Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

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Recordé sus investigaciones sobre la transfusión de sangre. ¡Las criaturas que había visto eran víctimas de un atroz experimento!

La intención de esos repugnantes caballas no había sido otra que retenerme y despistarme con sus muestras de confianza para luego obsequiarme con un destino aún más terrible que la muerte, la tortura, y, tras la tortura la más terrible degradación que imaginarse pueda: abandonarme como a una bestia, como a un alma perdida, junto al resto de los Salvajes. Miré a mi alrededor buscando un arma. Nada. Luego, en un arrebato de inspiración, le di la vuelta a la hamaca y partí el brazo de una patada. Quiso el azar que un clavo quedara en la punta de la madera, transformando en peligrosa arma un objeto de otro modo inofensivo. Oí pasos y, sin poder evitarlo, abrí la puerta.

Montgomery se encontraba a menos de un metro y se disponía a cerrar la puerta con llave.

Alcé la estaca con el clavo en la punta y le corté la cara, pero dio un salto atrás. Tras un instante de vacilación, me di la vuelta y hui a toda velocidad, doblando la esquina de la casa.

–¡Prendick! ¡No sea estúpido! –me gritó, lleno de asombro.

Un minuto más, pensé, y estaría condenado como una cobaya. Montgomery dobló la esquina, pues lo oí gritar:

–¡Prendick!

Luego se lanzó en mi persecución, sin dejar de gritar mientras corría.

Esta vez corrí desaforadamente hacia el noroeste, en ángulo recto con respecto al camino que había tomado en mi anterior expedición. En una ocasión, mientras corría a toda velocidad playa arriba, volví la cabeza y vi que su ayudante lo acompañaba. Subí la cuesta a toda prisa y me desvié hacia el este por un valle rocoso flanqueado a ambos lados por la jungla. Recorrí más de un kilómetro sin parar, con una gran opresión en el pecho y el pulso latiéndome en los oídos, hasta que dejé de oír a Montgomery y a su ayudante, y, al borde del agotamiento, volví sobre mis pasos hacia la playa –al menos, eso creí entonces– y me tumbé al abrigo de unas cañas.

Me quedé allí bastante tiempo, demasiado asustado para moverme, demasiado aterrorizado siquiera para trazar un plan de acción. El agreste paisaje que me rodeaba dormía silenciosamente bajo el sol y no se oía nada salvo el débil zumbido de unos diminutos mosquitos que me habían descubierto. Poco después percibí un ruido sordo: el rumor del mar en la playa.

Al cabo de aproximadamente una hora oí la voz de Montgomery que me llamaba desde muy lejos, en dirección norte. Eso me hizo pensar en mi plan de acción. Según deduje entonces, la isla sólo estaba habitada por los dos vivisectores y sus víctimas, algunas de las cuales podían sin duda ser obligadas a atacarme, llegado el caso. Sabía que tanto Moreau como Montgomery llevaban revólveres, mientras que yo, a excepción de una endeble estaca con un clavo en la punta, una ridícula parodia de maza, estaba desarmado.

Así pues, me quedé donde estaba hasta que empecé a pensar en comida y agua.

Comprendí que me encontraba en una situación desesperada. No sabía qué hacer para encontrar algo de comer; desconocía por completo la botánica, lo que me impedía aprovechar cualquiera de las raíces o los frutos que allí crecían. Tampoco tenía medios para cazar los escasos conejos que había en la isla. Cuantas más vueltas le daba al asunto, más negro me parecía.

Al fin, desesperado por mi situación, volví a pensar en los hombres animalizados con los que me había encontrado. Buscaba una esperanza en lo que recordaba de ellos. Fui analizando a todos, uno por uno, esforzándome por hallar en mi memoria cualquier indicio de ayuda.

De pronto oí el ladrido de un sabueso y descubrí que un nuevo peligro me acechaba.

Apenas me detuve a pensarlo –de lo contrario me habrían atrapado– y, aferrando al instante la estaca, salí precipitadamente de mi escondite en dirección al sonido del mar.

Recuerdo un matorral de plantas espinosas que se clavaban como cuchillos. Salí de allí sangrando y con la ropa hecha jirones, y aparecí junto a un riachuelo que fluía hacia el norte.

Sin dudarlo un segundo, me metí directamente en el agua, remontando la corriente hundido hasta las rodillas. Luego salí con dificultad por la orilla oeste y, con un violento latido en las sienes, me escondí entre unos helechos para aguardar el desenlace. Oía que el perro –era uno solo– se acercaba y, al llegar a los espinos, se puso a ladrar. Después no oí nada más y empecé a pensar que estaba a salvo.

Pasaron los minutos; el silencio se prolongó, y al fin, tras una hora a salvo, comencé a recobrar el valor.

Ya no me sentía aterrorizado ni desgraciado. Era como si hubiese traspasado el límite del terror y la desesperación. Pensaba que mi vida estaba prácticamente perdida, y eso me hacía capaz de cualquier cosa. En cierto modo tenía ganas de encontrarme con Moreau cara a cara. Mientras iba vadeando el río pensé que si llegaba a sentirme realmente acorralado, me quedaba al menos una vía para escapar del tormento: no podrían evitar que me ahogase. Estuve a punto de hacerlo en ese momento, pero el extraño deseo de ver cómo terminaba la aventura, un incomprensible interés por mí mismo como protagonista, me lo impidió. Estiré las piernas, entumecidas y doloridas por los arañazos de las plantas, y observé los árboles que me rodeaban; y de pronto, como si saltase de la verde maraña vegetal, mis ojos se posaron en un rostro negro que me observaba atentamente.

Era la simiesca criatura que aguardaba a la lancha en la playa. Estaba subido al tronco oblicuo de una palmera. Empuñé la estaca y le hice frente. Empezó a balbucear. «Tú, tú, tú...» fue lo único que logré entender en un principio. De pronto, saltó del árbol, apartó el follaje y me miró con curiosidad.

Aquella criatura no me produjo la misma repugnancia que los otros Salvajes.

–Tú, en el bote –dijo.

Era un hombre –al menos, tan humano como el ayudante de Montgomery–, puesto que podía hablar.

–Sí. Yo vine en el bote. Desde el barco –respondí.

–¡Ah! –dijo él, y recorrió con la mirada brillante e inquieta mis manos, la estaca que llevaba, mis pies, mi ropa hecha jirones y los cortes y arañazos que me había hecho con los espinos. Parecía sorprendido por algo. Sus ojos volvieron a posarse en mis manos. Entonces sacó la mano y, muy despacio, contó los dedos:

–Uno, dos, tres, cuatro, cinco, ¿eh?

En ese momento no entendí lo que quería decir. Más tarde supe que gran parte de los Salvajes tenía las manos malformadas, y a algunos les faltaban hasta tres dedos. No obstante, intuyendo que aquello era en cierto modo un saludo, hice lo mismo a modo de respuesta y él sonrió abiertamente con inmensa satisfacción. Luego, volvió a lanzar una inquietante mirada a su alrededor, efectuó un rápido movimiento y desapareció. Las frondas de los helechos, que había mantenido apartadas durante su aparición, volvieron a cerrarse con un rumor de hojas frescas.

Salí corriendo tras él y me quedé atónito al verlo columpiarse alegremente en una liana que colgaba de los árboles, sujetándose con un brazo delgado. Estaba de espaldas a mí.

–¡Hola! –dije.

Descendió de un salto, girando en el aire, y se quedó de pie frente a mí.

–¿Dónde puedo encontrar comida? –pregunté.

–¡Comida! –repitió–. Comida de hombre. –Y sus ojos volvieron a la liana–. En las cabañas.

–Pero ¿dónde están las cabañas?

–¡Ah!

–Soy nuevo aquí, ya sabes.

Entonces se dio la vuelta y empezó a andar a paso ligero. Sus movimientos eran extrañamente rápidos.

–¡Ven! –dijo.

Lo seguí para ver cómo terminaba la aventura. Supuse que las cabañas serían una especie de tosco refugio donde viviría con algunos de los Monstruos. Puede que incluso fueran pacíficos, y hubiese en sus mentes algún resorte que pudiera activar. Aún no sabía hasta qué punto habían olvidado la herencia humana que yo les atribuía.

–¿Cuánto tiempo lleva en esta isla? –pregunté.

–¿Cuánto tiempo? –preguntó.

Y, tras repetir la pregunta, me mostró tres dedos. El pobre era poco menos que idiota.

Intenté descifrar lo que había querido decir con eso, pero creo que lo aburrí. Tras un par de preguntas más, se apartó bruscamente de mi lado y dio un salto para coger un fruto que colgaba de un árbol. Se hizo con un manojo de vainas espinosas y comenzó a devorar su contenido. Lo observé con satisfacción. ¡Al menos había algo con que alimentarse!

Seguí interrogándolo, pero sus respuestas eran casi siempre escuetas y nada tenían que ver con mis preguntas. Algunas tenían sentido, otras eran las respuestas de un loro.

Tan atento iba a todos estos detalles que apenas me fijé en qué camino seguíamos.

Llegamos a un lugar donde había árboles carbonizados y negros, y luego a un espacio desprovisto de vegetación y cubierto por una costra blanca amarillenta, sobre la cual circulaba una humareda acre que irritaba los ojos y las fosas nasales. A nuestra derecha, por encima de un peñasco desnudo, divisé el mar azul. El camino descendía bruscamente, serpenteando por un angosto barranco entre dos intrincadas masas de escoria negruzca.

Nos adentramos por él.

El pasaje resultaba muy oscuro, en contraste con el resplandor cegador del terreno sulfuroso. Las paredes ascendían en vertical, acercándose la una a la otra. Manchas de color granate y verde desfilaban ante mis ojos. Mi guía se detuvo de improviso:

–Mi casa –dijo.

Y me encontré al borde de un abismo que al principio me pareció absolutamente oscuro. Oí ruidos extraños y me froté los ojos con los nudillos de la mano izquierda.

Entonces me llegó un olor desagradable, como el de la jaula de mono sucia. Un poco más lejos, la roca volvía a abrirse sobre una pendiente gradual de verdor iluminada por el sol, y a ambos lados la luz se filtraba por una estrecha abertura hasta la penumbra central.

 

12. Los Recitadores de la ley

Algo frío me rozó la mano. Me sobresalté con violencia y, muy cerca de mí, vi una cosa de color rosado, lo más parecido a un niño desollado que quepa imaginar. Tenía exactamente los rasgos dulces, aunque repugnantes, del perezoso: la misma frente hundida y los mismos gestos lentos. A medida que me fui acostumbrando al cambio de luz, pude distinguir más cosas a mi alrededor. El perezoso me observaba atentamente y mi guía había desaparecido.

El lugar era un estrecho pasillo entre altas paredes de lava, con una abertura en su rugosa caída, y, a ambos lados, montones de palletes, hojas de palma en forma de abanico y cañas apoyadas contra la pared formaban un conjunto de impenetrables, toscas y oscuras madrigueras. El tortuoso sendero que ascendía por el barranco apenas superaba los tres metros de ancho y estaba cubierto de fruta podrida y otros desperdicios, lo que explicaba el desagradable hedor del lugar.

La criatura rosada seguía observándome entre parpadeos cuando mi Hombre Mono reapareció en la abertura de la guarida más próxima y me hizo señas invitándome a entrar. Entretanto un monstruo desgarbado salió con dificultad de uno de los agujeros del extraño callejón y se quedó allí, mirándome, con su silueta informe perfilada sobre el brillo del follaje. Yo no sabía qué hacer –tenía ganas de largarme por donde había venido–, mas luego, decidido a proseguir la aventura, empuñé la estaca y me deslicé por el interior del pequeño y maloliente cobertizo en pos de mi guía.

Llegamos a un espacio semicircular, en forma de media colmena. Contra la pared rocosa del interior se apilaba una gran variedad de frutas, cocos y otras especies.

Rudimentarios recipientes de madera y lava rodaban por el suelo, y uno de ellos yacía sobre un tosco taburete. No había lumbre. Un bulto negro e informe, sentado en el rincón más oscuro de la cabaña, me recibió con un gruñido de «¡hola!», mientras mi Hombre Mono se detenía en la penumbra de la puerta y me tendía un coco partido por la mitad.

Me acerqué hasta la otra esquina y me puse en cuclillas. Acepté el coco y comencé a mordisquearlo intentando parecer sereno, pese al terror que sentía y a la casi insoportable oscuridad del agujero. La criatura con aspecto de perezoso apareció en la entrada de la cabaña, seguido de otra cosa de rostro inexpresivo y ojos brillantes que me miraba de soslayo.

–¡Eh! –dijo el misterioso bulto que había enfrente.

–¡Es un hombre, un hombre, un hombre, un hombre vivo, como yo! –farfulló mi guía.

–¡Cállate! –gritó la otra voz desde la oscuridad, lanzando un gruñido. Yo seguí mordisqueando el coco en medio de un impresionante silencio. Me esforzaba por escrutar en la oscuridad, pero no lograba distinguir nada.

–¡Es un hombre! –repitió la voz–. ¿Viene a vivir con nosotros?

Era una voz grave, pero había en ella algo peculiar: una especie de silbido que llamó mi atención; sin embargo, su acento inglés era asombrosamente correcto.

El Hombre Mono me miró con expectación. Comprendí que su silencio era una interrogación.

–Viene a vivir con vosotros –dije.

–Es un hombre. Debe aprender la Ley.

Comencé a distinguir entonces una negrura más negra en la oscuridad: la silueta borrosa de un cuerpo sentado. Luego advertí que otras dos cabezas oscurecían la abertura del recinto. Agarré con fuerza mi estaca. El bulto de la oscuridad dijo en voz más alta y con una especie de sonsonete:

–Repite estas palabras. No caminarás a cuatro patas; ésa es la Ley.

Me quedé perplejo.

–Repite estas palabras –insistió el Hombre Mono, y las sombras de la puerta las repitieron en tono amenazador. Comprendí que debía repetir aquella estúpida fórmula. Y

comenzó una ceremonia absolutamente demencial.

La voz que llegaba desde la oscuridad empezó a entonar, frase a frase, una especie de letanía que los demás repetíamos al pie de la letra. Al hacerlo, se balanceaban hacia los lados, dándose con las manos en las rodillas, y decidí seguir su ejemplo. Podría haber creído que ya estaba muerto y en el otro mundo: esa oscura guarida, esas sombras grotescas, vagamente iluminadas aquí y allá por un débil destello de luz, y todos balanceándose al unísono y cantando:

–No caminarás a cuatro patas; ésa es la Ley. ¿Acaso no somos Hombres?

–No sorberás la bebida; ésa es la Ley. ¿Acaso no somos Hombres?

–No comerás carne ni pescado; ésa es la Ley. ¿Acaso no somos Hombres?

–No cazarás a otros Hombres; ésa es la Ley. ¿Acaso no somos Hombres?

Y así, de la prohibición de estos actos de locura, pasaron a la prohibición de lo que entonces me parecieron las cosas más demenciales, imposibles e indecentes que nadie pueda imaginar.

Una especie de fervor rítmico se apoderó de todos nosotros; bailábamos cada vez más deprisa, repitiendo la asombrosa Ley. Aparentemente, las bestias me habían transmitido su entusiasmo, mientras en mi interior la risa y el asco libraban su propia batalla.

Recitamos una larga lista de prohibiciones, hasta que el canto adoptó una nueva fórmula:

–Suya es la Casa del Dolor.

–Suya es la Mano que crea.

–Suya es la Mano que hiere.

–Suya es la Mano que cura.

Y así, toda otra larga sarta de palabras –en su mayoría incomprensibles para mí– sobre Él, quienquiera que fuese. Podría haber supuesto que se trataba de un sueño, pero jamás había oído cantar en sueños.

–Suyo es el rayo cegador –continuamos–. Suyo el profundo mar salado.

Se me ocurrió entonces la terrible idea de que Moreau, tras animalizar a aquellos hombres, había infectado sus cerebros enanos con una especie de deificación de sí mismo. Sin embargo, la conciencia de los dientes blancos y las poderosas garras que me rodeaban era demasiado intensa para dejar de cantar.

–Suyas son las estrellas del cielo.

Por fin concluyó el canto. La cara del Hombre Mono brillaba de sudor y, ahora que mis ojos ya se habían acostumbrado a la oscuridad, aprecié más claramente el bulto del rincón, de donde venía la voz. Era del tamaño de un hombre, pero parecía cubierto de pelo gris, como un skye terrier. ¿Qué era aquello? ¿Qué eran todos ellos? Imagínenme allí, rodeado por las criaturas más horribles, tullidas y fanáticas que quepa concebir, y comprenderán cómo me sentía entre aquellas grotescas caricaturas de seres humanos.

–¡Es un hombre de cinco dedos, de cinco dedos, de cinco dedos... como yo! – exclamó el Hombre Mono.

Extendí las manos. La criatura gris del rincón se inclinó hacia adelante.

–No caminarás a cuatro patas; ésa es la Ley. ¿Acaso no somos Hombres? –dijo.

Y sacando una zarpa extrañamente deformada, me agarró los dedos. Era como la pezuña de un ciervo transformada en garra. Estuve a punto de gritar de sorpresa y dolor.

Acercó la cabeza para escrutarme las uñas, bajo la luz que entraba por la abertura de la guarida. Entonces, con un escalofrío de asco, vi que su cara no se parecía a la de un hombre, ni a la de una bestia; no era más que una masa de pelo gris, con tres confusas marcas más oscuras que indicaban la posición de la boca y los ojos.

–Tiene uñas pequeñas –dijo la espantosa criatura–. Está bien.

Me soltó la mano y yo me aferré instintivamente a la estaca con más fuerza.

–Come raíces y hierbas. Es Su voluntad –dijo el Hombre Mono.

–Yo soy el Recitador de la Ley –replicó la figura gris–. Aquí vienen todos los nuevos para aprender la Ley. Me siento en la oscuridad y recito la Ley.

–Así es –añadió una de las bestias desde la puerta.

–Terrible es el castigo para quienes quebrantan la Ley. No hay escapatoria.

–No hay escapatoria –repitió la multitud de Salvajes, lanzándose miradas furtivas los unos a los otros.

–No hay escapatoria –repitió el Hombre Mono–. No la hay. ¡Mira! Una vez hice algo malo, algo sin importancia. Dejé de hablar y empecé a chapurrear. Nadie me entendía. Y me quemaron, me marcaron la mano con un hierro candente. ¡Él es grande; Él es bueno!

–No hay escapatoria –proclamó la criatura del rincón.

–No hay escapatoria –repitieron las bestias, mirándose de reojo.

–Porque todos deseamos el mal –continuó el recitador de la Ley–. No sabemos lo que tú deseas. Pero lo sabremos. Algunos quieren perseguir a las cosas que se mueven; acechar y atacar; matar y morder; morder profundamente y succionar la sangre... Eso está mal. No cazarás a otros Hombres; ésa es la Ley. ¿Acaso no somos Hombres?

–No hay escapatoria –respondió una bestia moteada desde la puerta.

–Porque todos deseamos el mal –dijo el Recitador de la Ley–. Algunos arrancan las raíces con manos y dientes, husmean por el suelo... Eso está mal.

–No hay escapatoria –respondieron los Hombres desde la puerta.

–Algunos clavan las garras en los árboles; otros escarban en las tumbas de los muertos; algunos pelean con frentes o pies o con garras; algunos muerden de pronto sin que nadie les provoque; algunos aman la suciedad.

–No hay escapatoria –dijo el Hombre Mono, rascándose la pantorrilla.

–No hay escapatoria –repitió el Perezoso.

–Severo y cierto es el castigo; así pues, ¡aprende la Ley! Repite estas palabras –y, sin poderse contener inició de nuevo la extraña letanía, y todos comenzamos a cantar y a movernos al compás. La cabeza me daba vueltas a causa del parloteo y el hedor del lugar, pero seguí adelante, con la esperanza de encontrar una oportunidad.

–No caminarás a cuatro patas. Ésa es la Ley ¿Acaso no somos Hombres?

Hacíamos tanto ruido que no advertí la agitación del exterior hasta que alguien –según creí uno de los Hombres Cerdos a los que había visto anteriormente– asomó la cabeza por encima del Perezoso y gritó algo, con gran agitación; algo que no logré entender. Todos los que se encontraban a la entrada de la cabaña desaparecieron al instante. Mi Hombre Mono salió corriendo precipitadamente, seguido por la cosa que había estado sentada en la oscuridad –vi entonces que era grande y torpe y estaba cubierto de pelo plateado–, y me dejaron solo.

Antes de llegar a la salida oí el gañido de un sabueso. Al instante me encontré fuera de la casucha, con la estaca en la mano y temblando hasta la última fibra de mi cuerpo.

Tenía ante mí las torpes espaldas de casi una veintena de bestias, sus cabezas deformes medio hundidas entre los omóplatos. Todos gesticulaban con visible agitación. Otros rostros semianimales salían de las cabañas con expresión interrogante. Al mirar hacia donde ellos miraban divisé entre la neblina condensada bajo los árboles que se alzaban al final del pasadizo la figura oscura y el horrible rostro blanco de Moreau. Llevaba consigo a uno de los sabuesos, e inmediatamente detrás venía Montgomery, revólver en mano.

Quedé un instante paralizado por el miedo.

Di media vuelta y vi que otra bestia enorme, de cara gris y ojos pequeños y brillantes, avanzaba hacia mí. A mi derecha, a unos diez metros, descubrí un estrecho agujero en la pared de la roca por el que se filtraba un rayo de luz.

–¡Alto! –gritó Moreau mientras me acercaba hacia la grieta agrandes zancadas–.

¡Detenedlo!

Entonces, uno tras otro, todos los rostros se volvieron hacia mí. Por fortuna, sus mentes animales eran muy lentas.

Arremetí con el hombro contra un torpe monstruo que se volvía para comprender a qué se refería Moreau y lo lancé de un empujón contra otro de sus compañeros. Sentí que intentaba atraparme con las manos, sin conseguirlo. El Perezoso se abalanzó sobre mí, y le clavé la punta de la estaca en su horrible cara. Al instante empecé a trepar por un empinado camino: una especie de chimenea inclinada que salía del barranco. Oí un aullido a mis espaldas y gritos de «¡Cogedlo! ¡Detenedlo!». El monstruo de pelo gris surgió detrás de mí, luchando por introducir su voluminoso cuerpo en la grieta.

–¡Vamos, vamos! –gritaban.

Trepé por la estrecha hendidura de la roca y fui a dar a la zona cubierta de azufre, situada al oeste del poblado de las bestias.

Aquella brecha en la roca resultó de lo más oportuna, pues el angosto pasadizo que ascendía en pronunciada pendiente debió de obstaculizar el paso a mis perseguidores más próximos. Corrí por el terreno blanco y descendí por una pendiente, entre algunos árboles dispersos, hasta llegar a una explanada cubierta de altas cañas. Luego atravesé una zona de maleza oscura y densa, mullida bajo mis pies. Justo cuando me zambullía entre las cañas, mis primeros perseguidores salieron de la grieta. Me abrí camino entre la vegetación durante varios minutos. El aire no tardó en poblarse de gritos amenazadores a mi alrededor.

 

Oí el barullo que hacían mis perseguidores arriba, en la grieta; luego el crujido de las cañas y después el chasquido ocasional de una rama al quebrarse. Algunas de aquellas criaturas rugían como auténticos animales de presa. Hacia la izquierda se oían los aullidos del sabueso. Los gritos de Moreau y Montgomery procedían de la misma dirección. Giré bruscamente a la derecha. Entonces me pareció oír la voz de Montgomery gritándome que escapara.

La tierra legamosa cedía bajo mis pies, pero estaba desesperado y me metí de lleno en ella, abriéndome paso con enorme dificultad, aunque avanzaba entre las altas cañas hundido hasta las rodillas. El ruido de mis perseguidores se había desplazado hacia la izquierda. Tres extraños saltamontes de color rosa, grandes como gatos, aparecieron de repente ante mí. El sendero discurría colina arriba, por un nuevo espacio abierto cubierto por una costra blanca, y volvía a adentrarse en un cañaveral.

Más adelante cambiaba de dirección y discurría en paralelo con el borde de otra brecha de abruptas paredes, surgida de repente con inesperada brusquedad, como el foso de un parque inglés. Seguí corriendo con todas mis fuerzas y no vi el precipicio hasta que me encontré volando por los aires cabeza abajo.

Aterricé de bruces entre un montón de espinos y me incorporé con una oreja desgarrada y la cara llena de sangre. Había caído en un escarpado barranco –lleno de piedras y espinos y cubierto por una bruma que se deslizaba a mi alrededor en finas franjas– por el que serpenteaba un riachuelo desde cuyo centro salía la bruma. Me sorprendió que hubiese niebla a pleno sol, pero no tenía tiempo para pensar en nada. Torcí a la derecha, siguiendo el curso del riachuelo, con la esperanza de llegar al mar y tener la posibilidad de ahogarme. Poco después descubrí que había perdido la estaca en la caída.

El barranco se estrechaba por momentos, y sin darme cuenta me metí en el arroyo.

Tuve que salir de un salto porque el agua estaba casi hirviendo. Advertí entonces que una fina capa de espuma sulfurosa fluía sobre la superficie de la corriente. Casi inmediatamente, el barranco hacía un recodo que revelaba el confuso horizonte azul. El mar, ahora más próximo, reflejaba la luz del sol en un sinfín de destellos. Tenía calor y estaba jadeando. Veía la muerte cara a cara. La sangre tibia me resbalaba por la cara y corría agradablemente por mis venas. Sentí algo más que un arrebato de júbilo ante la idea de haber despistado a mis perseguidores. Ya no deseaba ahogarme. Miré hacia el camino por el que había llegado hasta allí.

Agucé el oído. A excepción del leve zumbido de los mosquitos y el canto de algunos insectos que saltaban entre los espinos, reinaba la más absoluta calma. Luego oí a lo lejos el aullido de un perro, el murmullo de una conversación, el chasquido de un látigo y voces que se tornaron más claras y se debilitaron nuevamente. El ruido se alejó corriente arriba y se desvaneció. La caza había concluido por el momento, pero ahora sabía hasta qué punto podía contar con la ayuda de los Salvajes.

13. Una conversación

Giré de nuevo y continué hacia el mar. El arroyo termal se ensanchaba hasta formar un arenal poco profundo y cubierto de algas, donde gran cantidad de cangrejos y otros bichos de largos cuerpos con múltiples patas saltaban a mi paso. Caminé hasta la orilla del mar, y allí me sentí a salvo. Me volví a contemplar la verde espesura que había dejado atrás, cortada como por un tajo de humo. Pero, como digo, estaba demasiado agitado y también –algo muy cierto que quizá quienes no conocen el peligro no entiendan– demasiado desesperado para morir.

Pensé que aún me quedaba una oportunidad. Mientras Moreau, Montgomery y su multitud de bestias me perseguían por la isla, ¿no podía ir por la costa hasta el recinto, avanzar en paralelo al tiempo que ellos y, una vez allí, arrancar una piedra de la pared, descerrajar la puerta pequeña y buscar un cuchillo o una pistola para hacerles frente a su regreso? En cualquier caso, era una oportunidad de poner precio a mi vida.

Así pues, regresé hacia poniente, caminando por la orilla del mar. El sol, ya en el ocaso, me lanzaba a los ojos sus rayos de calor cegador. La apacible marea del Pacífico entraba con suave ondulación.

En aquel lugar, la costa se perdía en dirección sur, de tal modo que el sol quedaba a mi derecha. De pronto, a lo lejos, vi frente a mí varias figuras que salían de los arbustos, una detrás de otra: Moreau con su sabueso gris, seguido por Montgomery y otros dos más. Me detuve.

Al verme, empezaron a gesticular y avanzaron hacia mí. Me quedé inmóvil, viendo cómo se acercaban. Los dos Salvajes corrían en cabeza para cerrarme el paso desde los matorrales que había tierra adentro. Montgomery también corría, pero directamente hacia mí. Moreau y los perros los seguían más despacio.

Por fin reaccioné y, volviéndome hacia el mar, caminé en dirección al agua. Al principio apenas cubría. Tuve que alejarme más de veinte metros para que el agua me llegara a la cintura. Las criaturas marinas se apartaban a mi paso.

–¿Qué hace? –gritó Montgomery.

Con el agua por la cintura me di la vuelta y los miré.

Montgomery jadeaba en la orilla. Tenía el rostro congestionado por el esfuerzo y el largo pelo rubio alborotado. El labio inferior caído revelaba unos dientes muy desiguales.

Después llegó Moreau, con el rostro blanco e impasible y el perro –que no cesaba de ladrarme– sujeto con una mano. Los dos llevaban sendos látigos. Un poco más lejos estaban los Monstruos.

–¿Qué hago? Voy a ahogarme –respondí.

Montgomery y Moreau se miraron.

–¿Por qué? –preguntó Moreau.

–Porque es mejor que ser torturado por ustedes.

–Ya se lo dije –intervino Montgomery, y Moreau contestó algo en voz baja.

–¿Qué le hace pensar que voy a torturarlo? –continuó Moreau.

–Lo que he visto –respondí–. Y esos de ahí.

–¡Cállese! –dijo Moreau, levantando la mano.

–No pienso callarme. Antes eran hombres. ¿Qué son ahora? Al menos yo no seré como ellos –dije.

Miré a mis interlocutores. Un poco más allá se encontraba M'ling, el ayudante de Montgomery, con uno de los hombres que iban en el bote. Y más arriba, a la sombra de los árboles, vi a mi pequeño Hombre Mono junto a otras figuras borrosas.

–¿Quiénes son esas criaturas? –dije, señalando hacia ellas y alzando cada vez más el tono de voz para que todos me oyeran–. Antes eran hombres, hombres como nosotros; hombres en los que ha instilado una sustancia bestial, hombres a los que ha esclavizado y convertido en monstruos y a los que todavía teme. ¡Vosotros que me escucháis! –grité, señalando a Moreau, para que los Monstruos pudieran oírme–. ¡Vosotros que me escucháis! ¿No veis que estos hombres todavía os temen, sienten pavor de vosotros? ¿Por qué tenéis miedo de ellos? Vosotros sois muchos.

–¡Por Dios, Prendick, cállese! –exclamó Montgomery.

–¡Prendick! –gritó Moreau.

Se pusieron a gritar los dos al tiempo como si quisieran ahogar mi voz. Detrás de ellos, los sombríos rostros de los Salvajes nos miraban fijamente, atónitos y maravillados, sus manos deformes colgando y los hombros encorvados. Parecía –al menos eso pensé– que intentaban comprenderme, recordar algo de su pasado humano.

Seguí gritando. Apenas recuerdo lo que decía. Que podían matar a Moreau y a Montgomery; que no debían temerlos. De estas y otras ideas, para mi perdición, llené la cabeza de las bestias. El hombre de ojos verdes y vestido con harapos oscuros al que había conocido la tarde de mi llegada salió de entre los árboles, seguido de otros, para oírme mejor.