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100 Clásicos de la Literatura

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»En la habitación, había cierto olor a benzol, e imagino que lo usaría para limpiar la ropa. Empecé a rebuscar sistemáticamente por toda la habitación. Supuse que aquel jorobado vivía solo en aquella casa desde hacía algún tiempo. Era una persona curiosa. Todo lo que resultaba, a mi parecer, de utilidad, lo iba amontonando y, después, me dediqué a hacer una selección.

»Encontré una cartera que me pareció que se podía utilizar, un poco de maquillaje, colorete y esparadrapo. Había pensado pintarme y maquillarme la cara y todas las partes del cuerpo que quedaran a la vista, para hacerme visible, pero encontré la desventaja de que necesitaba aguarrás, otros accesorios y mucho tiempo, si quería volver a desaparecer de nuevo. Al final, elegí una nariz de las que me parecían mejores, algo grotesca, pero no mucho más que la de algunos hombres, unas gafas oscuras, unos bigotes grisáceos y una peluca; no pude encontrar ropa interior, pero podría comprármela después; de momento, me envolví en un traje de percal y en algunas bufandas de cachemir blanco.

»Tampoco encontré calcetines, pero las botas del jorobado me venían bastante bien, y eso me resultaba suficiente. En un escritorio de la tienda encontré tres soberanos y unos treinta chelines de plata, y, en un armario de una habitación interior, encontré ocho monedas de oro. Equipado como estaba, podía salir, de nuevo, al mundo.

»En este momento me entró una duda curiosa: ¿mi aspecto era realmente… normal? Me miré en un espejo; lo hice con minuciosidad, mirando cada parte de mi cuerpo, para ver si había quedado alguna sin cubrir, pero todo parecía estar bien. Quedaba un poco grotesco, como si hiciera teatro; parecía representar la figura del avaro, pero, desde luego, nada se salía de lo posible.

»Tomando confianza, llevé el espejo a la tienda, bajé las persianas y, con la ayuda del espejo de cuerpo entero que había en un rincón, me volví a mirar desde distintos puntos de vista. Aún pasaron unos minutos, por fin me armé de valor, abrí la puerta y salí a la calle, dejando a aquel hombrecillo que escapara de la sábana cuando quisiera. Cinco minutos después estaba ya a diez o doce manzanas de la tienda. Nadie parecía fijarse en mí. Me pareció que mi última dificultad se había resuelto.

El hombre invisible dejó de hablar otra vez.

—¿Y ya no te has vuelto a preocupar por el jorobado? —preguntó Kemp.

—No —dijo el hombre invisible—. Ni tampoco sé qué ha sido de él. Imagino que acabaría desatándose o saldría de algún otro modo, porque los nudos estaban muy apretados.

Se calló de nuevo y se acercó a la ventana.

—¿Qué ocurrió cuando saliste al Strand?

—Oh, una nueva desilusión. Pensé que mis problemas se habían terminado. Pensé también que, prácticamente, podía hacer cualquier cosa impunemente, excepto revelar mi secreto. Es lo que pensaba. No me importaban las cosas que pudiera hacer ni sus consecuencias. Lo único que debía hacer era quitarme la ropa y desaparecer. Nadie podía pillarme. Podía coger dinero de allá donde lo viera. Decidí darme un banquete, después, alojarme en un buen hotel y comprarme cosas nuevas. Me sentía asombrosamente confiado, no es agradable reconocer que era un idiota. Entré en un sitio y pedí el menú, sin darme cuenta de que no podía comer sin mostrar mi cara invisible. Acabé pidiendo el menú y le dije al camarero que volvería en diez minutos. Me marché de allí furioso. No sé si tú has sufrido una decepción de ese tipo, cuando tienes hambre.

—No, nunca de ese tipo —dijo Kemp—, pero puedo imaginármelo.

—Tenía que haberme liado a golpes con aquellos tontos. Al final, con la idea fija de comer algo, me fui a otro sitio y pedí un reservado. «Tengo la cara muy desfigurada», le dije. Me miraron con curiosidad, pero, como no era asunto suyo, me sirvieron el menú como yo quería. No era demasiado bueno, pero era suficiente; cuando terminé, me fumé un puro y empecé a hacer planes. Fuera, empezaba a nevar. Cuanto más lo pensaba, Kemp, más me daba cuenta de lo absurdo que era un hombre invisible en un clima tan frío y sucio y en una ciudad con tanta gente. Antes de realizar aquel loco experimento, había imaginado mil ventajas; sin embargo, aquella tarde, todo era decepción. Empecé a repasar las cosas que el hombre considera deseables. Sin duda, la invisibilidad me iba a permitir conseguirlas, pero, una vez en mi poder, sería imposible disfrutarlas. La ambición… ¿de qué vale estar orgulloso de un lugar cuando no se puede aparecer por allí? ¿De qué vale el amor de una mujer, cuando ésta tiene que llamarse necesariamente Dalila? No me gusta la política, ni la sinvergonzonería de la fama, ni el deporte, ni la filantropía. ¿A qué me iba a dedicar? ¡Y para eso me había convertido en un misterio embozado, en la caricatura vendada de un hombre!

Hizo una pausa y, por su postura, pareció estar echando un vistazo por la ventana.

—¿Pero cómo llegaste a Iping? —dijo Kemp, ansioso de que su invitado continuara su relato.

—Fui a trabajar. Todavía me quedaba una esperanza. ¡Era una idea que aún no estaba del todo de finida! Todavía la tengo en mente y, actualmente, está muy clara. ¡Es el camino inverso! El camino de restituir todo lo que he hecho, cuando quiera, cuando haya realizado todo lo que deseé siendo invisible. Y de esto quiero hablar contigo.

—¿Fuiste directamente a Iping?

—Sí. Simplemente tenía que recuperar mis tres libros y mi talón de cheques, mi equipaje y algo de ropa interior. Además, tenía que encargar una serie de productos químicos para poder llevar a cabo mi idea te enseñaré todos mis cálculos en cuanto recupere mis libros), y me puse en marcha. Ahora recuerdo la nevada y el trabajo que me costó que la nieve no me estropeara la nariz de cartón.

—Y luego —dijo Kemp—; anteayer, cuando te descubrieron, tú a juzgar por los periódicos…

—Sí, todo eso es cierto. ¿Maté a aquel policía?

—No —dijo Kemp—. Se espera una recuperación en poco tiempo.

—Entonces, tuvo suerte. Perdí el control. ¡Esos tontos! ¿Por qué no me dejaban solo? ¿Y el bruto del tendero?

—Se espera que no haya ningún muerto —dijo Kemp.

—Del que no sé nada es del vagabundo —dijo el hombre invisible, con una sonrisa desagradable—. ¡Por el amor de Dios, Kemp, tú no sabes lo que es la rabia! ¡Haber trabajado durante años, haberlo planeado todo, para que después un idiota se interponga en tu camino! Todas y cada una de esas criaturas estúpidas que hay en el mundo se han topado conmigo. Si esto continúa así, me volveré loco y empezaré a cortar cabezas. Ellos han hecho que todo me resulte mil veces más difícil.

—No hay duda de que son suficientes motivos para que uno se ponga furioso —dijo Kemp, secamente.

CAPÍTULO XXIV.

EL PLAN QUE FRACASO

—¿Y qué vamos a hacer nosotros ahora? —dijo Kemp, mirando por la ventana.

Se acercó a su huésped mientras le hablaba, para evitar que éste pudiera ver a los tres hombres que subían a la colina, con una intolerable lentitud, según le pareció.

—¿Qué estabas planeando cuando te dirigías a Port Burdock? ¿Tenías alguna idea?

—Me disponía a salir del país, pero he cambiado de idea, después de hablar contigo. Pensé que sería sensato, ahora que el tiempo es cálido y la invisibilidad posible, ir hacia el sur. Ahora, mi secreto ya se conoce y todo el mundo anda buscando a una persona enmascarada y embozada. Desde aquí, hay una línea de barcos que va a Francia. Mi idea era embarcar y correr el riesgo del viaje. Desde allí, cogería un tren para España, o bien para Argelia. Eso no sería difícil. Allí podría ser invisible y podría vivir. Allí podría, incluso, hacer cosas. Estaba utilizando a aquel vagabundo para que me llevara el dinero y el equipaje, hasta que decidiera cómo enviar mis libros y mis cosas y hacerlos llegar hasta mí.

—Eso queda claro.

—¡Pero entonces el animal decide robarme! Ha escondido mis libros, Kemp, ¡los ha escondido! ¡Si le pongo las manos encima…!

—Lo mejor sería, en primer lugar, recuperar los libros.

—¿Pero dónde está? ¿Lo sabes tú?

—Está encerrado en la comisaría de policía por voluntad propia. En la celda más segura.

—¡Canalla! —dijo el hombre invisible.

—Eso retrasará tus planes.

—Tenemos que recuperar los libros. Son vitales.

—Desde luego —dijo Kemp un poco nervioso, preguntándose si lo que oía fuera eran pasos—. Desde luego que tenemos que recuperarlos. Pero eso no será muy difícil, si él no sabe lo que significan para ti.

—No —dijo el hombre invisible, pensativo.

Kemp estaba intentando pensar en algo que mantuviera la conversación, pero el hombre invisible siguió hablando.

—El haber dado con tu casa, Kemp —dijo—, cambia todos mis planes. Tú eres un hombre capaz de entender ciertas cosas. A pesar de lo ocurrido, a pesar de toda esa publicidad, de la pérdida de mis libros, de todo lo que he sufrido, todavía tenemos grandes posibilidades, enormes posibilidades… ¿No le habrás dicho a nadie que estoy aquí? —preguntó de repente.

Kemp dudó un momento.

—Claro que no —dijo.

—¿A nadie? —insistió Griffin.

—Ni a un alma.

—Bien.

El hombre invisible se puso de pie y, con los brazos en jarras, comenzó a dar vueltas por el estudio.

—Cometí un error, Kemp, un grave error al intentar llevar este asunto yo solo. He malgastado mis fuerzas, tiempo y oportunidades. Yo solo, ¡es increíble lo poco que puede hacer un hombre solo!, robar un poco, hacer un poco de daño, y ahí se acaba todo. Kemp necesito a alguien que me ayude y un lugar donde esconderme, un sitio donde poder dormir, comer y estar tranquilo sin que nadie sospeche de mí. Tengo que tener un cómplice. Con un cómplice, comida y alojamiento se pueden hacer mil cosas. Hasta ahora, he seguido unos planes demasiado vagos. Tenemos que considerar lo que significa ser libre y, también, lo que no significa. Tiene una ventaja mínima para espiar y para cosas de ese tipo, pues no se hace ruido. Quizá sea de más ayuda para entrar en las casas, pero, si alguien me coge, me pueden meter en la cárcel. Por otro lado, es muy difícil cogerme. De hecho, la invisibilidad es útil en dos casos: para escapar y para acercarse a los sitios. Por eso resulta muy útil para cometer asesinatos. Puedo acercarme a cualquiera, independientemente del arma que lleve, y elegir el sitio, pegar como quiera, esquivarlo como quiera y escapar como quiera.

 

Kemp se llevó la mano al bigote. ¿Se había movido alguien abajo?

—Y lo que tenemos que hacer, Kemp, es matar.

—Lo que tenemos que hacer es matar —repitió Kemp—. Estoy escuchando lo que dices, Griffin, pero no estoy de acuerdo contigo. ¿Por qué matar?

—No quiero decir matar sin control, sino asesinar de forma sensata. Ellos saben que hay un hombre invisible, lo mismo que nosotros sabemos que existe un hombre invisible. Y ese hombre invisible, Kemp, tiene que establecer ahora su Reinado del Terror. Sí, no cabe duda de que la idea es sobrecogedora, pero es lo que quiero decir: el Reinado del Terror. Tiene que tomar una ciudad como Burdock, por ejemplo, aterrorizar a sus habitantes y dominarla. Tiene que publicar órdenes. Puede realizar esta tarea de mil formas; podría valer, por ejemplo, echar unos cuantos papeles por debajo de las puertas. Y hay que matar a todo el que desobedezca sus órdenes, y también a todo el que lo defienda.

—¡Bah! —dijo Kemp, que ya no escuchaba a Griffin, sino el sonido de la puerta principal de la casa, que se abría y se cerraba—. Me parece, Griffin —comentó para disimular—, que tu cómplice se encontraría en una situación difícil.

—Nadie sabría que era cómplice —dijo el hombre invisible con ansiedad, y luego:— ¡Sssh! ¿Qué ocurre abajo?

—Nada —dijo Kemp, quien, de repente, empezó a hablar más deprisa y subiendo el tono de voz—. No estoy de acuerdo, Griffin —dijo—. Entiéndeme. No estoy de acuerdo. ¿Por qué sueñas jugar en contra de la humanidad? ¿Cómo puedes esperar alcanzar la felicidad? No te conviertas en un lobo solitario. Haz que todo el país sea tu cómplice, publicando tus resultados. Imagina lo que podrías hacer, si te ayudasen un millón de personas.

El hombre invisible interrumpió a Kemp.

—Oigo pasos que se acercan por la escalera —le dijo en voz baja.

—Tonterías —dijo Kemp.

—Déjame comprobarlo —dijo el hombre invisible, y se acercó a la puerta con el brazo extendido. Kemp lo dudó un momento e intentó impedir que lo hiciera. El hombre invisible, sorprendido, se quedó parado.

—¡Eres un traidor! —gritó la voz, abriéndose de repente la bata.

El hombre invisible se sentó y empezó a quitarse la ropa. Kemp dio tres pasos rápidos hacia la puerta, y el hombre invisible, cuyas piernas habían desaparecido, se puso de pie dando un grito. Kemp abrió la puerta.

Cuando lo hizo, se oyeron pasos que corrían por el piso de abajo y voces.

Con un rápido movimiento, Kemp empujó al hombre invisible hacia atrás, dio un salto fuera de la habitación y cerró la puerta. La llave estaba preparada. Segundos después, Griffin habría podido quedar atrapado, solo, en el estudio, pero hubo un fallo: Kemp había metido la llave apresuradamente en la cerradura, y, al dar un portazo, ésta había caído en la alfombra.

Kemp quedó pálido. Intentó sujetar el pomo de la puerta con las dos manos, y estuvo así, agarrándolo, durante unos segundos, pero la puerta cedió y se abrió unos centímetros. Luego, volvió a cerrarse. La segunda vez, se abrió un poco más y la bata se metió por la abertura. A Kemp lo cogieron por el cuello unos dedos invisibles, y soltó el pomo de la puerta para defenderse; lo empujaron, tropezó y cayó en un rincón del rellano. Luego, le echaron la bata vacía encima.

El coronel Adye, al que Kemp había mandado la carta, estaba subiendo la escalera. El coronel era el Jefe de policía de Burdock. Éste se quedó mirando espantado la repentina aparición de Kemp, seguida de los aspavientos de aquella bata vacía en el aire. Vio cómo Kemp se caía y se volvía a poner de pie. Lo vio arremeter contra algo hacia adelante y caer de nuevo, como si fuera un buey.

Acto seguido, le dieron, de repente, un golpe muy fuerte, que llegó de la nada. Le pareció que un enorme peso se le echó encima y rodó por las escaleras, con una mano apretándole la garganta y una rodilla presionándole en la ingle. Un pie invisible le pisoteó la espalda y unos pasos ligeros y fantasmales bajaron las escaleras. Oyó cómo, en el vestíbulo, los dos oficiales de policía daban un grito y salían corriendo; después, la puerta de la calle dio un gran portazo.

Se dio la vuelta y se quedó sentado, mirando. Vio a Kemp, que se tambaleaba, bajando las escaleras, lleno de polvo y despeinado. Tenía un golpe en la cara, le sangraba el labio y llevaba en las manos una bata roja y algo de ropa interior.

—¡Dios mío! —gritó Kemp—. ¡Se acabó el juego! ¡Se ha escapado!

CAPÍTULO XXV.

A LA CAZA DEL HOMBRE INVISIBLE

Durante un rato, Kemp fue incapaz de hacer comprender a Adye todo lo que había ocurrido. Los dos hombres se quedaron en el rellano, mientras Kemp hablaba deprisa, todavía con las absurdas ropas de Griffin en la mano. El coronel Adye empezaba a entender el asunto.

—¡Está loco! —dijo Kemp—. No es un ser humano. Es puro egoísmo. Tan sólo piensa en su propio interés, en su salvación. ¡Esta mañana he podido escuchar la historia de su egoísmo! Ha herido a varios hombres y empezará a matar, a no ser que podamos evitarlo. Cundirá el pánico. Nada puede pararlo y ahora se ha escapado… ¡completamente furioso!

—Tenemos que cogerlo —dijo Adye—, de eso estoy seguro.

—¿Pero cómo? —gritó Kemp y, de pronto, se le ocurrieron varias ideas—. Hay que empezar ahora mismo. Tiene que emplear a todos los hombres que tenga disponibles. Hay que evitar que salga de esta zona. Una vez que lo consiga, irá por todo el país a su antojo, matando y haciendo daño. ¡Sueña con establecer un Reinado del Terror! Oiga lo que le digo: un Reinado del Terror. Tiene que vigilar los trenes, las carreteras, los barcos. Pida ayuda al ejército. Telegrafíe para pedir ayuda. Lo único que lo puede retener aquí es la idea de recuperar unos libros que le son de gran valor. ¡Ya se lo explicaré luego! Usted tiene encerrado en la comisaría a un hombre que se llama Marvel…

—Sí, sí, ya lo sé —dijo Adye—. Y también lo de esos libros.

—Hay que evitar que coma o duerma; todo el pueblo debe ponerse en movimiento contra él, día y noche. Hay que guardar toda la comida bajo llave, para obligarle a ponerse en evidencia, si quiere conseguirla. Habrá que cerrarle todas las puertas de las casas. ¡Y que el cielo nos envíe noches frías y lluvia! Todo el pueblo tiene que intentar cogerlo. De verdad, Adye, es un peligro, una catástrofe; si no lo capturamos, me da miedo pensar en las cosas que pueden ocurrir.

—¿Y qué más podemos hacer? —dijo Adye—. Tengo que bajar ahora mismo y empezar a organizarlo todo. Pero, ¿por qué no viene conmigo? Sí, venga usted también. Venga y preparemos una especie de consejo de guerra. Pidamos ayuda a Hopps y a los gestores del ferrocarril. ¡Venga, es muy urgente! Cuénteme más cosas, mientras vamos para allá. ¿Qué más hay que podamos hacer? Y deje eso en el suelo. Minutos después, Adye se abría camino escaleras abajo. Encontraron la puerta de la calle abierta y, fuera, a los dos policías, de pie, mirando al vacío.

—Se ha escapado, señor —dijo uno.

—Tenemos que ir a la comisaría central. Que uno de vosotros baje, busque un coche y suba a recogernos. Rápido. Y ahora, Kemp, ¿qué más podemos hacer? —dijo Adye.

—Perros —dijo Kemp—. Hay que conseguir perros. No pueden verlo, pero sí olerlo. Consiga perros.

—De acuerdo —dijo Adye—. Casi nadie lo sabe, pero los oficiales de la prisión de Halstead conocen a un hombre que tiene perros policía. Los perros ya están, ¿qué más?

—Hay que tener en cuenta —dijo Kemp— que lo que come es visible. Después de comer, se ve la comida hasta que la asimila; por eso tiene que esconderse siempre que come. Habrá que registrar cada arbusto, cada rincón, por tranquilo que parezca. Y habrá que guardar todas las armas o lo que pueda utilizarse como un arma. No puede llevar esas cosas durante mucho tiempo. Hay que esconder todo lo que él pueda coger para golpear a la gente.

—De acuerdo —dijo Adye—. ¡Lo atraparemos!

—Y en las carreteras… —dijo Kemp, y se quedó dudando un momento.

—¿Sí? —dijo Adye.

—Hay que echar cristal en polvo —dijo Kemp—. Ya sé que es muy cruel. Pero piense en lo que puede llegar a hacer.

Adye tomó un poco de aire.

—No es juego limpio, no estoy seguro. Pero tendré preparado cristal en polvo, por si llega demasiado lejos.

—Le prometo que ya no es un ser humano —dijo Kemp—. Estoy tan seguro de que implantará el Reinado del Terror, una vez que se haya recuperado de las emociones de la huida, como lo estoy de estar hablando con usted. Nuestra única posibilidad de éxito es adelantarnos. Él mismo se ha apartado de la humanidad. Su propia sangre caerá sobre su cabeza.

CAPÍTULO XXVI.

EL ASESINATO DE WICKSTEED

El hombre invisible pareció salir de casa de Kemp ciego de ira. Agarró y tiró a un lado a un niño que jugaba cerca de la casa de Kemp, y lo hizo de manera tan violenta, que le rompió un tobillo. Después, el hombre invisible desapareció durante algunas horas. Nadie sabe dónde fue, ni qué hizo. Pero podemos imaginárnoslo, corriendo colina arriba bajo el sol de aquella mañana de junio, hacia los campos que había detrás de Port Burdock, rabioso y desesperado por su mala suerte y, refugiándose finalmente, sudoroso y agotado, entre la vegetación de Hintondean, preparando de nuevo algún plan de destrucción hacia los de su misma especie. Parece que allí se escondió, porque allí reapareció, de una forma terriblemente trágica, hacia las dos de la tarde.

Uno se pregunta cuál debió de ser su estado de ánimo durante ese tiempo y qué planes tramó. Sin duda, estaría furioso por la traición de Kemp y, aun que podemos entender los motivos que le condujeron al engaño, también podemos imaginar e, incluso, justificar, en cierta medida, la furia que la sorpresa le ocasionó. Quizá recordara la perplejidad que le produjeron sus experiencias de Oxford Street, pues había contado con la cooperación de Kemp para llevar a cabo su sueño brutal de aterrorizar al mondo. En cualquier caso se perdió de vista alrededor del mediodía, y nadie puede decir lo que hizo hasta las dos y media, más o menos. Quizá, esto fuese afortunado para la humanidad, pero, esa inactividad, fue fatal para él.

En aquel momento, ya se había lanzado en su búsqueda un grupo de personas, cada vez mayor, que se repartieron por la comarca. Por la mañana no era más que una leyenda, un cuento de miedo; por la tarde, y debido, sobre todo, a la escueta exposición de los hechos por parte de Kemp, se había convertido en un enemigo tangible al que había que herir, capturar o vencer, y, para ello, toda la comarca empezó a organizarse por su cuenta con una rapidez nunca vista. Hasta las dos de la tarde podía haberse marchado de la zona cogiendo un tren, pero, después de esa hora, ya no era posible. Todos los trenes de pasajeros de las líneas entre Southampton, Brighton, Manchester y Horsham viajaban con las puertas cerradas y el transporte de mercancías había sido prácticamente suspendido. En un círculo de veinte kilómetros alrededor de Port Burdock, hombres armados con escopetas y porras se estaban organizando en grupos de tres o cuatro, que, con perros, batían las carreteras y los campos.

Policías a caballo iban por toda la comarca, deteniéndose en todas las casas para avisar a la gente que cerrara sus puertas y se quedaran dentro, a menos que estuvieran armados; todos los colegios cerraron a las tres, y los niños, asustados y manteniéndose en grupos, corrían a sus casas. La nota de Kemp, que también Adye había firmado, se colocó por toda la comarca entre las cuatro y las cinco de la tarde. En ella se podían leer, breve y claramente, las condiciones en las que se estaba llevando a cabo la lucha, la necesidad de mantener al hombre invisible alejado de la comida y del sueño, la necesidad de observar continuamente con toda atención cualquier movimiento. Tan rápida y decidida fue la acción de las autoridades y tan rápida y general la creencia en aquel extraño ser, que, antes de la caída de la noche, un área de varios cientos de kilómetros cuadrados estaba en estricto estado de alerta. Y también, antes del anochecer, una sensación de horror recorría toda aquella comarca, que seguía nerviosa. La historia del asesinato del señor Wicksteed se susurraba de boca en boca, rápidamente y con detalle, a lo largo y ancho de la comarca.

 

Si hacíamos bien en suponer que el refugio del hombre invisible eran los matorrales de Hintondean, tenemos que suponer también que, a primera hora de la tarde, salió de nuevo para realizar algún proyecto que llevara consigo el uso de un arma. No sabemos de qué se trataba, pero la evidencia de que llevaba una barra de hierro en la mano, antes de encontrarse con el señor Wicksteed, es aplastante, al menos para mí.

No sabemos nada sobre los detalles de aquel encuentro. Ocurrió al final de un foso que había a unos doscientos metros de la casa de Lord Burdock. La evidencia muestra una lucha desesperada: el suelo pisoteado, las numerosas heridas que sufrió el señor Wicksteed, su garrote hecho pedazos; pero es imposible imaginar por qué le atacó, a no ser que pensemos en un deseo homicida. Además, la teoría de la locura es inevitable. El señor Wicksteed era un hombre de unos cuarenta y cinco o cuarenta y seis años; era el mayordomo de Lord Burdock y de costumbres en apariencia inofensivas, la última persona en el mundo que habría provocado a tan terrible enemigo. Parece ser que el hombre invisible utilizó un trozo de valla roto. Detuvo a este hombre tranquilo que iba a comer a casa, lo atacó, venció su débil resistencia, le rompió un brazo, lo tiró al suelo y le golpeó la cabeza hasta hacérsela papilla.

Debió de haber arrancado la barra de la valla antes de encontrarse con su víctima; la debía llevar preparada en la mano. Hay un par de detalles, además de los ya expuestos, que merecen ser mencionados. Uno, el hecho de que el foso no estaba en el camino de la casa del señor Wicksteed, sino a unos doscientos metros. El otro, que, según afirma una niña que se dirigía a la escuela vespertina, vio a la víctima dando unos saltitos de manera peculiar por el campo, en dirección al foso. Según la descripción de la niña, parecía tratarse de un hombre que iba persiguiendo algo que iba por el suelo y le iba dando unos golpecitos con su bastón. Fue la última persona que lo vio vivo. Pasó por delante de los ojos de aquella niña camino de su muerte, y la lucha quedó oculta a los ojos de aquélla por un grupo de hayas y por una ligera depresión del terreno.

Esto, al menos para el autor, hace que el asesinato escape a la absoluta inmotivación. Podemos creer que Griffin había arrancado la barra para que le sirviera, desde luego, como arma, pero sin que tuviera la deliberada intención de utilizarla para matar. Wicksteed pudo cruzarse en su camino y ver aquella barra, que, inexplicablemente, se movía sola, suspendida en el aire. Sin pensar en el hombre invisible, pues Port Burdock quedaba a diez kilómetros de allí, pudo haberla perseguido. Puede ser, incluso, que no hubiera oído hablar del hombre invisible. Uno podría imaginarse, entonces, al hombre invisible alejándose sin hacer ruido, para evitar que se descubriese su presencia en el vecindario, y a Wicksteed, excitado por la curiosidad, persiguiendo al objeto móvil y, por último, atacándolo.

Sin lugar a dudas, el hombre invisible se pudo haber alejado fácilmente de aquel hombre de mediana edad que lo perseguía, bajo circunstancias normales, pero la posición en que se encontró el cuerpo de Wicksteed hace pensar que tuvo la mala suerte de conducir a su presa a un rincón situado entre un montón de ortigas y el foso. Para los que conocen la extraordinaria irascibilidad del hombre invisible, el resto del relato ya se lo pueden imaginar.

Pero todo esto es sólo una hipótesis. Los únicos hechos reales, ya que las historias de los niños con frecuencia no ofrecen mucha seguridad, son el descubrimiento del cuerpo de Wicksteed, muerto, y el de la barra de hierro manchada de sangre, tirada entre las ortigas. El abandono de la barra por parte de Griffin sugiere que, en el estado de excitación emocional en el que se encontraba después de lo ocurrido, abandonó el propósito por el que arrancó la barra, si es que tenía alguno. Desde luego, era un hombre egoísta y sin sentimientos, pero, al ver a su víctima, a su primera víctima, ensangrentada y de aspecto penoso, a sus pies, podría haber dejado fluir el remordimiento, cualquiera que fuese el plan de acción que había ideado.

Después del asesinato del señor Wicksteed, parece ser que atravesó la región hacia las colinas. Se dice que un par de hombres que estaban en el campo, cerca de Fern Bottom, oyeron una voz, cuando el sol se estaba poniendo. Estaba quejándose y riendo, sollozando y gruñendo y, de vez en cuando, gritaba. Les debió resultar extraño oírla. Se oyó mejor cuando pasaba por el centro de un campo de árboles y se extinguió en dirección a las colinas.

Aquella tarde el hombre invisible debió aprender algo sobre la rapidez con la que Kemp utilizó sus confidencias. Debió encontrar las casas cerradas con llave y atrancadas; debió merodear por las estaciones de tren y rondar cerca de las posadas, y, sin duda, pudo leer la nota y darse cuenta de la campaña que se estaba desarrollando en contra de él. Según avanzaba la tarde, los campos se llenaban, por distintas partes, de grupos de tres o cuatro hombres, y se escuchaba el ladrido de los perros. Aquellos cazadores de hombres tenían instrucciones especiales para ayudarse mutuamente, en caso de que se encontraran con el hombre invisible. Él los evitó a todos. Nosotros podemos entender, en parte, su furia, no era para menos, porque él mismo había dado la información que se estaba utilizando, inexorablemente, en contra suya. Al menos aquel día se desanimó; durante unas veinticuatro horas, excepto cuando tuvo el encuentro con Wicksteed, había sido un hombre perseguido. Por la noche debió comer y dormir algo, porque, a la mañana siguiente, se encontraba de nuevo activo, con fuerzas, enfadado y malvado, preparado para su última gran batalla contra el mundo.

CAPÍTULO XXVII.

EL SITIO DE LA CASA DE KEMP

Kemp leyó una extraña carta escrita a lápiz en una hoja de papel que estaba muy sucio.

«Has sido muy enérgico e inteligente —decía la carta—, aunque no puedo imaginar lo que pretendes conseguir. Estás en contra mía. Me has estado persiguiendo durante todo el día; has intentado robarme la tranquilidad de la noche. Pero he comido, a pesar tuyo, y, a pesar tuyo, he dormido. El juego está empezando. El juego no ha hecho más que empezar. Sólo queda iniciar el Terror. Esta carta anuncia el primer día de Terror. Dile a tu coronel de policía y al resto de la gente que Port Burdock ya no está bajo el mandato de la Reina. Ahora está bajo mi mandato, ¡el del Terror! Éste es el primer día del primer año de una nueva época: el Período del Hombre Invisible. Yo soy El Hombre Invisible I. Empezar será muy fácil. El primer día habrá una ejecución, que sirva de ejemplo, la de un hombre llamado Kemp. La muerte le llegará hoy. Puede encerrarse con llave, puede esconderse, puede rodearse de guardaespaldas o ponerse una armadura, si así lo desea; la Muerte, la Muerte invisible está cerca. Dejémosle que tome precauciones; impresionará a mi pueblo. La muerte saldrá del buzón al mediodía. La carta caerá, cuando el cartero se acerque. El juego va a empezar. La Muerte llega. No le ayudéis, pueblo mío, si no queréis que la Muerte caiga también sobre vosotros. Kemp va a morir hoy».

Kemp leyó la carta dos veces.