Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

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—¡No es ninguna broma! —dijo—. Son sus palabras y habla en serio.

Dobló la hoja por la mitad y vio al lado de la dirección el sello de correos de Hintondean, y el detalle de mal gusto: «dos peniques a pagar».

Se levantó sin haber terminado de comer (la carta había llegado en el correo de la una) y subió al estudio. Llamó al ama de llaves y le dijo que se diese una vuelta por toda la casa para asegurarse de que todas las ventanas estaban cerradas y para que cerrase las contraventanas. Él mismo cerró las contraventanas del estudio. De un cajón del dormitorio, sacó un pequeño revólver, lo examinó cuidadosamente, y se lo metió en el bolsillo de la chaqueta. Escribió una serie de notas muy breves: una, dirigida al coronel Adye, se la dio a la muchacha para que se la llevara, con instrucciones específicas sobre cómo salir de la casa.

—No hay ningún peligro —le dijo, y añadió mentalmente:

«Para ti».

Después de hacer esto, se quedó pensativo un momento y, luego, volvió a la comida, que se le estaba quedando fría.

Mientras comía, se paraba a pensar. Luego, dio un golpe muy fuerte en la mesa.

—¡Lo atraparemos! —dijo—; y yo seré el cebo. Ha llegado demasiado lejos.

Subió al mirador, cuidándose de cerrar todas las puertas tras de sí.

—Es un juego —dijo—, un juego muy extraño, pero tengo todos los ases a mi favor, Griffin, a pesar de tu invisibilidad. Griffin contra el mundo… ¡con una venganza! —se paró en la ventana, mirando a la colina calentada por el sol—. Todos los días tiene que comer, no lo envidio. ¿Habrá dormido esta noche? Habrá sido en algún sitio, por ahí fuera, a salvo de cualquier emergencia. Me gustaría que hiciese frío y que lloviese, en lugar de hacer este calor. Quizá me esté observando en este mismo instante.

Se acercó a la ventana. Algo golpeó secamente los ladrillos afuera, y dio un respingo.

—Me estoy poniendo nervioso —dijo Kemp, y pasaron cinco minutos antes de que se volviera a acercar a la ventana—. Debe de haber sido algún gorrión —dijo.

En ese momento oyó cómo llamaban a la puerta de entrada y bajó corriendo las escaleras. Descorrió el cerrojo, abrió, miró con la cadena puesta, la soltó y abrió con precaución, sin exponerse. Una voz familiar le dijo algo. Era Adye.

—¡Ha asaltado a la muchacha, Kemp! —dijo, desde el otro lado.

—¿Qué? —exclamó Kemp.

—Le ha quitado la nota que usted le dio. Tiene que estar por aquí cerca. Déjeme entrar.

Kemp quitó la cadena, y Kemp entró, abriendo la puerta lo menos posible. Se quedó de pie en el vestíbulo, mirando con un alivio infinito cómo Kemp aseguraba la puerta de nuevo.

—Le quitó la nota de la mano y ella se asustó terriblemente. Está en la comisaría de policía, completamente histérica. Debe de estar cerca de aquí. ¿Qué quería decirme?

Kemp empezó a perjurar.

—Qué tonto he sido —dijo Kemp—. Debí suponerlo. Hintondean está a menos de una hora de camino de este lugar.

—¿Qué ocurre? —dijo Adye.

—¡Venga y mire! —dijo Kemp, y condujo al coronel Adye a su estudio. Le enseñó al coronel la carta del hombre invisible. Adye la leyó y emitió un silbido.

—¿Y usted…? —dijo Adye.

—Le proponía tenderle una trampa… soy un tonto —dijo Kemp—, y envié mi propuesta con una criada, pero a él, en lugar de a usted.

Adye, como lo había hecho antes Kemp, empezó a perjurar.

—Quizá se marche —dijo Adye.

—No lo hará —dijo Kemp.

Se oyó el ruido de cristales rotos, que venía de arriba. Adye vio el destello plateado del pequeño revólver, que asomaba por el bolsillo de Kemp.

—¡Es la ventana de arriba! —dijo Kemp, y subió corriendo. Mientras se encontraba en las escaleras, se oyó un segundo ruido. Cuando entraron en el estudio, se encontraron con que dos de las tres ventanas estaban rotas y los cristales esparcidos por casi toda la habitación. Encima de la mesa, había una piedra enorme. Los dos se quedaron parados en el umbral de la puerta, contemplando el destrozo. Kemp empezó a lanzar maldiciones y, mientras lo hacía, la tercera ventana se rompió con un ruido como el de un pistoletazo. Se mantuvo un momento así, y cayó, haciéndose mil pedazos, dentro de la habitación.

—¿Por qué lo ha hecho? —preguntó Adye.

—Es el comienzo —dijo Kemp.

—¿No hay forma de subir aquí?

—Ni siquiera para un gato —dijo Kemp.

—¿No hay contraventanas?

—Aquí no, pero sí las hay en todas las ventanas del piso de abajo. ¿Qué ha sido eso?

En el piso de abajo se oyó el ruido de un golpe, y después, cómo crujían las maderas.

—¡Maldito sea! —dijo Kemp—. Eso tiene que haber sido… sí, en uno de los dormitorios. Lo va a hacer con toda la casa. Está loco. Las contraventanas están cerradas y los cristales caerán hacia fuera. Se va a cortar los pies.

Se oyó cómo se rompía otra ventana. Los dos hombres se quedaron en el rellano de la escalera, perplejos.

—¡Ya lo tengo! —dijo Adye—. Déjeme un palo o algo por el estilo, e iré a la comisaría para traer los perros. ¡Eso tiene que detenerle! No me llevará más de diez minutos.

Otra ventana se rompió como había sucedido a sus compañeras.

—¿No tiene un revólver? —preguntó Adye.

Kemp se metió la mano en el bolsillo, dudó un momento y dijo:

—No, no tengo ninguno… por lo menos que me sobre.

—Se lo devolveré más tarde —dijo Adye—. Usted está a salvo aquí dentro.

Kemp le dio el arma.

—Bueno, vayamos hacia la puerta —dijo Adye. Mientras se quedaron dudando un momento en el vestíbulo, oyeron el ruido de una ventana de un dormitorio del primer piso, que se hacía pedazos. Kemp se dirigió a la puerta y empezó a descorrer los cerrojos, haciendo el menor ruido posible. Estaba un poco más pálido de lo normal. Un momento después, Adye se encontraba ya fuera y los cerrojos volvían a su sitio. Dudó qué hacer durante un momento, sintiéndose mucho más seguro apoyado de espaldas contra la puerta. Después empezó a caminar, erguido y recto, y bajó los escalones. Atravesó el jardín en dirección a la verja. Le pareció que algo se movía a su lado.

—Espere un momento —dijo una voz, y Adye se paró en seco y agarró el revólver mucho más fuerte.

—¿Y bien? —dijo Adye, pálido y solemne, con todos los nervios en tensión.

—Hágame el favor de volver a la casa —dijo la voz, con la misma solemnidad con que le había hablado Adye.

—Lo siento —dijo Adye con la voz un poco ronca, y se humedeció los labios con la lengua. Pensó que la voz venía del lado izquierdo y supuso que podría probar suerte, disparando hacia allí.

—¿A dónde va? —dijo la voz, y los dos hombres hicieron un rápido movimiento, mientras un rayo de sol se reflejó en el bolsillo de Adye.

Adye desistió de su intento, y añadió:

—Donde vaya —dijo lentamente— es cosa mía. No había terminado aquellas palabras, cuando un brazo lo agarró del cuello, notó una rodilla en la espalda y cayó hacia atrás. Se incorporó torpemente y malgastó un disparo. Unos segundos después recibía un puñetazo en la boca y le arrebataban el revólver de las manos. En vano intentó agarrar un brazo que se le escurría, trató de levantarse y volvió a caer al suelo.

—¡Maldito sea! —dijo Adye. La voz soltó una carcajada.

—Le mataría ahora mismo, si no tuviera que malgastar una bala —dijo.

Adye vio el revólver suspendido en el aire, a unos seis pasos de él, apuntándole.

—Está bien —dijo Adye, sentándose en el suelo.

—Levántese —exclamó la voz.

Adye se levantó.

—Escúcheme con atención —ordenó la voz, y continuó con furia—: No intente hacerme una jugarreta. Recuerde que yo puedo ver su cara y usted, sin embargo, no puede ver la mía. Tiene que volver a la casa.

—Él no me dejaría entrar —señaló Adye.

—Es una pena —dijo el hombre invisible—. No tengo nada contra usted.

Adye se humedeció los labios otra vez. Apartó la vista del cañón del revólver y, a lo lejos, vio el mar, azul oscuro, bajo los rayos del sol del mediodía, el campo verde, el blanco acantilado y la ciudad populosa; de pronto, comprendió lo dulce que era la vida. Sus ojos volvieron a aquella cosita de metal que se sostenía entre el aire y la tierra, a unos pasos de él.

—¿Qué podría yo hacer? —dijo, taciturno.

—¿Y qué podría hacer yo? —preguntó el hombre invisible—. Usted iba a buscar ayuda. Lo único que tiene que hacer ahora es volver atrás.

—Lo intentaré. Pero, si Kemp me deja entrar, ¿me promete que no se abalanzará contra la puerta?

—No tengo nada contra usted —dijo la voz. Kemp, después de dejar fuera a Adye, había subido arriba a toda prisa; ahora se encontraba agachado entre los cristales rotos y miraba cautelosamente hacia el jardín, desde el alféizar de una ventana del estudio. Desde allí, vio cómo Adye parlamentaba con el hombre invisible.

—¿Por qué no dispara? —se preguntó Kemp.

Entonces, el revólver se movió un poco, y el reflejo del sol le dio a Kemp en los ojos, que se los cubrió mientras trataba de ver de dónde provenía aquel rayo cegador.

«Está claro, —se dijo—, que Adye le ha entregado el revólver».

—Prométame que no se abalanzará sobre la puerta —le estaba diciendo Adye al hombre invisible—. No lleve el juego demasiado lejos, usted lleva las de ganar. Dele una oportunidad.

—Usted vuelva a la casa. Le digo por última vez que no puedo prometerle nada.

Adye pareció tomar una rápida decisión. Se volvió hacia la casa, caminando lentamente con las manos en la espalda. Kemp lo observaba, asombrado. El revólver desapareció, volvió a aparecer y desapareció de nuevo. Al final, después de mirarlo fijamente, se hizo evidente como un pequeño objeto oscuro que seguía a Adye. Después, todo ocurrió rápidamente. Adye dio un salto atrás, se volvió y se abalanzó sobre aquel objeto, perdiéndolo; luego levantó las manos y cayó de bruces al suelo, levantando una especie de humareda azul en el aire. Kemp no oyó el disparo. Adye se retorció en el suelo, se apoyó en un brazo para incorporarse y volvió a caer, inmóvil.

 

Durante unos minutos, Kemp se quedó mirando el cuerpo inmóvil de Adye. La tarde era calurosa y estaba tranquila; nada parecía moverse en el mundo, excepto una pareja de mariposas amarillas, persiguiéndose la una a la otra por los matorrales que había entre la casa y la carretera. Adye yacía en el suelo, cerca de la verja. Las persianas de todas las casas de la colina estaban bajadas. En una glorieta, se veía una pequeña figura blanca. Aparentemente, era un viejo que dormía. Kemp miró los alrededores de la casa para ver si localizaba el revólver, pero había desaparecido. Sus ojos se volvieron a fijar en Adye. El juego ya había comenzado.

En ese momento, llamaron a la puerta principal, llamaron a la vez al timbre y con los nudillos. Las llamadas cada vez eran más fuertes, pero, siguiendo las instrucciones de Kemp, todos los criados se habían encerrado en sus habitaciones. A esto siguió un silencio total. Kemp se sentó a escuchar y, después, empezó a mirar cuidadosamente por las tres ventanas del estudio, una tras otra. Se dirigió a la escalera y se quedó allí escuchando, inquieto. Se armó con el atizador de la chimenea de su habitación y bajó a cerciorarse de que las ventanas del primer piso estaban bien cerradas. Todo estaba tranquilo y en silencio. Volvió al mirador. Adye yacía inmóvil, tal y como había caído. Subiendo por entre las casas de la colina venía el ama de llaves, acompañada de dos policías.

Todo estaba envuelto en un silencio de muerte. Daba la impresión de que aquellas tres personas se estaban acercando demasiado lentamente. Se preguntó qué estaría haciendo su enemigo.

De pronto, se oyó un golpe que venía de abajo, y se sobresaltó. Dudó un instante y decidió volver a bajar. De repente, la casa empezó a hacer eco de fuertes golpes y de maderas que se astillaban. Luego oyó otro golpe, y el caer de los cierres de hierro de las contraventanas. Hizo girar la llave y abrió la puerta de la cocina. Cuando lo hacía, volaron hacia él las astillas de las contraventanas. Se quedó horrorizado. El marco de la ventana estaba todavía intacto, pero sólo quedaban en él pequeños restos de cristales. Las contraventanas habían sido destrozadas con un hacha, y ahora ésta se dejaba caer con violentos golpes sobre el marco de la ventana y las barras de hierro que la defendían. De repente, cayó a un lado y desapareció. Kemp pudo ver el revólver fuera, y cómo éste ascendía en el aire. Él se echó hacia atrás. El revólver disparó demasiado tarde, y una astilla de la puerta, que se estaba cerrando, le cayó en la cabeza. Acabó de cerrar con un portazo y echó la llave, y, mientras estaba fuera, oyó a Griffin gritar y reírse. Después se reanudaron los golpes del hacha con aquel acompañamiento de astillas y estrépitos.

Kemp se quedó en el pasillo intentando pensar en algo. Dentro de un instante, el hombre invisible entraría en la cocina. Aquella puerta no lo retendría mucho tiempo y entonces…

Volvieron a llamar a la puerta principal otra vez. Quizá fuesen los policías. Kemp corrió al vestíbulo, quitó la cadena y descorrió los cerrojos. Hizo que la chica dijese algo antes de soltar la cadena, y las tres personas entraron en la casa de golpe, dando un portazo.

—¡El hombre invisible! —dijo Kemp—. Tiene un revólver y le quedan dos balas. Ha matado a Adye o, por lo menos, le ha disparado. ¿No lo han visto tumbado en el césped?

—¿A quién? —dijo uno de los policías.

—A Adye —contestó Kemp.

—Nosotros hemos venido por la parte de atrás —añadió la muchacha.

—¿Qué son esos golpes? —preguntó un policía.

—Está en la cocina o lo estará dentro de un momento. Ha encontrado un hacha.

De repente, la casa entera se llenó del eco de los hachazos que daba el hombre invisible en la puerta de la cocina. La muchacha se quedó mirando a la puerta, se asustó y volvió al comedor. Kemp intentó explicarse con frases encontradas. Luego oyeron cómo cedía la puerta de la cocina.

—¡Por aquí! —gritó Kemp, y se puso en acción, empujando a los policías hacia la puerta del comedor.

—¡El atizador! —dijo y corrió hacia la chimenea. Le dio un atizador a cada policía. De pronto, se echó hacia atrás.

—¡Oh! —exclamó un policía y, agachándose, dio un golpe al hacha con el atizador. El revólver disparó una penúltima bala y destrozó un valioso Sidney Cooper. El otro policía dejó caer el atizador sobre el arma, como quien intenta matar a una avispa, y lo lanzó, rebotando, al suelo.

Al primer golpe, la muchacha lanzó un grito y se quedó chillando al lado de la chimenea; después, corrió a abrir las contraventanas, quizá con la idea de escapar por allí.

El hacha retrocedió y se quedó a unos dos pies del suelo. Todos podían escuchar la respiración del hombre invisible.

—Vosotros dos, marchaos —dijo—, sólo quiero a Kemp.

—Nosotros te queremos a ti —dijo un policía, dando un paso rápido hacia adelante, y empezando a dar golpes con el atizador hacia el lugar de donde él creía que salía la voz. El hombre invisible debió retroceder y tropezar con el paragüero. Después, mientras el policía se tambaleaba, debido al impulso del golpe que le había dado, el hombre invisible le atacó con el hacha, le dio un golpe en el casco, que se rasgó como el papel, y el hombre se cayó al suelo, dándose con la cabeza en las escaleras de la cocina. Pero el segundo policía, que iba detrás del hacha con el atizador en la mano, pinchó algo blando. Se escuchó un agudo grito de dolor, y el hacha cayó al suelo. El policía arremetió de nuevo al vacío, pero esta vez no golpeó nada; pisó el hacha y golpeó de nuevo. Después se quedó parado, blandiendo el atizador, intentando apreciar el más mínimo movimiento.

Oyó cómo se abría la ventana del comedor y unos pasos que se alejaban. Su compañero se dio la vuelta y se sentó en el suelo. Le corría la sangre por la cara.

—¿Dónde está? —preguntó.

—No lo sé. Lo he herido. Estará en algún sitio del vestíbulo, a menos que pasase por encima de ti. ¡Doctor Kemp…, señor!

Hubo un silencio.

—¡Doctor Kemp! —gritó de nuevo el policía.

El otro policía intentó recuperar el equilibrio. Se puso de pie. De repente, se pudieron oír los débiles pasos de unos pies descalzos en los escalones de la cocina.

—¡Ahí está! —gritó la policía, quien no pudo contener dar un golpe con el atizador, pero rompió un brazo de una lámpara de gas.

Hizo ademán de perseguir al hombre invisible, bajando las escaleras, pero lo pensó mejor y volvió al comedor.

—¡Doctor Kemp! —empezó y se paró de repente—. El doctor Kemp es un héroe —dijo, mientras que su compañero lo miraba por encima del hombro. La ventana del comedor estaba abierta de par en par, y no se veía ni a la muchacha ni a Kemp.

La opinión del otro policía sobre Kemp era concisa y bastante imaginativa.

CAPÍTULO XXVIII.

EL CAZADOR CAZADO

El señor Heelas, el vecino más próximo del señor Kemp, estaba durmiendo en el cenador de su jardín, mientras tenía lugar el sitio de la casa de Kemp. El señor Heelas era uno de los componentes de esa gran minoría que no creían en «todas esas tonterías» sobre un hombre invisible. Su esposa, sin embargo, como más tarde le recordaría a menudo, sí creía. Insistió en dar un paseo por su jardín, como si no ocurriera nada, y fue a echarse una siesta, tal y como venía haciendo desde hacía años. Durmió sin enterarse del ruido de las ventanas, pero se despertó repentinamente con la extraña intuición de que algo malo estaba ocurriendo. Miró a la casa de Kemp, se frotó los ojos y volvió a mirar. Después, bajó los pies al suelo y se quedó sentado, escuchando. Pensó que estaba condenado mientras todavía veía aquella cosa tan extraña. La casa parecía estar vacía desde hacía semanas, como si hubiese tenido lugar un ataque violento. Todas las ventanas estaban destrozadas, y todas, excepto las del mirador, tenían cerradas las contraventanas.

—Habría jurado que todo estaba en orden hace veinte minutos. —Y miró su reloj.

Entonces empezó a oír una especie de conmoción y ruidos de cristales, que llegaban de lejos. Y después, mientras estaba sentado con la boca abierta, tuvo lugar un hecho todavía más extraño. Las contraventanas de la ventana del comedor se abrieron de par en par, violentamente, y el ama de llaves, con sombrero y ropa de calle, apareció, luchando con todas sus fuerzas para levantar la hoja de la ventana. De pronto, un hombre apareció detrás de ella, ayudándola. ¡Era el doctor Kemp! Un momento después se abría la ventana, y la criada saltaba fuera de la casa, se echaba a correr y desaparecía entre los arbustos. El señor Heelas se puso de pie y lanzó una vaga exclamación con toda vehemencia, al contemplar aquellos extraños acontecimientos. Vio cómo Kemp se ponía de pie en el alféizar, saltaba afuera y reaparecía, casi instantáneamente, corriendo por el jardín entre los matorrales. Mientras corría, se paró, como si no quisiera que le vieran. Desapareció detrás de un arbusto, y apareció más tarde, trepando por una valla que daba al campo. No tardó ni dos segundos en saltarla; y luego echó a correr todo lo deprisa que pudo por el camino que bajaba a la casa del señor Heelas.

—¡Dios mío! —gritó el señor Heelas, mientras le asaltaba una idea—. ¡Debe de ser el hombre invisible! Después de todo, quizá sea verdad.

Cuando el señor Heelas pensaba en cosas de este tipo, actuaba inmediatamente, y su cocinera, que lo estaba viendo desde la ventana, se quedó asombrada, al verlo venir hacia la casa, corriendo tan rápido como lo hacía.

—Y eso que no tenía miedo —dijo la cocinera.

—Mary, ven aquí.

Se oyó un portazo, el sonido de la campanilla y el señor Heelas, que bramaba como un toro:

—¡Cerrad las puertas, cerrad las ventanas, cerradlo todo! ¡Viene el hombre invisible!

Inmediatamente, en la casa, se oyeron gritos y pasos que iban en todas direcciones. Él mismo cerró las ventanas que daban a la terraza. Mientras lo hacía, aparecieron la cabeza, los hombros y una rodilla de Kemp por el borde de la valla del jardín. Un momento después, Kemp se había echado encima de la esparraguera del jardín y corría por la cancha de tenis en dirección a la casa.

—No puede entrar aquí —le dijo el señor Heelas corriendo los cerrojos—. ¡Siento mucho que lo esté persiguiendo, pero aquí no puede entrar!

Kemp pegó su rostro aterrorizado al cristal, llamó y después empezó a sacudir frenéticamente el ventanal. Entonces, al ver que sus esfuerzos eran inútiles, atravesó la terraza, dio la vuelta por uno de sus lados y empezó a golpear con el puño la puerta lateral. Después, giró por la parte delantera de la casa y salió corriendo por la colina. El señor Heelas, que estaba viendo todo por la ventana, completamente aterrorizado, apenas pudo observar cómo Kemp desaparecía, antes de que viera cómo estaban pisando sus espárragos unos pies invisibles. El señor Heelas subió disparado al piso de arriba y ya no pudo ver el resto de la persecución, pero oyó cómo la verja del jardín se cerraba de un portazo.

Al llegar a la carretera, el doctor Kemp, naturalmente, tomó la dirección del pueblo y, de esta forma, él mismo protagonizó la carrera que sólo cuatro días antes había observado con ojos tan críticos. Corría bastante bien, para no ser un hombre acostumbrado a ello, y, aunque estaba pálido y sudoroso, no perdía la serenidad. Daba grandes zancadas y, cada vez que se encontraba con algún trozo en mal estado o con piedras o un trozo de cristal que brillaba con el reflejo del sol, saltaba por encima y dejaba que los pies invisibles y desnudos que lo estaban persiguiendo los salvaran como pudieran.

Por primera vez en su vida, Kemp se dio cuenta de lo larga y solitaria que era la carretera de la colina, y que las primeras casas de la ciudad, que quedaban a los pies de la colina, estaban increíblemente lejos. Pensó que nunca había existido una forma más lenta y dolorosa de desplazarse que corriendo. Todas aquellas casas lúgubres, que dormían bajo el sol de la tarde, parecían cerradas y aseguradas; sin duda lo habían hecho siguiendo sus propias órdenes. Pero, en cualquier caso, ¡deberían haber echado un vistazo de vez en cuando ante una eventualidad de este tipo! Ahora, la ciudad se iba acercando y el mar había desaparecido de su vista detrás de ella. Empezaba a ver gente que se movía allí abajo. Un tranvía llegaba en ese momento al pie de la colina. Un poco más allá, estaba la comisaría de policía. ¿Seguía escuchando pasos detrás de él? Había que hacer un último esfuerzo.

 

La gente del pueblo se le quedaba mirando; una o dos personas salieron corriendo y empezó a notar que le faltaba la respiración. Tenía el tranvía bastante cerca, y la posada estaba cerrando sus puertas. Detrás del tranvía había unos postes y unos montones de grava. Debía tratarse de las obras del alcantarillado. A Kemp se le pasó por la cabeza subir al tranvía en marcha y cerrar las puertas, pero decidió dirigirse a la comisaría. Un momento después pasaba por delante de la puerta del Jolly Cricketers y llegaba al final de la calle. Había varias personas a su alrededor. El conductor del tranvía y su ayudante, asombrados por la prisa que llevaba, se quedaron mirándolo, sin atender a los caballos del tranvía. Un poco más allá aparecieron los rostros sorprendidos de los peones camineros, encima de los montones de grava.

Aflojó un poco el paso y, entonces, pudo oír las rápidas pisadas de su perseguidor, y volvió a forzarlo de nuevo.

—¡El hombre invisible! —gritó a los peones camineros con un débil gesto indicativo, y, por una repentina inspiración, saltó por encima de la zanja, dejando, de esta manera, a un grupo de hombres, entre él y su perseguidor. Después, abandonando la idea de dirigirse a la comisaría, se metió por una calleja lateral, empujó la carreta de un vendedor de verduras y dudó durante unas décimas de segundo, en la puerta de una pastelería, hasta que decidió entrar por una bocacalle que daba a la calle principal. Dos o tres niños estaban jugando y, cuando lo vieron aparecer, salieron corriendo y gritando. Acto seguido, las madres, nerviosas, salieron a las puertas y ventanas. Volvió a salir de nuevo a la calle principal, a unos trescientos metros del final del tranvía, e inmediatamente se dio cuenta de que la gente había echado a correr gritando.

Miró colina arriba. Apenas a unos doce pasos de él, corría un peón caminero enorme, soltando maldiciones y dando golpes con una pala. Detrás de él, venía el conductor del tranvía con los puños cerrados. Más arriba, otras personas seguían a estas dos, dando golpes en el aire y gritando. Hombres y mujeres corrían cuesta abajo, en dirección a la ciudad, y pudo ver claramente a un hombre que salía de su establecimiento con un bastón en la mano.

—¡Repartíos, repartíos! —gritó alguien.

Entonces, de repente, Kemp se dio cuenta de que se habían cambiado los términos de la persecución. Se paró, miró a su alrededor y gritó:

—¡Está por aquí cerca! ¡Formad una línea…!

En ese momento le dieron un golpe detrás del oído y, tambaleándose, intentó darse la vuelta para mirar a su enemigo invisible. Apenas pudo conseguir mantenerse en pie y dio un manotazo, en vano, al aire. Después le dieron un golpe en la mandíbula y cayó al suelo. Un momento después, una rodilla le oprimía el diafragma y un par de hábiles manos (una era más débil que la otra) le agarraban por la garganta; él las cogió por las muñecas, oyó el grito de dolor que daba su asaltante, y, poco después, la pala del peón caminero cortaba el aire por encima de él, para ir a dar sobre algo, con todo su peso. Sintió que una gota húmeda le caía en la cara. La presión de su garganta cedió repentinamente y, con gran esfuerzo, se liberó, agarró un hombro desnudo, y se quedó mirando hacia arriba. Sujetó, luego, los codos invisibles muy cerca del suelo.

—¡Lo tengo! —gritó Kemp—. ¡Socorro! ¡Ayúdenme! ¡Lo tengo aquí abajo! ¡Agárrenlo por los pies!

Al instante, todo el mundo se dirigió al lugar donde se estaba desarrollando la lucha; un extranjero que hubiese llegado a aquella calle, habría pensado que se trataba de una forma excepcionalmente salvaje de jugar al rugby. No se oyó ningún grito después del que diera Kemp, sólo se oían puñetazos, patadas y el ruido de una pesada respiración.

Después, con un enorme esfuerzo, el hombre invisible se liberó de un par de personas que lo estaban atacando y se puso de rodillas. Kemp se agarró a él como un perro a su presa, y una docena de manos empezaron a coger, golpear y arañar al hombre invisible. El conductor del tranvía lo agarró por el cuello y los hombros y lo forzó hacia atrás.

El grupo de hombres se volvió a echar al suelo y le pisotearon. Algunos, me temo, que le golpearon salvajemente. De repente, se oyó un grito salvaje:

—¡Piedad! ¡Piedad! —chilló Kemp, con voz apagada, y todas aquellas figuras se echaron atrás—. ¡Os digo que está herido, apartaos!

Tuvo lugar una breve lucha por dejar espacio libre, y aquel círculo de ojos ansiosos vieron al doctor Kemp arrodillado, en el aire, al parecer, agarrando unos brazos invisibles. Detrás de él, un policía sujetaba unos tobillos invisibles también.

—No lo dejen escapar —gritó el peón caminero, cogiendo la pala manchada de sangre—. Está fingiendo.

—No está fingiendo —dijo el doctor, levantando un poco la rodilla—; yo lo sujetaré. —Tenía la cara magullada y se le estaba poniendo roja; hablaba pesadamente, porque tenía un labio partido. Le soltó un brazo y pareció que le tocaba la cara—. Tiene la boca completamente mojada —dijo, y prosiguió—: ¡Dios mío!

De pronto se puso de pie y volvió a arrodillarse al lado del hombre invisible. Todo el mundo se empujaba y llegaban nuevos espectadores, que aumentaban la presión de todo el grupo. Ahora, la gente estaba empezando a salir fuera de sus casas. Las puertas del Jolly Cricketers se abrieron de par en par. Nadie se atrevía a hablar.

Kemp empezó a palpar aquello y parecía que estaba tocando el aire.

—No respira —dijo, y siguió—: No le late el corazón y en su costado…, ¡oh!

De repente, una vieja que miraba la escena por debajo del brazo del peón caminero, gritó:

—¡Mirad allí! —Y señaló con el dedo.

Y, mirando hacia donde ella señalaba, todos vieron, débil y transparente, como si fuera de cristal, que se distinguían perfectamente las venas, las arterias, los huesos y los nervios, la silueta de una mano flácida e inerte. A medida que la miraban, parecía adquirir un color más oscuro y parecía volverse opaca.

—¡Mirad! —dijo el policía—. Los pies también están empezando a distinguírsele.

Y así, lentamente, empezando por las manos y los pies, y siguiendo por otros miembros, hasta los puntos vitales del cuerpo, aquel cambio tan extraño continuaba su proceso. Era como la lenta propagación del veneno. Primero se empezaron a distinguir los nervios, blancos y delgados, dibujando el entorno confuso y grisáceo de un miembro, después, los huesos, que parecían de cristal, y las arterias; luego, la carne y la piel; todo ello como una bruma, al principio, pero después, rápidamente, denso y opaco. En ese momento se podía ver el pecho aplastado y los hombros y las facciones de la cara, completamente destrozadas. Cuando, finalmente, aquella multitud hizo sitio a Kemp para que pudiera ponerse de pie, allí yacía, desnudo y digno de compasión, en el suelo, el cuerpo magullado de un joven de unos treinta años. Tenía el cabello y la barba blancos, pero no blancos por la edad, sino del color blanco de los albinos; sus ojos parecían granates. Tenía las manos apretadas y en su expresión se confundía la ira con el desaliento.

—¡Tapadle el rostro! —dijo un hombre—. ¡Por el amor de Dios, tapad ese rostro! —Y tres niños que habían logrado abrirse paso entre la multitud fueron obligados a volver sobre sus pasos y salir del grupo.

Alguien trajo una sábana del Jolly Cricketers, y, una vez cubierto, lo metieron en esa misma casa.

EPÍLOGO

Así termina la historia del extraño y diabólico experimento del hombre invisible. Si quieres saber algo más de él, tienes que ir a una pequeña posada cerca de Port Stowe y hablar con el dueño. El emblema de la posada es un letrero que sólo tiene dibujados un sombrero y unas botas, y cuyo nombre es el título de este libro. El posadero es un hombre bajito y corpulento, con una nariz grande y redonda, el pelo pincho y una cara que se pone colorada alguna que otra vez. Bebe mucho y él te contará muchas cosas de las que le ocurrieron después de aquello, y de cómo los jueces intentaron despojarlo del tesoro que tenía en su poder.