Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

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–¡Moreau! –exclamé yo–. Conozco ese nombre.

–¿Cómo diablos va a conocerlo? –respondió–. ¡Qué estúpido he sido! No debería haberle dicho nada. De todos modos, eso le permitirá intuir cuáles son nuestros misterios.

¿Whisky?

–No, gracias. Soy abstemio.

–¡Ojalá yo lo fuera! Pero de nada sirve cerrar la puerta cuando el caballo ya ha sido robado. Fue este brebaje infernal lo que me trajo aquí. Eso y una noche de niebla. Me consideré afortunado cuando Moreau me ofreció salir de allí. Es curioso...

–Montgomery –dije bruscamente cuando la puerta de fuera se cerró–, ¿por qué ese hombre tiene las orejas puntiagudas?

–¡Maldita sea! –exclamó con la boca llena de comida. Luego me miró un momento y repitió–: ¿Orejas puntiagudas?

–Sí, terminan en punta –insistí lo más tranquilamente posible, conteniendo el aliento–, y cubiertas de vello oscuro en los bordes.

Se sirvió whisky yagua con gran parsimonia.

–Creía... que el pelo le cubría las orejas.

–Se las vi cuando se acercó para servirme el café. Y le brillan los ojos en la oscuridad.

Para entonces Montgomery ya se había repuesto de la sorpresa que mi pregunta había causado en él.

–Siempre he pensado –dijo, acentuando ligeramente su ceceo– que había algo raro en sus orejas, a juzgar por cómo las escondía... ¿Cómo eran?

Su actitud me inducía a pensar que su ignorancia era fingida. Sin embargo, no podía decirle que era un mentiroso.

–De punta; bastante pequeñas y peludas, claramente peludas. Pero no son sólo las orejas. Ese hombre es uno de los seres más extraños que he visto en mi vida.

Desde el recinto, a nuestras espaldas, llegó el brutal alarido de dolor de un animal. Su intensidad y su volumen apuntaban al puma. Observé que Montgomery ponía mala cara.

–¿Sí? –dijo.

–¿Dónde encontró a esa criatura?

–En... San Francisco... Reconozco que es muy feo. Y medio bobo. No recuerdo de dónde venía. Pero me he acostumbrado a él. Los dos nos hemos acostumbrado. ¿Le sorprende?

–Es antinatural –respondí–. Hay algo en él ... No piense que soy fantasioso, pero cuando se acerca me produce una sensación desagradable, una especie de tensión muscular. Tiene un toque... diabólico.

Montgomery había dejado de comer mientras yo hablaba.

–¡Qué raro! A mí no me lo parece.

Continuó comiendo y luego añadió:

–No tenía la menor idea. La tripulación de la goleta debió de sentir lo mismo... Era evidente que todos estaban en contra del pobre diablo... Ya vio al capitán.

El puma aulló de nuevo, esta vez con más dolor. Montgomery maldijo entre dientes.

Yo estaba casi decidido a interrogarle acerca de los hombres de la playa. Luego, el pobre animal lanzó una serie de alaridos breves y penetrantes.

–Esos hombres de la playa, ¿a qué raza pertenecen?

–Unos tipos excelentes, ¿verdad? –dijo con aire distraído, enarcando las cejas cuando el animal volvió a aullar.

No dije nada más. Volvió a oírse un grito peor que los anteriores. Montgomery me miró con sus apagados ojos grises y tomó un poco más de whisky. Intentaba llevar la conversación hacia el tema del alcohol, asegurando que gracias a eso me había salvado la vida. Parecía ansioso por señalar que le debía la vida. Le respondí distraídamente.

El almuerzo había concluido. El monstruo deforme de orejas puntiagudas desapareció y Montgomery volvió a dejarme a solas en la habitación.

En ningún momento había logrado ocultar la irritación que los gritos del puma le producían. Hizo un comentario sobre su falta de sangre fría y dejó que yo lo interpretara a mi manera.

Para mí los gritos eran particularmente molestos, y su intensidad aumentó a medida que avanzaba la tarde. Al principio me daban lástima, pero su persistencia acabó por sacarme de quicio. Arrojé la traducción de Horacio que había estado leyendo y empecé a apretar los puños, a morderme los labios y a dar vueltas por la habitación.

Incluso tuve que taparme los oídos.

Los aullidos me resultaban cada vez más conmovedores, hasta que se convirtieron en tan exquisita expresión de sufrimiento que se me hizo insoportable seguir encerrado en aquella habitación. Salí al exterior, al soñoliento calor de la tarde que declinaba, pasé junto a la entrada principal –otra vez cerrada, según vi– y doblé la esquina del recinto.

Los alaridos sonaban con más fuerza en el exterior. Parecía como si todo el dolor del mundo se hubiera concentrado en una sola voz. Y aun a sabiendas de que el dolor estaba en la habitación contigua, creo que habría podido soportarlo –al menos eso he pensado desde entonces– de haber sido un dolor mudo. Pero cuando el sufrimiento halla una voz y nos pone los nervios de punta, la compasión llega a ser una molestia. Aunque lucía un sol radiante y los verdes abanicos de los árboles se mecían con la relajante brisa del mar, el mundo era una confusión de imprecisos fantasmas rojos y negros, hasta que quedé fuera del alcance de los ruidos de la casa.

9. La casa del bosque

Me alejé a grandes zancadas entre la maleza que cubría el promontorio por detrás de la casa, crucé la sombra de un denso grupo de árboles de troncos rectos, hasta que me encontré al otro lado del promontorio y descendiendo hacia un riachuelo que fluía por un angosto valle. Me detuve y escuché. La distancia recorrida, o la masa de vegetación, amortiguaban cualquier sonido procedente del recinto. El aire estaba en calma. De pronto se oyó un crujido, y un conejo pasó corriendo por delante de mí, colina arriba. No sabía qué hacer y me senté a la sombra.

Era un lugar agradable. El arroyo quedaba oculto por la exuberante vegetación de las orillas, salvo en un punto, donde vislumbré un triángulo de agua brillante. A través de una neblina azul, en la otra orilla, divisé una maraña de árboles y enredaderas, y más arriba el luminoso azul del cielo. Aquí y allá una mancha blanca o carmesí revelaba la presencia de una epifita rastrera. Dejé vagar la mirada sobre la escena durante un rato y luego volví a dar vueltas a las extrañas peculiaridades del ayudante de Montgomery. Pero hacía demasiado calor para pensar y no tardé en sumirme de nuevo en un placentero estado, a medio camino entre el sueño y la vigilia.

Después de no sé cuánto tiempo me despertó un crujido de la maleza en la otra orilla del arroyo. En un primer momento sólo vi las puntas de los helechos y de las cañas acunadas por el viento. Luego, de repente, algo apareció en la orilla. Al principio no pude distinguir lo que era. Inclinó la cabeza sobre el agua y empezó a beber. Vi entonces que se trataba de un hombre que andaba a cuatro patas, ¡como un animal!

Iba vestido de azul; tenía la piel de color cobrizo y el pelo negro. Al parecer, una grotesca fealdad era la principal característica de los habitantes de aquella isla. Hacía ruido con los labios al beber.

Me incliné hacia adelante para verlo mejor, y un trozo de lava se desprendió junto a mi mano y cayó rodando pendiente abajo. El hombre miró hacia arriba con expresión culpable y nuestras miradas se cruzaron. Luego se incorporó y se quedó allí, pasándose torpemente la mano por la boca, sin dejar de mirarme. Sus piernas apenas medían la mitad que el cuerpo. Permanecimos mirándonos desconcertados por espacio de más o menos un minuto. Luego, deteniéndose para mirar atrás una o dos veces, se escabulló entre las matas que había a mi derecha, y el rumor de las frondas se fue debilitando en la distancia hasta cesar por completo. De vez en cuando me miraba fijamente. Me quedé allí sentado, mirando en la dirección de su retirada mucho después de que hubiese desaparecido. Mi perezosa serenidad se había esfumado.

Me sobresaltó un ruido a mis espaldas y, volviéndome bruscamente, vi la cola blanca de un conejo que corría cuesta arriba. Me puse en pie de un salto.

La aparición de aquella criatura grotesca y medio animal había poblado de repente la calma de la tarde. Miré alrededor bastante nervioso y lamenté no llevar un arma.

Entonces caí en la cuenta de que el hombre al que acababa de ver iba vestido de azul –no iba desnudo como un salvaje– e intenté convencerme a mí mismo de que seguramente sería un ser pacífico, aunque la ferocidad de su rostro no dejase traslucirlo.

No obstante, la aparición me había trastornado. Caminé hacia la izquierda por la pendiente, volviendo la cabeza a uno y otro lado y escrutando entre las ramas de los árboles. ¿Por qué razón un hombre se movía a cuatro patas y bebía directamente con la boca?

Volví a oír el lamento de un animal y, suponiendo que se trataba del puma, di media vuelta y caminé en dirección diametralmente opuesta al lugar de donde procedía el sonido. Esto me condujo hasta el arroyo, lo crucé y continué ascendiendo entre la maleza.

Me sobresaltó una gran mancha de color carmesí en el suelo y, al acercarme, descubrí que se trataba de un curioso hongo, ramificado y estriado como un liquen foliáceo, que al tocarlo se convertía en limo. Un poco más allá, a la sombra de unos exuberantes helechos, me aguardaba un desagradable hallazgo: un conejo muerto y aún caliente, con la cabeza arrancada y cubierto de moscas. Me detuve horrorizado ante la visión de la sangre derramada. ¡Al menos aquí ya habían liquidado a uno de los visitantes de la isla!

No presentaba otros signos de violencia. Parecía como si lo hubiesen atrapado y matado de repente. Observé el cuerpo pequeño y peludo, preguntándome cómo lo habrían hecho. El vago temor que se había instalado en mi mente desde que viera el rostro inhumano del hombre en el arroyo se tornó más intenso. Empecé a comprender lo arriesgado de mi expedición entre aquellos seres desconocidos. Mi imaginación comenzaba a transformar la espesura a mi alrededor. Cada sombra se convertía en algo más que una sombra, en una emboscada y, cada rumor, en una amenaza. Sentí que una presencia invisible me acechaba.

 

Decidí regresar al recinto de la playa. Me volví bruscamente y me lancé con violencia, con desesperación incluso, entre los matorrales, deseoso de encontrarme de nuevo en un lugar despejado.

Me detuve justo a tiempo de evitar mi súbita aparición en el espacio abierto. Era una especie de claro en la selva, producido por la caída de un gran árbol; las plantas comenzaban ya su lucha por poblar el espacio vacío y, un poco más allá, la densa maraña de ramas, enredaderas serpenteantes y grupos de hongos y flores volvía a cerrarse. Ante mí, entre los enmohecidos restos de un enorme árbol caído, se ocultaban tres grotescas figuras humanas que aún no habían advertido mi presencia. Una de ellas era evidentemente hembra. Los otros dos eran hombres. Sólo llevaban un taparrabos rojo y tenían la piel de un color rosado oscuro, distinta a la de cualquier salvaje que hubiera visto hasta entonces. Los rostros eran anchos, sin mentón, la frente hundida, y el pelo escaso y erizado. En mi vida había visto criaturas de aspecto tan bestial.

Estaban hablando, o al menos uno de los hombres hablaba a los otros dos, y los tres prestaban gran atención a los crujidos que hacía al acercarme. Movían la cabeza y los hombros a uno y otro lado. Las palabras del que hablaba me llegaban gangosas y densas, y aunque las oía perfectamente no era capaz de distinguir lo que decía. Parecía recitar en una complicada jerigonza. Luego, su voz se tornó más aguda, extendió las manos y se puso en pie.

Los otros comenzaron a parlotear al unísono, poniéndose igualmente en pie, extendiendo las manos y balanceándose al ritmo de su cántico. Fue entonces cuando vi sus piernas, anormalmente cortas, y los pies desgarbados y torpes. Comenzaron a girar lentamente, levantando alternativamente los pies y pateando el suelo, al tiempo que gesticulaban con los brazos; algo parecido a una melodía fue adentrándose en el ritmo de la recitación, con un estribillo que decía algo así como «Alula» o «Balula». Empezaron a brillarles los ojos y a iluminarse sus horribles rostros con una expresión de extraño placer. Soltaban saliva por las bocas sin labios.

De pronto, mientras observaba sus grotescos e indescriptibles gestos, comprendí por vez primera lo que me había ofendido, lo que me había producido la contradictoria impresión de profunda extrañeza y, no obstante, de rara familiaridad. Las tres criaturas que practicaban aquel misterioso ritual tenían forma humana, pero guardaban un extrañísimo parecido con algún animal. Pese a su forma humana, del trozo de tela con que se cubrían y de la tosca humanidad de su cuerpo, cada una de aquellas criaturas llevaba impreso en sus movimientos, en la expresión de sus rostros, en toda su presencia, un parecido irresistible con un cerdo, un algo porcino, la marca inconfundible de la bestia.

Permanecí allí, abrumado por tan sorprendente descubrimiento, mientras las más horribles preguntas asaltaban mi mente. Los monstruos empezaron a saltar por los aires, primero uno y luego el otro, gritando y gruñendo. Uno de ellos resbaló y quedó un momento a cuatro patas antes de volver de inmediato a su antigua posición. Pero ese destello transitorio de bestialidad había sido suficiente.

Me volví lo más sigilosamente que pude y, paralizándome por el miedo a ser descubierto cada vez que crujía una rama o crepitaba una hoja, me adentré de nuevo en la espesura. Pasó mucho tiempo hasta que perdí el miedo y me atreví a avanzar con libertad.

Sólo pensaba en alejarme de aquellos horribles seres, y casi no me di cuenta de que me encontraba en un sendero que discurría entre los árboles. Entonces, al cruzar un pequeño claro, descubrí con sobresalto dos torpes piernas entre los árboles, que caminaban con sigilo a unos treinta metros de mí, en paralelo. La cabeza y la parte superior del cuerpo quedaban ocultas tras una maraña de enredaderas. Me detuve bruscamente, confiando en que la criatura no me viera. Los pies se detuvieron al mismo tiempo. Estaba tan nervioso que me costó dominar el impulso de salir corriendo.

Luego, escudriñando la maleza, distinguí la cabeza y el cuerpo de la bestia que había visto bebiendo en el arroyo. Movió la cabeza. Había en sus ojos un resplandor esmeralda cuando me miró desde las sombras de los árboles, una especie de brillo que se desvaneció al girar nuevamente la cabeza. Permaneció un momento inmóvil y luego, con paso silencioso, echó a correr por la espesura. En seguida desapareció entre unos arbustos. Ya no lo veía, pero sentía que se había detenido y me observaba.

¿Qué diablos era aquello: un animal o un hombre? ¿Qué quería de mí? Yo iba desarmado; ni siquiera llevaba un palo. Huir habría sido una locura. En cualquier caso, aquella Cosa, fuera lo que fuese, no tuvo valor para atacarme. Caminé en línea recta hacia él apretando los dientes con fuerza. Hacía cuanto podía por contener el miedo, que parecía helarme la espalda. Me adentré por un auténtico laberinto de arbustos altos y flores blancas y lo vi a unos veinte metros, mirándome por encima del hombro y sin saber muy bien qué hacer. Avancé uno o dos pasos mirándole fijamente a los ojos.

–¿Quién eres? –pregunté.

Intentó aguantar la mirada.

–¡No! –exclamó de pronto y, dando media vuelta, se alejó saltando entre los matorrales. Luego se volvió y me miró de nuevo. Le brillaban los ojos bajo la penumbra de los árboles.

Tenía el corazón en la boca, pero sentí que mi única oportunidad era marcarme un farol y caminé hacia él con decisión. Pero dio media vuelta y se perdió en el crepúsculo.

Una vez más, me pareció entrever el brillo de sus ojos, y eso fue todo.

Por primera vez comprendí hasta qué punto podía afectarme lo avanzado del día. El sol acababa de ponerse, y el breve crepúsculo tropical se desvanecía ya al este del cielo, mientras la primera polilla revoloteaba en silencio alrededor de mi cabeza. Debía apresurarme a volver al recinto, a menos que estuviese dispuesto a pasar la noche entre los desconocidos peligros de la misteriosa selva.

La idea de regresar a ese refugio de dolor me resultaba enormemente desagradable, pero peor era la idea de ser sorprendido en mitad de la selva por la oscuridad y cuanto ésta pudiese ocultar. Dirigí una última mirada hacia las sombras azules que se habían tragado a la extraña criatura, y volví sobre mis pasos pendiente abajo en dirección al arroyo, por donde creía haber venido.

Caminaba con ansiedad, perplejo por lo sucedido, cuando llegué a una planicie que se extendía entre árboles dispersos. La incolora claridad que sucede al arrebol del ocaso se teñía de oscuro. El cielo azul se tornaba cada vez más profundo y, una a una, las estrellas horadaban la tenue luz; los huecos de los árboles y la vegetación, vagamente azules durante el día, se tornaban negros y misteriosos.

Seguí adelante. El color desapareció del mundo, las copas de los árboles se perfilaban contra el luminoso azul del cielo, como dibujadas a tinta y, más abajo, su silueta se fundía en una oscuridad informe. Los árboles parecían más finos y la maleza más abundante.

Poco después encontré un espacio desolado cubierto de arena blanca, y más allá otra extensión de enmarañados arbustos.

Me atormentaba un débil crujido a mi derecha. Al principio pensé que era fruto de mi imaginación, pues en cuanto me detenía todo quedaba en silencio, salvo las copas de los árboles mecidas por la brisa vespertina. Pero cuando reanudaba la marcha oía un eco a mis pisadas.

Me alejé de los matorrales, procurando avanzar por terreno más abierto y volviéndome de improviso cada cierto tiempo para sorprender a ese «algo» (si es que existía), en el preciso instante de lanzarse sobre mí. No veía nada y, sin embargo, la sensación de una presencia cercana era cada vez mayor. Apreté el paso y, al cabo de un rato, llegué a una pequeña loma, la crucé y giré bruscamente sin apartar la mirada. Se recortaba negra y nítida contra el cielo oscurecido.

De pronto, un bulto informe se elevó por un instante en el horizonte y desapareció.

Me convencí entonces de que el enemigo de cara rojiza me acechaba de nuevo. Y además llegué a otra desagradable conclusión: me había perdido.

Desesperado y atónito, seguí adelante más deprisa, seguido por aquella furtiva presencia. Fuera lo que fuese aquella Cosa, o no tenía valor para atacarme o esperaba a sorprenderme en desventaja. Decidí continuar en el claro. De vez en cuando me volvía para escuchar, hasta que llegué a convencerme de que mi perseguidor había abandonado la caza o de que todo había sido pura invención de mi mente trastornada. Entonces oí el ruido del mar. Aceleré la marcha hasta casi echar a correr y oí un ruido a mis espaldas.

Me volví bruscamente y escruté entre los inciertos árboles. Una sombra negra parecía fundirse con otra. Escuché, con el cuerpo en tensión, sin oír nada más que el zumbido de la sangre en mis oídos. Pensé que tenía los nervios destrozados y que la imaginación me engañaba, y giré con decisión hacia el sonido del mar.

Al cabo de un minuto los árboles se dispersaron y me encontré en un promontorio desprovisto de vegetación que se adentraba en las aguas sombrías. La noche era serena y clara, y el reflejo de la creciente multitud de estrellas temblaba en el suave vaivén del mar. Mar adentro, el remolino que formaba el agua sobre la franja de un arrecife brillaba con luz pálida y propia. Divisé hacia poniente la luz zodiacal que se fundía con el resplandor amarillo de la estrella vespertina. La costa se perdía en la distancia hacia levante, y se ocultaba en poniente tras la punta del cabo. Recordé entonces que la playa de Moreau se encontraba al oeste.

Una rama se quebró a mis espaldas y luego se oyó un crujido. Me volví hacia los árboles oscuros. No veía nada –o veía demasiado–. Cada forma oscura cobraba bajo aquella luz un aspecto siniestro, con su peculiar insinuación de alerta. Me quedé inmóvil por espacio de un minuto y, acto seguido, sin apartar la vista de los árboles, me dirigí hacia poniente para cruzar el promontorio. Una de las sombras al acecho, se deslizó tras de mí.

El corazón me latía con fuerza. Divisé la amplia curva de una bahía al oeste y me detuve de nuevo. La sombra silenciosa se detuvo a doce metros de mí. Un pequeño punto luminoso brillaba en el recodo más alejado de la bahía y la curva gris de la playa se apreciaba débilmente bajo la tenue luz de las estrellas. El punto luminoso se hallaba a unos tres kilómetros. Para alcanzar la playa debía caminar entre los árboles, donde acechaban las misteriosas sombras, y entre los matorrales.

Ahora veía a la Cosa con más claridad. No era un animal, pues caminaba erguido.

Abrí la boca con intención de hablar, pero una flema me ahogó la voz. Lo intenté de nuevo y grité:

–¿Quién anda ahí?

No hubo respuesta. Avancé un paso. La Cosa no se movió; simplemente se agazapó.

Tropecé con una piedra.

Y eso me dio una idea. Sin apartar los ojos de la forma negra que tenía delante, me agaché y cogí el trozo de roca. Pero, al moverme, la Cosa se volvió bruscamente, como un perro, y se escabulló en la oscuridad. Recordé un truco infantil contra los perros: envolví la piedra en mi pañuelo y me lo até a la muñeca. Percibí un movimiento entre las sombras, como si la Cosa se batiera en retirada. La tensión emocional cedió de repente; una vez puesto en fuga mi adversario y con un arma en la mano, empecé a sudar y a temblar.

Pasó algún tiempo hasta que me decidí a bajar a la playa, entre los árboles y arbustos, por la ladera del promontorio. Finalmente eché a correr, y al emerger de la espesura, oí que alguien me perseguía.

Me entró tanto miedo que perdí la cabeza y eché a correr por la arena. Oía ligeras pisadas que me seguían con sigilo. Lancé un grito salvaje y redoblé el paso. Varias formas negras, tres o cuatro veces más grandes que un conejo, se escabulleron entre los matorrales, corriendo o saltando. Jamás podré olvidar, mientras viva, el terror de esta persecución. Corría por la orilla del mar sin dejar de oír el chapoteo de los pies que se acercaban cada vez más. Lejos, desesperadamente lejos, brillaba la luz amarilla. La noche era oscura y tranquila. Los pies se acercaban cada vez más, chapoteando. Me faltaba el aliento, pues no estaba en buena forma, silbaba al soltar el aire y sentía una profunda punzada en el costado, como si me clavasen un cuchillo. Supe que la Cosa me alcanzaría mucho antes de llegar al recinto y, jadeante y sollozando, di media vuelta, esperé a que se acercara y la golpeé con todas mis fuerzas. Al hacerlo, la piedra salió disparada de la honda del pañuelo.

 

Al darme la vuelta, la Cosa, que iba corriendo a cuatro patas, se puso en pie, y el proyectil le alcanzó de lleno en la sien izquierda. Se oyó un fuerte chasquido craneal. El hombre–animal se me echó encima, me empujó con ambas manos y se alejó tambaleándose hasta caer de bruces en el agua, donde quedó tendido, sin moverse.

No me atreví a acercarme al bulto negro. Lo dejé allí, en el agua, bajo las apacibles estrellas, y dando un amplio rodeo para no pasar junto a él, continué mi camino hacia el resplandor amarillo de la casa. Entonces, con gran alivio, volví a oír el lastimoso quejido del puma, el sonido que me había impulsado a explorar esa isla misteriosa. Aunque me sentía muy débil y terriblemente cansado, reuní todas mis fuerzas y eché a correr hacia la luz. Me pareció que una voz me llamaba.

10. La llamada del hombre

Al acercarme a la casa vi que la luz que brillaba salía por la puerta abierta de mi habitación; luego oí la voz de Montgomery que gritaba desde la oscuridad junto a la franja anaranjada:

–¡Prendick!

Seguí corriendo. Al rato volví a oírlo. Repliqué un débil «¡hola!» y poco después llegué hasta él, tambaleándome.

–¿Dónde estaba? –dijo, cogiéndome por el brazo de tal modo que la luz de la habitación me dio de lleno en la cara–. Hemos estado tan ocupados que nos olvidamos de usted hasta hace cosa de media hora.

Me hizo entrar en la habitación y me sentó en la mecedora. Estuve un rato cegado por la luz.

–No se nos ocurrió que se iría a explorar la isla sin avisarnos –y acto seguido añadió–: ¡Estaba asustado! Pero... ¿qué...? ¡Hola!

La poca fuerza que me quedaba terminó por abandonarme y la cabeza se me cayó sobre el pecho. Creo que experimentó cierta satisfacción al darme un poco de coñac.

–¡Por el amor de Dios, cierre la puerta! –exclamé.

–Se ha encontrado con algunas de nuestras curiosidades, ¿verdad?

Cerró la puerta y volvió junto a mí. No me hizo preguntas, pero me sirvió más coñac y agua y me obligó a comer. Yo estaba totalmente derrumbado. Dijo algo como que había olvidado prevenirme y me preguntó escuetamente a qué hora había salido de la casa y qué había visto. Le respondí igual de escuetamente, con frases entrecortadas.

–¡Dígame qué significa todo esto! –dije en un estado que casi rayaba en la histeria.

–No es tan terrible –respondió–. Pero creo que ya ha tenido suficiente por hoy.

En ese momento, el puma lanzó un fuerte alarido de dolor, y Montgomery masculló entre dientes:

–¡Que me ahorquen si esto no es peor que Gower Street... con todos sus gatos!

–Montgomery, ¿qué era lo que me persiguió? ¿Una bestia o un hombre?

–Si no duerme esta noche, mañana tendrá la cabeza fatal –respondió.

Me puse de pie frente a él.

–¿Qué era esa cosa que me ha estado siguiendo? –pregunté.

Me miró fijamente y torció la boca. Sus ojos, que un momento antes parecían animados, se apagaron de pronto.

–Por lo que cuenta –dijo–, creo que era un fantasma.

Sentí un acceso de cólera que pasó tan rápidamente como vino. Me dejé caer de nuevo sobre la hamaca y me apreté la frente con las manos. El puma empezó de nuevo.

Montgomery se me acercó por detrás y me puso una mano en el hombro.

–Mire, Prendick, yo no tuve el menor interés en que usted viniera a esta estúpida isla. Pero no es tan mala como cree. Tiene los nervios destrozados. Permita que le dé algo que le hará dormir. «Eso...» durará horas todavía. Lo que tiene que hacer ahora es dormir.

Yo no respondo de nada.

No repliqué. Me incliné hacia adelante cubriéndome la cara con las manos. Al rato volvió con un vaso pequeño lleno de un líquido oscuro. Me lo dio a beber. Lo tomé sin ofrecer resistencia mientras me ayudaba a acomodarme en la hamaca.

Cuando desperté ya estaba bien entrado el día. Permanecí un rato tumbado, mirando al techo. Observé que las vigas estaban construidas con las cuadernas de un barco. Luego volví la cabeza y vi la mesa dispuesta para mí. Estaba hambriento y me disponía a bajar de la hamaca cuando ésta, anticipándose cortésmente a mi intención, se dio la vuelta, depositándome en el suelo a cuatro patas.

Me puse en pie y me senté a la mesa. Tenía la cabeza muy cargada y sólo recordaba vagamente lo ocurrido la noche anterior. La brisa matinal entraba gratamente por la ventana sin cristales, lo que unido a la comida despertó en mí una sensación de placer animal. Entonces la puerta que había a mis espaldas –la que daba al patio interior– se abrió. Me volví y vi el rostro de Montgomery.

–¿Todo bien? –preguntó–. Estoy muy ocupado.

Y volvió a cerrar la puerta. Poco después descubrí que había olvidado cerrarla con llave.

Rememoré la expresión de su rostro la noche anterior, y eso hizo que el recuerdo de todo lo vivido se reconstruyera por sí solo. Cuando volvía a ser presa del temor, oí un grito procedente del interior. Pero esta vez no era el puma.

Aparté el bocado que me había llevado a los labios y presté atención. Salvo el rumor de la brisa matinal, todo era silencio. Empecé a creer que mis oídos me habían engañado.

Al cabo de un buen rato reanudé mi comida, pero sin dejar de aguzar el oído.

Entonces percibí algo distinto, un sonido bastante débil. Estaba sentado, como paralizado, y aunque el ruido era casi imperceptible, me conmovió mucho más intensamente que cualquiera de los horrores procedentes del otro lado del muro que hasta el momento había oído. Esta vez no cabía duda de lo que significaban aquellos sonidos sordos y entrecortados, no cabía duda de su procedencia; era un quejido, interrumpido por sollozos y suspiros de angustia. Esta vez no se trataba de un animal. ¡Estaban torturando a un ser humano!

Me levanté y, tras cruzar la habitación de tres zancadas, agarré el tirador de la puerta interior y la abrí.

–¡Deténgase, Prendick! –gritó Montgomery.

Un aterrorizado galgo de caza gañía y se retorcía de dolor. En el fregadero había sangre, sangre oscura, mezclada con sangre escarlata, y percibí el inconfundible olor del ácido fénico. Luego, a través de una puerta abierta, bajo la imprecisa claridad de la penumbra interior, vislumbré algo dolorosamente atado a una estructura, lleno de cicatrices, rojo y vendado. Y finalmente, borrando esta visión, apareció el rostro de Moreau, pálido y terrible.

En cuestión de segundos me agarró por el hombro con una mano ensangrentada, me hizo girar sobre mis pies y, levantándome como si fuera un niño, me arrojó de cabeza a mi habitación. Caí cuan largo era sobre el suelo, mientras la puerta se cerraba de golpe, ocultando su rostro alterado. Al instante oí una llave que giraba en la cerradura y las protestas de Montgomery.

–¡El trabajo de toda una vida, arruinado! –dijo Moreau.

–Él no lo comprende –respondió Montgomery, y siguió diciendo algo inaudible para mí.

–Ahora no tengo tiempo que perder –replicó Moreau.

El resto no conseguí oírlo. Me levanté y me quedé allí, temblando, mientras los más terribles presentimientos en mi mente bullían. ¿Era posible hacerle la vivisección a un ser humano? Aquella pregunta brilló como un relámpago en mitad de la tormenta. Y de pronto, el vago horror de mi mente se condensó en la nítida comprensión del peligro en que me hallaba.

11. La caza del hombre

Con la irracional esperanza de escapar, me vino a la memoria el recuerdo de que la puerta exterior de la habitación todavía estaba abierta. Estaba convencido, absolutamente seguro, de que Moreau estaba practicando la vivisección con un ser humano. Desde que oí su nombre por primera vez había intentado establecer alguna relación entre el grotesco animalismo de los isleños y las aberraciones de Moreau; ahora lo comprendía todo.