Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

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Topé con mil dificultades. Soy un hombre muy torpe –cuando terminé mis estudios aún no se había adoptado el método Slöjd–, pero de una u otra forma, y no sin complicaciones, logré satisfacer las exigencias de mi obra, y esta vez me preocupé ante todo de su solidez. El único obstáculo insalvable era que no tenía ningún recipiente donde almacenar el agua, tan necesaria para navegar por aquellos mares poco frecuentados.

Habría intentado hacer uno de cerámica, pero en la isla no había arcilla. Me dediqué a rastrear el terreno, poniendo todo mi empeño en resolver esta última dificultad. A veces sufría violentos ataques de ira y, en esos momentos de intolerable agitación, derribaba a hachazos el tronco de un desdichado árbol, sin por ello hallar una solución.

Entonces llegó un día, un maravilloso día, que pasé en completo éxtasis. Hacia el sudeste divisé una vela, una vela minúscula como la de una goleta pequeña, y al momento encendí una gran hoguera de ramas, y me quedé junto a ella, vigilando, pese al calor del fuego y al calor del sol de mediodía. Observé aquella vela durante el día entero, sin comer ni beber nada, hasta el punto de que la cabeza empezó a darme vueltas; los Monstruos se me acercaban, me miraban con asombro y se marchaban. El barco aún estaba lejos cuando desapareció en la oscuridad de la noche; trabajé con ahínco durante toda la noche para mantener vivo el fuego, y sus llamas se elevaban altas y resplandecientes mientras los maravillados ojos de los Monstruos brillaban en las tinieblas. Al alba, el barco estaba más cerca, y pude distinguir la vela sucia de una pequeña embarcación. Tenía la vista cansada tras las largas horas de observación y, aunque me esforzaba por ver con claridad, no podía creer lo que estaba viendo. Había dos hombres a bordo, uno en la proa y el otro al timón. Pero el barco navegaba de un modo extraño. La proa no se mantenía al viento, sino que avanzaba dando guiñadas.

Cuando clareó el día, me puse a hacerles señas agitando el último jirón de mi chaqueta; pero no me vieron y siguieron sentados uno frente a otro. Fui hasta la punta del promontorio, gesticulando y gritando sin obtener respuesta, mientras el barco continuaba sin rumbo fijo, acercándose lenta, muy lentamente, a la bahía. De repente, sin que ninguno de los dos hombres hiciera el menor movimiento, un enorme pájaro blanco alzó el vuelo desde la embarcación, describió un círculo y pasó volando por encima de mi cabeza con sus poderosas alas extendidas.

Entonces dejé de gritar, me senté en el promontorio y, apoyando la barbilla entre las manos, continué mirando la extraña embarcación. Despacio, muy despacio, el barco derivaba hacia el oeste. Podría haber nadado hasta alcanzarlo, pero una especie de temor impreciso me retuvo. Por la tarde, la corriente lo arrastró hasta la arena, a unos cien metros al oeste del recinto en ruinas.

Los hombres que la ocupaban estaban muertos, llevaban muertos tanto tiempo que se cayeron a pedazos cuando intenté desembarcarlos. Uno de ellos tenía una melena roja como la del capitán del Ipecacuanha, y en el fondo del barco había una gorra blanca, muy sucia. Mientras estaba junto al bote, tres de los Monstruos salieron sigilosamente de la maleza y se me acercaron olfateando. Al verlos sentí un arrebato de asco. Empujé la embarcación con todas mis fuerzas para reflotarla y subí a bordo. Dos Hombres Lobo se acercaban con hocicos temblorosos y ojos relucientes; el tercero era ese indescriptible horror, mezcla de toro y oso.

Cuando vi que se acercaban a esos restos miserables, lanzándose gruñidos amenazadores y mostrando los blancos colmillos, un espantoso horror sucedió a mi repulsión. Les di la espalda, recogí la vela y me hice a la mar sin atreverme a mirar atrás.

Aquella noche me mantuve entre los arrecifes y la isla, y a la mañana siguiente volví al arroyo para llenar de agua el barril que había encontrado en la barca. Luego, con toda la paciencia de que fui capaz, recogí algunas frutas y cacé dos conejos con mis tres últimos cartuchos. Había dejado el bote amarrado a un saliente del arrecife por temor a los Monstruos.

22. El hombre solo

Zarpé al llegar la tarde, empujado lenta y constantemente por una suave brisa del sudoeste. La isla se hacía cada vez más pequeña, y la delgada espiral de humo se veía ya como una fina raya sobre la cálida puesta de sol. El océano se alzaba a mi alrededor, borrando de mi vista aquella mancha oscura. La luz, fugitiva gloria del sol, comenzó a desaparecer del cielo como una cortina luminosa, y al fin pude mirar el inmenso abismo azul que el sol ocultaba, y observar las flotantes huestes de estrellas. El mar estaba en calma, el cielo estaba en calma; yo estaba a solas con la noche.

Navegué a la deriva durante tres días, sin apenas comer ni beber, pensando en todo lo que me había sucedido, y sin demasiados deseos de volver a ver a nadie. Llevaba puestos unos harapos y mi pelo era una maraña sucia. Sin duda, mis rescatadores me tomaron por loco. Es extraño, pero no sentía ningún deseo de regresar a la civilización. Me alegraba únicamente de verme libre de la vileza de los Monstruos salvajes. Al tercer día fui rescatado por un bergantín que cubría la ruta entre Asia y San Francisco. Ni el capitán ni el piloto dieron crédito a mi relato, pues pensaron que la soledad y el peligro me habían trastornado. Ante el temor de que su opinión pudiese contagiar a otros, me abstuve de proseguir el relato de mi aventura, y fingí no recordar nada de lo ocurrido desde el naufragio del Lady Vain hasta el momento de mi rescate, es decir, durante un año.

Tuve que actuar con la mayor prudencia para alejar de mí la sospecha de la locura.

Me atormentaban los recuerdos de la Ley, de los dos marinos muertos, de las emboscadas en la oscuridad, de aquel cuerpo en el cañaveral... Por extraño que parezca, mi regreso a la civilización, en lugar de proporcionarme la confianza y la tranquilidad que yo esperaba, acrecentó la inseguridad y el temor que había experimentado durante mi estancia en la isla. Resultaba casi tan insólito para los hombres como lo había sido para los Monstruos. Tal vez se me había pegado algo de la ferocidad de mis compañeros.

Dicen que el terror es una enfermedad; sea como fuere, puedo dar fe de que, desde hace ya varios años, se ha apoderado de mí el desasosiego; un desasosiego comparable al de un cachorro de león a medio domesticar. Mi trastorno adquirió una forma muy extraña. No lograba quitarme de la cabeza la idea de que los hombres y mujeres que conocía eran otros monstruos pasablemente humanos, animales con forma de persona, y que en cualquier momento podían comenzar a transformarse, a mostrar este o aquel síntoma de su naturaleza bestial. Pero he confiado mi caso a un hombre extraordinariamente capaz, un hombre que había conocido a Moreau y parecía dar cierto crédito a mi historia, un psiquiatra que me ha ayudado mucho.

Aunque supongo que el terror de la isla no me abandonará nunca, a veces se oculta en lo más recóndito de mi mente: una nube lejana, un recuerdo, una leve desconfianza; pero hay momentos en que la nubecilla se extiende y oscurece el cielo por completo. Entonces miro a la gente que me rodea y el miedo se apodera de mí. Veo unos rostros resplandecientes y animados, otros sombríos o peligrosos, otros inseguros, insinceros; ninguno que tenga la reposada autoridad de un alma sensata. Siento que el animal se está apoderando de ellos, que en cualquier momento la degradación de los isleños va a reproducirse a gran escala. Sé que todo es una ilusión, que esos hombres y mujeres son seres perfectamente normales, llenos de sentimientos humanos y de ternura, libres del instinto, en lugar de esclavos de una fantástica Ley: seres diametralmente opuestos a los Monstruos. Sin embargo, me asusta su presencia, sus miradas curiosas, sus preguntas y su insistencia, y ansío estar a solas, lejos de ellos.

Por esta razón vivo cerca del campo, y puedo refugiarme en él cuando esa sombra se cierne sobre mi alma. Qué agradable resulta entonces el campo solitario, bajo las nubes llevadas por el viento. Cuando vivía en Londres, el terror era casi insoportable. No podía olvidarme de la gente: sus voces entraban por las ventanas, las puertas eran una endeble protección. Caminaba por las calles para combatir mi alucinación: mujeres entrometidas me acosaban con sus gritos, hombres furtivos y voraces me miraban con envidia, obreros pálidos y agotados –los ojos cansados y el paso ansioso como ciervos heridos– pasaban tosiendo a mi lado, ancianos encorvados y taciturnos murmuraban para sus adentros, y un tropel de niños se burlaba descaradamente de mí. Entonces me refugiaba en una capilla, e incluso allí –tal era mi desasosiego– me parecía que el cura farfullaba las mismas incongruencias que el Hombre Mono; o en una biblioteca, donde aquellos rostros concentrados en los libros parecían fieras al acecho. Particularmente nauseabundos eran los rostros vacíos e inexpresivos de la gente que viajaba en los trenes y en el ómnibus; me recordaban tanto a los muertos que sólo me atrevía a viajar cuando estaba seguro de ser el único pasajero. Ni yo mismo parecía un ser normal, sino un animal atormentado que quisiera vagar para calmar algún trastorno del cerebro, como una oveja enferma.

Pero, gracias a Dios, este estado de ánimo es cada vez menos frecuente. Me he alejado del caos de las ciudades y de las multitudes, y me paso el día rodeado de libros doctos, de ventanas llenas de luz en esta vida iluminada por las resplandecientes almas de los hombres. Veo a pocos extraños, y mi servicio doméstico es muy reducido. Dedico los días a la lectura y a los experimentos de química, y paso muchas noches claras en el laboratorio de astronomía. El brillo de las estrellas me produce, aunque no sepa cómo ni por qué, una sensación de paz y seguridad infinitas. Creo que es allí, en las vastas y eternas leyes de la materia, y no en las preocupaciones, en los pecados y en los problemas cotidianos de los hombres, donde lo que en nosotros pueda haber de superior al animal debe buscar el sosiego y la esperanza. Sin esa ilusión no podría vivir. Y así, en la esperanza y la soledad, concluye mi historia.

 

Edward PRENDICK

La Casa de la Alegría

Por

Edith Wharton

LIBRO PRIMERO

Capítulo I

Selden se detuvo, sorprendido. En la aglomeración vespertina de la Estación Grand Central, sus ojos acababan de recrearse con la visión de la señorita Lily Bart.

Era un lunes de principios de septiembre y volvía a su trabajo después de una apresurada visita al campo, pero ¿qué hacía la señorita Bart en la ciudad en aquella estación? Si la hubiera visto subir a un tren, podría haber deducido que se trasladaba de una a otra de las mansiones campestres que se disputaban su presencia al término de la temporada de Newport; pero su actitud vacilante le dejó perplejo. Estaba apartada de la multitud, mirándola pasar en dirección al andén o a la calle, y su aire de indecisión podía ocultar un propósito muy definido. El primer pensamiento de Selden fue que esperaba a alguien, y le extrañó que la idea le sorprendiera. No había novedades en torno a ella y, sin embargo, nunca podía verla sin sentir cierto interés: suscitarlo era una característica de Lily Bart, así como el hecho de que sus actos más sencillos parecieran el resultado de complicadas intenciones.

La curiosidad impulsó a Selden a desviarse de su camino hacia la puerta para acercarse a ella. Sabía que, si no quería ser vista, se las compondría para eludirle a él y le divertía poner a prueba su ingenio.

—Señor Selden… ¡Qué suerte!

Fue hacia él sonriendo, casi impaciente en su afán de salirle al paso. Las pocas personas a quienes rozó se volvieron a mirarla, porque la señorita Bart era una figura capaz de detener incluso a un viajero suburbano que corriera para coger el último tren.

Selden no la había visto nunca tan radiante. Su rubia cabeza, que contrastaba con el apagado colorido de la muchedumbre, resultaba más llamativa que en un salón de baile y el oscuro sombrero con velo le prestaba la tersura juvenil y la tez diáfana que había empezado a perder tras once años de acostarse tarde y bailar con frenesí. ¿Eran realmente once años, se preguntó Selden, y habría cumplido de verdad los veintinueve que le atribuían sus rivales?

—¡Vaya suerte! —repitió—. ¡Qué amable ha sido al acudir en mi ayuda!

Él respondió en tono festivo que hacerlo era su misión en la vida y preguntó de qué forma podía socorrerla.

—¡Oh, casi de cualquier modo! Incluso sentándose en un banco y hablando conmigo. Si podemos pasar sentados un cotillón, ¿por qué no el intervalo entre dos trenes? No hace más calor aquí que en el invernadero de la señora Van Osburgh… y algunas de estas mujeres no son más feas que ella.

Se interrumpió con una risa y explicó que había llegado a la ciudad desde Tuxedo para dirigirse a casa de Gus Trenor en Bellomont, y que había perdido el tren de las tres y cuarto a Rhinebeck.

—Y no hay otro hasta las cinco y media. —Consultó el pequeño reloj de brillantes medio oculto entre los encajes del puño—. Dos horas de espera y no sé qué hacer. Mi doncella ha venido esta mañana para comprarme algunas cosas y a la una tenía que marcharse a Bellomont. La casa de mi tía está cerrada y no conozco a un alma en la ciudad. —Miró a su alrededor con un mohín de fastidio—. En realidad, hace más calor que en casa de la señora Van Osburgh. Si tiene tiempo, lléveme a respirar a algún sitio.

Él declaró estar a su entera disposición; la aventura se le antojó divertida. Como espectador, siempre le había gustado Lily Bart, y su propio camino estaba tan fuera de su órbita que le distraía entrar fugazmente en la súbita intimidad que implicaba aquella proposición.

—¿Vamos a tomar una taza de té a Sherry’s?

Ella sonrió, complacida, pero en seguida hizo una ligera mueca.

—Los lunes viene tanta gente a la ciudad…, lo más probable es que encontremos a un montón de latosos. A mi edad, esto no debe preocuparme, pero, a la de usted, sí —objetó alegremente—. Me muero de ganas de una taza de té, pero… ¿no hay un lugar más tranquilo?

Él correspondió a su sonrisa, que encontró cautivadora. Su discreción le interesó tanto como su imprudencia; estaba seguro de que ambas formaban parte de un plan cuidadosamente elaborado. Al juzgar a la señorita Bart, siempre le había atribuido «segundas intenciones».

—Los recursos de Nueva York son bastante exiguos —observó—, pero llamaré a un coche de punto y luego inventaremos algo.

La condujo por la marea de excursionistas recién llegados a la ciudad, entre muchachas de tez amarillenta, tocadas con sombreros ridículos, y mujeres de pecho plano, cargadas de paquetes y abanicos de palma. ¿Era posible que Lily perteneciera a la misma raza? El desaliño y la vulgaridad de aquellas mujeres del montón hicieron tomar a Selden conciencia de la distinción de su acompañante.

Un breve chubasco había refrescado el aire y unas nubes henchidas de agua aún se cernían sobre la calle húmeda.

—¡Qué delicia! Paseemos un poco —propuso ella al salir de la estación.

Doblaron hacia la Avenida Madison y empezaron a andar en dirección norte. Lily caminaba con paso largo y ligero y Selden sintió que su proximidad le procuraba un raro placer. La forma de la delicada oreja, el cabello ondulado hacia arriba —¿acaso un poco abrillantado por medios artificiales?—, la espesa cortina de pestañas negras y rectas… todo en ella era a la vez vigoroso y exquisito, fuerte y frágil. Selden tuvo la confusa idea de que hacerla debía haber sido muy costoso, de que muchas personas feas y mediocres habían tenido que ser sacrificadas de algún modo misterioso para crearla. Comprendió que las cualidades que la distinguían de las demás mujeres eran en su mayoría externas, como si a la vulgar arcilla le hubiera sido aplicado un fino barniz de elegancia y belleza. Pero esta analogía le dejó insatisfecho, porque un material tosco no admite un acabado primoroso, y ¿no sería posible que el material fuese fino, pero las circunstancias le hubieran dado una forma fútil?

Al llegar a este punto de sus especulaciones, reapareció el sol y la sombrilla abierta puso fin a su deleite. Un momento después, ella se detuvo con un suspiro.

—Oh, estoy sedienta y acalorada… ¡Qué lugar tan odioso es Nueva York! —Miró con expresión de desaliento la monótona calle de arriba abajo—. Otras ciudades se engalanan durante el verano, pero Nueva York parece ir en mangas de camisa. —Echó una ojeada a una de las calles adyacentes—. Alguien fue lo bastante humano para plantar unos árboles allí. Vamos a la sombra.

—Me alegro de que mi calle merezca su aprobación —observó Selden cuando llegaron a la esquina.

—¿Su calle? ¿Vive usted aquí?

Contempló con interés las fachadas nuevas de ladrillo y piedra caliza, fantásticamente variadas en atención al afán de novedad norteamericano, pero frescas y acogedoras con sus toldos y jardineras.

—¡Ah, sí, claro! El Benedick. ¡Qué edificio tan bonito! No creo haberlo visto antes. —Admiró la casa baja, con portal de mármol y fachada pseudogeorgiana—. ¿Cuáles son sus ventanas? ¿Las del toldo bajo?

—Las del piso superior, sí.

—¿Y ese pequeño y bonito balcón es suyo? ¡Qué fresco parece!

Él guardó silencio unos segundos.

—Suba y compruébelo —sugirió—. Puedo darle una taza de té en cuestión de segundos… y no encontrará a ningún latoso.

Ella se ruborizó —todavía dominaba el arte de sonrojarse en el momento oportuno—, pero aceptó la sugerencia con la misma ligereza con que había sido ofrecida.

—¿Por qué no? Es demasiado tentador… Me arriesgaré —declaró.

—Oh, no soy peligroso —replicó él en el mismo tono. A decir verdad, Lily no le había gustado nunca tanto como en aquel momento. Sabía que había aceptado con espontaneidad: él no podía ser nunca un factor en sus cálculos y la franqueza del consentimiento fue una sorpresa, casi un bálsamo.

Se detuvo en el umbral para buscar la llave del piso.

—No hay nadie, pero se supone que viene un criado por las mañanas y es posible que haya sacado el servicio de té y alguna especie de pastel. La hizo pasar a un diminuto recibidor de paredes cubiertas por grabados antiguos. Ella se fijó en las cartas y notas amontonadas sobre la mesa junto a sus guantes y bastones y a continuación se encontró en una pequeña biblioteca, oscura pero alegre, con estanterías de libros, una alfombra turca de colores agradablemente descoloridos, un escritorio lleno a rebosar y, como él había anticipado, una bandeja con un servicio de té sobre una mesa baja cerca de la ventana. Se había levantado un poco de brisa que hinchaba hacia dentro los visillos de muselina y traía consigo la fresca fragancia de las resedas y petunias plantadas en la jardinera del balcón.

Lily se desplomó con un suspiro en uno de los gastados sillones de cuero.

—¡Qué delicia, tener un lugar así para uno solo! ¡Qué triste es ser mujer! —y se apoyó en el respaldo para saborear mejor su descontento.

Selden revolvía en un aparador en busca del pastel.

—Incluso las mujeres pueden gozar de los privilegios de un apartamento propio —dijo.

—Oh, institutrices… o viudas. Pero no chicas solteras… ¡no las chicas casaderas, pobres y aburridas!

—Hasta yo conozco a una joven que vive en un piso.

Sorprendida, Lily se incorporó.

—¿De verdad?

—Sí —afirmó Selden, volviendo del aparador con el anunciado pastel.

—Ah, ya sé… se refiere a Gerty Farish. —Lily esbozó una sonrisa poco bondadosa—. Pero yo he dicho «casaderas» y, además, su piso es pequeño y espantoso, no tiene doncella y sirve cosas muy extrañas para comer. Su cocinera hace la colada y la comida sabe a jabón. Esto me horripilaría, claro.

—No coma con ella los días de colada —dijo Selden, cortando el pastel.

Ambos rieron y él se arrodilló delante de la mesa para encender el infiernillo sobre el que reposaba la tetera, mientras Lily medía el té y lo echaba en otra tetera de porcelana verde brillante. Al contemplar Selden la mano, delicada como una pieza de marfil antiguo, de uñas largas y rosadas, y el brazalete de zafiros resbalando por la muñeca, le pareció irónico haberle sugerido una vida como la que había elegido su prima Gertrude Farish. Lily era de modo tan manifiesto víctima de la civilización que la había procreado que incluso los eslabones de su pulsera parecían esposas destinadas a encadenarla a su destino.

Como si hubiera leído sus pensamientos, Lily exclamó con encantadora compunción:

—Ha sido horrible por mi parte decir eso de Gerty. Olvidaba que es prima suya. Es que somos tan diferentes… A ella le gusta ser buena y a mí me gusta ser feliz. Y además, Gerty es libre y yo no. Si lo fuera, creo que hasta podría ser feliz en su apartamento. Debe ser el colmo de la dicha distribuir los muebles tal como a una se le antoja y dar todas las cosas horrendas al trapero. Sé que sería una mujer distinta simplemente si pudiera decorar el salón de mi tía.

—¿Tan feo es? —inquirió Selden, comprensivo.

Lily le sonrió por encima de la tetera que sostenía para que él la llenara.

—Esto indica lo poco frecuentes que son sus visitas. ¿Por qué no viene más a menudo?

—Cuando voy, no es para mirar el mobiliario de la señora Peniston.

—Tonterías —replicó ella—. No viene nunca. Y sin embargo… congeniamos cuando nos vemos.

—Tal vez sea ésta la razón —respondió él con prontitud—. Lamento no tener crema de leche… ¿se contenta con una rodaja de limón?

—Incluso lo prefiero. —Esperó a que Selden cortara el limón y echara un fino redondel en su taza—. Pero la razón no es ésta —insistió.

—¿La razón de qué?

—De que no nos visite nunca. —Se inclinó hacia delante con una sombra de perplejidad en sus bonitos ojos—. Me gustaría conocerle… Me gustaría comprenderle. Ya sé que hay hombres a quienes no gusto, es algo que se nota en seguida. Y otros me tienen miedo; creen que quiero casarme con ellos. —Le sonrió con franqueza—. Pero me parece que a usted no le disgusto y, por descontado, no piensa que desee casarme con usted.

—No, la absuelvo de eso —convino Selden.

 

—Entonces, ¿qué…?

Se había llevado la taza hasta la chimenea y, apoyado en la repisa, la contemplaba con aire de diversión indolente. La provocativa mirada de Lily aumentaba su diversión; no la imaginaba gastando pólvora en una caza tan insignificante, aunque tal vez se trataba de un ardid o quizá las muchachas como ella sólo sabían hablar de temas personales.

En cualquier caso, su belleza era excepcional y él la había invitado a tomar el té y debía estar a la altura de las circunstancias.

—Pues que tal vez sea ésta la razón —explicó, en un impulso.

—¿Cuál?

—El hecho de que no quiera casarse conmigo. Quizá no lo considero un gran aliciente para ir a verla. —Sintió un pequeño escalofrío en la espalda al decir esto, pero la risa de Lily le tranquilizó.

—Mi querido señor Selden, la frase no ha sido digna de usted. Cortejarme es una necedad por su parte y usted no suele ser necio. —Se apoyó en el respaldo y bebió unos sorbos de té con aire tan sensato y encantador que, de haber estado ambos en el salón de su tía, Selden casi habría intentado discrepar de semejante deducción—. ¿No comprende —prosiguió— que sobran hombres para decirme cosas agradables y que lo que necesito es un amigo que no tema espetarme las desagradables cuando me convienen? A veces he imaginado que usted podría ser este amigo… ignoro por qué, quizá porque no es presuntuoso ni vulgar y yo no tendría que fingir o estar siempre en guardia. —Su voz acabó en un tono serio y se quedó mirándole con la confusa gravedad de una niña—. No sabe hasta qué punto necesito a un amigo así —continuó—. Mi tía rebosa de axiomas convencionales, todos inventados para regir una conducta propia de los años cincuenta. Siempre tengo la impresión de que vivir de acuerdo con ellos supondría llevar brocado y mangas con esclavina. Y las demás mujeres —mis mejores amigas—, bueno, hacen uso o abuso de mí, pero les tiene sin cuidado lo que pueda ocurrirme. Ya estoy demasiado vista y la gente se está cansando de mí y empieza a decir que debería casarme.

Hubo un silencio momentáneo durante el cual Selden meditó una o dos respuestas con la intención de añadir un efímero incentivo a la situación, pero las rechazó en favor de la sencilla pregunta:

—Bueno, ¿y por qué no lo hace?

Ella se ruborizó y soltó una carcajada.

—¡Ah! Veo que es un amigo, después de todo, ya que me ha dicho una de las cosas desagradables que necesitaba oír.

—Yo no la considero desagradable —respondió él en tono amistoso—. ¿No es su vocación el matrimonio? ¿Acaso no nos educan a todos para casarnos?

Ella suspiró:

—Sí, supongo que sí. ¿Qué otra cosa se puede hacer?

—Exacto. Así pues, ¿por qué no decidirse y dar el asunto por zanjado?

Lily se encogió de hombros.

—Habla como si tuviera que casarme con el primer hombre que se cruzara en mi camino.

—No he querido decir que haya ninguna prisa, pero seguro que existe alguien con los requisitos necesarios.

Lily movió la cabeza con gesto de hastío.

—Desperdicié un par de buenas ocasiones cuando fui presentada en sociedad (supongo que todas las chicas lo hacen); y ya sabe usted que soy horriblemente pobre… y muy cara. Necesito mucho dinero.

Selden se volvió para coger una pitillera de la repisa.

—¿Qué ha sido de Dillworth? —preguntó.

—Oh, su madre se asustó: temía que quisiera cambiar la montura de todas las joyas de la familia. Y quiso arrancarme la promesa de que no reformaría la decoración del salón.

—¡Justo el motivo por el que quiere casarse!

—Exacto. De modo que le envió a la India.

—Mala suerte… pero puede encontrar a alguien mejor que Dillworth.

Le alargó la pitillera y ella cogió tres o cuatro cigarrillos, se puso uno entre los labios y guardó los otros en una cajita de oro que pendía de su largo collar de perlas.

—¿Tengo tiempo? Sólo dos caladas, entonces.

Se inclinó hacia delante para encender su cigarrillo con el de él y, mientras lo hacía, Selden observó con un placer puramente impersonal la regularidad de las negras pestañas en los finos y blancos párpados y la sombra violácea de las ojeras difuminándose en la palidez de la mejilla.

Lily empezó a deambular por la habitación, examinando las estanterías entre las volutas de humo de su cigarrillo. Algunos libros tenían el tono oscuro del tafilete antiguo y una buena encuadernación artesana, y sus ojos los acariciaron largamente, no con la apreciación del experto, sino con el gusto por los matices y texturas agradables que era una de sus susceptibilidades más profundas. De improviso su expresión pasó del placer a una activa conjetura y se volvió hacia él con una pregunta.

—Es coleccionista, ¿verdad? ¿Colecciona primeras ediciones y cosas por el estilo?

—En la medida en que puede hacerlo un hombre sin fortuna. De vez en cuando encuentro algo entre las baratijas y asisto a las grandes subastas.

Ella se había vuelto de nuevo hacia los libros, pero ya no los miraba con atención y Selden vio que estaba preocupada por otra idea.

—¿Y libros relacionados con la historia de Estados Unidos? ¿También los colecciona?

Selden la miró y se echó a reír.

—No, esto se aparta bastante de mis preferencias. Verá, no soy coleccionista, sólo me gusta tener ediciones buenas de mis libros favoritos.

Ella esbozó un mohín.

—Y supongo que los libros históricos americanos son muy aburridos. Yo diría que sí… excepto para el historiador. Pero los verdaderos coleccionistas valoran las cosas por su rareza. No me imagino a los compradores de viejos libracos de historia americana leyéndolos durante toda la noche… El anciano Jefferson Gryce no lo hacía, desde luego.

Ella escuchaba con viva atención.

—Y no obstante, se venden a precios fabulosos, ¿verdad? Parece extraño que alguien esté dispuesto a pagar un montón de dinero por un libro feo y mal impreso que no piensa leer nunca. Y supongo que la mayoría de quienes poseen libros viejos de historia americana no son historiadores, ¿verdad?

—No, muy pocos historiadores pueden permitirse el lujo de comprarlos; tienen que consultarlos en bibliotecas públicas o en colecciones particulares. Al parecer, es sólo la rareza lo que atrae al coleccionista medio.

Se había sentado en el brazo de un sillón, cerca de Lily, y ésta continuó interrogándole, interesada por cuáles eran los volúmenes más raros, por si la colección de Jefferson Gryce se consideraba realmente la mejor del mundo y por cuál era el precio más alto jamás pagado por un solo libro.

Resultaba tan agradable mirarla mientras cogía de los estantes un libro tras otro y volvía rápidamente las páginas entre los dedos, con el perfil inclinado destacando contra el cálido fondo de las viejas encuadernaciones, que Selden hablaba sin detenerse a pensar con extrañeza en su repentino interés por un tema tan poco sugestivo. Sin embargo, nunca podía estar mucho rato con Lily sin tratar de hallar una razón para sus actos y, cuando la vio colocar en su sitio la primera edición de La Bruyére y dar la espalda a la librería, empezó a especular sobre sus intenciones. La siguiente pregunta que le formuló no le ayudó a esclarecer nada. Se detuvo ante él con una sonrisa cuyo propósito parecía ser admitirle en su intimidad y al mismo tiempo recordarle las restricciones que eso imponía.

—¿No ha lamentado alguna vez —inquirió de repente— no ser lo bastante rico para comprar todos los libros que le gustan?

Él siguió su mirada en torno a la habitación, pasando por el gastado mobiliario y las deslucidas paredes.

—¿Que si lo he lamentado? ¿Me toma por un santo o por un alcornoque?

—Y trabajar… ¿le molesta?

—Bueno, el trabajo en sí no está tan mal; me gusta bastante la abogacía.