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100 Clásicos de la Literatura

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»La gente que pasaba los empujaba y les daba codazos, pero su condenada imaginación hacía que siguieran allí parados. La banda seguía: Pom, pom, pom. «Cuándo, pom, volveremos, pom, a ver, pom, su rostro, pom, pom…» «Apuesto lo que sea a que un hombre descalzo ha subido estos escalones», dijo uno, «y no ha vuelto a bajarlos. Además un pie está sangrando».

»La mayoría de aquella gente había pasado ya. «Mira, Ted», dijo el más joven, señalando a mis pies y con cierta sorpresa en la voz. Yo miré y vi cómo se perfilaba su silueta, débilmente, con las salpicaduras del barro. Por un instante, me quedé paralizado. «Qué raro», dijo el mayor. «¡Esto es muy extraño! Parece el fantasma de un pie, ¿no te parece?». Estuvo dudando y se decidió a alargar el brazo para tocar aquello. Un hombre se acercó para ver lo que quería coger y luego lo hizo una niña.

»Si hubiera tardado un minuto más en saber qué hacer, habría conseguido tocarme, pero di un paso y el niño se echó hacia atrás, soltando una exclamación. Después, con un rápido movimiento, salté al pórtico de la casa vecina. El niño más pequeño, que era muy avispado, se dio cuenta de mi movimiento, y, antes de que yo bajara los escalones y me encontrara en la acera, él ya se había recobrado de su asombro momentáneo y gritaba que los pies habían saltado el muro.

»Rápidamente dieron la vuelta y vieron mis huellas en el último escalón y en la acera. «¿Qué pasa?», preguntó alguien. «Que hay unos pies, ¡mire! ¡Unos pies que corren solos!». Todas las personas que había en la calle, excepto mis tres perseguidores, iban detrás del Ejército de Salvación, y ello me impedía, tanto a mí como a ellos, correr en esa dirección. Durante un momento, sorprendidos, todos se preguntaban unos a otros.

»Después de derribar a un muchacho, logré cruzar la calle y, un momento más tarde, eché a correr por Russell Square. Detrás de mí iban seis o siete personas siguiendo mis huellas, asombrados. No tenía tiempo para dar explicaciones, si no quería que aquel montón de gente se me echase encima. Di la vuelta a dos esquinas, y crucé tres veces la calle, volviendo sobre mis propias huellas y, al mismo tiempo que mis pies se iban calentando y secando, las huellas, húmedas, iban desapareciendo.

»Al final, tuve un momento de respiro, que aproveché para quitarme el barro de los pies con las manos y, así, me salvé. Lo último que vi de aquella persecución fue un grupo de gente, quizá una docena de personas, que estudiaban con infinita perplejidad una huella, que se secaba rápidamente, y que yo había dejado en un charco de Tavistock Square. Una huella tan aislada e incomprensible para ellos como el descubrimiento solitario de Robinson Crusoe.

»La carrera me había servido para entrar en calor y caminaba mucho mejor por las calles menos frecuentadas que había por aquella zona. La espalda se me había endurecido y me dolía bastante y también la garganta, desde que el cochero me diera el manotazo. El mismo cochero me había hecho un arañazo en el cuello; los pies me dolían mucho y, además, cojeaba, porque tenía un corte en uno.

»Vi a un ciego y en ese momento me aparté. Tenía miedo de la sutileza de su intuición. En un par de ocasiones me choqué, dejando a la gente asombrada por las maldiciones que les decía. Después me cayó algo en la cara, y, mientras cruzaba la plaza, noté un velo muy fino de copos de nieve, que caían lentamente. Había cogido un resfriado y, a pesar de todo, no podía evitar estornudar de vez en cuando. Y cada perro que veía con la nariz levantada, olfateando, significaba para mí un verdadero terror.

»Después vi a un grupo de hombres y niños que corrían gritando. Había un incendio. Corrían en dirección a mi antiguo hospedaje, y, al volverme para mirar calle abajo, vi una masa de humo negro por encima de los tejados y de los cables de teléfono. Estaba ardiendo mi casa. Toda mi ropa, mis aparatos y mis posesiones, excepto la libreta de cheques y los tres libros que me esperaban en Great Portland Street, estaban allí. ¡Se estaba quemando todo! Había quemado mis cosas. Todo aquel lugar estaba en llamas.

El hombre invisible dejó de hablar y se quedó pensativo. Kemp miró nerviosamente por la ventana.

—¿Y qué más? —dijo—. Continúa.

CAPÍTULO XXII.

EN LOS GRANDES ALMACENES

—Así fue cómo el mes de enero pasado, cuando empezaba a caer la nieve, ¡y si me hubiera caído encima, me habría delatado!, agotado, helado, dolorido, tremendamente desgraciado, y todavía a medio convencer de mi propia invisibilidad, empecé esta nueva vida con la que me he comprometido. No tenía ningún sitio donde ir, ningún recurso, y nadie en el mundo en quien confiar. Revelar mi secreto significaba delatarme, convertirme en un espectáculo para la gente, en una rareza humana. Sin embargo, estuve tentado de acercarme a cualquier persona que pasara por la calle y ponerme a su merced, pero veía claramente el terror y la crueldad que despertaría cualquier explicación por parte mía.

»No tracé ningún plan mientras estuve en la calle. Sólo quería resguardarme de la nieve, abrigarme y calentarme. Entonces podría pensar en algo, aunque, incluso para mí, hombre invisible, todas las casas de Londres, en fila, estaban bien cerradas, atrancadas y con los cerrojos corridos. Sólo veía una cosa clara: tendría que pasar la noche bajo la fría nieve; pero se me ocurrió una idea brillante. Di la vuelta por una de las calles que van desde Gower Street a Tottenham Court Road, y me encontré con que estaba delante de Omnium, un establecimiento donde se puede comprar de todo. Imagino que conoces ese lugar. Venden carne, ultramarinos, ropa de cama, muebles, trajes, cuadros al óleo, de todo. Es más una serie de tiendas que una tienda.

»Pensé encontrar las puertas abiertas, pero estaban cerradas. Mientras estaba delante de aquella puerta, grande, se paró un carruaje, y salió un hombre de uniforme, que llevaba la palabra «Omnium» grabada en la gorra. El hombre abrió la puerta. Conseguí entrar y empecé a recorrer la tienda. Entré en una sección en la que vendían cintas, guantes, calcetines y cosas de ese estilo y de allí pasé a otra sala mucho más grande, que estaba dedicada a cestos de picnic y muebles de mimbre. Sin embargo, no me sentía seguro. Había mucha gente que iba de un lado para otro.

»Estuve merodeando inquieto hasta que llegué a una sección muy grande, que estaba en el piso superior. Había montones y montones de camas y un poco más allá un sitio con todos los colchones enrollados, unos encima de otros. Ya habían encendido las luces y se estaba muy caliente. Por tanto, decidí quedarme donde estaba, observando con precaución a dos o tres clientes y empleados, hasta que llegara el momento de cerrar.

»Después, pensé, podría robar algo de comida y ropas y, disfrazado, merodear un poco por allí para examinar todo lo que tenía a mi alcance y, quizá, dormir en alguna cama. Me pareció un plan aceptable. Mi idea era la de procurarme algo de ropa para tener una apariencia aceptable, aunque iba a tener que ir prácticamente embozado; conseguir dinero y después recobrar mis libros y mi paquete, alquilar una habitación en algún sitio y, una vez allí, pensar en algo que me permitiera disfrutar de las ventajas que, como hombre invisible, tenía sobre el resto de los hombres.

»Pronto llegó la hora de cerrar; no había pasado una hora desde que me subí a los colchones, cuando vi cómo bajaban las persianas de los escaparates y cómo todos los clientes se dirigían hacia la puerta. Acto seguido, un animado grupo de jóvenes empezó a ordenar, con una diligencia increíble, todos los objetos. A medida que el sitio se iba quedando vacío, dejé mi escondite y empecé a merodear, con precaución, por las secciones menos solitarias de la tienda.

»Me quedé sorprendido, al ver la rapidez con la que aquellos hombres y mujeres guardaban todos los objetos que se habían expuesto durante el día. Las cajas, las telas, las cintas, las cajas de dulces de la sección de alimentación, las muestras de esto y de aquello, absolutamente todo, se colocaba, se doblaba, se metía en cajas, y a lo que no se podía guardar, le echaban una sábana por encima. Por último, colocaron todas las sillas encima de los mostradores, despejando el suelo. Después de terminar su tarea, cada uno de aquellos jóvenes, se dirigía a la salida con una expresión de alegría en el rostro, como nunca antes había visto en ningún empleado de ninguna tienda.

»Después aparecieron varios muchachos echando serrín y provistos de cubos y de escobas. Tuve que echarme a un lado para no interponerme en su camino, y, aun así, me echaron serrín en un tobillo. Durante un buen rato, mientras deambulaba por las distintas secciones, con las sábanas cubriéndolo todo y a oscuras, oía el ruido de las escobas. Y, finalmente, una hora después, o quizá un poco más, de que cerraran, pude oír cómo echaban la llave. El lugar se quedó en silencio. Yo me vi caminando entre la enorme complejidad de tiendas, galerías y escaparates. Estaba completamente solo.

»Todo estaba muy tranquilo. Recuerdo que, al pasar cerca de la entrada que daba a Tottenham Court Road, escuché las pisadas de los peatones. Me dirigí primero al lugar donde se vendían calcetines y guantes. Estaba a oscuras; tardé un poco en encontrar cerillas, pero finalmente las encontré en el cajón de la caja registradora. Después tenía que conseguir una vela. Tuve que desenvolver varios paquetes y abrir numerosas cajas y cajones, pero al final pude encontrar lo que buscaba. En la etiqueta de una caja decía: calzoncillos y camisetas de lana; después tenía que conseguir unos calcetines, gordos y cómodos; luego me dirigí a la sección de ropa y me puse unos pantalones, una chaqueta, un abrigo y un sombrero bastante flexible, una especie de sombrero de clérigo, con el ala inclinada hacia abajo. Entonces, empecé a sentirme de nuevo como un ser humano; y en seguida pensé en la comida.

 

»Arriba había una cafetería, donde pude comer un poco de carne fría. Todavía quedaba un poco de café en la cafetera, así que encendí el gas y lo volví a calentar. Con esto me quedé bastante bien. A continuación, mientras buscaba mantas (al final, tuve que conformarme con un montón de edredones), llegué a la sección de alimentación, donde encontré chocolate y fruta escarchada, más de lo que podía comer, y vino blanco de Borgoña.

»Al lado de ésta, estaba la sección de juguetes, y se me ocurrió una idea genial. Encontré unas narices artificiales, sabes, de esas de mentira, y pensé también en unas gafas negras. Pero los grandes almacenes no tenían sección de óptica. Además tuve dificultades con la nariz; pensé, incluso, en pintármela. Al estar allí, me había hecho pensar en pelucas, máscaras y cosas por el estilo.

»Por último, me dormí entre un montón de edredones, donde estaba muy cómodo y caliente. Los últimos pensamientos que tuve, antes de dormirme, fueron los más agradables que había tenido desde que sufrí la transformación. Estaba físicamente sereno, y eso se reflejaba en mi mente. Pensé que podría salir del establecimiento sin que nadie reparara en mí, con toda la ropa que llevaba, tapándome la cara con una bufanda blanca; pensaba en comprarme unas gafas, con el dinero que había robado, y así completar mi disfraz.

»Todas las cosas increíbles que me habían ocurrido durante los últimos días pasaron por mi mente en completo desorden. Vi al viejo judío, dando voces en su habitación, a sus dos hijastros asombrados, la cara angulosa de la vieja que preguntaba por su gata. Volví a experimentar la extraña sensación de ver cómo desaparecía el trozo de tela, y, volví a la ladera azotada por el viento, en donde aquel viejo cura mascullaba lloriqueando: «Lo que es de las cenizas, a las cenizas; lo que es de la tierra, a la tierra», y la tumba abierta de mi padre. «Tú también», dijo una voz y, de repente, noté cómo me empujaban hacia la tumba. Me debatí, grité, llamé a los acompañantes, pero continuaban escuchando el servicio religioso; lo mismo ocurría al viejo clérigo, que proseguía murmurando sus oraciones, sin vacilar un instante. Me di cuenta entonces de que era invisible y de que nadie me podía oír, que fuerzas sobrenaturales me tenían agarrado. Me debatía en vano, pues algo me llevaba hasta el borde de la fosa; el ataúd se hundió al caer yo encima de él; luego empezaron a tirarme encima paladas de tierra. Nadie me prestaba atención, nadie se daba cuenta de lo que me ocurría. Empecé a debatirme con todas mis fuerzas y, finalmente, me desperté.

»Estaba amaneciendo y el lugar estaba inundado por una luz grisácea y helada, que se filtraba por los bordes de las persianas de los escaparates. Me senté y me pregunté qué hacía yo en aquel espacioso lugar lleno de mostradores, rollos de tela apilados, montones de edredones y almohadas, y columnas de hierro. Después, cuando pude acordarme de todo, oí unas voces que conversaban. Al final de la sala, envueltos en la luz de otra sección, en la que ya habían subido las persianas, vi a dos hombres que se aproximaban.

»Me puse de pie, mirando a mi alrededor, buscando un sitio por donde escapar. El ruido que hice delató mi presencia. Imagino que sólo vieron una figura que se alejaba rápidamente. «¿Quién anda ahí?», gritó uno, y el otro: «¡Alto!». Yo doblé una esquina y me choqué de frente, ¡imagínate, una figura sin rostro!, con un chico larguirucho de unos quince años. El muchacho dio un grito, lo eché a un lado, doblé otra esquina y, por una feliz inspiración, me tumbé detrás de un mostrador. Acto seguido, vi cómo pasaban unos pies corriendo y oí voces que gritaban: «¡Vigilad las puertas!», y se preguntaban qué pasaba y daban una serie de consejos sobre cómo atraparme.

»Allí, en el suelo, estaba completamente aterrado. Y, por muy raro que parezca, no se me ocurrió quitarme la ropa de encima, cosa que debería haber hecho. Imagino que me había hecho a la idea de salir con ella puesta. Después, desde el otro extremo de los mostradores, oí cómo alguien gritaba: «¡Aquí está!». Me puse en pie de un salto, cogí una de las sillas del mostrador y se la tiré al loco que había gritado. Luego me volví y, al doblar una esquina, me choqué con otro, lo tiré al suelo y me lancé escaleras arriba. El dependiente recobró el equilibrio, dio un grito, y se puso a seguirme. En la escalera había amontonadas vasijas de colores brillantes. ¿Qué son? ¿Cómo se llaman?

—Jarrones —dijo Kemp.

—Eso es, jarrones. Bien, cuando estaba en el último escalón, me volví, cogí uno de esos jarrones, y se lo estampé en la cabeza a aquel idiota cuando venía hacia mí. Todo el montón de jarrones se vino abajo y pude oír gritos y pasos que llegaban de todos lados. Me dirigí a la cafetería y un hombre vestido de blanco, que parecía un cocinero, y que estaba allí, se puso a perseguirme. En un último y desesperado intento, eché a correr y me encontré rodeado de lámparas y de objetos de ferretería. Me escondí detrás del mostrador y esperé al cocinero. Cuando pasó delante, le di un golpe con una lámpara. Se cayó, me agaché detrás del mostrador y empecé a quitarme la ropa tan rápido como pude.

»El abrigo, la chaqueta, los pantalones y los zapatos me los quité sin ningún problema, pero tuve algunos con la camiseta, pues las de lana se pegan al cuerpo como una segunda piel. Oí cómo llegaban otros hombres; el cocinero estaba inmóvil en el suelo al otro lado del mostrador, se había quedado sin habla, no sé si porque estaba aturdido o porque tenía miedo, y yo tenía que intentar escapar. Luego oí una voz que gritaba: «¡Por aquí, policía!». Yo me encontraba de nuevo en la planta dedicada a las camas, y vi que al fondo había un gran número de armarios. Me metí entre ellos, me tiré al suelo y logré, por fin, después de infinitos esfuerzos, liberarme de la camiseta.

»Me sentí un hombre libre otra vez, aunque jadeando y asustado, cuando el policía y tres de los dependientes aparecieron, doblando una esquina. Se acercaron corriendo al lugar en donde había dejado la camiseta y los calzoncillos, y cogieron los pantalones. «Se está deshaciendo de lo robado», dijo uno. «Debe estar en algún sitio, por aquí». Pero, en cualquier caso, no lograron encontrarme. Me los quedé mirando un rato mientras me buscaban, y maldije mi mala suerte por haber perdido mi ropa.

»Después subí a la cafetería, tomé un poco de leche que encontré y me senté junto al fuego a reconsiderar mi situación. Al poco tiempo, llegaron dos dependientes y empezaron a charlar, excitados, sobre el asunto, demostrando su imbecilidad. Pude escuchar el recuento, exagerado, de los estragos que había causado y algunas teorías sobre mi posible escondite. En aquel momento dejé de escuchar y me dediqué a pensar. La primera dificultad, y más ahora que se había dado la voz de alarma, era la de salir, fuese como fuese, de aquel lugar. Bajé al sótano para ver si tenía suerte y podía preparar un paquete y franquearlo, pero no entendía muy bien el sistema de comprobación.

»Sobre las once, viendo que la nieve se estaba derritiendo, y que el día era un poco más cálido que el anterior, decidí que ya no tenía nada que hacer en los grandes almacenes y me marché, desesperado por no haber conseguido lo que quería y sin ningún plan de acción a la vista.

CAPÍTULO XXIII.

EN DRURY LANE

—Te habrás empezado a dar cuenta —dijo el hombre invisible— de las múltiples desventajas de mi situación. No tenía dónde ir, ni tampoco ropa y, además, vestirme era perder mis ventajas y hacer de mí un ser extraño y terrible. Estaba en ayunas, pero, si comía algo, me llenaba de materia sin digerir, y era hacerme visible de la forma más grotesca.

—No se me había ocurrido —dijo Kemp.

—Ni a mí tampoco. Y la nieve me había avisado de otros peligros. No podía salir cuando nevaba, porque me delataba, si me caía encima. La lluvia también me convertía en una silueta acuosa, en una superficie reluciente, en una burbuja. Y, en la niebla, sería una burbuja borrosa, un contorno, un destello, como grasiento, de humanidad. Además, al salir, por la atmósfera de Londres, se me ensuciaron los tobillos y la piel se me llenó de motitas de hollín y de polvo. No sabía cuánto tiempo tardaría en hacerme visible por esto, pero, era evidente, que no demasiado.

—Y menos en Londres, desde luego.

—Me dirigí a los suburbios cercanos a Great Portland Street y llegué al final de la calle en la que había vivido. Pero no seguí en esa dirección porque aún había gente frente a las ruinas, humeantes, de la casa que yo había incendiado. Mi primera preocupación era conseguir algo de ropa y todavía no sabía qué iba a hacer con mi cara. Entonces, en una de esas tiendas en las que venden de todo, periódicos, dulces, juguetes, papel de cartas, sobres, tonterías para Navidad y otras cosas por el estilo, vi una colección de máscaras y narices. Así que vi mi problema solucionado y supe qué camino debía tomar.

»Di la vuelta y, evitando las calles más concurridas, me encaminé hacia las calles que pasan por detrás del norte del Strand, porque, aunque no sabía exactamente dónde, recordaba que algunos proveedores de teatro tenían sus tiendas en aquella zona. Hacía frío y un viento cortante soplaba por las calles de la parte norte. Caminaba deprisa para evitar que me adelantaran. Cada cruce era un peligro y tenía que estar atento a los peatones.

»En una ocasión, cuando iba a sobrepasar a un hombre, al final de Bedford Street, éste se volvió y chocó conmigo, echándome de la acera. Me caí al suelo y casi me atropella un cabriolé. El cochero dijo que, probablemente, aquel hombre había sufrido un ataque repentino. El encontronazo me puso tan nervioso, que me dirigí al mercado de Covent Garden, y me senté un rato al lado de un puesto de violetas, en un rincón tranquilo. Estaba jadeando y temblaba.

»Había cogido otro resfriado y, después de un rato, tuve que salir fuera para no atraer la atención con mis estornudos. Pero, por fin, encontré lo que buscaba: una tienda pequeña, sucia y cochambrosa, en una calleja apartada, cerca de Drury Lane. La tienda tenía un escaparate lleno de trajes de lentejuelas, bisutería, pelucas, zapatillas, dominós y fotografías de teatro. Era una tienda oscura y antigua. La casa que se alzaba encima tenía cuatro pisos, también oscuros y tenebrosos.

»Eché un vistazo por el escaparate y, al ver que no había nadie, me colé dentro. Al abrir la puerta, sonó una campanilla. La dejé abierta, pasé por el lado de un perchero vacío y me escondí en un rincón, detrás de un espejo de cuerpo entero. Estuve allí un rato sin que apareciera nadie, pero después oí pasos que atravesaban una habitación y un hombre entró en la tienda. Yo sabía perfectamente lo que quería.

»Me proponía entrar en la casa, esconderme arriba y, aprovechando la primera oportunidad, cuando todo estuviera en silencio, coger una peluca, una máscara, unas gafas y un traje y salir a la calle. Tendría un aspecto grotesco, pero por lo menos parecería una persona. Y, por supuesto, de forma accidental, podría robar todo el dinero disponible en la casa. El hombre que entró en la tienda era más bien bajo, algo encorvado, cejudo; tenía los brazos muy largos, las piernas muy cortas y arqueadas. Por lo que pude observar, había interrumpido su almuerzo.

»Empezó a mirar por la tienda, esperando encontrar a alguien, pero se sorprendió al verla vacía, y su sorpresa se tornó en ira. «¡Malditos chicos!», comentó. Salió de la tienda y miró arriba y abajo de la calle. Volvió a entrar, cerró la puerta de una patada y se dirigió, murmurando, hacia la puerta de su vivienda. Yo salí de mi escondite para seguirlo y, al oír el ruido, se paró en seco. Yo también lo hice, asombrado por la agudeza de su oído. Pero, después, me cerró la puerta en las narices. Me quedé allí parado dudando qué hacer, pero oí sus pisadas que volvían rápidamente. Se abrió otra vez la puerta. Se quedó mirando dentro de la tienda, como si no se hubiese quedado conforme.

»Después, sin dejar de murmurar, miró detrás del mostrador y en algunas estanterías. Acto seguido, se quedó parado, como dudando. Como había dejado la puerta de su vivienda abierta, yo aproveché para deslizarme en la habitación contigua. Era una habitación pequeña y algo extraña. Estaba pobremente amueblada, y en un rincón había muchas máscaras de gran tamaño.

»En la mesa, estaba preparado el desayuno. Y no te puedes imaginar la desesperación, Kemp, de estar oliendo aquel café y tenerme que quedar de pie, mirando cómo el hombre volvía y se ponía a desayunar. Su comportamiento en la mesa, además, me irritaba. En la habitación había tres puertas; una daba al piso de arriba y otra, al piso de abajo, pero las tres estaban cerradas. Además, apenas me podía mover, porque el hombre seguía estando alerta.

 

»Donde yo estaba, había una corriente de aire que me daba directamente en la espalda, y, en dos ocasiones, pude aguantarme el estornudo a tiempo. Las sensaciones que estaba experimentando eran curiosas y nuevas para mí, pero, a pesar de esto, antes de que el hombre terminara de desayunar, yo estaba agotado y furioso. Por fin, terminó su desayuno. Colocó los miserables cacharros en la bandeja negra de metal, sobre la que había una tetera y, después de recoger todas las migajas de aquel mantel manchado de mostaza, se lo llevó todo.

»Su intención era cerrar la puerta tras él, pero no pudo, porque llevaba las dos manos ocupadas; nunca he visto a un hombre con tanta manía de cerrar las puertas. Lo seguí hasta una cocina muy sucia, que hacía las veces de office y que estaba en el sótano. Tuve el placer de ver cómo se ponía a fregar los platos y, después, viendo que no merecía la pena quedarse allí y dado que el suelo de ladrillo estaba demasiado frío para mis pies, volví arriba y me senté en una silla, junto al fuego.

»El fuego estaba muy bajo y, casi sin pensarlo, eché un poco más de carbón. Al oír el ruido, se presentó en la habitación y se quedó mirando. Empezó a fisgonear y casi llega a tocarme. Incluso después de este último examen, no parecía del todo satisfecho. Se paró en el umbral de la puerta y echó un último vistazo antes de bajar. Esperé en aquel cuarto una eternidad, hasta que, finalmente, subió y abrió la puerta que conducía al piso de arriba. Esta vez me las arreglé para seguirlo. Sin embargo, en la escalera se volvió a parar de repente, de forma que casi me echo encima de él. Se quedó de pie, mirando hacia atrás, justo a la altura de mi cara, escuchando. «Hubiera jurado…», dijo. Se tocó el labio inferior con aquella mano, larga y peluda y, con su mirada, recorrió las escaleras de arriba abajo. Luego gruñó y siguió subiendo.

»Cuando tenía la mano en el pomo de la puerta, se volvió a parar con la misma expresión de ira en su rostro. Se estaba dando cuenta de los ruidos que yo hacía, al moverme, detrás de él. Aquel hombre debía tener un oído endiabladamente agudo. De pronto, y llevado por la ira, gritó: «¡Si hay alguien en esta casa…!», y dejó ese juramento sin terminar. Se echó mano al bolsillo y, no encontrando lo que buscaba, pasó a mi lado corriendo y se lanzó escaleras abajo, haciendo ruido y con aire de querer pelear. Pero esta vez no lo seguí, sino que esperé sentado en la escalera a que volviera.

»Al momento estaba arriba de nuevo y seguía murmurando. Abrió la puerta de la habitación y, antes de que yo pudiera colarme, me dio con ella en las narices. Decidí, entonces, echar un vistazo por la casa, y a eso le dediqué un buen rato, cuidándome de hacer el menor ruido posible.

»La casa era muy vieja y tenía un aspecto ruinoso; había tanta humedad, que el papel del desván se caía a tiras, y estaba infestada de ratas. Algunos de los pomos de las puertas chirriaban y me daba un poco de miedo girarlos. Varias habitaciones estaban completamente vacías y otras estaban llenas de trastos de teatro, comprados de segunda mano, a juzgar por su apariencia. En la habitación contigua a la suya encontré mucha ropa vieja. Empecé a revolver entre aquella ropa, olvidándome de la agudeza de oído de aquel hombre.

»Oí pasos cautelosos y miré justo en el momento de verle cómo fisgoneaba entre aquel montón de ropa y sacaba una vieja pistola. Me quedé quieto, mientras él miraba a su alrededor, boquiabierto y desconfiado. «Tiene que haber sido ella», dijo. «¡Maldita sea!». Cerró la puerta con cuidado e, inmediatamente, oí cómo echaba la llave. Sus pisadas se alejaron y me di cuenta de que me había dejado encerrado. Durante un minuto me quedé sin saber qué hacer. Me dirigí a la ventana y luego volví a la puerta. Me quedé allí de pie, perplejo.

»Me empezó a henchir la ira. Pero decidí seguir revolviendo la ropa antes de hacer nada más y, al primer intento, tiré uno de los montones que había en uno de los estantes superiores. El ruido hizo que volviera de nuevo, con un aspecto mucho más siniestro que nunca. Esta vez llegó a tocarme y dio un salto hacia atrás, sorprendido, y se quedó asombrado en medio de la habitación. En ese momento se calmó un poco. «¡Ratas!», dijo en voz baja, tapándose los labios con sus dedos. Evidentemente, tenía un poco de miedo.

»Me dirigí silenciosamente hacia la puerta, fuera de la habitación, pero, mientras lo hacía, una madera del suelo crujió. Entonces aquel bruto infernal empezó a recorrer la casa, pistola en mano, cerrando puerta tras puerta y metiéndose las llaves en el bolsillo. Cuando me di cuenta de lo que intentaba hacer, sufrí un ataque de ira, que casi me impidió controlarme en el intento de aprovechar cualquier oportunidad. A esas alturas yo sabía que se encontraba solo en la casa y, no pudiendo esperar más, le di un golpe en la cabeza.

—¿Le diste un golpe en la cabeza? —exclamó Kemp.

—Sí, mientras bajaba las escaleras. Le golpeé por la espalda con un taburete que había en el descansillo. Cayó rodando como un saco de patatas.

—¡Pero…! Las normas de comportamiento de cualquier ser humano…

—Están muy bien para la gente normal. Pero la verdad era, Kemp, que yo tenía que salir de allí disfrazado y sin que aquel hombre me viera. No podía pensar en otra forma distinta de hacerlo. Le amordacé con un chaleco Luis XIV y le envolví en una sábana.

—¿Que le envolviste en una sábana?

—Sí, hice una especie de hatillo. Era una idea excelente para asustar a aquel idiota y maniatarlo. Además, era difícil que se escapara, pues lo había atado con una cuerda. Querido Kemp, no deberías quedarte ahí sentado, mirándome como si fuera un asesino.

Tenía que hacerlo. Aquel hombre tenía una pistola. Si me hubiera visto tan sólo una vez, habría podido describirme.

—Pero —dijo Kemp— en Inglaterra… actualmente. Y el hombre estaba en su casa, y tú estabas ro… bando.

—¡Robando! ¡Maldita sea! ¡Y, ahora, me llamas ladrón! De verdad, Kemp, pensaba que no estabas tan loco como para ser tan anticuado. ¿No te das cuenta de la situación en la que estaba?

—¿Y la suya? —dijo Kemp.

El hombre invisible se puso de pie bruscamente.

—¿Qué estás intentando decirme?

Kemp se puso serio. Iba a empezar a hablar, pero se detuvo.

—Bueno, supongo que, después de todo, tenías que hacerlo —dijo, cambiando rápidamente de actitud—. Estabas en un aprieto. Pero de todos modos…

—Claro que estaba en un aprieto, en un tremendo aprieto. Además, aquel hombre me puso furioso, persiguiéndome por toda la casa, jugueteando con la pistola, abriendo y cerrando puertas. Era desesperante. ¿No me Irás a echar la culpa, verdad? ¿No me reprocharás nada?

—Nunca culpo a nadie —dijo Kemp—. Eso es anticuado. ¿Qué hiciste después?

—Tenía mucha hambre. Abajo encontré pan y un poco de queso rancio, lo que bastó para saciar mi apetito. Tomé un poco de coñac con agua y, después, pasando por encima del improvisado paquete, que yacía inmóvil, volví a la habitación donde estaba la ropa. La habitación daba a la calle. En la ventana había unas cortinas de encaje de color marrón muy sucias. Me acerqué a la ventana y miré la calle tras las cortinas. Fuera, el día era muy claro, en contraste con la penumbra de la ruinosa casa en la que me encontraba. Había bastante tráfico: carros de fruta, un cabriolé, un coche cargado con un montón de cajas, el carro de un pescadero. Cuando me volví hacia lo que tenía detrás, tan sombrío, había miles de motitas de colores que me bailaban en los ojos. Mi estado de excitación me llevaba de nuevo a comprender, claramente, mi situación.