Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

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Un súbito ataque de ira se apoderó de mí. Estuve a punto de patearle la cabeza mientras yacía indefenso a mis pies. Entonces movió una mano tan débil y lastimosamente que mi rabia se esfumó. Lanzó un gemido y abrió los ojos un instante.

Me arrodillé a su lado y le ayudé a levantar la cabeza. Volvió a abrir los ojos, mirando en silencio el amanecer, y su mirada se cruzó con la mía. Sus párpados cayeron.

–Lo siento –dijo con gran esfuerzo. Parecía que intentaba pensar–. Es el fin –murmuró–, el fin de este estúpido mundo. ¡Qué desastre!

Yo escuchaba. Su cabeza cayó hacia un lado. Pensé que un trago podría reanimarlo, pero no tenía a mi alcance bebida alguna ni recipiente en que traerla. De pronto su cuerpo me pareció más pesado. Se me heló el corazón.

Me incliné sobre su rostro y metí la mano por la camisa desgarrada. Estaba muerto y, mientras moría, una línea al rojo vivo, el limbo del sol, ascendió por levante más allá de la bahía, esparciendo sus rayos por el cielo y transformando el oscuro mar en un torbellino de luz cegadora que glorificaba su rostro contraído por la muerte.

Le apoyé suavemente la cabeza sobre la tosca almohada que había improvisado, y me puse en pie. Ante mí se extendía la radiante desolación del mar, la horrible soledad que tanto me había hecho sufrir; y a mis espaldas, la isla en calma bajo la aurora, con sus Monstruos silenciosos e invisibles. El recinto, con todas las provisiones y la munición, ardía con gran estrépito, súbitas bocanadas de fuego, violentas crepitaciones y algún que otro estallido. La densa humareda ascendía por la playa alejándose de mí y rozando las lejanas copas de los árboles en dirección a las cabañas del barranco. A mi lado descansaban los restos carbonizados de los botes y aquellos cinco cadáveres.

Entonces, de entre la maleza surgieron tres Monstruos de hombros encorvados, cabezas salientes, manos deformes, torpes ademanes y mirada inquisitiva y hostil; avanzaron hacia mí con gestos vacilantes.

20. A solas con los monstruos

Les hice frente, pues en ellos estaba mi destino. Estaba solo, tenía un brazo roto y, en el bolsillo, un revólver al que le faltaban dos balas. Entre las astillas esparcidas por la playa encontré las dos hachas con las que habían desguazado los botes. La marea subía a mis espaldas.

No me quedaba más remedio que echarle valor. Miré fijamente los rostros de los Monstruos que se acercaban. Ellos rehuyeron mi mirada y husmearon con los hocicos temblorosos los cadáveres que yacían en la playa a mis espaldas. Avancé unos pasos, recogí el látigo ensangrentado que reposaba junto al cadáver del Hombre Lobo y lo hice restallar.

Se detuvieron y me miraron con extrañeza.

–¡Saludad! –dije–. ¡Inclinaos ante mí!

Vacilaron un instante. Uno de ellos dobló las rodillas. Repetí la orden, con el corazón en un puño, y avancé hacia ellos. Primero se arrodilló uno, luego los otros dos.

Me di la vuelta y caminé hacia los cadáveres, sin apartar la vista de los tres Monstruos arrodillados, como un actor que hace mutis por el foro sin quitar la vista del público.

–Quebrantaron la Ley –dije, al tiempo que apoyaba un pie sobre el Recitador–.

Por eso han muerto. Incluso el Recitador de la Ley. Y el Hombre del Látigo. ¡Grande es la Ley! Venid a ver.

–No hay escapatoria –dijo uno de ellos, mientras se acercaba a mirar.

–No hay escapatoria –dije yo–. Por lo tanto, escuchad y haced lo que os ordeno.

Se pusieron en pie, interrogándose con la mirada. –Quedaos ahí –dije.

Recogí las dos hachas y las colgué del brazo en cabestrillo; luego, le di la vuelta a Montgomery, cogí su revólver, viendo que aún le quedaban dos balas, y hurgando en su bolsillo encontré seis cartuchos más.

–Lleváoslo –dije, poniéndome otra vez en pie y señalando con el látigo el cadáver de Montgomery–. Lleváoslo de aquí y arrojadlo al mar.

Se acercaron, temerosos todavía de Montgomery, pero más temerosos aún del chasquido del látigo ensangrentado y, luego de algunos titubeos, restallidos de látigo y amenazas, lo levantaron con precaución, lo bajaron hasta la playa y se adentraron chapoteando en las relucientes olas.

–¡Venga! –dije–. ¡Adelante! ¡Lleváoslo lejos! Avanzaron hasta que el agua les llegó a los hombros, se detuvieron y me miraron.

–Soltadlo –dije.

El cuerpo de Montgomery se hundió bruscamente en medio de un gran chapoteo, y yo sentí que se me encogía el corazón.

–¡Bien! –dije con un nudo en la garganta.

Corrieron asustados hacia la orilla, dejando largas estelas negras en el agua plateada.

Al llegar a la arena se detuvieron y volvieron la cabeza hacia el mar, como si temiesen que Montgomery pudiese resurgir exigiendo venganza.

–Y ahora éstos –dije, señalando a los otros cadáveres.

Se cuidaron mucho de no acercarse al lugar donde habían arrojado a Montgomery y arrastraron los cadáveres unos cien metros por la playa antes de vadear para echarlos al agua.

Mientras observaba cómo se deshacían de los restos mutilados de M'ling, oí un ligero ruido de pasos a mis espaldas, y, volviéndome bruscamente, vi al enorme Cerdo Hiena a unos diez metros de mí. Tenía la cabeza gacha, los ojos brillantes clavados en mí y las gruesas manos deformes pegadas al cuerpo. Al volverme cambió la postura de acecho y desvió ligeramente la mirada.

Nos miramos fijamente a los ojos un momento. Solté el látigo y saqué la pistola del bolsillo. Estaba dispuesto a matar a aquella bestia, la más temida de cuantas quedaban en la isla, al menor pretexto. Podrá parecer una vileza, pero ésa era mi intención. Le tenía mucho más miedo a él que a cualesquiera otros dos Monstruos juntos. Su supervivencia, no me cabía duda, era una amenaza para la mía.

Hice acopio de valor durante varios segundos. Luego grité:

–¡Saluda! ¡Arrodíllate!

Un gruñido dejó entrever sus colmillos.

–¿Quién eres tú para decirme...?

Quizá un poco precipitadamente, saqué el revólver, apunté y disparé. Le oí gritar, vi que corría y torcía en diagonal; supe que había fallado, y tiré del percutor con el pulgar dispuesto a disparar de nuevo. Pero huía a toda velocidad, saltando de un lado a otro, y no me atreví a errar de nuevo el tiro. De vez en cuando volvía la cabeza para mirarme por encima del hombro. Corrió por la pendiente de la playa y desapareció entre la densa masa de humo que aún salía del recinto en llamas. Me quedé un rato mirándolo. Luego me volví hacia mis tres obedientes Monstruos y les hice una seña para que soltasen el cadáver que transportaban. Regresé junto al fuego, al lugar donde habían caído los cuerpos, y removí la arena con el pie hasta que desaparecieron todas las manchas de sangre.

Despedí a mis tres esbirros con un movimiento de la mano y caminé playa arriba hasta adentrarme en la espesura. Llevaba la pistola en la mano y el látigo y las hachas colgadas del cabestrillo. Deseaba estar a solas para reflexionar sobre la situación en la que me encontraba.

Algo terrible, de lo que apenas empezaba a darme cuenta, era que no había un solo lugar seguro en toda la isla donde descansar y dormir. Había recuperado las fuerzas asombrosamente desde mi llegada a la isla, pero aún era proclive al nerviosismo y me venía abajo ante la adversidad. Pensé que lo mejor sería cruzar de nuevo la isla e instalarme entre los Monstruos, confiándoles mi propia seguridad personal. Pero me faltó el ánimo. Regresé a la playa, y, girando hacia el este por delante del recinto en llamas, me dirigí hacia un banco de arena y coral que avanzaba hasta el arrecife. Allí podría sentarme a reflexionar, de espaldas al mar y haciendo frente a cualquier posible sorpresa. Y allí estuve sentado un buen rato, la cara entre las rodillas y el sol abrasándome la cabeza. Un creciente temor se apoderaba de mí, pese a lo cual planeé el modo de sobrevivir hasta la hora de mi rescate, si es que esa hora llegaba. Intenté analizar la situación con la mayor ecuanimidad, pero no lograba desprenderme de mis sentimientos.

Me puse a darle vueltas en la cabeza a la desesperación de Montgomery. «Cambiarán–dijo–. Seguro que cambiarán.» Y Moreau, ¿qué había dicho Moreau? «Su bestialidad es cada día mayor...» Luego volví a acordarme del Cerdo Hiena. Estaba seguro de que, si no mataba a aquella bestia, ella me mataría a mí ... El Recitador de la Ley había muerto.

¡Qué desgracia!... Ahora sabían que los Hombres del Látigo podían morir igual que ellos...

¿Me estarían espiando desde las masas verdes de helechos y palmeras, a la espera de tenerme a su alcance? ¿Qué estarían tramando contra mí? ¿Qué les estaría diciendo el Cerdo Hiena? Mi imaginación me sumía en un mar de temores infundados.

Mis pensamientos quedaron interrumpidos por los gritos de unas aves marinas que se precipitaban hacia un objeto negro que las olas habían depositado en la arena, cerca del recinto. Sabía muy bien de qué se trataba, pero me faltó valor para ir a ahuyentarlas.

Comencé a caminar por la playa en dirección contraria, con la intención de bordear el extremo oriental de la isla y acercarme así al barranco de las cabañas, sin exponerme a las posibles emboscadas de la selva.

Después de recorrer aproximadamente un kilómetro, advertí la presencia de uno de mis tres Monstruos, que salía de los matorrales en dirección a mí. Las fantasías de mi imaginación me habían puesto tan nervioso que inmediatamente saqué el revólver. Ni siquiera sus gestos suplicantes consiguieron desarmarme.

Se me acercó con vacilación.

–¡Márchate! –le grité.

La actitud asustadiza y servil de aquella criatura era propia de un perro. Retrocedió un poco, como un perro ahuyentado, y se detuvo, mirándome con ojos suplicantes.

 

–¡Márchate! –repetí–. Note acerques.

–¿No puedo acercarme a ti? –preguntó.

–¡No! Márchate –insistí, haciendo sonar el látigo. Luego, sosteniendo el látigo con los dientes, me agaché para coger una piedra y, amenazándolo con ella, logré que se alejase.

Así, a solas, llegué hasta el barranco de los Monstruos y, escondido entre las hierbas y los juncos que lo separaban del mar, los observé a medida que iban apareciendo, intentando juzgar por su actitud y sus gestos en qué medida les había afectado la muerte de Moreau y de Montgomery y la destrucción de la Casa del Dolor. Entonces comprendí el desatino de mi cobardía. Si hubiera tenido el mismo valor que al amanecer, si no hubiera permitido que se disipara en reflexiones solitarias, podría haberme adueñado del cetro vacante de Moreau y dominar a los Monstruos. Pero había perdido la oportunidad, y había descendido al rango de simple líder de mis iguales.

Hacia el mediodía, algunos se tumbaron al sol sobre la arena caliente. La imperiosa voz del hambre y de la sed prevalecía sobre mis temores. Salí de mi escondite entre los matorrales y, revólver en mano, descendí hacia donde estaban sentadas aquellas criaturas.

Una de ellas, una Mujer Lobo, volvió la cabeza y me miró con asombro; los demás la imitaron. Ninguno hizo ademán de levantarse o saludar. Estaba demasiado débil y cansado para enfrentarme a tantos, y dejé pasar la ocasión.

–Quiero comer –dije, casi disculpándome, mientras me acercaba a ellos.

–Hay comida en las cabañas –dijo un Oso jabalí medio dormido, volviendo la cabeza hacia otro lado.

Pasé por delante de ellos y me adentré en la sombra y los hedores del barranco casi desierto. En una cabaña vacía me di un festín de fruta y, tras tapar la puerta con unas ramas medio podridas, me coloqué frente a ella con la mano sobre el revólver. La fatiga de las últimas treinta horas empezaba a dejarse sentir, y caí en un ligero sopor, con la esperanza de que mi frágil barricada hiciera el ruido suficiente para evitarme cualquier sorpresa desagradable si alguien la derribaba.

21. La regresión de los monstruos

Y fue así como me convertí en uno más de los Monstruos de la isla del doctor Moreau. Cuando desperté había anochecido. Me dolía el brazo, bajo el vendaje. Me incorporé, preguntándome al principio dónde estaba. Oí voces roncas que hablaban en el exterior. Entonces vi que la barricada había desaparecido y que la entrada de la cabaña estaba abierta. Seguía teniendo el revólver en la mano.

Oí una respiración y vi un bulto agazapado a mi lado. Contuve la respiración, intentando averiguar de qué se trataba. «Aquello» comenzó a moverse lenta e interminablemente. Entonces sentí que algo cálido, húmedo y blando me rozaba la mano.

Se me tensaron todos los músculos del cuerpo. Aparté bruscamente la mano y estuve a punto de gritar. Pero me di cuenta de lo que había pasado y mis dedos siguieron acariciando el revólver.

–¿Quién está ahí? –susurré, apuntando con el revólver. –Soy yo, Maestro.

–Y ¿quién eres tú?

–Dicen que ya no hay Maestro. Pero yo lo sé. Yo llevé los cuerpos al mar, ¡oh tú que caminas sobre las aguas!, los cuerpos de los que tú mataste. Soy tu esclavo, Maestro.

–¿Eres el que me encontré en la playa? –pregunté.

–El mismo, Maestro.

La criatura parecía de fiar, de lo contrario se habría abalanzado sobre mí mientras dormía.

–Está bien –dije, extendiendo la mano para que me la lamiera otra vez. Empecé a darme cuenta de lo que su presencia significaba para mí, y mi valor creció como la espuma–. ¿Dónde están los demás? –pregunté.

–Se han vuelto locos, están chiflados –dijo el Hombre Perro–. Andan todos hablando al mismo tiempo por ahí. Dicen: «El Maestro ha muerto; el del Látigo ha muerto. El que camina sobre las aguas es ... como nosotros. Ya no hay Maestro, ni Látigos, ni Casa del Dolor. Se acabó. Amamos la Ley y la respetaremos, pero ya no habrá más dolor, ni Maestro, ni Látigo». Eso es lo que dicen. Pero yo sé la verdad, Maestro, yo la sé.

Tanteé en la oscuridad y acaricié la cabeza del Hombre Perro.

–Está bien –volví a decir.

–Y ahora los matarás a todos –dijo el Hombre Perro.

–Sí –contesté–, los mataré a todos; en cuanto pasen unos días y se produzcan ciertos hechos. Todos, menos los que tú perdones, morirán.

–Cuando el Maestro quiere matar, mata –dijo el Hombre Perro con cierta satisfacción.

–Y para que sus pecados puedan multiplicarse –añadí–, dejemos que vivan su locura hasta que les llegue la hora. Que no sepan aún que yo soy el Maestro.

–La voluntad del Maestro es buena –dijo el Hombre Perro con el instinto de su sangre canina.

–Pero hay uno que ha pecado –dije yo–. A ése lo mataré en cuanto lo encuentre.

Cuando te diga «éste es», abalánzate sobre él. Y ahora iré junto a los hombres y mujeres que están reunidos.

Al marcharse el Hombre Perro, la entrada de la cabaña quedó momentáneamente oscurecida. En seguida me puse en pie, casi en el mismo sitio donde estaba cuando oí a Moreau y a su sabueso persiguiéndome. Pero esta vez era de noche, el miasmático barranco que me rodeaba estaba envuelto en la negrura y, más allá, en lugar de una verde ladera iluminada por el sol, vi la luz roja de una hoguera ante la que se movían unas figuras grotescas y encorvadas. A lo lejos se alzaban los densos árboles, una masa negra bordeada en su parte superior por el negro manto de las ramas más altas. La luna asomaba en ese instante por el borde del barranco, atravesada por las perpetuas columnas de vapor que brotaban sin cesar de las fumarolas de la isla.

–Ven conmigo –le dije, para darme ánimos, y juntos descendimos por el estrecho camino, sin prestar la menor atención a las imprecisas formas que nos espiaban desde las cabañas.

Ninguno de los que estaban junto a la hoguera hizo amago de saludarme. Casi todos fingieron con desdén no advertir mi presencia. Busqué con la mirada al Cerdo Hiena, pero no estaba allí. Había en total unos veinte Salvajes acuclillados mirando al fuego o charlando entre sí.

–Está muerto, está muerto, el Maestro está muerto –dijo la voz del Hombre Mono, a mi derecha–. Ya no hay Casa del Dolor.

–No está muerto –dije yo en voz alta–. Ahora mismo nos está observando.

Mis palabras los sobresaltaron. Veinte pares de ojos se fijaron en mí.

–La Casa del Dolor ha desaparecido –dije–, pero sólo momentáneamente. Aunque no podáis ver al Maestro, él os escucha desde allí arriba.

–¡Es cierto, es cierto! –dijo el Hombre Perro.

Mi seguridad les hizo titubear. Los animales pueden ser muy astutos y feroces, pero sólo un hombre es capaz de mentir.

–El Hombre del Brazo Vendado dice cosas extrañas –observó uno de los Salvajes.

–Te aseguro que es cierto –dije–. El Maestro y la Casa del Dolor volverán otra vez. ¡Ay de aquel que quebrante la Ley!

Se miraron con extrañeza. Fingiendo indiferencia, comencé a escarbar despreocupadamente el suelo con el hacha. Vi que observaban los profundos cortes que hacía en la hierba.

Entonces el Sátiro planteó una duda, y yo le respondí. Una de aquellas cosas moteadas puso otra objeción, y una animada discusión surgió en torno al fuego. A cada momento me sentía más seguro de mí mismo. Ya no me quedaba sin respiración al hablar, como me sucediera al principio, a causa de la excitación. Al cabo de media hora había convencido a varios Monstruos de la veracidad de mis afirmaciones y había sembrado la duda en los demás.

Estuve pendiente en todo momento de mi enemigo, el Cerdo Hiena, pero no apareció.

De vez en cuando me sobresaltaba un movimiento sospechoso, pero mi confianza renacía rápidamente. Luego, a medida que la luna descendía desde el cenit, los que escuchaban comenzaron a bostezar, mostrando los dientes a la luz de las brasas y, uno a uno, se retiraron a las guaridas del barranco. Temeroso del silencio y de la oscuridad, me fui tras ellos, pues sabía que estaba más seguro con varios que con uno solo.

Así empezó el período más largo de mi estancia en la isla del doctor Moreau. Pero desde esa noche y hasta el final sólo ocurrió un incidente digno de mención, amén de una interminable serie de pequeños detalles desagradables y de un desasosiego constante. De modo que prefiero no hacer una crónica de ese lapso de tiempo y ceñirme a un acontecimiento crucial en los diez meses que pasé en compañía de aquellas bestias semihumanas. Me dejaría cortar la mano derecha para olvidar muchas cosas que han quedado grabadas en mi memoria y que podría referir. Pero no añaden nada a la historia.

Al volver la vista atrás, me sorprendo al recordar lo pronto que me adapté a las costumbres de los Monstruos y me gané su confianza. Tuve algunas peleas, de cuyas mordeduras aún conservo las cicatrices, pero no tardaron en mostrar un sano respeto por mi habilidad como lanzador de piedras y por el filo de mi hacha. La ayuda del Hombre Perro –leal como un San Bernardo– fue inestimable para mí. Descubrí que su sencilla escala de valores se basaba ante todo en la capacidad para producir heridas sangrantes.

De hecho, puedo afirmar –espero que sin vanidad– que llegué a ocupar una posición preeminente entre ellos. Más de uno al que había malherido en alguna pelea me guardaba rencor, pero generalmente se limitaba a hacerme muecas, casi siempre a mis espaldas y a prudencial distancia de mis misiles.

El Cerdo Hiena me evitaba, y yo me mantenía alerta a su presencia en todo momento.

Mi inseparable Hombre Perro lo odiaba y lo temía intensamente. Estoy seguro de que ésa era la razón de su apego a mí. Pronto comprendí que el Cerdo Hiena había probado la sangre y seguía el mismo camino que el Hombre Leopardo. Construyó una guarida en algún lugar del bosque y se volvió solitario. En una ocasión intenté convencer a los Salvajes para que le diesen caza, pero me faltó autoridad para que actuaran todos a una.

Una y otra vez intenté acercarme a su guarida y sorprenderlo desprevenido, pero siempre era más rápido que yo y, al verme o sentir mi olor en el viento, tenía tiempo de escapar.

Con sus emboscadas repentinas, también él hacía que los senderos del bosque resultasen peligrosos para mí y para mis aliados. El Hombre Perro apenas se atrevía a alejarse de mi lado.

Al cabo de un mes, y en comparación con su situación anterior, los Monstruos eran pasablemente humanos, y con alguno de ellos –aparte de mi compañero canino– llegué a portarme de manera tolerante y amistosa. El Perezoso me mostraba un raro afecto y me seguía a todas partes. El Hombre Mono, sin embargo, me fastidiaba sobremanera. Daba por hecho, fundándose en sus cinco dedos, que era mi igual, y se pasaba el día cotorreando y diciendo las mayores tonterías. Sólo había una cosa en él que me hacía gracia: tenía una fantástica habilidad para inventar palabras nuevas. Al parecer pensaba que el uso correcto del lenguaje consistía en farfullar palabras sin sentido. Llamaba a esto «grandes ideas», para distinguirlo de las «pequeñas ideas», es decir, de los detalles de la vida cotidiana. Cuando hacía un comentario que él no entendía, siempre lo alababa mucho y me pedía que lo repitiese para aprenderlo de memoria; luego iba repitiéndolo por todas partes para impresionar a los más ingenuos. No decía nada que fuese sencillo y comprensible. Inventé algunas «grandes ideas» para su uso particular. Ahora me parece que era la criatura más tonta que he conocido jamás: a la característica necedad del hombre sumaba prodigiosamente la estupidez natural del mono.

Esto, como digo, sucedió en las primeras semanas de soledad entre las bestias.

Durante aquel tiempo respetaron las costumbres establecidas por la Ley y se comportaron con moderación. Volví a encontrar otro conejo descuartizado –por el Cerdo Hiena, con toda probabilidad–, pero eso fue todo. Fue hacia mayo cuando empecé a detectar cambios evidentes en su forma de hablar y de moverse, una mayor dificultad de articulación, un creciente desinterés por el lenguaje. El parloteo del Hombre Mono era más intenso que nunca, pero resultaba cada vez más incomprensible, más simiesco.

Algunos parecían estar perdiendo la facultad del habla, aunque comprendían lo que les decía. ¿Puede alguien imaginarla pérdida y el embotamiento del lenguaje claro y conciso, su creciente ausencia de forma y significado, su transformación en mero sonido vacío?

Además, empezaban a tener serias dificultades para caminar erguidos. Aunque era evidente que les producía mucha vergüenza, de vez en cuando sorprendía a alguno corriendo a cuatro patas, incapaz de recobrar la posición vertical. Sujetaban las cosas con mayor torpeza, bebían directamente con la boca, roían la comida y se mostraban cada día más zafios. Entendí mejor que nunca lo que Moreau me había dicho sobre la «obstinada carne de las bestias». Estaban regresando rápidamente a su estado primitivo.

 

Algunos –primero las hembras, según observé con cierta sorpresa– comenzaron a hacer caso omiso de las normas del decoro, casi siempre deliberadamente. Otros incluso se rebelaron en público contra la institución de la monogamia. Era evidente que la Ley se debilitaba a ojos vista. No puedo seguir con este desagradable asunto. Mi Hombre Perro se transformaba lentamente en perro a secas; poco a poco se fue volviendo más estúpido, más cuadrúpedo y más peludo. Apenas advertí la transición de compañero fiel a perro furtivo. A medida que crecían la negligencia y la desorganización, el camino de las cabañas, ya de por sí desagradable, se me hizo tan repugnante que tuve que abandonarlo y, atravesando otra vez la isla, me construí un cobertizo de ramas entre las negras ruinas del recinto de Moreau. El recuerdo del dolor que allí habían padecido hacía de aquél un lugar seguro para esconderse de los Monstruos.

Sería imposible detallar paso a paso la degeneración de los Monstruos: contar cómo perdían día a día los rasgos humanos, cómo se deshacían de sus trapos y sus vendas hasta prescindir por completo de la ropa, cómo empezaba a extenderse el pelo por sus extremidades desnudas, cómo se les hundía la frente y se les alargaba la cara. El solo recuerdo de la intimidad casi humana que había tenido con alguno de ellos durante el primer mes de mi soledad me espantaba.

La transformación se produjo de manera lenta e imparable. No fue una conmoción ni para ellos ni para mí. Aún podía sentirme seguro entre ellos, porque su regresión aún no había liberado la explosiva carga de animalidad que apagaba por momentos sus características humanas. Pero empecé a temer que la conmoción se produjese en cualquier momento. Mi San Bernardo me siguió hasta el recinto, y su vigilancia a veces me permitía dormir casi en paz. El Perezoso rosado se volvió asustadizo y regresó a su medio natural entre las ramas de los árboles. Nuestro estado de equilibrio era el mismo que el que quedaría en una de esas jaulas llenas de animales diversos que exhiben los domadores, si el domador las abandonara para siempre.

Pero estas criaturas no degeneraron en bestias como las que el lector habrá visto en los zoológicos, es decir, en vulgares osos, lobos, tigres, bueyes, cerdos o monos. Seguía habiendo algo extraño en su naturaleza; en cada uno de ellos Moreau había mezclado un animal con otro: uno tenía rasgos principalmente osunos, otros felinos, el de más allá bovinos, pero cada cual estaba contaminado por otras criaturas, y una especie de animalismo generalizado surgía bajo sus caracteres específicos. Todavía me sorprendían de vez en cuando ciertos rasgos humanos, como la recuperación momentánea del lenguaje hablado, la inesperada habilidad de las patas delanteras o algún penoso intento de caminar erguidos.

También yo debí de experimentar extraños cambios. Mi ropa era un puñado de andrajos amarillentos, a través de los cuales se veía la piel bronceada. Tenía el pelo larguísimo y enmarañado. Dicen que incluso ahora mis ojos conservan un brillo y una viveza inusuales.

Al principio pasaba el día en la playa meridional, oteando el horizonte, esperando el paso de un barco y rogando por su aparición. Confiaba en el regreso anual del Ipecacuanha, pero nunca llegaba. En cinco ocasiones divisé velas, y vi tres columnas de humo, pero nadie se detuvo en la isla. Tenía siempre una hoguera encendida, pero sin duda se atribuía el humo a la naturaleza volcánica de la isla.

Era ya septiembre u octubre cuando empecé a pensar seriamente en construir una balsa. Por aquel entonces el brazo ya estaba curado y podía servirme de las dos manos. Al principio me sentí impotente. Jamás había hecho un trabajo de carpintería ni cosa parecida, y me pasaba el día en el bosque, cortando troncos e intentando ensamblarlos.

No tenía cuerdas ni encontraba con qué fabricarlas; las lianas eran muy abundantes, pero ninguna parecía suficientemente flexible y resistente al mismo tiempo y, con toda mi carga de educación científica, era incapaz de conferirles la flexibilidad y resistencia necesarias. Pasé más de dos semanas rebuscando entre las ruinas del recinto y en el lugar de la playa donde habían quemado los botes, en busca de clavos y otras piezas de metal desperdigadas que pudieran serme de utilidad. De vez en cuando se acercaba a mirar algún Monstruo, pero se alejaba dando saltos en cuanto le gritaba. Luego sobrevino una temporada de tormentas y lluvias torrenciales que retrasaron considerablemente mi trabajo, pero al fin la balsa quedó terminada.

Estaba orgulloso de ella. Pero, con esa falta de sentido práctico que siempre ha sido mi perdición, había construido la balsa a más de un kilómetro del mar, y antes de poder arrastrarla hasta la orilla se había hecho pedazos. Tal vez fuera una suerte para mí no poder botarla entonces, pero en ese momento, la desesperación por el fracaso fue tan grande que durante varios días no fui capaz de hacer nada más que vagar por la playa, contemplar el mar y pensar en la muerte.

Pero no tenía la menor intención de morir, y ocurrió un incidente que me hizo ver con claridad la insensatez de dejar pasar así los días, pues los Monstruos eran cada vez más peligrosos. Estaba tumbado a la sombra del muro del recinto, mirando al mar, cuando me sobresaltó el contacto de algo frío en el talón y, volviéndome bruscamente, vi al Perezoso que me miraba con asombro. Hacía tiempo que había perdido el habla y la capacidad de desplazarse con facilidad; el pelo lacio se había vuelto más espeso y sus gruesas garras más ganchudas. Al ver que había llamado mi atención, lanzó un débil gemido, regresó hacia la maleza y se volvió para mirarme.

Al principio no lo entendí, pero luego se me ocurrió que quizá quería que lo siguiera; entonces fui tras él, muy despacio, porque hacía mucho calor. Al llegar a los árboles comenzó a trepar por uno de ellos, pues se desplazaba mejor a través de las lianas que en tierra firme.

De repente, en un claro del bosque, me encontré con una escena espantosa: mi San Bernardo yacía muerto en el suelo, y junto a él, agazapado, estaba el Cerdo Hiena, desgarrando la carne palpitante con sus deformes garras; mordisqueándola y gruñendo con delectación. Al acercarme, el Monstruo levantó hacia mí unos ojos amenazadores, echó hacia atrás los labios, mostrando los dientes ensangrentados, y rugió con aire desafiante. No tenía miedo ni sentía vergüenza; había perdido el último vestigio de su procedencia humana. Avancé un paso, me detuve y saqué el revólver. Por fin estábamos frente a frente.

El animal no hizo amago de retroceder, sino que echó hacia atrás las orejas, se le erizó el pelo y encogió el cuerpo, dispuesto a saltar. Le apunté al entrecejo y disparé. En ese momento, la bestia se abalanzó sobre mí de un salto y me derribó como si fuera un bolo. Intentó agarrarme con la mano herida y me golpeó en la cara. Quedé atrapado bajo su cuerpo, mas, por fortuna, el disparo había sido certero y la bestia murió en el momento de saltar. Me lo quité de encima y me puse en pie, temblando, mirando asustado su cuerpo convulso. Por fin había pasado el peligro. Pero sabía que eso no era sino el comienzo de una larga serie de incidentes.

Quemé los dos cadáveres en una pira hecha con ramas. Ahora veía con claridad que, si no abandonaba la isla, mi muerte sería sólo cuestión de tiempo. Por aquel entonces los Monstruos, con alguna que otra excepción, habían abandonado el barranco y habían construido guaridas, cada cual a su manera, entre la maleza. Casi todos pasaban el día durmiendo, y la isla le habría parecido desierta a cualquier recién llegado; pero de noche el aire se poblaba de gritos y aullidos. Se me pasó por la cabeza la idea de hacer una masacre, tendiendo trampas o atacándolos con un cuchillo. Si hubiera tenido cartuchos suficientes, no habría vacilado en comenzar la matanza. No debían de quedar más de veinte carnívoros, y los más feroces ya habían muerto. Tras la muerte del pobre perro, mi último amigo, también yo adopté la costumbre de dormitar durante el día para permanecer alerta por la noche. Reconstruí mi guarida entre las ruinas del recinto, dejando una entrada muy estrecha, de tal modo que quien intentase traspasarla tuviera que hacer mucho ruido. Los Monstruos habían olvidado el arte del fuego y sentían hacia él un renovado temor. Me puse de nuevo, casi frenéticamente, a ensamblar ramas y estacas para construir una balsa en la que poder huir.