Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

Tekst
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

El vestíbulo tenía arcadas y una galería de columnas de mármol amarillo pálido. Altos arbustos floridos se apiñaban contra un fondo de oscuro follaje en las esquinas de las paredes. Un galgo y dos o tres perros de aguas dormitaban sensualmente junto a la chimenea sobre la alfombra granate, y la luz de la gran araña central brillaba en el cabello de las mujeres y arrancaba destellos a sus joyas cuando se movían.

Había momentos en que semejantes escenas deleitaban a Lily, satisfacían su sentido de la belleza y su pasión por un acabado perfecto de la vida, pero había otros en que resaltaban la exigüidad de sus propias oportunidades. Éste era uno de los momentos en que dominaba la idea del contraste y se volvió de espaldas con impaciencia cuando la señora de George Dorset, deslumbrante con un vestido de lentejuelas, se llevó a Percy Gryce a un discreto rincón de la galería.

No era que la señorita Bart tuviera miedo de perder su recién adquirida ascendencia sobre el señor Gryce. La señora Dorset podía sobresaltarle o deslumbrarle, pero carecía de la habilidad y la paciencia necesarias para lograr su captura. Estaba demasiado absorta en sí misma para penetrar en los recovecos de la timidez de Gryce y, además, ¿por qué habría de molestarse? Podía, como máximo, divertirse burlándose de su candor durante una velada, pero después él sería simplemente un estorbo para ella y, sabiéndolo, era demasiado experimentada para darle alas. Sin embargo, la mera idea de que una mujer pudiera atraer y desechar a un hombre a su capricho, sin tener que considerarle un posible factor en sus planes, llenaba de envidia a Lily Bart. Se había aburrido toda la tarde con Percy Gryce —el mero recuerdo parecía despertar un eco de su monótona voz—, pero no podría rehuirle al día siguiente, tendría que cimentar su éxito, someterse a más aburrimiento, estar dispuesta a hacer más concesiones, a seguir adaptándose, y todo por la remota posibilidad de que al final él se decidiera a hacerle el honor de aburrirla para toda la vida.

Era un destino odioso… pero ¿cómo escapar de él? ¿Qué alternativa tenía? Ser ella misma o una Gerty Farish. Cuando entró en su dormitorio, con las lámparas de luz suave, el camisón de encaje colocado sobre el cubrecama de seda, sus pequeñas zapatillas bordadas delante del fuego, un jarrón de claveles que perfumaban el aire y las últimas novelas y revistas aún sin abrir sobre una mesa, junto a la lámpara de pie, tuvo una visión del apartamento de la señorita Farish, con su barato mobiliario y horrible empapelado. No, no estaba hecha para un ambiente triste y mediocre, para los míseros compromisos de la pobreza. Todo su ser se expandía en una atmósfera de lujo; era el telón de fondo que necesitaba, el único clima respirable para ella. Pero lo que quería no era el lujo ajeno. Unos años antes le había bastado, había aceptado su dosis diaria de placer sin preocuparse de quien lo procuraba. Ahora ya empezaban a irritarle las obligaciones que imponía y se encontraba extraña en medio del esplendor que antes parecía pertenecerle. Incluso había momentos en que era consciente de tener que pagar por lo que recibía.

Durante mucho tiempo se había negado a jugar al bridge. Sabía que no podía permitírselo y temía aficionarse a una diversión tan cara. Había visto el peligro ejemplificado en más de uno de sus conocidos, en el joven Ned Silverton, sin ir más lejos, el atractivo muchacho rubio que estaba ahora sentado en abyecta adoración al lado de la señora Fisher, una llamativa divorciada de ojos y vestidos tan chillones como los titulares de su «caso». Lily recordaba la época en que el joven Silverton había irrumpido en su círculo, con el aire de un extraviado habitante de la Arcadia que ha publicado unos sonetos encantadores en la revista de la universidad. A partir de entonces se aficionó a la señora Fisher y al bridge y por lo menos este último le había acarreado unos gastos de los que le habían redimido más de una vez sus alarmadas hermanas solteras, que atesoraban los sonetos y prescindían del azúcar en el té para mantener a flote a su niño mimado. El caso era bien conocido por Lily: había visto sus ojos seductores —con mucha más poesía que los sonetos— expresar sorpresa y diversión y pasar de la diversión a la ansiedad mientras caía bajo el hechizo del terrible dios del juego, y temía descubrir los mismos síntomas en su propio caso.

Porque a lo largo del último año había visto que sus anfitrionas esperaban de ella que se sentara a la mesa de bridge. Era uno de los impuestos que debía pagar por su prolongada hospitalidad y por los vestidos y la bisutería que de vez en cuando venían a engrosar su insuficiente vestuario. Y desde que jugaba con regularidad, se había aficionado a tentar la suerte. Últimamente había ganado una gran suma en una o dos ocasiones y, en vez de guardarla en previsión de futuras pérdidas, la había gastado en vestidos o joyas; y el deseo de reparar esta imprudencia, junto con la creciente atracción del juego, la impulsaba a arriesgar más dinero en cada nueva partida. Intentaba justificarse con el pretexto de que en el grupo de los Trenor era preciso apostar mucho si no se quería pasar por pusilánime o avara, pero sabía que la pasión del juego la dominaba y que en sus actuales circunstancias tenía pocas esperanzas de poder vencerla.

Esta noche la suerte le había sido obstinadamente adversa, y el pequeño monedero de oro que colgaba entre sus brazaletes estaba casi vacío cuando volvió a su habitación. Abrió el armario, sacó el joyero y miró debajo de la bandeja donde guardaba los billetes y de cuyo fajo había extraído unos cuantos antes de bajar a cenar. Sólo le quedaban veinte dólares: el descubrimiento la sobresaltó tanto que por un momento creyó haber sido víctima de un robo. Tomó papel y lápiz, se sentó ante el escritorio e intentó calcular lo que había gastado durante el día. La cabeza le latía de cansancio y tuvo que repasar los números una y otra vez, pero al fin resultó evidente que había perdido trescientos dólares en el juego. Sacó el talonario para ver si el saldo era mayor de lo que recordaba, pero descubrió que se había equivocado en el sentido contrario. Entonces volvió a sus cálculos; sin embargo, por más vueltas que diera a la cuestión, no podía recuperar los desaparecidos trescientos dólares. Era la suma que había apartado para apaciguar a su modista… a menos que la usara como anticipo para el joyero. En cualquier caso, la necesitaba para tantas cosas que su misma insuficiencia la había impulsado a apostar fuerte con la esperanza de doblarla. Pero había perdido, claro, ella que necesitaba hasta el último penique, mientras Bertha Dorset, cuyo marido le daba dinero a espuertas, debía haberse embolsado por lo menos quinientos dólares y Judy Trenor, que podía permitirse el lujo de perder mil cada noche, se había levantado de la mesa con un fajo de billetes tan abultado que no había podido estrechar la mano de sus invitados cuando le desearon las buenas noches.

Un mundo en que pudieran suceder tales cosas se le antojaba a Lily Bart un lugar abominable; nunca había sido capaz de comprender las leyes de un universo siempre tan dispuesto a excluirla de sus planes.

Empezó a desnudarse sin llamar a la doncella, a quien ya había mandado a la cama. Había sido esclava del placer ajeno el tiempo suficiente para ser considerada con quienes dependían de ella, y en sus momentos amargos solía ocurrírsele que su doncella y ella estaban en la misma posición, sólo que la doncella recibía su salario con más regularidad.

Sentada ante el espejo mientras se cepillaba el cabello, vio su semblante ojeroso y pálido y se fijó, asustada, en dos pequeñas arrugas junto a las comisuras de los labios, dos ligeros defectos en la suave curva de la mejilla.

—¡Oh, tengo que dejar de preocuparme! —exclamó—. «O tal vez sea efecto de la luz eléctrica…», pensó, saltando del asiento y encendiendo las velas del tocador.

Apagó los apliques de la pared y examinó su rostro entre las llamas de las velas. El óvalo blanco emergió difusamente de un fondo de sombras, iluminado por una aureola de luz vacilante, pero las dos arrugas de las comisuras no desaparecieron.

Lily se levantó y desnudó a toda prisa.

«Es sólo porque estoy cansada y tengo que pensar en cosas tan desagradables», se repitió varias veces, considerando una injusticia más que sórdidas preocupaciones tuvieran que dejar su huella en una belleza que constituía su única defensa contra ellas.

Pero las cosas desagradables estaban allí y siguieron en sus pensamientos. Volvió a recordar a Percy Gryce, llena de tedio, como un peregrino recoge su pesada carga y emprende de nuevo el camino después de un breve descanso. Estaba casi segura de haberle «pillado»: unos días más de trabajo y obtendría su recompensa. Pero la recompensa en sí se le antojó insulsa en aquel momento; era incapaz de sentirse atraída por la victoria. Sería un alivio en sus preocupaciones, nada más… ¡qué poco le habría parecido esto unos años antes! Sus ambiciones habían muerto poco a poco en el árido ambiente del fracaso. Pero ¿por qué había fracasado? ¿Era culpa suya o culpa del destino?

Recordó que su madre solía decir, con una especie de ansia vengativa, después de que perdieran todo su dinero: «Pero tú lo recuperarás… Lo recuperarás todo, con esa cara…». El recuerdo despertó toda una serie de evocaciones y en la oscuridad Lily reconstruyó el pasado del que había surgido su presente.

Una casa en la que nadie cenaba a menos que hubiera invitados; una campanilla de la puerta que sonaba sin interrupción; una mesa de recibidor cubierta de sobres cuadrados abiertos con premura y sobres apaisados que acumulaban polvo en las profundidades de un jarrón de bronce; una serie de doncellas francesas e inglesas despidiéndose entre un caos de armarios y roperos saqueados a toda prisa; una dinastía igualmente efímera de niñeras y lacayos; peleas en la despensa, la cocina y el salón; precipitados viajes a Europa y regresos con baúles atiborrados y días de interminable deshacer de maletas; discusiones semestrales sobre dónde pasar las vacaciones; grises intervalos de economía y brillantes reacciones derrochadoras… tal era el decorado de los primeros recuerdos de Lily Bart.

 

Al frente del tumultuoso elemento llamado hogar estaba la figura fuerte y resuelta de una madre lo bastante joven para bailar hasta destrozar sus vestidos, mientras el vago perfil de un padre de tonos neutros llenaba el espacio intermedio entre el mayordomo y el hombre que iba a dar cuerda a los relojes. La señora de Hudson Bart parecía joven incluso a los ojos de la infancia; en cambio, Lily no podía recordar un momento en que su padre no fuera calvo y un poco encorvado, canoso y de paso lento. Se quedó atónita al saber mucho después que sólo tenía dos años más que su madre.

Lily no veía casi nunca a su padre con luz de día, ya que éste pasaba toda la semana «en la oficina», y en invierno hasta bien entrada la noche no oía sus fatigados pasos por la escalera y su mano en la puerta del cuarto infantil. La besaba en silencio y hacía una o dos preguntas a la niñera o a la institutriz; entonces entraba la doncella de la señora Bart para recordarle que cenaban fuera y él salía apresurado, despidiéndose de Lily con un movimiento de cabeza. En verano, cuando se reunía con ellas algún que otro domingo en Newport o Southampton, estaba todavía más silencioso y ausente que en invierno. Descansar parecía agotarle y pasaba horas sentado en un rincón de la terraza, mirando fijamente la línea de la costa, mientras la bulliciosa existencia de su esposa proseguía inadvertida a pocos metros de él. En general, sin embargo, la señora Bart y Lily iban a veranear a Europa y, antes de que el buque hubiera cruzado medio océano, el señor Bart había desaparecido tras el horizonte. A veces su hija oía críticas dirigidas contra él porque había olvidado enviar un giro a su mujer, pero casi nunca le nombraban ni pensaban en él hasta que su figura paciente y encorvada se presentaba en el muelle neoyorquino como un amortiguador entre la magnitud del equipaje de su esposa y las restricciones aduaneras norteamericanas.

La vida continuó desarrollándose conforme a esta pauta errática y agitada durante toda la adolescencia de Lily; una sinuosa y rápida corriente por la que la embarcación familiar se deslizaba entre diversiones, remolcada por una corriente subterránea de perpetua necesidad: la de obtener más dinero. Lily no podía recordar una época en que el dinero fuera suficiente, y de un modo vago su padre siempre parecía tener la culpa de tal deficiencia. No podía ser ciertamente culpa de la señora Bart, quien según sus amigas era una «excelente administradora», famosa por el ilimitado efecto conseguido con medios limitados; para la dama y sus amistades había algo heroico en vivir como si una fuera mucho más rica de lo que indicaba la propia cuenta bancaria.

Como es natural, Lily estaba orgullosa de esta aptitud de su madre: la habían educado en el credo de que, costara lo que costase, era indispensable tener una buena cocinera e ir, como lo llamaba la señora Bart, «decentemente vestida». El peor reproche que podía hacer a su marido era preguntarle si esperaba de ella que «vivieran como cerdos» y la respuesta negativa de él servía siempre de justificación para encargar por cable a París uno o dos vestidos nuevos y telefonear al joyero para comunicarle que ya podía enviar la pulsera de turquesas que se había probado aquella mañana.

Lily conocía a personas que «vivían como cerdos», y su aspecto y entorno justificaba la repugnancia de su madre por aquella forma de existencia. Eran en su mayoría primos que habitaban destartalados pisos con grabados como el Viaje de la vida de Cole en las paredes del salón, y tenían sirvientas desaliñadas que decían: «Voy a ver» a las visitas que se presentaban a horas en que todas las personas decentes están fuera o fingen haber salido. Lo indignante era que muchos de estos primos tenían dinero, por lo que Lily llegó al convencimiento de que la gente vivía como cerdos por elección y falta de las apropiadas reglas de conducta. Esto le comunicó una sensación de superioridad y no necesitó los comentarios de la señora Bart sobre los tacaños y venidos a menos de la familia para fomentar su innata y arraigada pasión por el lujo.

Lily tenía diecinueve años cuando las circunstancias la obligaron a revisar su visión del universo.

El año anterior, su deslumbrante presentación en sociedad había dejado una secuela de importantes facturas. El resplandor de la fiesta aún perduraba en el horizonte cuando el nubarrón de facturas fue aumentando en densidad hasta que al final descargó en forma de tormenta repentina. La brusquedad empeoró el horror de la situación y Lily aún revivía de vez en cuando con doloroso realismo todos los detalles del día en que se produjo el golpe. Ella y su madre almorzaban el chaudfroid y el salmón frío que había sobrado de la cena de la víspera; una de las pocas economías de la señora Bart consistía en consumir en privado los caros restos de su hospitalidad. Lily sentía la agradable languidez que es el castigo de la juventud por bailar hasta la madrugada; en cambio, su madre, aparte de unas cuantas arrugas en torno a los labios, y bajo las ondas amarillas que cubrían sus sienes, estaba tan enérgica, pletórica y sonrosada como si acabara de despertarse de un sueño reparador.

En el centro de la mesa, entre los marrons glacés a medio fundir y las cerezas confitadas, una pirámide de rosas rojas erguían sus vigorosos tallos; tenían los capullos tan altos como la señora Bart su cabeza, pero el color ya cobraba matices violáceos y su reaparición en la mesa del almuerzo ofendió un poco el sentido del decoro de Lily.

—Creo, mamá —dijo en tono de reproche—, que podríamos permitirnos el lujo de comprar flores frescas para el almuerzo. Sólo unos junquillos o lirios del valle…

La señora Bart la miró fijamente. Su sentido de la estética estaba centrado en el mundo y no le importaba el aspecto de la mesa cuando sólo se hallaba presente la familia. Pero sonrió ante la inocencia de su hija.

—Los lirios del valle —respondió con calma— cuestan dos dólares la docena esta temporada.

Lily no se impresionó; tenía muy poca idea del valor del dinero.

—Bastarían seis docenas para llenar este jarrón —argumentó.

—¿Seis docenas de qué? —preguntó desde el umbral la voz de su padre.

Las dos mujeres levantaron la vista, sorprendidas; aunque era sábado, la presencia del señor Bart en el almuerzo resultaba insólita. Sin embargo, ni su mujer ni su hija sentían suficiente interés para pedir una explicación.

El señor Bart se desplomó en una silla y estuvo mirando vagamente el trozo de salmón en gelatina que el mayordomo acababa de poner en su plato.

—Sólo decía —empezó Lily— que detesto ver flores marchitas durante el almuerzo y mamá ha contestado que un ramillete de lirios del valle no costaría más de doce dólares. ¿Puedo decir a la florista que envíe unos cuantos todos los días?

Dirigió a su padre una mirada llena de confianza; éste rara vez le negaba algo y la señora Bart la había enseñado a interceder en su favor cuando sus propias súplicas no surtían efecto.

El señor Bart continuó inmóvil, con la mirada fija en el salmón, y la mandíbula inferior desencajada; parecía más pálido que de costumbre y su escaso cabello le caía en despeinados mechones sobre la frente. De improviso miró a su hija y soltó una carcajada. La carcajada era tan extraña que Lily se ruborizó; no le gustaba ponerse en ridículo y al parecer su padre veía algo ridículo en su petición. Quizá consideraba una tontería que le molestase por algo tan insignificante.

—¿Doce dólares… doce dólares diarios por unas flores? Oh, claro que sí, querida… encarga por valor de mil doscientos —y siguió riendo a carcajadas.

La señora Bart le miró fugazmente.

—No es necesario que espere, Poleworth… ya le llamaré —dijo al mayordomo, que se retiró con aire de silenciosa desaprobación, dejando el resto del chaudfroid sobre el aparador.

—¿Qué ocurre, Hudson? ¿Estás enfermo? —preguntó con severidad la señora Bart. No toleraba las escenas que no fueran orquestadas por ella y le parecía odioso que su marido se pusiera en evidencia delante de los criados—. ¿Estás enfermo? —repitió.

—¿Enfermo? No, estoy arruinado —dijo él.

Lily profirió un grito de angustia y la señora Bart se puso en pie.

—¿Arruinado…? —exclamó, pero, dominándose al instante, volvió hacia Lily su rostro tranquilo—. Cierra la puerta de la despensa.

Lily obedeció y, cuando volvió al comedor, su padre estaba sentado con los dos codos sobre la mesa, el plato de salmón entre ellos y la cabeza apoyada en las manos.

La señora Bart se encontraba a su lado con el semblante tan pálido que daba a sus cabellos un tono amarillo artificial. Miró a Lily con una expresión terrible; en cambio, la voz tenía un acento de falso optimismo.

—Tu padre no se encuentra bien… No sabe lo que dice, pero no es nada. Anda, ve arriba y no hables con los criados.

Lily obedeció; siempre obedecía cuando su madre le hablaba en aquel tono. Sus palabras no la habían engañado; desde el primer momento supo que lo de la ruina era cierto. En las horas sombrías que siguieron, aquel terrible hecho eclipsó incluso la lenta y difícil agonía de su padre. Para su madre ya no significaba nada; había muerto al dejar de cumplir su misión y ahora se sentaba a su lado con el aire provisional de un viajero que espera el arranque de un tren que sale con demora. Los sentimientos de Lily eran más suaves: le compadecía de un modo inútil y asustado. El hecho de que estuviera casi siempre inconsciente y de que su atención, cuando ella entraba en el dormitorio, se desviara casi en seguida, le convertía en un extraño mucho más desconocido que el de los días de su infancia, cuando nunca llegaba a su casa hasta después de oscurecer. Lily tenía la impresión de haberle visto borroso toda la vida —primero por el sueño y después por la distancia y la indiferencia—, y ahora la niebla se había espesado hasta hacerle casi irreconocible. Si hubiera podido prestarle algún pequeño servicio o intercambiar con él alguna de aquellas palabras de afecto que su incesante lectura de novelas la había inducido a relacionar con tales ocasiones, el instinto filial podría haberse despertado en ella; pero la piedad, al no encontrar una expresión activa, permaneció en un estado de expectación, dominada por el severo e implacable resentimiento materno. Cada palabra y acto de la señora Bart parecía decir: «Ahora te inspira lástima… pero sentirás algo diferente cuando veas lo que nos ha hecho».

La muerte de su padre fue un alivio para Lily.

Entonces se inició un largo invierno. Quedaba poco dinero, que para la señora Bart era peor que nada: una cruel muestra de lo que le pertenecía por derecho propio. ¿Para qué vivir si era preciso vivir como cerdos? Se sumió en una especie de furiosa apatía, un estado de cólera inerte contra el destino. Su facultad de «economizar» la abandonó o dejó de sentir orgullo en ejercitarla. Estaba muy bien ser «una excelente administradora» cuando siéndolo se podía mantener el propio tren de vida, pero, cuando los más arduos esfuerzos no lograban ocultar el hecho de que era preciso ir a pie, ya no merecía la pena realizarlos.

Lily y su madre vagaron de un sitio a otro, haciendo largas visitas a parientes cuyo gobierno de la casa era criticado por la señora Bart y que deploraban que ésta permitiese a Lily desayunar en la cama cuando la chica carecía de perspectivas, y vegetando en baratos refugios europeos donde la señora Bart se alejaba altivamente de las frugales mesas de té de sus compañeros de infortunio. Cuidaba en especial de evitar a sus antiguas amistades y los escenarios de sus antiguos éxitos. Ser pobre equivalía para ella a confesar un fracaso humillante, y siempre detectaba una nota de triunfo en los contactos más amistosos.

Sólo la consolaba un pensamiento, que era la contemplación de la belleza de Lily. La examinaba con una especie de pasión, como si fuese un arma que hubiera moldeado lentamente para su venganza. Era el último recurso, el núcleo alrededor del cual reconstruirían su vida. La vigilaba celosamente, como si fuera propiedad suya y Lily su simple guardián, e intentaba inculcar en su hija un sentido de la responsabilidad que suponía semejante cargo. Seguía con la imaginación la carrera de otras bellezas, señalando a Lily lo que podía lograrse con aquel don y extendiéndose sobre el deplorable ejemplo de aquellas que no habían sabido sacar partido de él; a juicio de la señora Bart, sólo la estupidez podía explicar su fracaso. A menudo culpaba injustamente al destino, y no a sí misma, de las propias desgracias, pero vituperaba con tal acritud los matrimonios por amor que Lily habría jurado que el suyo había sido de esta naturaleza si la señora Bart no le hubiera asegurado una y otra vez que la habían «convencido» para que se casara, aunque nunca especificaba quién había sido.

 

Lily estaba impresionada por la magnitud de sus oportunidades. La precariedad de su vida actual prestaba un relieve encantador a la existencia a la que creía tener derecho por méritos propios. Los consejos de la señora Bart podrían haber resultado peligrosos para una inteligencia menos sagaz, pero Lily comprendía que la belleza es sólo la materia prima de la conquista y que para convertirla en éxito se requieren otras artes. Sabía que manifestar cualquier sentimiento de superioridad era una forma más sutil de la misma estupidez denunciada por su madre y no tardó en aprender que una belleza necesita más tacto que quien tan sólo tiene unas facciones corrientes.

Sus ambiciones no eran tan vulgares como las de la señora Bart. Entre los reproches que esta dama había hecho a su marido —en los primeros tiempos, antes de que éste estuviera demasiado cansado— figuraba que perdía las tardes en lo que ella describía vagamente como «leer poesías», y con los efectos subastados después de su muerte abandonaron la casa una veintena de volúmenes muy manoseados que habían luchado por la existencia entre las botas y frascos de medicinas apiñados en los estantes de su vestidor. Había en Lily una vena sentimental, transmitida quizá por este lado, que ponía un toque idealista en sus objetivos más prosaicos. Le gustaba pensar en su belleza como un poder para hacer el bien, como algo que le daría oportunidad de alcanzar una posición desde la cual podría ejercer cierta influencia sobre una vaga difusión del refinamiento y el buen gusto. Le gustaban los cuadros, las flores y las novelas sentimentales y no podía evitar la idea de que la posesión de tales cosas ennoblecía su deseo de ventajas mundanas. No la seducía en absoluto casarse con un hombre únicamente rico y en secreto se avergonzaba de la elemental pasión de su madre por el dinero. Las preferencias de Lily se inclinaban por un noble inglés con ambiciones políticas y muchas tierras o, en su defecto, por un príncipe italiano con un castillo en los Apeninos y un cargo hereditario en el Vaticano. Las causas perdidas le parecían románticas y le gustaba imaginarse apartada de la vulgar prensa del Quirinal, sacrificando sus placeres por una tradición inmemorial…

¡Qué extraño y lejano se le antojaba ahora todo aquello! Se trataba de ambiciones casi tan fútiles y pueriles como las que tuviera de niña sobre la posesión de una muñeca francesa con articulaciones y cabello natural. ¿Habían pasado sólo diez años desde que dudaba en su imaginación entre el conde inglés y el príncipe italiano? Evocó tercamente aquel triste interludio…

Tras dos años de hambre y vagabundeo, la señora Bart murió… murió de una profunda repugnancia. Odiaba la pobreza y su destino era ser pobre. Sus visiones de una brillante boda para Lily se habían esfumado después del primer año.

—Los hombres no podrán casarse contigo si no te ven… ¿y cómo van a verte en los agujeros donde tenemos que vivir?

Tal era su lamento esencial y su última recomendación a su hija fue que escapara de la pobreza en cuanto le fuera posible.

—No permitas que se apodere de ti y te arrastre hasta el fondo… Lucha como puedas para salir de ella… Eres joven; lo conseguirás —insistía.

Murió durante una de sus breves visitas a Nueva York, y allí Lily se convirtió inmediatamente en el centro de un consejo de familia compuesto por los ricos parientes a quienes la habían enseñado a despreciar porque vivían como cerdos. Tal vez ellos sospechaban los sentimientos que se le habían inculcado porque ninguno manifestó vivos deseos de su compañía; de hecho, la cuestión amenazaba con quedar pendiente hasta que la señora Peniston anunció con un suspiro:

—La tendré un año a prueba.

Todo el mundo se sorprendió, pero nadie exteriorizó su sorpresa por temor de que la señora Peniston se alarmara y reconsiderara su decisión.

Se trataba de la hermana viuda del señor Bart, y no era ni mucho menos la más rica de la familia; sin embargo, los otros miembros adujeron toda clase de razones por las que estaba claramente destinada por la Providencia a hacerse cargo de Lily. En primer lugar, vivía sola y sería magnífico para ella disponer de una acompañante joven. De vez en cuando viajaba, y la familiaridad de Lily con las costumbres extranjeras —deplorada como una desgracia por los parientes más conservadores— la capacitaría para actuar como una especie de intérprete. El caso era que la señora Peniston no había tomado en cuenta estas consideraciones. Se hacía cargo de la muchacha sencillamente porque nadie más se había ofrecido a ello y porque tenía la clase de mauvaise honté que obstaculiza la exhibición pública del egoísmo, aunque no impide su ejercicio en privado. Habría sido imposible para la señora Peniston ser heroica en una isla desierta, pero con los ojos de su pequeño mundo pendientes de ella, su acto le procuró cierto placer.

Cosechó la recompensa a que tiene derecho toda acción desinteresada encontrando en su sobrina una agradable compañera. Había esperado descubrir en Lily a una persona obstinada, crítica y «exótica» —porque incluso la señora Peniston, aunque a veces iba al extranjero, compartía la xenofobia familiar—, pero la joven daba muestras de una docilidad que, para una inteligencia más penetrante que la de su tía, habría resultado menos tranquilizadora que el declarado egoísmo de la juventud. La desgracia había dado flexibilidad a Lily en lugar de endurecerla, y una sustancia elástica es menos fácil de romper que una dura.

La señora Peniston, sin embargo, no sufrió por culpa de la adaptabilidad de su sobrina; Lily no tenía la menor intención de aprovecharse de la bondad de su tía. Le estaba realmente agradecida por el refugio que le había dado; por lo menos, el opulento interior de la señora Peniston no tenía un exterior mezquino. Pero la mezquindad es capaz de adoptar toda clase de disfraces, y Lily no tardó en descubrir que estaba tan latente en la lujosa rutina de la vida de su tía como en la mísera existencia de una pensión europea.

La señora Peniston era una de esas personas episódicas que forman el acolchado de la vida. Era imposible creer que hubiera sido alguna vez foco de una actividad. Lo más notable de su persona se reducía al hecho de que su abuela había sido una Van Alstyne. Esta conexión con la robusta e industriosa raza de los primeros habitantes neoyorquinos se ponía de manifiesto en el orden glacial de su salón y en la excelencia de su cocina. Pertenecía a la clase de antiguos neoyorquinos que siempre han vivido bien, vestido con cara elegancia y hecho poca cosa más, y la señora Peniston cumplía escrupulosamente estas obligaciones heredadas. Siempre había sido una espectadora de la vida y su espíritu parecía uno de aquellos espejitos que sus antepasados holandeses solían fijar a las ventanas superiores para ver desde las profundidades de una intimidad impenetrable todos los acontecimientos callejeros.