher le siguiera con un papel para obligarle a firmarlo. El señor Gryce sentía una repugnancia innata a lo que él llamaba «comprometerse» y, por muy grande que fuera la estima en que tenía su salud, decidió sin duda que era más seguro seguir fuera del alcance de pluma y tinta hasta que el azar le rescatara de la insistencia de la señora Fisher, y mientras tanto dirigía miradas angustiosas a la señorita Bart, cuya única reacción era sumirse en una actitud de ensimismamiento cada vez más atractivo. Había aprendido a valorar el efecto del contraste, que ponía de relieve sus encantos, y era plenamente consciente del grado en que la volubilidad de la señora Fisher realzaba su propio sosiego.

 

La despertó de sus meditaciones la aparición de su primo Jack Stepney, que volvía por el jardín de la pista de tenis en compañía de Gwen van Osburgh.

La pareja en cuestión estaba ligada por la misma clase de relación sentimental que aquella en que se veía envuelta Lily, la cual se sintió algo molesta al contemplar lo que se le antojó una caricatura de su propia situación. La señorita Van Osburgh era una muchacha corpulenta, de superficies planas y ningún rasgo sobresaliente. Jack Stepney había dicho de ella en una ocasión que era tan de fiar como un asado de carnero; sus gustos en aquel terreno tendían a una dieta menos sólida y más especiada, pero el hambre hace apetitoso cualquier manjar y había habido ocasiones en que el señor Stepney sólo tenía un mendrugo.

Lily estudió con interés la expresión de sus rostros; el de la chica estaba vuelto hacia el de su compañero como un plato vacío esperando ser llenado, mientras el hombre que caminaba a paso desgarbado junto a ella revelaba ya el incipiente aburrimiento que no tardaría en resquebrajar su frágil sonrisa.

«¡Qué impacientes son los hombres! —reflexionó Lily—. Lo único que Jack debe hacer para conseguir todo lo que quiere es callar y dejar a la chica que se case con él, mientras yo tengo que calcular, tramar, retroceder y avanzar en un intrincado baile del que perdería para siempre el ritmo si diera un solo paso en falso».

A medida que se acercaban, una idea extravagante se abrió camino en la mente de Lily: existía cierto parecido de familia entre la señorita Van Osburgh y Percy Gryce. No se trataba de ninguna similitud de rasgos: Gryce era guapo de un modo didáctico —parecía el dibujo de una escultura de yeso, hecho por un alumno aventajado—, mientras que el rostro de Gwen sólo podía ser copia de una cara pintada en un globo infantil. Pero la afinidad más profunda era inconfundible: los dos tenían los mismos prejuicios e ideales y la misma cualidad capaz de eliminar todas las demás normas, sólo prescindiendo de ellas. Este atributo era común a casi todos los miembros del grupo de Lily: poseían una fuerza negativa que borraba todo cuanto se hallaba fuera del alcance de su percepción. En resumen, Gryce y la señorita Van Osburgh estaban hechos el uno para el otro por todas las leyes de correspondencia moral y física… «Y sin embargo —meditó Lily—, ni siquiera se miran. Ambos buscan a una persona de diferente raza, de mi raza y la de Jack, provista de toda clase de intuiciones, sensaciones y percepciones cuya existencia ni siquiera adivinan. Y siempre consiguen lo que quieren».

Charló con su primo y con la señorita Van Osburgh hasta que el ceño algo fruncido de esta última le indicó que incluso el diálogo anodino entre parientes podía ser objeto de suspicacias; entonces la señorita Bart, consciente de la necesidad de no suscitar enemistades en este punto crucial de su carrera, se hizo a un lado para que la feliz pareja pudiera continuar su camino hacia la mesa del té.

Después de sentarse en el peldaño superior de la terraza, Lily apoyó la cabeza en la madreselva que trepaba por la balaustrada. La fragancia de las últimas flores parecía una emanación de la idílica escena, del paisaje domesticado hasta el grado máximo de elegancia rural. En primer término resaltaban los colores cálidos de los jardines. Más allá del prado se extendían los pastos, una suave pendiente salpicada de cabezas de ganado y plantada de arces piramidales, de un tono dorado pálido, y aterciopelados abetos; a través de un largo y umbroso claro, el río serpenteaba y se ensanchaba hasta formar un lago, rutilante bajo la luz plateada de septiembre. Lily no tenía ganas de unirse al círculo que rodeaba la mesa del té. Representaba el futuro que había elegido y estaba satisfecha con él, pero nada ansiosa por saborear sus goces antes de tiempo. La certeza de que podía casarse con Percy Gryce cuando se le antojara le había quitado de encima un gran peso y sus apuros económicos eran demasiado recientes para que su eliminación no causara una sensación de alivio que una inteligencia menos perspicaz habría confundido con la felicidad. Sus vulgares preocupaciones habían terminado. Podría organizar su vida como se le antojara, encumbrarse hasta aquel empíreo de seguridad que era impenetrable para los acreedores. Tendría vestidos más elegantes que Judy Trenor y muchísimas más joyas que Bertha Dorset. Se vería libre para siempre de los subterfugios, los expedientes y las humillaciones de los relativamente pobres.

En vez de halagar, sería halagada; en vez de agradecer, recibiría gratitud. Podría ajustar algunas viejas cuentas y devolver antiguos favores. Y no abrigaba dudas respecto a la dimensión de su poder. Sabía que el señor Gryce era del tipo mezquino y suspicaz, inaccesible a los impulsos y emociones; tenía la clase de carácter en que la prudencia es un vicio y los buenos consejos, el alimento más peligroso. Pero Lily ya había conocido a aquella especie y era consciente de que una naturaleza tan recelosa necesitaba un enorme desahogo para su egoísmo, y estaba decidida a ser para él lo que había sido hasta ahora su colección de libros americanos: la única posesión de la que se enorgullecería lo suficiente para invertir dinero en ella. Sabía que esta generosidad egoísta es una de las formas de la avaricia, y resolvió identificarse hasta tal punto con la vanidad de su marido, que concederle todos sus deseos llegara a ser para él la más exquisita forma de autocomplacencia. Tal sistema podía obligarla al principio a recurrir a los mismos subterfugios y expedientes de los que estaba destinado a librarla, pero tenía la seguridad de poder jugar a su modo al cabo de muy poco tiempo. ¿Cómo iba a desconfiar de sus poderes? Su misma belleza no era el don efímero que habría sido en manos de la inexperiencia: su maestría en realzarla, los cuidados que le prodigaba, el uso que hacía de ella parecían prestarle una especie de inmutabilidad. Lily sentía que podía confiar en ella para que la condujera sin dificultades hasta su meta.

Y la meta, en general, merecía la pena. La vida no era la burla que imaginara tres días antes. Había un lugar para ella, después de todo, en aquel mundo de placer, atestado y egoísta, del que hacía muy poco tiempo su pobreza parecía excluirla. Aquellas personas a las que había ridiculizado y envidiado al mismo tiempo estaban contentas de hacerle sitio en el círculo encantado en torno al cual giraban todos sus deseos. No eran tan brutales y ególatras, o, mejor dicho, como ya no sería necesario halagarlas ni seguirles la corriente, aquel aspecto de su naturaleza saltaba menos a la vista. La sociedad es un ente giratorio que suele juzgarse según el lugar que ocupa en el firmamento de cada persona; y en aquel momento volvía su cara iluminada hacia Lily.