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100 Clásicos de la Literatura

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Por fin me detuve para tomar aliento.

–Escúcheme un momento –dijo Moreau con voz firme– y luego diga todo lo que quiera.

–De acuerdo –respondí.

–¡Latín, Prendick! ¡Mal latín! ¡Latín de colegial! Pero intente comprenderlo. Hi non sunt homines, sunt animalia qui nos habemus... viviseccionado. Un proceso de transformación en seres humanos. Venga a la orilla y se lo explicaré.

–¡Bonita historia! –dije, riéndome–. Hablan, construyen casas y cocinan. Luego fueron hombres. Es probable que me acerque a la orilla.

–Un poco más lejos de donde se encuentra ahora, el agua es profunda y está llena de tiburones.

–Eso es lo que quiero –respondí–. Algo súbito y rápido.

–Espere un momento –dijo. Se sacó un objeto brillante del bolsillo y lo dejó caer a sus pies–. Es un revólver cargado. Montgomery hará lo mismo con el suyo. Ahora subiremos por la playa hasta donde usted diga. Cuando estemos lejos, venga y recoja los revólveres.

–¡No lo haré! Tiene otro revólver.

–Quiero que reflexione, Prendick. En primer lugar, nunca lo invité a venir a esta isla.

En segundo lugar, de haber querido hacerle algo malo le habríamos drogado, y en tercer lugar, ahora que ya ha pasado el momento de pánico y puede pensar un poco, dígame:

¿cree sinceramente que Montgomery es tan malo como usted imagina? Lo hemos seguido por su bien. Porque la isla está llena de... fenómenos hostiles. ¿Por qué íbamos a dispararle si usted mismo se ha ofrecido a ahogarse?

–¿Por qué envió... a su gente a por mí cuando estaba en la cabaña?

–Estábamos seguros de que lo alcanzaríamos y lo pondríamos a salvo. Luego, por su bien abandonamos la búsqueda.

Medité durante un rato. Parecía posible. Posteriormente recordé algo.

–Pero yo vi en el recinto...

–Era el puma.

–Mire, Prendick –comenzó Montgomery–. Es usted un perfecto idiota. Salga del agua, coja los revólveres y hable. No podríamos hacerle nada más de lo que le estamos haciendo en este momento.

Debo confesar que siempre desconfié de Moreau; le tenía miedo. Sin embargo, Montgomery era un hombre que me inspiraba confianza.

–Suban a la playa –dije, después de pensarlo un rato; y a continuación añadí–: Con las manos arriba.

–No podemos hacer eso –explicó Montgomery con un ilustrativo movimiento de hombros–. Sería poco digno.

–Entonces, súbanse a los árboles, si lo prefieren –respondí.

–¡Qué estúpida ceremonia! –continuó Montgomery.

Al darse la vuelta se encontraron con seis o siete grotescas criaturas que, a pesar de estar allí, bajo el sol, proyectando sus sombras y moviéndose, resultaban increíblemente irreales. Montgomery chasqueó el látigo ante ellas, y corrieron a refugiarse entre los árboles. Cuando Montgomery y Moreau se encontraban a una distancia que juzgué prudencial, salí del agua, cogí los revólveres y los examiné. Para convencerme de que no se trataba de un truco, disparé a un trozo de lava redondo y tuve la satisfacción de contemplar cómo la piedra se pulverizaba y la playa se llenaba de lascas.

Todavía vacilé un instante.

–Asumiré el riesgo –dije al fin, y con un revólver en cada mano subí por la playa hacia ellos.

–Eso está mejor –dijo Moreau, con total sinceridad–. Su alterada imaginación me ha hecho perder la mejor parte del día.

Y con un aire de desprecio que me resultó humillante, Moreau y Montgomery se volvieron y echaron a andar delante de mí.

El grupo de bestias que aún merodeaba por allí volvió a esconderse entre los árboles.

Pasé junto a ellos con la mayor serenidad posible. Uno de ellos comenzó a seguirme, pero retrocedió en seguida cuando Montgomery restalló el látigo. El resto permaneció en silencio, observándonos. Puede que antes fuesen animales, pero jamás había visto a un animal intentando pensar.

14. El Doctor Moreau se explica

–Y ahora, Prendick, se lo explicaré todo –dijo el doctor Moreau en cuanto hubimos comido y bebido–. Debo confesar que es el invitado más dictatorial de cuantos he tenido. Le advierto que éste es el último favor que le hago. La próxima vez que amenace con suicidarse no haré nada por evitarlo, aunque salga perjudicado.

Se sentó en mi hamaca con un cigarro a medio consumir entre los hábiles y blancos dedos. La luz de la oscilante lámpara le caía de lleno sobre el pelo blanco, mientras miraba las estrellas por la ventana. Me senté lo más lejos posible, con la mesa por medio y los revólveres a mano. Montgomery no estaba presente. No me apetecía estar con los dos en una habitación tan pequeña.

–¿Admite que ese ser humano viviseccionado, como usted lo llama, no es más que el puma? –dijo Moreau. Me había llevado a visitar el horror del cuarto interior para que me asegurase de que no era un ser humano.

–Es el puma –asentí–, que aún está vivo, pero tan lleno de cortes y mutilado como espero no volver a ver jamás a ningún ser vivo. De todas las vilezas...

–Eso no tiene importancia –me interrumpió Moreau–. Ahórreme al menos esos terrores juveniles. Montgomery era igual. Usted admite que se trata del puma. Ahora, guarde silencio mientras pronuncio mi lección de fisiología.

Y entonces, en un tono soberanamente aburrido, que poco a poco se fue animando, comenzó a explicarme su trabajo. Fue claro y convincente. De vez en cuando ponía en su voz una nota sarcástica. Lo cierto es que sentí vergüenza de nuestra mutua situación.

Las criaturas que había visto no eran hombres; nunca lo habían sido. Eran animales, animales humanizados, fruto de la vivisección.

–Usted olvida lo que un buen vivisector puede hacer con los seres vivos –dijo Moreau–. Por mi parte, no acabo de entender por qué nadie ha intentado lo que yo he hecho aquí. Claro que se han hecho algunos intentos: amputación, incisión de lengua, extirpaciones. Sin duda sabrá que el estrabismo puede mejorar o curarse con cirugía.

También sabrá que, en el caso de las extirpaciones, se producen toda clase de cambios secundarios, alteraciones de las pasiones, alteraciones en la secreción de tejido adiposo...

Seguro que ha oído hablar de estas cosas.

–Claro que sí –dije–. Pero esas horribles criaturas suyas...

–Cada cosa a su tiempo –interrumpió, haciendo un movimiento con la mano–.

Sólo estoy empezando. Lo que usted ha visto son casos de alteración sin importancia. La cirugía es capaz de obtener resultados mucho mejores. Puede crear, además de destruir y transformar. Quizá haya oído hablar de una intervención quirúrgica muy corriente a la que se recurre para reparar una nariz rota. Consiste en cortar tejido de la frente, añadirlo a la nariz y dejarlo cicatrizar en su nueva posición. Es como una especie de injerto de una parte del animal en otra. Injertar material recién obtenido de otro animal también es posible... Es el caso de los dientes, por ejemplo. El injerto de piel y hueso se realiza para facilitar la cicatrización. El cirujano coloca en el centro de la herida tiras de piel de otro animal, o fragmentos de hueso de una víctima recién sacrificada. El espolón del gallo de Hunter (puede que haya oído hablar de ello) es perfecto para el cuello del toro. Y también son dignas de mención las ratas rinocerontes de los zuavos argelinos. Son monstruos creados añadiéndole al hocico de una rata ordinaria un trozo de su propia cola y dejándolo cicatrizar en esa posición.

–Monstruos creados –repetí yo–. Entonces quiere decir que...

–Sí. Las criaturas que usted ha visto son animales viviseccionados y vueltos a esculpir para darles nuevas formas. A ello, al estudio de la plasticidad de las formas vivas, he dedicado mi vida. He estudiado durante años y mis conocimientos han aumentado poco a poco. Veo que está usted horrorizado y, sin embargo, no le estoy diciendo nada nuevo. Todo estaba ya en la anatomía práctica hace ya años, pero nadie se atrevió a intentarlo. No es sólo la forma exterior de un animal lo que puedo transformar. La fisiología, los procesos químicos de la criatura, también pueden ser susceptibles de una transformación duradera, muestra de lo cual son las vacunas y otros métodos de inoculación con materia viva o muerta que sin duda le serán familiares.

»Otra operación similar es la transfusión de sangre, asunto con el que inicié mis investigaciones. Éstos son todos los casos conocidos. Otros no tan conocidos, y quizá mucho más abundantes, fueron las operaciones de aquellos médicos medievales que fabricaban enanos, mendigos tullidos y monstruos de circo, de cuya técnica aún se conservan ciertos vestigios en la manipulación preliminar del joven saltimbanqui o contorsionista. Victor Hugo habla de ello en El hombre que ríe... Pero quizá mi propósito es ahora más completo. ¿Se va dando cuenta de que es posible trasplantar el tejido de una parte del animal a otra, o de un animal a otro, alterar sus reacciones químicas y su crecimiento, modificar las articulaciones de sus extremidades e incluso transformar su estructura más íntima?

»Y sin embargo, esta extraordinaria rama del conocimiento nunca había sido tratada como un fin ni de manera sistemática por los investigadores modernos, hasta que yo me dediqué a ello. La cirugía ha llegado a cosas parecidas en última instancia; la mayoría de los hechos similares, que yo recuerde, han sido demostrados, digamos, por accidente; por tiranos, criminales, criadores de caballos y de perros y toda clase de hombres torpes e incompetentes que trabajaban para sus propios fines inmediatos. Yo fui el primer hombre que abordó la cuestión utilizando la cirugía antiséptica y con un conocimiento realmente científico de las leyes del crecimiento.

»No obstante, cabe imaginar que este tipo de cirugía se haya practicado antes clandestinamente. Criaturas como los hermanos siameses... Y en las criptas de la Inquisición. No cabe duda de que su objetivo no era sino el arte de la tortura, pero al menos algunos de los inquisidores debieron de tener un mínimo de curiosidad científica.

 

–Pero estas cosas –dije yo–, estos animales hablan.

Él dijo que así era y procedió a señalar que las posibilidades de la vivisección no terminan en la simple metamorfosis física. A un cerdo se le puede educar. La estructura mental es aún menos determinada que la corporal. La ciencia del hipnotismo, cada vez más cultivada, parece apuntar a la posibilidad de sustituir viejos instintos inherentes por sensaciones nuevas. De hecho, gran parte de lo que llamamos educación moral es una transformación artificial y una perversión del instinto semejante a las obtenidas bajo hipnosis; la belicosidad se domestica y se convierte en valeroso instinto de sacrificio, mientras que la sexualidad reprimida se transforma en emoción religiosa. Y la gran diferencia entre el hombre y el mono reside en la laringe, según dijo, en la incapacidad para pronunciar con delicadeza diferentes símbolos sonoros que actúan como soporte del pensamiento. En esto no estuve de acuerdo con él, pero, no sin cierta descortesía, hizo caso omiso de mi objeción. Insistió en que era así y continuó con el relato de sus trabajos.

Le pregunté por qué había tomado como modelo al ser humano. Entonces me pareció, y aún hoy sigue pareciéndomelo, que aquella elección encerraba una extraña perversidad.

Confesó que todo había sido fruto de la casualidad.

–También habría podido dedicarme a convertir ovejas en llamas y llamas en ovejas.

Supongo que la figura humana tiene algo que atrae al espíritu artístico más que cualquier otra forma animal. Pero no me he limitado a la creación humana. En un par de ocasiones... –se quedó callado, casi durante un minuto–. ¡Estos años! ¡Cómo han pasado! Hoy he perdido todo un día para salvarle a usted la vida, y ahora estoy perdiendo una hora explicándole mi punto de vista.

–Pero –dije yo– sigo sin comprender. ¿Cómo puede justificar el dolor que causa?

Lo único que a mi entender podría excusar la vivisección sería alguna aplicación...

–Precisamente –interrumpió–. Pero yo soy diferente. Partimos de bases diferentes.

Usted es materialista.

–Yo no soy materialista –comencé a decir acaloradamente.

–Para mí, sí. Porque es precisamente la cuestión del dolor lo que nos divide. Desde el momento en que la visión o la audición del dolor le pone enfermo, desde el momento en que su propio dolor le arrastra, desde el momento en que el dolor es la razón fundamental de sus premisas sobre el pecado, desde ese momento, es usted un animal; un animal que piensa, con un poco más de claridad, lo que un animal simplemente siente. Ese dolor....

Ante aquel sofisma, me encogí de hombros con impaciencia.

–¡Pero eso es una nadería! Una mente realmente abierta a las enseñanzas de la ciencia debe comprender que es insignificante. Puede ser que, salvo en este pequeño planeta, en esta partícula de polvo cósmico que desaparecerá mucho antes que pudiéramos alcanzar la estrella más próxima, puede ser, digo, que en ningún otro lugar exista eso que llamamos dolor. Pero las leyes hacia las que caminamos a tientas... ¿Por qué existe el dolor, en esta tierra, entre los seres vivos?

Mientras hablaba, se sacó del bolsillo una pequeña navaja, la abrió y movió la silla para mostrarme el muslo. Luego, escogiendo deliberadamente un lugar adecuado, hundió la hoja en la pierna y la sacó inmediatamente.

–Sin duda, ya habrá visto esto antes. Duele menos que un pinchazo de alfiler. ¿Pero qué demuestra? La capacidad de sentir dolor no le es necesaria al músculo, y por lo tanto no existe; sólo se necesita hasta cierto punto en la piel, y sólo determinadas zonas del muslo son capaces de percibir el dolor. El dolor no es más que un consejero médico que nos informa y estimula. No toda la materia viva es capaz de sentir dolor, ni todo nervio, ni siquiera todos los nervios sensoriales. No hay el menor atisbo de dolor, de auténtico dolor, en las sensaciones del nervio óptico. Cuando el nervio óptico es herido, lo único que ve son destellos de luz, del mismo modo que una enfermedad del nervio auditivo no produce más que un ligero zumbido en los oídos. Las plantas no sienten dolor; los animales inferiores, animales como la estrella de mar o el cangrejo de río, es posible que no sientan dolor. Sin embargo, los hombres, cuanto más inteligentes son, más velan por su propio bienestar y tanto menos necesitan ese estímulo que los preserva del peligro. Jamás he oído hablar de algo inútil que, antes o después, la evolución no haya desterrado de la existencia. ¿Y usted? Y el dolor no es necesario.

»Además, soy un hombre muy religioso, Prendick, como ha de ser todo hombre en su sano juicio. Puede que yo crea haber visto más caminos del Hacedor que usted, porque he seguido Sus leyes, a "mi manera", durante toda mi vida, mientras que usted, según tengo entendido, se ha dedicado a coleccionar mariposas. Y le aseguro que el placer y el dolor no tienen nada que ver con el cielo o el infierno. ¡Placer y dolor! ¿Qué son sus éxtasis teológicos sino las huríes de Mahoma, pero en la oscuridad? Esta reserva de hombres y mujeres agredidos por el dolor y el placer, Prendick, llevan la marca de la bestia, la marca de la bestia de la cual proceden. ¡Dolor! El dolor y el placer serán para nosotros una característica sólo mientras nos movamos entre el polvo...

»Ya ve, Prendick, que he llevado a cabo esta investigación siguiendo el curso natural de las cosas. Es el único modo, que yo sepa, en que se puede realizar una investigación científica. Hice una pregunta, ideé un procedimiento para obtener una respuesta, y el resultado fue una nueva pregunta. ¿Será posible esto o será posible aquello? No se imagina lo que esto significa para un investigador, la pasión intelectual que crece en él.

No se imagina el extraño deleite que estos deseos intelectuales producen. Lo que uno tiene ante sí deja de ser un animal, un semejante, para convertirse en un problema. ¡Dolor simpático! Todo cuanto sé de él lo recuerdo como algo que yo mismo sufría hace años.

Yo deseaba, entonces no deseaba nada más, descubrir el límite de la plasticidad de una forma viviente.

–Pero –dije yo– eso es una aberración.

–Hasta ahora nunca me habían preocupado los aspectos éticos de la cuestión. El estudio de la Naturaleza vuelve al hombre tan cruel como la propia Naturaleza. Yo he seguido adelante sin tener en cuenta nada más que la cuestión que perseguía, y el material ha ido... acumulándose en el interior de esas cabañas... Hace casi once años que llegamos aquí, Montgomery, yo y seis canacas. Recuerdo como si fuera ayer la verde quietud de la isla y el océano vacío a nuestro alrededor. Parecía que el lugar me estaba esperando.

»Desembarcamos las provisiones y construimos la casa. Los canacas edificaron unas chozas cerca del barranco. Yo empecé a trabajar aquí con lo que había traído. Al principio me ocurrieron un par de cosas desagradables. Comencé con una oveja y la maté al cabo de un día por un desliz del escalpelo; cogí otra oveja y la dejé atada hasta que cicatrizó. En el momento de terminar el trabajo me pareció bastante humana, pero cuando volví a verla me sentí decepcionado; se me parecía mucho y estaba aterrorizada, y eso que sólo tenía la inteligencia de una oveja. Cuanto más la miraba más torpe me parecía, hasta que al final decidí liberar al monstruo de su dolor. Estos animales sin valor, estos bichos obsesionados por el miedo y movidos por el dolor, sin siquiera una chispa de espíritu de lucha para hacer frente al tormento, no sirven para crear un ser humano.

»Luego lo intenté con un gorila y, trabajando con infinito cuidado y venciendo dificultad tras dificultad, obtuve mi primer hombre. Lo modelé durante toda una semana, trabajando día y noche. En su caso, lo principal era el cerebro: había mucho que añadir, mucho que cambiar. Una vez lo hube terminado y lo vi tendido ante mí, vendado e inmóvil, me pareció un ejemplar corriente del negroide corriente. Cuando tuve la completa seguridad de que viviría, lo dejé solo, y al volver a la habitación encontré a Montgomery en un estado parecido al suyo. Había oído algunos gritos de esos que tanto le molestaron a usted. Al principio no confiaba en él plenamente.

»Los canacas también se dieron cuenta de que algo raro estaba pasando. Mi presencia les producía pánico. Conseguí vencer la resistencia de Montgomery, pero lo más difícil para ambos fue lograr que los canacas no nos abandonaran. Finalmente lo hicieron, y por eso perdimos el yate. Pasé muchos días educando a la bestia (ya hacía tres o cuatro meses que la tenía). Le enseñé los rudimentos de la lengua inglesa, ciertas nociones de cálculo e incluso conseguí que leyese el alfabeto. Pero su aprendizaje fue muy lento, aunque me había topado con idiotas aún mayores. En un principio su mente era como una hoja en blanco; no recordaba lo que había sido en el pasado. Cuando se le curaron las cicatrices sólo le quedó algo de dolor y cierto envaramiento; era capaz de conversar un poco, y lo llevé a conocer a los canacas.

»Al principio le tenían un miedo espantoso, y eso me ofendía bastante, porque yo me sentía orgulloso de él, pero parecía tan manso y era tan humilde que acabaron aceptándolo y ocupándose de su educación. Aprendía deprisa; era mimético y adaptable, y se construyó un chamizo a mi juicio mejor que los demás del poblado. Había entre aquellos muchachos una especie de misionero que le enseñó a leer, o al menos a deletrear, y le inculcó ciertos conceptos morales básicos. Pero, al parecer, las costumbres de la bestia dejaban mucho que desear.

»Me tomé unos días de descanso y, aprovechando un estado de ánimo favorable, me dispuse a escribir un informe sobre el asunto para despertar a la fisiología inglesa. Luego me encontré a la criatura agazapada en lo alto de un árbol y parloteando con dos canacas que habían estado molestándolo. Lo amenacé, le dije que su proceder era inhumano, desperté en él un sentimiento de vergüenza y volví aquí dispuesto a mejorar los resultados de mi trabajo antes de presentarlos en Inglaterra. Y los he mejorado, pero, en cierto sentido, se está produciendo un retroceso: las manifestaciones de rebeldía crecen día a día... Quiero hacer cosas mejores. Quiero conseguirlo. El puma...

»En fin, ésta es la historia. Todos los canacas han muerto. Uno cayó por la borda de la lancha y otro murió al pisar una planta venenosa con una herida que tenía en el talón.

Tres huyeron en el yate y, supongo y así lo espero, se ahogaron. Al otro... lo mataron.

Pero los he sustituido. Al principio, Montgomery no estaba dispuesto a hacer nada...

–¿Qué fue del último? –pregunté bruscamente–. ¿Cómo murió?

–Lo cierto es que, tras hacer varias criaturas humanas, creé algo...

–¿Sí? –dije.

–Lo mataron.

–No comprendo –dije–; quiere decir que...

–Lo mató, sí. Y mató también a otras criaturas que consiguió atrapar. Lo perseguimos durante dos días. Se nos escapó por accidente. Yo no tenía la menor intención de dejarlo en libertad. No estaba terminado. No era más que un experimento.

Era una cosa sin brazos ni piernas, de rostro horrible, que se arrastraba por el suelo como una serpiente. Tenía muchísima fuerza y estaba enfurecido por el dolor. Se desplazaba girando sobre sí mismo, como una marsopa. Permaneció varios días escondido en la selva, haciendo daño a todo el que se cruzaba en su camino, hasta que lo encontramos.

Entonces se dirigió hacia el norte de la isla y el grupo se dividió para cercarlo.

Montgomery insistió en venir conmigo. Montgomery llevaba un rifle y, cuando lo encontramos, disparó contra él ... Después de aquello me ceñí al ideal humano, salvo en asuntos de poca monta.

Se quedó en silencio. Yo lo miraba sin decir nada. –Desde hace ya veinte años (contando los nueve que pasé en Inglaterra) he seguido adelante con mi trabajo, y todavía hay algo en todo lo que hago que me decepciona, algo que me deja insatisfecho, que me desafía a seguir intentándolo. A veces me supero, otras no lo consigo, pero siempre me quedo muy lejos de alcanzar mi sueño. La forma humana que ahora obtengo con relativa facilidad es ágil y graciosa, o corpulenta y fuerte, pero suelo tener problemas con las manos y con las garras, partes muy dolorosas que no me atrevo a modelar con libertad.

Sin embargo, es la sutil tarea de reorganización del cerebro donde reside mi preocupación principal. La inteligencia de mis criaturas es increíblemente escasa, presenta innumerables fallos y lagunas inesperadas. Pero lo más insatisfactorio de todo es algo que no logro descubrir, algo que reside en el control de las emociones, pero que no sé exactamente dónde se encuentra. Anhelos, instintos, deseos de hacer daño a la humanidad, una extraña reserva oculta que estalla de pronto y llena a la criatura de ira, de odio o de temor.

 

»Mis criaturas le parecieron a usted, desde el primer momento, extrañas y misteriosas. Sin embargo, a mí, justo después de hacerlas, me parecen seres indiscutiblemente humanos. Luego, cuando los observo, esa convicción se desvanece. Primero un rasgo animal, luego otro, afloran a la superficie y me observan atentamente... Pero lo conseguiré. Cada vez que sumerjo a un ser vivo en las ardientes aguas del dolor me digo:

"Esta vez acabaré por completo con el animal, esta vez haré una criatura racional de mi propia invención". Al fin y al cabo, ¿qué son diez años? El hombre lleva cien mil en la creación.

Se quedó pensativo.

–Pero me estoy acercando. Mi puma...

Y tras un silencio añadió:

–Vuelven a sus orígenes. En cuanto aparto mi mano de ellos, la bestia comienza a deslizarse sigilosamente, a afirmarse de nuevo...

Hubo otro largo silencio.

–Entonces, ¿los encierra en esas guaridas? –pregunté.

–Son ellos quienes se marchan. Los echo cuando empiezo a descubrir en ellos al animal, y lo cierto es que se van allí. Temen esta casa y me temen a mí. Lo que hay allí es una especie de parodia de la humanidad. Montgomery está al corriente de todo lo que ocurre. Ha educado a un par de ellas para que nos sirvan. Se avergüenza de ello, pero creo que ha llegado a tomar cierto cariño a algunas de estas bestias. Es asunto suyo. A mí me producen una terrible sensación de fracaso. No me intereso por ellas. Supongo que siguen las directrices del misionero canaca y llevan un remedo de vida racional, ¡pobres bestias! Hay algo a lo que llaman la Ley. Cantan himnos, construyen sus propias guaridas, recogen fruta de los árboles y arrancan hierbas; incluso se casan. Pero yo veo más allá de todo esto, veo el interior de sus almas y sólo encuentro el alma de las bestias, bestias perecederas, su cólera y el deseo de vivir y satisfacerse a sí mismas... Y sin embargo, son extrañas, complejas, como todo ser vivo. Hay una especie de creciente rivalidad en ellas, parte vanidad, parte instinto sexual inútil, parte curiosidad inútil. El resultado para mí es vana burla. Tengo esperanzas en ese puma; he trabajado intensamente en su cabeza y en su cerebro...

»Y ahora –dijo, poniéndose en pie tras un largo silencio durante el cual cada uno se sumió en sus propios pensamientos–, ¿cuál es su opinión? ¿Todavía me tiene miedo?

Lo miré y sólo vi a un hombre de pelo blanco, de rostro pálido y de mirada tranquila.

Si no fuera por su serenidad, por ese toque casi de belleza que emanaba de su calma, y por su majestuosa figura, podría haber pasado inadvertido entre un centenar de decentes y ancianos caballeros. Entonces me estremecí. A guisa de respuesta a su segunda pregunta le tendí un revólver con cada mano.

–Quédeselos –dijo con un bostezo. Se levantó, me miró un instante y sonrió–. Ha tenido usted dos días muy agitados. Le aconsejo que duerma un poco. Me alegro de haber aclarado las cosas. Buenas noches.

Me examinó un momento reflexivamente y se marchó por la puerta interior. Cerré con llave de inmediato la puerta de fuera.

Volví a sentarme y estuve un rato como paralizado, tan agotado emocional, física y mentalmente, que no podía pensar salvo en lo que habíamos hablado. La ventana negra me miraba fijamente como un ojo. Por fin, haciendo un esfuerzo, apagué la lámpara y me tumbé en la hamaca. En seguida me quedé dormido.

15. Los monstruos

Me desperté temprano. Lo primero que me vino a la mente fueron las explicaciones de Moreau, claras y precisas. Me levanté de la hamaca y me acerqué a la puerta para asegurarme de que la llave estaba echada. Luego comprobé el barrote de la ventana y vi que estaba perfectamente asegurado. El hecho de que aquellas criaturas no fueran en realidad más que monstruos salvajes, simples parodias grotescas de la especie humana, me producía una vaga inquietud con respecto a lo que serían capaces de hacer, mucho peor que cualquier terror definido. Alguien llamó a la puerta, y oí el empalagoso acento de M'ling. Me metí en el bolsillo uno de los revólveres y, sin quitar la mano de él, abrí la puerta.

–Buenos días, señor –dijo. Además del acostumbrado desayuno a base de verduras, esta vez traía un conejo mal guisado. Montgomery apareció tras él. Captó de inmediato con su mirada la posición de mi brazo y esbozó una débil sonrisa.

El puma descansaba aquel día, en espera de que cicatrizasen sus heridas, pero Moreau, de costumbres singularmente solitarias, no se unió a nosotros. Hablé con Montgomery para aclarar mis ideas sobre el modo de vida de los Salvajes. Ante todo, me interesaba saber cómo impedían que los monstruos inhumanos atacasen a Moreau y a Montgomery, o se destrozaran los unos a los otros.

Me explicó que su relativa seguridad residía en la limitada capacidad intelectual de los Monstruos. A pesar de su relativa inteligencia y de la tendencia de sus instintos animales a reaparecer, Moreau había implantado en sus mentes ciertas ideas fijas que limitaban por completo su imaginación. En realidad, estaban hipnotizados, les habían inculcado que ciertas cosas son imposibles y otras están prohibidas, y estas prohibiciones se hallaban implícitas en sus mentes, anulando todo intento de desobediencia o litigio.

Pero la situación no era tan estable en lo relativo a ciertos aspectos en los que el antiguo instinto amenazaba los intereses de Moreau. Una serie de normas a las que llamaban la Ley (y que yo les había oído recitar) luchaba en sus mentes contra el anhelo, siempre rebelde y profundamente arraigado, de su naturaleza animal. Tanto Montgomery como Moreau mostraban especial interés en impedirles que conocieran el sabor de la sangre. Temían las inevitables consecuencias que este sabor podía provocar.

Montgomery me explicó que la Ley, especialmente entre los Salvajes de origen felino, se debilitaba curiosamente al anochecer y que, en ese momento, el animal cobraba mayor fuerza. El crepúsculo despertaba en ellos el espíritu de aventura y se atrevían entonces a hacer cosas que durante el día ni siquiera habrían soñado. Eso explicaba por qué el Hombre Leopardo me había estado acechando la noche de mi llegada. Pero durante los primeros días de mi estancia en la isla sólo habían quebrantado la Ley a escondidas y después del anochecer; durante el día, el ambiente general era de obediencia a sus múltiples prohibiciones.

Y éste es quizá el momento de relatar algunos hechos generales sobre la isla y los Monstruos. La isla, de contorno irregular, se elevaba a poca altura sobre el ancho y vasto mar, y abarcaba una superficie total de unos veinte kilómetros cuadrados. Era de origen volcánico y estaba bordeada en tres de sus lados por arrecifes de coral. Algunas fumarolas hacia el norte y un manantial de agua caliente eran los únicos vestigios de las fuerzas que tiempo atrás la habían originado. De cuando en cuando se dejaba sentir un ligero temblor de tierra y, a veces, la línea ascendente de la espiral de humo se veía acrecentada por bocanadas de vapor. Pero eso era todo. La población de la isla, según me informó Montgomery, ascendía a poco más de sesenta de aquellas extrañas creaciones de Moreau, sin contar con las monstruosidades menores que vivían entre la maleza y carecían de forma humana.