Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

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En aquellos días, mi miedo a los Monstruos se transformó en miedo a Moreau. Caí en un estado mórbido, intenso y duradero, distinto del temor, que ha dejado en mi mente una huella indeleble. Debo confesar que el dolor y el caos de la isla me hicieron perder la fe en la cordura del mundo.

Un destino ciego, un mecanismo inmenso y despiadado, parecían configurar la estructura de la existencia. Y yo mismo, Moreau (por su pasión científica), Montgomery (por su pasión etílica) y los Monstruos, con sus instintos y sus limitaciones mentales, nos sentíamos abrumados y atormentados, implacablemente, inexorablemente envueltos en la infinita complejidad de sus incesantes ruedas. Sin embargo, esta situación no sobrevino de repente... De hecho, creo que me anticipo un poco al hablar de esto ahora.

17. Una catástrofe

Apenas habían pasado seis semanas, y había perdido todo sentimiento salvo el de aversión y odio hacia los infames experimentos de Moreau. No pensaba más que en alejarme de aquellas horribles caricaturas de la imagen de mi Hacedor y en regresar al sano y agradable trato con los hombres. Mis semejantes, de los que me encontraba apartado, comenzaron a cobrar en mi recuerdo una virtud y una belleza idílicas. Mi conato de amistad con Montgomery no prosperó. Su prolongado aislamiento, su alcoholismo y la evidente simpatía que sentía por los Salvajes lo echaron todo a perder.

En varias ocasiones dejé que fuera solo con ellos. Hacía todo lo posible por evitar el contacto con las bestias.

Pasaba cada vez más tiempo en la playa, en espera de algún navío libertador que nunca aparecía, hasta que un día cayó sobre nosotros una terrible desgracia, que modificaría por completo mi extraño entorno.

Habían transcurrido siete u ocho semanas desde mi llegada –quizá más, pues no me había molestado en llevar la cuenta– cuando sobrevino la catástrofe. Ocurrió una mañana, muy temprano, creo que alrededor de las seis. Me había levantado y había desayunado pronto, despertado por el ruido de tres Monstruos que transportaban madera hasta el recinto.

Después del desayuno me acerqué hasta la entrada del recinto, que estaba abierta, y me detuve a fumar un cigarrillo y a disfrutar del frescor de la mañana. Al poco apareció Moreau, por una esquina, y me saludó.

Pasó a mi lado y le oí abrir la puerta a mis espaldas y entrar en su laboratorio. Tan acostumbrado estaba para entonces a los horrores del lugar que, sin el menor atisbo de emoción, escuché cómo el puma iniciaba un nuevo día de tortura. La víctima recibió a su verdugo con un furioso aullido.

Entonces sucedió algo inesperado. Todavía no sé muy bien qué fue. Oí un grito a mis espaldas, un derrumbamiento y, al volverme, vi un rostro espantoso que se abalanzaba sobre mí: no era humano ni animal, sino diabólico y oscuro, surcado de cicatrices rojas, con los ojos desprovistos de párpados e inflamados. Levanté un brazo para detener el golpe, que me hizo caer de cabeza y romperme el brazo, mientras el Monstruo, cubierto con vendas ensangrentadas, saltaba por encima de mí y desaparecía.

Rodé y rodé por la playa, intenté incorporarme y caí sobre el brazo roto. Entonces apareció Moreau, con su enorme cara blanca aún más terrible a causa de la sangre que brotaba de su frente. Llevaba un revólver en la mano. Apenas me miró, y salió corriendo precipitadamente tras el puma.

Me apoyé sobre el otro brazo y me incorporé. La figura vendada corría a grandes saltos por la playa, seguida por Moreau.

El puma volvió la cabeza y, al ver a Moreau, giró bruscamente y se dirigió hacia los matorrales. Le ganaba terreno a cada paso. Se adentró en la maleza mientras Moreau, que corría en diagonal para interceptarlo, disparaba y erraba el tiro. La bestia desapareció.

Luego, también Moreau se perdió entre el confuso verdor.

Empezó a dolerme el brazo y, lanzando un gemido, logré ponerme en pie. En ese momento, Montgomery salió por la puerta, vestido y revólver en mano.

–¡Dios mío, Prendick! –dijo, sin advertir que yo estaba herido–. ¡Esa bestia se ha escapado! Ha arrancado los grilletes de la pared. ¿Lo ha visto? –Y luego, al ver que me agarraba el dolorido brazo, preguntó bruscamente–: ¿Qué pasa?

–Estaba en la puerta –respondí.

Se acercó y me cogió el brazo.

–Tiene sangre en la manga –dijo, subiendo la franela. Se guardó el arma en el bolsillo, me palpó el brazo para cerciorarse de los puntos dolorosos y me llevó a la casa–

–. Tiene el brazo roto. Dígame qué ocurrió exactamente.

Con frases entrecortadas y jadeos de dolor, le conté lo que había visto, mientras con gran habilidad y rapidez, él me vendaba el brazo. Me lo puso en cabestrillo, se levantó y me miró.

–Se pondrá bien –dijo–. ¿Y ahora qué?

Se quedó pensativo. Luego salió y cerró las puertas del recinto. Estuvo un rato ausente.

A mí me preocupaba sobre todo mi brazo. El otro incidente me parecía una de tantas cosas terribles. Me senté en la hamaca y, he de admitirlo, maldije la isla con todas mis fuerzas.

Cuando Montgomery regresó, la leve sensación de dolor que al principio tenía en el brazo se hizo insoportable.

Montgomery estaba pálido y mostraba el labio inferior más caído que nunca.

–No he visto ni oído rastro de él –dijo–. Puede que necesite ayuda.

Me miró con sus inexpresivos ojos y acto seguido añadió:

–Era un animal bastante fuerte. Arrancó los grilletes de la pared.

Se dirigió hacia la ventana, luego hacia la puerta, y por fin se volvió hacia mí.

–Volveré a buscarlo –dijo–. Puedo dejarle otro revólver. A decir verdad, estoy preocupado.

Fue a por el arma y la dejó sobre la mesa. Se marchó, dejando en el ambiente una contagiosa sensación de inquietud. Cuando hubo salido me levanté, cogí el revólver y abandoné la casa.

Reinaba una calma sepulcral. No corría ni gota de aire. El mar estaba como un espejo, el cielo completamente despejado y la playa desierta. En ese estado semiagitado y febril en que me hallaba, tanta calma me resultaba opresiva.

Intenté silbar, pero la melodía se desvaneció en mis labios. Volví a maldecir, por segunda vez en esa mañana. Después fui hasta la esquina del recinto y miré tierra adentro, hacia los matorrales que se habían tragado a Moreau y a Montgomery. ¿Cuándo volverían? ¿Y cómo?

En ese momento, muy lejos, al otro extremo de la playa surgió un pequeño Salvaje gris que corrió hasta la orilla y empezó a chapotear en el agua. Fui hasta la puerta, luego hasta la esquina, y así comencé a ir y venir como un centinela de guardia. En una ocasión me detuvo la voz de Montgomery, que gritaba en la distancia:

–¡Moreau!

El brazo me dolía menos, pero me ardía. Tenía fiebre y sed. Mi sombra se hacía cada vez más pequeña. Observé aquella figura distante hasta que desapareció de mi vista.

¿Regresarían Moreau y Montgomery?

Tres aves marinas se disputaban una presa encontrada en la playa.

De pronto oí un disparo muy lejano, por detrás del recinto. Luego, un largo silencio y después otro disparo. A continuación se oyó una especie de aullido más cercano y otro lúgubre silencio. Mi pobre imaginación comenzó a funcionar febrilmente para atormentarme. Sonó otro disparo muy cercano.

Sobresaltado, fui hasta la esquina y vi a Montgomery con el rostro congestionado, el pelo alborotado y el pantalón desgarrado a la altura de la rodilla. Su rostro denotaba una profunda consternación. Tras él venía su ayudante, M'ling, con unas inquietantes manchas oscuras alrededor de la boca.

–¿Ha vuelto? –preguntó Montgomery. –¿Moreau? –dije yo–. No.

–¡Dios mío! –estaba jadeando, casi sollozaba por la falta de aliento–. Entre en la casa. Se han vuelto locos. Andan todos corriendo por ahí como locos. ¿Qué habrá pasado? No lo sé. Se lo diré cuando recupere el aliento. ¿Dónde hay un poco de coñac?

Entró en la habitación cojeando y se sentó en la hamaca. M'ling se tiró al suelo en el umbral de la puerta y empezó a jadear como un perro. Traje un poco de coñac con agua para Montgomery. Estaba sentado, con la mirada perdida en el infinito, intentando recobrar el aliento. Al cabo de un rato me contó lo que había ocurrido.

Les había seguido el rastro durante un rato. Al principio era bastante claro, porque la maleza estaba pisoteada y había jirones de las vendas del puma enganchadas en las ramas e incluso manchas de sangre en las hojas de los matorrales. Pero perdió el rastro en el pedregal, más allá del arroyo donde yo había visto al Monstruo bebiendo, y continuó hacia el oeste, llamando a gritos a Moreau.

Luego se había encontrado con M'ling, que llevaba un hacha. M'ling no había visto nada. Estaba cortando leña cuando oyó a Montgomery llamar a Moreau. Se pusieron a gritar al unísono. Dos Salvajes se acercaron agazapados y los observaron desde la maleza, gesticulando y andando de un modo que a Montgomery le resultó alarmante.

Montgomery los llamó, y huyeron como quien ha cometido una fechoría. Entonces dejó de gritar y, tras caminar durante un rato sin rumbo fijo, decidió finalmente visitar las cabañas.

El barranco estaba desierto. Cada vez más alarmado, volvió sobre sus pasos. Fue entonces cuando se encontró con los dos Hombres Cerdo a los que yo había visto bailar la noche de mi llegada; tenían la boca manchada de sangre y parecían excitadísimos. Venían pisoteando los helechos y, al ver a Montgomery, se detuvieron con fiera expresión.

Montgomery hizo restallar su látigo y, al instante, las bestias se abalanzaron sobre él.

Jamás se habían atrevido a hacer nada igual. A uno le pegó un tiro en la cabeza, mientras M'ling se lanzaba sobre el otro y los dos rodaban por el suelo.

 

M'ling quedó atrapado debajo de la bestia, que estaba a punto de hincarle los dientes en el cuello, cuando Montgomery le pegó un tiro. Le costó convencer a su ayudante para que continuase con él.

Luego regresaron rápidamente al recinto, donde yo los aguardaba. Durante el camino, M'ling se había lanzado precipitadamente sobre un matorral y había sacado a un Hombre Ocelote muy pequeño, que también sangraba a causa de una herida que tenía en el talón y que le hacía cojear. La bestia intentó correr y se dirigió violentamente hacia la bahía.

Entonces, Montgomery –creo que con cierta crueldad– lo mató.

–¿Qué significa todo esto? –pregunté. Él sacudió la cabeza y volvió a su coñac.

18. La búsqueda de Moreau

Cuando vi que Montgomery tomaba un tercer trago de coñac, se lo quité para evitar que se emborrachara. Ya estaba más que medio ebrio. Le dije que algo grave debía de haberle sucedido a Moreau, pues de lo contrario ya habría regresado, y que era responsabilidad nuestra averiguarlo. Montgomery se opuso débilmente, pero terminó por aceptar. Comimos un poco y luego partimos los tres.

Tal vez fuera la tensión del momento, pero lo cierto es que aquella incursión en la tórrida calma de la tarde tropical ha dejado en mí una vivísima impresión. M'ling abría la marcha, moviendo inquietamente su extraña cabeza negra a uno y otro lado del camino.

Iba desarmado. Había perdido el hacha en el encuentro con los Hombres Cerdo. Llegado el momento de luchar, los dientes serían sus armas. Montgomery lo seguía dando traspiés, con las manos en los bolsillos y expresión abatida; estaba enfadado conmigo por el asunto del coñac. Yo llevaba el brazo izquierdo en cabestrillo –afortunadamente era el izquierdo– y empuñaba el revólver con la mano derecha.

Nos adentramos por un frondoso sendero que discurría hacia el noroeste entre la exuberante vegetación de la isla. M'ling se detuvo de pronto y se puso rígido, en posición de alerta. Montgomery casi tropezó con él y también se detuvo. Entonces, aguzando el oído, nos llegó entre los árboles un ruido de voces y de pasos que se acercaban.

–Está muerto –dijo una voz profunda y vibrante.

–No está muerto, no está muerto –farfulló otra.

–Lo hemos visto, lo hemos visto –insistieron varias voces.

–¡Eh! –gritó bruscamente Montgomery–. ¡Los de ahí!

–¡Malditos sean! –dije yo, empuñando la pistola.

Hubo un silencio, luego un crujido aquí, otro allá, y seis rostros, seis extraños rostros, iluminados por una luz extraña, hicieron su aparición. M'ling emitió un profundo gruñido.

Reconocí al Hombre Mono –de hecho ya había identificado su voz– y a dos de las criaturas de tez morena y cubiertas de vendas a las que había visto en el bote de Montgomery. Con ellos iban las dos bestias moteadas y la horrible y encorvada criatura que recitaba la Ley, con las mejillas cubiertas de pelo gris, enormes cejas grises y grandes mechones de pelo colgando de la frente. Era una cosa enorme y sin rostro, de siniestros ojos rojos que nos miraban desde la maleza llenos de curiosidad.

Al principio nadie habló. Al cabo de un rato, Montgomery dijo, entre hipidos:

–¿Quién... ha dicho que estaba muerto?

El Hombre Mono miró al Monstruo de pelo gris con ojos delatadores.

–Está muerto –afirmó el Monstruo–. Ellos lo vieron. No había ni rastro de amenaza en su voz. Todos parecían profundamente sorprendidos y atemorizados.

–¿Dónde está? –preguntó Montgomery.

–Allí –señaló la criatura gris.

–¿Hay alguna Ley ahora? –preguntó el Hombre

Mono–. ¿Está muerto de verdad?

–¿Hay una Ley? –repitió el hombre de blanco.

–¿Hay una Ley, tú, Hombre del Látigo? Él está muerto

–dijo el Monstruo de pelo gris.

Nos miraban fijamente.

–Prendick –dijo Montgomery, volviendo hacia mí sus inexpresivos ojos–. Está muerto. Es evidente.

Yo había permanecido detrás de él durante toda la conversación. Empezaba a comprender lo que ocurría. Entonces, di un paso al frente y, alzando la voz, exclamé:

–¡Hijos de la Ley! ¡Él «no» ha muerto!

M'Iing volvió hacia mí su intensa mirada.

–Ha cambiado de forma. Ha cambiado de cuerpo –continué–. Durante algún tiempo no lo veréis. Está... allí –y señalé hacia lo alto–, y desde allí os vigila. Vosotros no lo veis, pero Él sí os ve a vosotros. ¡Respetad la Ley!

Los miré fijamente y retrocedieron.

–Él es grande. Él es bueno –dijo el Hombre Mono, mirando atentamente hacia el cielo entre los densos árboles.

–¿Y la otra cosa? –pregunté.

–La cosa que sangraba y corría aullando y sollozando también está muerta –dijo el Monstruo Gris, sin dejar de mirarme.

–Eso está bien –masculló Montgomery.

–El Hombre del Látigo... –comenzó el Monstruo Gris.

–¿Y bien? –dije yo.

–...dijo que estaba muerto.

Pero Montgomery aún estaba lo suficientemente sobrio para comprender por qué yo negaba la muerte de Moreau.

–No está muerto –dijo, muy despacio–. No está muerto. Está tan vivo como yo.

–Algunos han quebrantado la Ley –dije–. Ésos morirán. Otros ya han muerto.

Enseñadnos ahora dónde yace su cuerpo. El cuerpo que ha abandonado porque ya no lo necesita.

–Es por aquí, Hombre que camina por el mar –dijo el Monstruo Gris.

Y con aquellas seis criaturas por guías, nos adentramos en la maraña de helechos, enredaderas y ramas en dirección noroeste. Entonces vimos a un pequeño homúnculo rosado que corría hacia nosotros dando gritos y huyendo de un monstruo feroz y salpicado de sangre que no tardó en alcanzarnos.

El Monstruo Gris se apartó de un salto. M'ling corrió hacia él lanzando un gruñido, pero fue derribado de un golpe. Montgomery disparó y erró el tiro. Luego inclinó la cabeza, levantó el arma y salió corriendo. Entonces yo disparé, pero la fiera siguió avanzando como si tal cosa. Volví a disparar y esta vez hice blanco en su horrible cara.

Sus rasgos se borraron en un santiamén. Sin embargo, pasó a mi lado, se agarró a Montgomery y, colgado de él, cayó de bruces, arrastrándolo en su caída.

Me encontré solo con M'ling, un animal muerto y un hombre postrado. Montgomery se incorporó despacio y, aturdido, contempló a la bestia destrozada que yacía a su lado.

El susto le había quitado la borrachera. Se puso en pie de un salto. Vi al Monstruo Gris que se acercaba sigilosamente entre los árboles

–Mira –dije, señalando a la bestia muerta–. ¿No está viva la Ley? Esto le ha pasado por quebrantar la Ley.

Observó atentamente el cadáver y luego, con voz profunda y repitiendo parte del ritual, dijo:

–Él envía el fuego que mata.

Los demás también se acercaron a mirar.

Por fin nos dirigimos hacia el extremo oeste de la isla. Allí encontramos el cuerpo roído y mutilado del puma con el omóplato destrozado por una bala y, a unos veinte metros de distancia, hallamos por fin lo que buscábamos. Moreau yacía boca abajo en un cañaveral pisoteado.

Tenía una de las manos prácticamente colgando y el pelo plateado empapado en sangre. Sin duda, el puma le había golpeado en la cabeza con los grilletes, y todas las cañas a su alrededor estaban salpicadas de sangre. No encontramos su revólver.

Montgomery le dio la vuelta.

Descansando de vez en cuando y ayudados por los siete Salvajes –pues pesaba bastante– lo llevamos hasta el recinto. Empezaba a oscurecer. En dos ocasiones oímos a nuestro paso los aullidos de las criaturas invisibles de la selva. El Perezoso apareció un momento, nos miró y desapareció de nuevo. Pero no volvimos a ser atacados. A las puertas del recinto, la comitiva de Monstruos nos abandonó. M'ling también se fue con ellos. Nos encerramos, sacamos al patio interior el cuerpo mutilado de Moreau y lo depositamos sobre un montón de leña.

Luego entramos en el laboratorio y acabamos con todo bicho viviente.

19. Las vacaciones de Montgomery

Una vez terminamos la tarea, nos lavamos y comimos. Entramos en mi cuartito y, por primera vez, analizamos seriamente nuestra situación. Era casi medianoche. Montgomery estaba prácticamente sobrio, pero muy alterado. Moreau siempre había ejercido sobre él una extraña influencia. Creo que jamás se le había pasado por la cabeza que Moreau pudiera morir. El desastre había destruido en un momento los hábitos que durante los diez o más largos años de estancia en la isla habían llegado a formar parte de su carácter.

Hablaba siempre en términos muy vagos, respondía a mis preguntas con evasivas y llevaba la conversación hacia temas generales.

–¡Este estúpido mundo! –dijo–. ¡Qué complicado es todo! No he vivido hasta ahora. Me pregunto cuándo empezaré. Dieciséis años tiranizado por niñeras y maestros de escuela, sometido a su santa voluntad; cinco años en Londres estudiando medicina con ahínco: mala comida, alojamientos miserables, ropas raídas, vicios lamentables. Jamás he conocido nada mejor. Luego, empujado a esta isla infernal... ¡Diez años aquí! ¿Y todo para qué, Prendick? ¿Somos como las pompas de jabón que soplan los niños?

Resultaba difícil comprender sus desvaríos.

–Lo que debemos hacer ahora es encontrar el modo de salir de esta isla –dije.

–¿Y qué tiene eso de bueno? Soy un proscrito. ¿Adónde voy a ir? Usted lo ve todo muy bien, Prendick. ¡Pobre Moreau! No podemos dejarlo en esta isla para que profanen sus huesos. Además, ¿qué va a ser de los Salvajes buenos?

–Está bien. Mañana nos ocuparemos de ello. He pensado que podríamos hacer una pira e incinerar su cuerpo. Y respecto a esas otras cosas... ¿Qué pasará con los Salvajes?

–No lo sé. Supongo que los que descienden de animales de presa acabarán como fieras tarde o temprano. Pero no podemos matarlos a todos. ¿No? Imagino que es eso lo que «sus» sentimientos humanitarios le sugieren... Pero cambiarán. Estoy seguro.

Continuó así, sin decir nada en claro, hasta que perdí la paciencia.

–¡Maldición! –exclamó malhumorado–. ¿No se da cuenta de que mi situación es mucho más difícil? –Se levantó y fue a buscar el coñac. Luego volvió y dijo–: ¡Beba!

¡Especie de santo ateo, destructor de la lógica! ¡Beba!

–No quiero –respondí. Y continué sentado con solemnidad, observando su rostro bajo el fulgor amarillento de la parafina, mientras la embriaguez lo sumía en un estado de locuaz tristeza. Lo recuerdo como algo infinitamente aburrido. Luego pasó a hacer una sensiblera apología de M'ling y los Salvajes.

Dijo que M'ling era el único ser que se había preocupado por él. Entonces se le ocurrió una idea luminosa.

–¡Seré estúpido! –dijo, poniéndose en pie y agarrando la botella de coñac. Una súbita intuición me hizo adivinar cuál era su propósito.

–¡No se le ocurra dar alcohol a esa bestia! –exclamé, levantándome y haciéndole frente.

–¿Bestia? –dijo–. Usted es la bestia. Él bebe como todo hijo de vecino. ¡Quítese de en medio, Prendick! –¡Por el amor de Dios! –exclamé.

–¡Quítese... de en medio! –rugió, sacando el revólver de repente.

–Muy bien –dije, y me aparté con la intención de lanzarme sobre él en cuanto pusiera la mano en el picaporte. Pero renuncié a ello al recordar que tenía un brazo roto–. Se ha convertido en un Salvaje. ¡Váyase con las bestias!

Abrió la puerta de par en par y se detuvo en el umbral, mirándome casi de frente, bajo el resplandor amarillo de la lámpara y la pálida luz de la luna; sus ojos eran dos manchas negras bajo sus pobladas cejas.

–¡Es usted un perfecto idiota, Prendick! Siempre asustado y fantaseando. Hemos llegado al límite. Es muy posible que mañana me corte el gaznate. Pero esta noche voy a permitirme una buena fiesta.

Se dio la vuelta y salió al exterior.

–¡M'ling! ¡M'ling, querido amigo! –gritó.

Tres figuras borrosas se acercaban por la orilla de la pálida playa, bajo la plateada luz de la luna; una de ellas iba cubierta de vendas blancas, las otras la seguían como dos manchas negras.

Se detuvieron a observar algo. En ese momento, M'ling dobló la esquina de la casa.

–¡Bebed! –gritó Montgomery–. ¡Bebed, bestias! ¡Bebed como hombres! ¡Vaya, soy el más listo! ¡Moreau se olvidó de esto! Éste es el retoque final. ¡Bebed, os digo!

Y con la botella en la mano, salió corriendo en dirección oeste, mientras M'ling se colocaba entre él y las tres borrosas figuras que lo seguían.

 

Fui hasta la puerta. Hasta que Montgomery se detuvo casi no pude distinguirlos a la luz de la luna. Vi cómo le ofrecía coñac a M'ling y que sus figuras se fundieron en una forma confusa.

–¡Cantad! –oí gritar a Montgomery–. ¡Cantad todos! ¡Maldito sea Prendick!...

¡Prendick!

El oscuro grupo se desmembró en cinco figuras que poco a poco se alejaron de mí por la franja de la playa iluminada. Gritaban todos a pleno pulmón, insultándome o dando rienda suelta a esa nueva inspiración motivada por el coñac.

Después oí la voz de Montgomery a lo lejos que gritaba:

–¡A la derecha!

Y el grupo se perdió con sus aullidos en la negrura de los árboles. Poco a poco, muy poco a poco, se retiraron en silencio.

La noche recobró su apacible esplendor. La luna, que para entonces ya había alcanzado el cenit, cabalgaba por el desierto cielo azul, llena y resplandeciente.

La sombra de la pared, negra como la tinta, se extendía a mis pies sobre un espacio de un metro de anchura. Hacia el este, el mar tenía un misterioso tono oscuro, y entre el mar y la sombra, las arenas grises, de obsidiana, resplandecían como una playa de diamantes.

La lámpara de parafina ardía a mis espaldas con rojiza y cálida llama.

Cerré la puerta, eché la llave y entré en el recinto donde el cadáver de Moreau yacía junto a sus últimas víctimas (los podencos, la llama y otras infortunadas bestias) con expresión apacible, pese a su terrible muerte. Sus ojos abiertos contemplaban la blanca quietud de la luna en lo alto del cielo. Me senté en el borde del sumidero y, con la mirada fija en aquel haz fantasmagórico de luz plateada y sombras inquietantes, me dispuse a planear lo que iba a hacer.

Por la mañana metería algunas provisiones en el bote y, tras prender fuego a la pira que tenía ante mí, me adentraría de nuevo en la desolación del mar. Comprendía que no había manera de ayudar a Montgomery, pues era casi como un Salvaje, incapaz de relacionarse con las personas.

No sé cuánto tiempo estuve allí sentado, haciendo planes. Debió de ser aproximadamente una hora. Luego, mis cavilaciones se vieron interrumpidas por el regreso de Montgomery. Oí un aullido procedente de muchas gargantas –una confusión de gritos de júbilo, jadeos y alaridos que descendía hasta la playa– y que parecía llegar desde algún punto cercano a la orilla. El alboroto creció y después se extinguió. Más tarde oí unos golpes fuertes y el crujir de la madera al partirse, pero entonces no me preocupó lo más mínimo.

Luego comenzó un canto disonante.

Mis pensamientos volvieron a centrarse en el modo de escapar. Me levanté, tomé la lámpara y entré en un cobertizo para coger unos barriles que había visto.

Encontré unas latas de galletas y, decidido a investigar su contenido, abrí una de ellas.

Creí ver algo por el rabillo del ojo –una figura roja– y me volví bruscamente.

A mis espaldas se extendía el patio, de un blanco y negro intenso bajo la luz de la luna, donde se alzaba el montón de madera y los haces de leña sobre los que yacían Moreau y sus mutiladas víctimas, unos encima de otros. Parecían agarrarse mutuamente en una especie de cuerpo a cuerpo final. Sus heridas eran negras como la noche, y la sangre que de ellas había brotado formaba manchas negras sobre la arena. Entonces, sin comprender todavía bien, descubrí la causa de mi sobresalto: era un resplandor rojizo que bailaba en la pared de enfrente. No supe interpretarlo y, pensando que se trataba del reflejo de mi propia lámpara, volví al cobertizo.

Seguí revolviendo con la torpeza de un manco todo cuanto allí había, escogiendo lo que me parecía útil y separándolo para cargarlo en la lancha al día siguiente. Mis movimientos eran lentos y el tiempo pasó deprisa. Cuando quise darme cuenta ya era de día.

El canto se fue apagando para dar paso a un clamor, luego se reanudó y, de repente, se transformó en tumulto. Oía gritos de «¡más, más!», un ruido como de lucha y un súbito alarido. El cambio de sonidos era tan evidente que llamó mi atención. Salí al patio y escuché. Luego, como un cuchillo que rasgase la confusión, se oyó el disparo de un revólver.

Crucé precipitadamente la habitación hacia la puerta. Algunos baúles resbalaron y se desplomaron en el suelo del cobertizo con estrépito de cristales rotos. Pero no les presté atención, sino que abrí la puerta de par en par y miré al exterior.

En la cabaña de la playa, cerca de la costa de las lanchas, ardía una hoguera cuyas chispas se desdibujaban en la imprecisión del amanecer. En torno a ella forcejeaba una masa de figuras negras. Oí que Montgomery me llamaba y eché a correr hacia la hoguera, revólver en mano. Vi la rosada lengua de fuego del revólver de Montgomery lamer el suelo y luego caer a tierra. Grité con todas mis fuerzas y disparé al aire.

Oí que alguien gritaba: «¡El Maestro!». La enmarañada lucha se dispersó en núcleos aislados y el fuego ascendió en gran llamarada y disminuyó casi hasta apagarse. Presa de un repentino pánico, la multitud de Monstruos pasó corriendo ante mí playa arriba. En mi estado de agitación, disparé contra ellos mientras desaparecían entre la maleza. Entonces me volví hacia los montones negros que había en el suelo.

Montgomery yacía boca arriba con la bestia de pelo gris encima de él. El Monstruo había muerto, pero seguía aferrado al cuello de Montgomery con sus garras en curva.

Junto a ellos se encontraba M'ling, tumbado boca abajo y completamente inmóvil, degollado y con el cuello de una botella de coñac rota en la mano. Otros dos cuerpos yacían junto al fuego. Uno de ellos estaba inmóvil; el otro se quejaba de vez en cuando, levantando lentamente la cabeza y dejándola caer de nuevo.

Agarré al Monstruo Gris y lo aparté del cuerpo de Montgomery; las garras le destrozaron la ropa mientras yo lo arrastraba, como si no quisiera separarse de él.

Montgomery tenía el rostro amoratado y respiraba con dificultad. Le arrojé agua del mar a la cara y puse mi abrigo en el suelo a guisa de almohada para que apoyara la cabeza. M'ling había muerto. La criatura herida que estaba junto al fuego –un Hombre Lobo de barba gris– yacía con la parte superior del cuerpo sobre las brasas aún ardientes. Tan lastimoso era el estado de la pobre bestia que, por compasión, le salté la tapa de los sesos. El otro monstruo era uno de los Hombres Toro cubiertos de vendas blancas. También estaba muerto.

Los demás habían desaparecido de la playa. Regresé junto a Montgomery y me arrodillé a su lado, maldiciendo mi ignorancia en medicina.

El fuego se había extinguido y sólo quedaban ascuas en medio de las cenizas. Me pregunté dónde podía haber encontrado Montgomery toda aquella madera. Estaba amaneciendo y el cielo se aclaraba a medida que la luna, cerca ya de su ocaso, se tornaba más pálida y opaca en el luminoso azul del nuevo día. Hacia levante, el cielo se teñía de rojo.

Entonces oí un ruido sordo y un silbido igualmente apagado a mis espaldas, y, mirando alrededor, me puse en pie de un salto con un grito de horror. Grandes masas de humo negro ascendían contra el amanecer ardiente procedentes del recinto, y entre su turbulenta negrura parpadeaban las llamas rojas como la sangre. El techo de paja se incendió; las llamas ascendían por la pendiente y una lengua de fuego salía por la ventana de mi habitación.

De repente comprendí lo ocurrido. Recordé el ruido que oí al caerse las cajas. Cuando corrí en ayuda de Montgomery había volcado la lámpara, derramando el líquido sobre los baúles.

Al instante supe que era imposible salvar nada de lo que había en el recinto. Mi mente volvió a centrarse en el plan de huida y volví rápidamente la mirada buscando los dos botes varados en la playa. ¡Ya no estaban! Había dos hachas en la arena junto a mí; el suelo estaba cubierto de astillas, y las negras cenizas de la hoguera llenaban de humo el amanecer. Montgomery había quemado los botes para vengarse de mí e impedir mi regreso a la civilización.