Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

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—No, yo hablo de la obligación, la rutina… ¿No tiene nunca ganas de escapar, de ver personas y lugares nuevos?

—Unas ganas terribles… en especial cuando veo a todos mis amigos apresurarse para coger un barco.

Lily exhaló un suspiro de asentimiento.

—Pero ¿lo desea lo bastante… para casarse, a fin de escapar?

Selden soltó una carcajada.

—¡Dios me libre! —declaró.

Ella se levantó con otro suspiro, tirando el cigarrillo a la chimenea.

—Ah, ahí está la diferencia… Una chica no tiene más remedio, un hombre sólo se casa si quiere. —Le contempló con expresión crítica—. Su chaqueta es un poco vieja, pero ¿a quién le importa? No impedirá que la gente le invite a cenar. Si yo vistiera prendas viejas, nadie me aceptaría; a una mujer se la invita tanto por su vestuario como por su persona. Los vestidos son el telón de fondo, el marco, por así decirlo; no son causa del éxito pero sí parte de él. ¿Quién quiere a una mujer desaliñada? Tenemos que ser guapas e ir bien vestidas hasta que nos caemos muertas… y, si no podemos lograrlo solas, tenemos que asociarnos.

Selden la miró, divertido; era imposible, pese a los ojos bellos e implorantes, ver su caso con sentimentalismo.

—Bueno, supongo que habrá mucho capital en busca de semejante inversión. Tal vez encuentre su destino esta noche, en casa de los Trenor.

Ella le dirigió una mirada interrogante.

—Pensaba que usted también iría… ¡Oh, no estará tan lleno! Pero estarán muchos miembros de su grupo: Gwen Van Osburgh, los Wetherall, lady Cressida Raith… y George Dorset y su mujer.

Hizo una pausa antes del último nombre y formuló una pregunta a través de las pestañas, pero él continuó imperturbable.

—La señora Trenor me invitó, pero no puedo marcharme hasta el fin de semana y los grupos numerosos me aburren.

—¡A mí también! —exclamó ella.

—Entonces, ¿por qué va?

—Es parte del negocio… ya lo ha olvidado. Y además, si no fuera, tendría que quedarme a jugar al bézique con mi tía en Richfield Springs.

—Esto es casi peor que casarse con Dillworth —convino él, y ambos rieron por el puro placer de su improvisada intimidad.

Lily echó una ojeada al reloj.

—¡Dios mío! Debo irme. Son más de las cinco.

Se detuvo delante de la chimenea para estudiarse en el espejo y arreglarse el velo. Su postura reveló la larga curva de sus esbeltas caderas, que prestaba a su silueta una especie de gracia salvaje, como si fuera una criada capturada y sometida a las convenciones de salón; y Selden pensó que era aquel rasgo de libertad silvestre de su naturaleza lo que tanto sabor daba a su artificialidad.

La siguió hasta el recibidor, pero en el umbral ella le alargó la mano en un gesto de despedida.

—Ha sido encantador y ahora tendrá que devolverme la visita.

—Pero ¿no quiere que la acompañe a la estación?

—No, despidámonos aquí, se lo ruego.

Dejó un momento la mano en la de él, sonriéndole de modo adorable.

—Adiós, entonces… ¡y buena suerte en Bellomont! —dijo Selden, abriendo la puerta.

Lily se paró en el rellano y echó un vistazo. Las posibilidades de que alguien la viera eran mínimas, pero nunca se sabía con seguridad y siempre pagaba sus raras indiscreciones con una violenta reacción de prudencia. Sin embargo, no había nadie a la vista, excepción hecha de una mujer que fregaba las escaleras; era tan gorda y sus utensilios de limpieza ocupaban tanto sitio que, para sortearla, Lily tuvo que recogerse las faldas y arrimarse a la pared. La mujer levantó la vista con curiosidad, apoyando al mismo tiempo los puños rojizos en la bayeta mojada que acababa de sacar del cubo. Tenía una cara ancha y cetrina, ligeramente picada de viruela, y unos cabellos ralos, del color de la paja, a través de los cuales se veía brillar el cuero cabelludo.

—Perdone —dijo Lily, con intención de subrayar con su cortesía los malos modales de la mujer que, sin contestar, empujó el cubo hacia un lado y continuó con la mirada clavada en la señorita Bart. Ésta pasó con un crujido de faldas de seda, sintiendo que se ruborizaba. ¿Qué pensaba aquella mujer? ¿No podía una obrar del modo más sencillo e inofensivo sin verse sometida a odiosas conjeturas? A medio camino del rellano inferior, sonrió al pensar que la mirada de una fregona había podido perturbarla. Lo más probable era que la pobrecilla estuviera deslumbrada por la imprevista aparición. Pero ¿eran imprevistas tales apariciones en la escalera de Selden? La señorita Bart desconocía el código moral de los edificios de apartamentos para solteros y volvió a sonrojarse cuando se le ocurrió que la persistente mirada de la mujer podía significar un intento de asociarla con otras caras. Desechó, sin embargo, esta idea, sonrió ante sus propios temores y siguió bajando a toda prisa mientras se preguntaba si encontraría un coche de alquiler antes de la Quinta Avenida.

Bajo el portal georgiano volvió a detenerse y escudriñó la calle en busca de un coche. No se veía ninguno, pero al salir a la acera tropezó con un hombre bajo, de aspecto vulgar, que llevaba una gardenia en el ojal y que se descubrió con una exclamación de sorpresa.

—¡Señorita Bart! ¡Vaya casualidad! ¡Esto sí que es suerte! —exclamó; y ella captó un destello de divertida curiosidad entre los párpados entornados.

—Oh, señor Rosedale… ¿cómo está usted? —dijo, percatándose de que la irreprimible contrariedad de su propio rostro se reflejaba en la sonrisa súbitamente íntima del rostro de su conocido.

El señor Rosedale la observaba con interés y aprobación. Era un hombre gordinflón y sonrosado, el tipo clásico de judío rubio, vestido con un elegante traje londinense que en él semejaba una tapicería; sus ojos pequeños y oblicuos daban la impresión de estudiar a las personas como si fueran curiosidades. Dirigió una mirada inquisitiva a la fachada del Benedick.

—¿Ha venido a la ciudad para ir de compras, supongo? —preguntó en un tono que sugería la familiaridad de un contacto físico.

La señorita Bart dio un pequeño respingo y ofreció en seguida atolondradas explicaciones.

—Sí… he venido a la modista y ahora iba a coger el tren para visitar a los Trenor.

—Ah, su modista; vaya, vaya —dijo él con voz meliflua—. Ignoraba que hubiera modistas en el Benedick.

—¿El Benedick? —repitió ella, perpleja—. ¿Es el nombre de este edificio?

—Sí, se llama así, creo que es una palabra arcaica para soltero, ¿verdad? Casualmente el edificio es mío… por eso lo sé. —Su sonrisa se acentuó mientras añadía con creciente desparpajo—: Pero debe permitirme que la acompañe a la estación. Los Trenor están en Bellomont, claro. Apenas le queda tiempo para coger el tren de las cinco cuarenta. Supongo que la modista la ha hecho esperar.

Lily se puso rígida al oír el irónico comentario.

—Oh, gracias —tartamudeó y en aquel momento vio un coche de punto bajar con lentitud por la Avenida Madison y lo llamó con un desesperado ademán—. Es usted muy amable, pero no quiero causarle tantas molestias —añadió, alargando la mano al señor Rosedale y saltando, sin hacer caso de las protestas de éste, al vehículo salvador, desde cuyo interior gritó una orden al cochero con voz entrecortada.

Capítulo II

¿Por qué una chica tenía que pagar tan cara la menor desviación de la rutina? ¿Por qué no se podía obrar con naturalidad sin tener que ocultarse tras una estructura de disimulo? Al ir al piso de Lawrence Selden había cedido a un impulso momentáneo, ¡y eran tan raras las veces que podía permitirse el lujo de un impulso! De todos modos, éste le costaría bastante más de lo que podía permitirse. La molestaba ver que, a pesar de tantos años de vigilancia, había cometido dos torpezas en cinco minutos. Aquella estúpida historia de la modista ya era por sí sola bastante grave; ¡con lo fácil que habría sido decirle a Rosedale que había ido a tomar el té con Selden! La mera constatación del hecho lo habría vuelto inocuo. Pero, después de dejarse sorprender en una mentira, era doblemente estúpido desairar al testigo de su falsedad. Si hubiera tenido la presencia de ánimo de permitir a Rosedale acompañarla a la estación, el privilegio podría haber comprado su silencio. Éste contaba con la exactitud de su raza para la apreciación de valores y ser visto en el andén a una hora de intenso tráfico en compañía de la señorita Lily Bart habría equivalido a tener dinero en el bolsillo, como él mismo diría. Estaba enterado, por supuesto, de que había una gran reunión en Bellomont y la posibilidad de ser tomado por un invitado de la señora Trenor entraba sin duda en sus cálculos. El señor Rosedale se hallaba todavía en una fase de su ascenso social en la que no carecía de importancia producir tales impresiones.

Lo fastidioso era que Lily sabía todo esto; sabía lo fácil que habría sido silenciarle en el acto y lo difícil que sería hacerlo después. El señor Simon Rosedale era un hombre interesado en saberlo todo de todo el mundo y cuya idea de mostrarse cómodo en sociedad era hacer gala de una desagradable familiaridad con las costumbres de aquellas personas de las que le convenía ser considerado amigo íntimo. Lily estaba segura de que dentro de veinticuatro horas la historia de su visita a la modista en el Benedick circularía activamente entre los conocidos del señor Rosedale. Lo peor era que ella nunca le había hecho caso y siempre le había desairado. En su primera aparición pública, una vez que el imprudente primo de Lily, Jack Stepney, obtuvo para él (a cambio de favores muy fáciles de adivinar) una invitación a una de las inmensas e impersonales «aglomeraciones» de los Van Osburgh, Rosedale, con esa mezcla de sensibilidad artística y astucia comercial que caracteriza a su raza, había gravitado instantáneamente hacia la señorita Bart, la cual comprendía sus motivos, ya que también se dejaba guiar por cálculos de la misma índole. La educación y la experiencia la habían enseñado a ser hospitalaria con los recién llegados, ya que los menos prometedores podían ser útiles en el futuro, y había muchas oubliettes a punto para confinarlos si no lo eran. Sin embargo, cierta repugnancia instintiva, que anuló años de disciplina social, la había obligado a empujar al señor Rosedale al fondo de una de esas oubliettes sin juicio previo. Cayó dejando sólo una estela de risas entre los amigos de Lily por tan rápida eliminación y, aunque más tarde (para cambiar la metáfora) reapareció río abajo, fue sólo en momentos fugaces entre largas inmersiones.

 

Hasta entonces los escrúpulos no habían hecho mella en Lily. Su pequeño grupo había declarado «imposible» al señor Rosedale y castigado debidamente a Jack Stepney por el intento de pagar sus deudas con invitaciones a cenar. Incluso la señora Trenor, cuya afición a la variedad la había conducido a diversos experimentos arriesgados, se negó en redondo a aceptar los esfuerzos de Jack por disfrazar de novedad al señor Rosedale y declaró que se trataba del mismo pequeño judío que había sido servido y rechazado en el banquete social una docena de veces como mínimo. Sin embargo, mientras Judy Trenor se obstinaba en las pocas posibilidades que tenía el señor Rosedale de penetrar más allá del limbo exterior de las aglomeraciones de los Van Osburgh, Jack abandonó la competición con un sonriente «ya veremos» y, sin cejar en su valiente empeñó, se dejaba ver con su amigo en los restaurantes de moda en compañía de damas de aspecto llamativo, aunque socialmente oscuras, que siempre se encuentran para tales fines. No obstante, el intento había sido vano y, mientras Rosedale pagaba las cenas, su deudor se divertía.

Como se verá más adelante, el señor Rosedale no era de momento un factor peligroso… a menos que uno cayera en su poder. Y esto era precisamente lo que le había ocurrido a la señorita Bart. Su torpe mentira había puesto de manifiesto que tenía algo que ocultar; y sabía que a él le sobraban motivos para ajustarle las cuentas. Algo en su sonrisa proclamaba que no los había olvidado. Lily apartó la idea con un ligero estremecimiento, pero se cernió sobre ella durante todo el trayecto hasta la estación y siguió persiguiéndola por el andén con la persistencia del propio señor Rosedale.

Tuvo el tiempo justo de ocupar un asiento antes de que el tren arrancara y, en cuanto se hubo acomodado en un rincón con el instinto efectista que nunca la abandonaba, miró a su alrededor con la esperanza de ver a algún otro invitado a la reunión de los Trenor. Necesitaba escapar de sí misma y la conversación era el único medio que conocía.

Su búsqueda se vio recompensada por el descubrimiento de un hombre joven muy rubio, de barba suave y pelirroja, que en el otro extremo del vagón parecía ocultarse tras un periódico desdoblado. Los ojos de Lily se animaron y una pequeña sonrisa distendió sus labios apretados. Sabía que el señor Percy Gryce iba a ir a Bellomont, pero no había esperado tener la suerte de disfrutar ella sola de su compañía en el tren, y este hecho barrió todos los pensamientos inquietantes en torno al señor Rosedale. Después de todo, quizá el día terminara de un modo más favorable que como había empezado.

Se puso a cortar las páginas de una novela, estudiando tranquilamente a su presa a través de las pestañas entornadas mientras organizaba un plan de ataque. En la actitud de concienzuda absorción del joven había algo que denotaba que se había percatado de la presencia de Lily; ¡nadie permanecía tan absorto en la lectura del periódico vespertino! Adivinó que era demasiado tímido para abordarla y que era ella quien tendría que inventar algún método de acercamiento que no pareciera demasiado atrevido por su parte. Le divirtió pensar que alguien tan rico como el señor Percy Gryce pudiera ser tímido, pero Lily poseía tesoros de indulgencia por semejantes idiosincrasias y, además, la timidez podía ser más conveniente para sus propósitos que una seguridad excesiva. Dominaba el arte de comunicar confianza a los confundidos, pero no estaba segura de saber confundir a los arrogantes.

Esperó a que el tren saliera del túnel y adquiriera velocidad entre los míseros límites de los suburbios del lado norte. Entonces, mientras frenaba cerca de Yonkers, se levantó del asiento y avanzó con lentitud por el pasillo del vagón. Al pasar junto al señor Gryce, el vehículo dio una sacudida y el joven advirtió que una mano delicada se agarraba al respaldo de su asiento. Se puso en pie de un salto y su rostro ingenuo pareció teñirse de rojo; incluso la barba rojiza dio la impresión de oscurecerse.

El tren volvió a dar un tumbo, casi lanzando a la señorita Bart entre los brazos del joven. Recobró el equilibrio con una risa y retrocedió, pero él ya estaba envuelto en la fragancia de su vestido y su hombro había sentido un fugaz contacto con el de ella.

—Oh, ¿es usted, señor Gryce? Cuánto lo siento… Iba a buscar al camarero para pedirle un poco de té.

Alargó la mano mientras el tren reanudaba su marcha normal y se detuvo para intercambiar unas palabras en el pasillo. Sí, se dirigía a Bellomont. Había oído decir que ella también estaba invitada… Se ruborizó al admitirlo. ¿Y él se quedaría toda una semana? ¡Espléndido!

Pero en este punto uno o dos pasajeros rezagados que habían subido en la última estación irrumpieron en el vagón a empujones y Lily tuvo que retirarse a su asiento.

—El asiento contiguo al mío está libre… Venga a ocuparlo —dijo por encima del hombro, y el señor Gryce logró realizar con extraordinaria confusión un traslado que le permitió instalarse con su equipaje al lado de Lily.

—Ah… y aquí está el camarero, que quizá podrá traernos el té.

Hizo una seña al empleado y en cuestión de un momento, con la facilidad que parecía presidir el cumplimiento de todos sus deseos, apareció una mesita entre los asientos, bajo la cual ayudó al señor Gryce a colocar sus maletas.

Cuando llegó el té, el joven contempló, fascinado y en silencio, cómo las manos de Lily se movían sobre la bandeja, milagrosamente finas y delicadas en contraste con la porcelana ordinaria y el pan de escasa calidad. Se le antojaba maravilloso que alguien fuera capaz de llevar a cabo con tanta soltura la difícil tarea de preparar el té en público y en un tren tambaleante. Jamás se hubiera atrevido a pedirlo para él por temor de atraer la atención de los demás pasajeros, pero ahora, seguro bajo la protección de su atractiva acompañante, sorbió el oscuro brebaje con una deliciosa sensación de bienestar.

Lily, con el sabor del excelente té de Selden en los labios, no tenía ningún deseo de mezclarlo con el mejunje del tren que su compañero parecía saborear como un néctar, pero, juzgando con acierto que uno de los encantos del té es el hecho de beberlo en compañía, procedió a dar el último toque al bienestar del señor Gryce sonriéndole por encima de la taza levantada.

—¿Está en su punto? ¿No lo he hecho demasiado fuerte? —preguntó en tono solícito, y él respondió convencido que nunca había probado un té más de su gusto.

«Supongo que es verdad», reflexionó ella, y su imaginación cobró alas ante la idea de que el señor Gryce, que podría haberse deleitado con los caprichos más complejos, estaba en realidad viajando por primera vez solo con una mujer bonita.

Consideró providencial que a ella le tocara ser el instrumento de su iniciación. Algunas chicas no habrían sabido cómo tratarle y habrían exagerado la novedad de la aventura, intentando hacerle ver el placer de una escapada. Pero los métodos de Lily eran más sutiles. Recordó que su primo Jack Stepney había definido una vez al señor Gryce como el joven que había prometido a su madre no salir nunca sin chanclos bajo la lluvia e, inspirándose en este dato, resolvió envolver de un aire doméstico la escena con la esperanza de que su compañero, en lugar de sentir que hacía algo atrevido o insólito, pensara en la ventaja que suponía llevar siempre consigo a una compañera que le preparase el té en el tren.

Pero a pesar de sus esfuerzos la conversación languideció cuando se hubieron llevado la bandeja, y se vio obligada a tomar nuevas medidas de las limitaciones del señor Gryce. No era oportunidad lo que le faltaba, sino imaginación; tenía un paladar mental que jamás aprendería a distinguir entre néctar y té del ferrocarril. Había, sin embargo, un tema en que ella podía confiar: un resorte que sólo necesitaba rozar para poner en marcha su sencilla maquinaria. Se había abstenido de mencionarlo porque era el último recurso y prefería otras artes para estimular otras sensaciones, pero, cuando una expresión ausente empezó a inmovilizar los candorosos rasgos del joven, Lily comprendió la necesidad de medidas extremas.

—¿Y cómo sigue su colección de libros americanos? —preguntó, inclinándose hacia delante.

Sus ojos perdieron un poco su opacidad; fue como si se desprendiera de ellos una película incipiente y Lily sintió el orgullo de un hábil cirujano.

—Tengo algunos nuevos —respondió él, enrojeciendo de placer, pero bajando la voz como temeroso de que los demás pasajeros conspirasen para despojarle de sus nuevas adquisiciones.

Ella le complació formulando otra pregunta y poco a poco le indujo a hablar de sus últimas compras. Era el único tema que le permitía olvidarse de sí mismo o, mejor dicho, recordarse a sí mismo sin reservas, porque le resultaba muy familiar y porque con él podía sentir una superioridad que muy pocos estaban en posición de disputarle. Casi ningún conocido suyo era aficionado a los libros históricos americanos o sabía algo acerca de ellos; y el conocimiento de esta ignorancia ponía agradablemente de relieve la erudición del señor Gryce. La única dificultad residía en introducir el tema y no profundizar en él; a la mayoría de las personas no les gustaba salir de su ignorancia y el señor Gryce era como un comerciante con un almacén atestado de género invendible.

Pero al parecer la señorita Bart tenía auténtico interés en saber más cosas sobre libros antiguos y, además, estaba ya lo bastante informada para que la tarea de instruirla resultara tan fácil como agradable. Le hacía preguntas inteligentes y le escuchaba con atención; y, preparado para la expresión de tedio que solía aparecer en el semblante de sus interlocutores, se volvió elocuente ante la receptiva mirada de ella. Los «puntos de interés» que Lily había tenido la presencia de ánimo de recoger en el apartamento de Selden, en previsión de una contingencia como aquélla, le eran tan útiles que empezó a considerar la visita a su casa el incidente más afortunado del día. Una vez más había demostrado su talento para aprovecharse de lo inesperado, y peligrosas teorías sobre la conveniencia de ceder al impulso germinaban ya bajo la capa de sonriente atención con que continuaba deleitando a su compañero.

Las sensaciones del señor Gryce, si bien menos definidas, eran igualmente agradables. Sentía el confuso cosquilleo con que los organismos inferiores acogen la satisfacción de sus necesidades, y todos sus sentidos nadaban en un vago bienestar a través del cual la personalidad de la señorita Bart era difusa pero gratamente perceptible.

El interés del señor Gryce por los libros históricos americanos no había nacido de él; era imposible creerle capaz de desarrollar una afición propia. Un tío le había dejado una colección ya conocida entre los bibliófilos; la existencia de dicha colección era el único hecho que había dado cierta gloria al nombre de Gryce y el sobrino se enorgullecía de su herencia como si se tratara de su propia obra. En realidad, poco a poco fue considerándola tal y experimentando un gran placer personal cuando por casualidad oía alguna referencia a la colección Gryce. Ansioso como estaba de evitar la atención ajena, la mención impresa de su nombre le causaba, sin embargo, un placer tan exquisito y excesivo que parecía una compensación por su renuncia a la publicidad.

A fin de saborear esta sensación lo más a menudo posible, se había suscrito a todas las revistas que trataban del coleccionismo de libros en general, y de los de historia americana en particular, y, como en las páginas de estas publicaciones, que constituían su única lectura, abundaban las alusiones a su biblioteca, llegó a tenerse por una figura preeminente y conocida por la opinión pública y a disfrutar pensando en el interés que suscitaría si las personas que encontraba en la calle o con las que viajaba se enterasen de repente de que era el propietario de la colección Gryce.

 

La mayoría de las timideces tienen tales compensaciones secretas y la señorita Bart era lo bastante perspicaz para saber que la vanidad interior es generalmente proporcional a la modestia exterior. Con una persona más segura de sí misma no se habría atrevido a insistir tanto sobre un tema o a demostrar por él un interés tan exagerado, pero había intuido con acierto que el egoísmo del señor Gryce era un terreno sediento que requería un riego constante. La señorita Bart tenía el don de saber seguir el hilo de sus pensamientos mientras parecía absorta en la conversación y en este caso la excursión mental tomó la forma de un rápido examen del futuro del señor Percy Gryce en combinación con el suyo propio. Los Gryce procedían de Albany y habían llegado hacía poco a la metrópoli, donde madre e hijo tomaron posesión, tras la muerte del viejo Jefferson Gryce, de su casa en la Avenida Madison, una casa muy fea, de piedra parda por fuera y nogal negro por dentro, con la biblioteca Gryce en un anexo incombustible que parecía un mausoleo. Lily, sin embargo, lo sabía todo de ellos: la llegada del joven señor Gryce había hecho palpitar los corazones maternales de Nueva York y, cuando una chica no tiene madre con un corazón que palpite por ella, tiene que hacer guardia por su cuenta y riesgo. Por lo tanto, no sólo había conseguido cruzarse en el camino del joven, sino que había conocido a la señora Gryce, una mujer monumental con la voz de un orador de púlpito y la cabeza preocupada por la iniquidad de sus sirvientes, que a veces visitaba a la señora Peniston para averiguar cómo se las arreglaba dicha dama para evitar que la pinche robase hortalizas de la despensa. La señora Gryce daba muestras de una benevolencia impersonal: los casos de necesidad individual le inspiraban suspicacia, y en cambio daba dinero a instituciones cuyos ejercicios anuales arrojaban un impresionante superávit. Sus tareas domésticas eran múltiples, ya que abarcaban desde furtivas inspecciones a los dormitorios de la servidumbre a imprevistas bajadas a la bodega; sin embargo, nunca se permitía a sí misma excesivos placeres. Sólo en una ocasión mandó imprimir una edición especial en rústica de las ceremonias litúrgicas Sarum y regaló un ejemplar a todos los sacerdotes de la diócesis; y el álbum dorado en que pegó sus cartas de agradecimiento constituía el principal ornamento de la mesa del salón.

Percy había sido educado según los principios que una mujer tan ejemplar no podía por menos que inculcar en su hijo. Toda forma de prudencia y suspicacia había sido grabada en una naturaleza ya de por sí reacia y cautelosa, con el resultado de que apenas parecía necesario que la señora Gryce tuviera que prometer que se calzaría los chanclos, tan improbable era que el hijo se aventurara a salir bajo la lluvia. Después de llegar a la mayoría de edad y heredar la fortuna que el difunto señor Gryce había amasado con una patente para excluir el aire fresco de los hoteles, el joven continuó viviendo con su madre en Albany, pero, a la muerte de Jefferson Gryce, cuando pasó a sus manos otra sustanciosa herencia, la señora Gryce pensó que los «intereses» de su hijo exigían su presencia en Nueva York, por lo que se instalaron en la casa de la Avenida Madison. Percy, cuyo sentido del deber no era inferior al de su madre, pasaba todos los días laborables en la amplia oficina de Broad Street, donde un puñado de hombres pálidos con salarios exiguos había encanecido en la administración de la fortuna Gryce y donde fue iniciado con la debida reverencia en todos los detalles del arte de la acumulación.

Por lo que Lily pudo colegir, tal había sido hasta ahora la única ocupación del joven, y quizá merecía ser perdonada por pensar que no sería una tarea demasiado difícil interesar a un hombre sometido a una dieta tan frugal. En cualquier caso, se veía tan completamente al mando de la situación que se dejó llevar por una sensación de seguridad que disipó como por ensalmo el miedo al señor Rosedale y a todas las dificultades entrevistas.

La parada del tren en Garrisons no la habría distraído de sus pensamientos si no hubiera sorprendido una súbita expresión de apuro en la mirada de su compañero de viaje. Éste iba sentado de cara a la puerta y Lily adivinó que le había perturbado la aparición de una persona conocida, hecho que fue confirmado por un revuelo de cabezas que se volvían y por la agitación general que su propia entrada en un vagón de ferrocarril solía producir.

Reconoció al momento los síntomas y no se sorprendió al ser interpelada por la voz aguda de una bonita mujer que entró en el coche acompañada por una doncella, un bull terrier y un lacayo que se tambaleaba bajo un cargamento de maletas y neceseres.

—¡Oh, Lily! ¿Vas a Bellomont? Entonces, supongo que no me puedes ceder el asiento… Tengo que sentarme en este vagón. ¡Mozo, búsqueme en seguida un sitio! ¿No puede cambiar de asiento a alguien? Quiero estar con mis amigos. ¡Oh! ¿Cómo está, señor Gryce? Explíquele que quiero sentarme con usted y Lily.

La señora de George Dorset, a pesar de los vanos esfuerzos de un viajero que pugnaba por coger su bolsa y hacer sitio a la recién llegada apeándose del tren, se quedó plantada en medio del pasillo, difundiendo a su alrededor ese ambiente de exasperación que una mujer guapa suele crear en sus viajes.

Era más baja y más delgada que Lily Bart y sus movimientos tenían una elasticidad inquieta, como si su cuerpo pudiera plegarse y pasar por un aro del mismo modo que la tela de su vestido. El rostro pequeño y pálido parecía un simple marco para un par de ojos oscuros y desmesurados con una mirada visionaria que contrastaba curiosamente con la autoridad de su tono y sus gestos, hasta el punto de que uno de sus amigos había observado que semejaba un espíritu sin cuerpo que ocupara un espacio considerable.

Cuando por fin descubrió que el asiento contiguo al de la señorita Bart estaba a su disposición, se instaló en él con un nuevo desplazamiento de sus pertenencias, explicando mientras tanto que había llegado de Mount Kisco en su automóvil aquella mañana y tenido que esperar una hora en Garrisons sin el consuelo siquiera de un cigarrillo, pues el bruto de su marido había olvidado volver a llenar su pitillera antes de despedirse por la mañana.

—Y supongo que a esta hora del día ya no te debe quedar ninguno, ¿verdad, Lily? —concluyó con voz quejumbrosa.

La señorita Bart captó la mirada de alarma del señor Percy Gryce, cuyos labios no habían sido nunca profanados por el tabaco.

—¡Qué pregunta tan absurda, Bertha! —exclamó, ruborizándose al pensar en los cigarrillos de que se había provisto en casa de Lawrence Selden.

—¡Cómo! ¿No fumas? ¿Cuándo lo has dejado? ¿Que nunca has…? ¿Y usted tampoco, señor Gryce? Ah, claro… qué tonta soy… Ya comprendo.

Y la señora Dorset se recostó sobre sus cojines de viaje con una sonrisa que obligó a Lily a lamentar que hubiese un asiento libre a su lado.

Capítulo III

En Bellomont las partidas de bridge solían durar hasta la madrugada, y cuando Lily fue a acostarse aquella noche había jugado demasiado para su propio bien.

Reacia a la comunión consigo misma que la esperaba en su habitación, se demoró en la ancha escalinata, mirando hacia el vestíbulo, donde los últimos jugadores estaban agrupados en torno a una bandeja de vasos altos y garrafas con cuello de plata, recién colocada por el mayordomo sobre una mesita delante del fuego.