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100 Clásicos de la Literatura

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—¡Dios mío! —gritó Kemp—. ¡Claro que sí, desde luego! ¡Y yo esta noche no podía pensar más que en larvas y en medusas!

—¡Estás empezando a comprender! Yo había estado pensando en todo esto un año antes de dejar Londres, hace seis años. Pero no se lo dije a nadie. Tuve que realizar mi trabajo en condiciones pésimas. Oliver, mi profesor de Universidad, era un científico sin escrúpulos, un periodista por instinto, un ladrón de ideas. ¡Siempre estaba fisgoneando! Ya conoces lo picaresco del mundo de los científicos. Simplemente decidí no publicarlo, para no dejar que compartiera mi honor. Seguí trabajando y cada vez estaba más cerca de conseguir que mi fórmula sobre aquel experimento fuese una realidad. No se lo dije a nadie, porque quería que mis investigaciones causasen un gran efecto, una vez que se conocieran, y, de esta forma, hacerme famoso de golpe. Me dediqué al problema de los pigmentos, porque quería llenar algunas lagunas. Y, de repente, por casualidad, hice un descubrimiento en fisiología.

—¿Y?

—El color rojo de la sangre se puede convertir en blanco, es decir, incoloro, ¡sin que ésta pierda ninguna de sus funciones!

Kemp, asombrado, lanzó un grito de incredulidad. El hombre invisible se levantó y empezó a dar vueltas por el estudio.

—Haces bien asombrándote. Recuerdo aquella noche. Era muy tarde. Durante el día me molestaba aquella panda de estudiantes imbéciles, y, a veces, me quedaba trabajando hasta el amanecer. La idea se me ocurrió de repente y con toda claridad. Estaba solo, en la paz del laboratorio, y con las luces, que brillaban en silencio. ¡Se puede hacer que un animal, una materia, sea transparente! «¡Puede ser invisible!», me dije, dándome cuenta, rápidamente, de lo que significaba ser un albino y poseer esos conocimientos. La idea era muy tentadora. Dejé lo que estaba haciendo y me acerqué a la ventana para mirar las estrellas. «¡Puedo ser invisible! », me repetí a mí mismo. Hacer eso significaba ir más allá de la magia. Entonces me imaginé, sin ninguna duda, claramente, lo que la invisibilidad podría significar para el hombre: el misterio, el poder, la libertad. En aquel momento, no vi ninguna desventaja. ¡Tan sólo había que pensar! Y yo, que no era más que un pobre profesor que enseñaba a unos locos en un colegio de provincias, podría, de pronto, convertirme en… eso. Y ahora te pregunto, Kemp, si tú o cualquiera no se habría lanzado a desarrollar aquella investigación. Trabajé durante tres años y cada dificultad con la que tropezaba traía consigo, como mínimo, otra. ¡Y había tantísimos detalles! Y debo añadir cómo me exasperaba mi profesor, un profesor de provincias, que siempre estaba fisgoneando. «¿Cuándo va a publicar su trabajo?», era la pregunta continua. ¡Y los estudiantes, y los medios tan escasos! Durante tres años trabajé en esas circunstancias… Y después de tres años de trabajar en secreto y con desesperación, comprendí que era imposible terminar mis investigaciones… Imposible.

—¿Por qué? —preguntó Kemp.

—Por el dinero —dijo el hombre invisible, mirando de nuevo por la ventana. De pronto, se volvió—. Robé a mi padre. Pero el dinero no era suyo y se pegó un tiro.

CAPÍTULO XX.

EN LA CASA DE GREAT PORTLAND STREET

Durante un momento Kemp se quedó sentado en silencio, mirando a la figura sin cabeza, de espaldas a la ventana. Después, habiéndosele pasado algo por la cabeza, se levantó, agarró al hombre invisible por un brazo y lo apartó de la ventana.

—Estás cansado —le dijo—. Mientras yo sigo sentado, tú no paras de dar vueltas por la habitación. Siéntate en mi sitio.

Él se colocó entre Griffin y la ventana más cercana.

Griffin se quedó un rato en silencio y, luego, de repente, siguió contando su historia:

—Cuando ocurrió esto, yo ya había dejado mi casa de Chesilstowe. Esto fue el pasado diciembre. Alquilé una habitación en Londres; una habitación muy grande y sin amueblar en una casa de huéspedes, en un barrio pobre cerca de Great Portland Street. Llené la habitación con los aparatos que compré con el dinero de mi padre; mi investigación se iba desarrollando con regularidad, con éxito, incluso acercándose a su fin. Yo me sentía como el hombre que acaba de salir del bosque en el que estaba perdido y que, de repente, se encuentra con que ha ocurrido una tragedia.

»Fui a enterrar a mi padre. Mi mente se centraba en mis investigaciones, y no moví un solo dedo para salvar su reputación. Recuerdo el funeral, un coche fúnebre barato, una ceremonia muy corta, aquella ladera azotada por el viento y la escarcha y a un viejo compañero suyo, que leyó las oraciones por su alma: un viejo encorvado, vestido de negro, que lloraba. Recuerdo mi vuelta a la casa vacía, atravesando lo que antes había sido un pueblo y estaba ahora lleno de construcciones a medio hacer, convertido en una horrible ciudad. Todas las calles desembocaban en campos profanados, con montones de escombros y con una tupida maleza húmeda. Me recuerdo a mí mismo como una figura negra y lúgubre, caminando por la acera brillante y resbaladiza; y aquella extraña sensación de despego que sentí por la poca respetabilidad y el mercantilismo sórdido de aquel lugar.

»No sentí pena por mi padre. Me pareció que había sido la víctima de su sentimentalismo alocado. La hipocresía social requería mi presencia en el funeral, pero, en realidad, no era asunto mío. Pero, mientras recorría High Street, toda mi vida anterior volvió a mí por un instante, al encontrarme con una chica a la que había conocido diez años antes. Nuestras miradas se cruzaron. Algo me obligó a volverme y hablarle. Era una persona bastante mediocre.

»Aquella visita a esos viejos lugares fue como un sueño. Entonces no me di cuenta de que estaba solo, de que me había alejado del mundo para sumergirme en la desolación. Advertí mi falta de compasión, pero lo achaqué a la estupidez de las cosas, en general.

»Al volver a mi habitación, volví también a la realidad. Allí estaban todas las cosas que conocía y a las que amaba. Allí estaban mis aparatos y mis experimentos preparados y esperándome. No me quedaba nada más que una dificultad: la planificación de los últimos detalles. Tarde o temprano acabaré explicándote todos aquellos complicados procesos, Kemp. No tenemos por qué tocar ese tema ahora. La mayoría de estos, excepto algunas lagunas que ahora recuerdo, están escritos en clave en los libros que ha escondido el vagabundo. Tenemos que atraparlo. Tenemos que recuperar los libros.

»Pero la fase principal era la de colocar el objeto transparente, cuyo índice de refracción había que rebajar, entre dos centros que radiasen una especie de radiación etérea, algo que te explicaré con mayor profundidad en otro momento. No, no eran vibraciones del tipo Rontgen. No creo que las vibraciones a las que me refiero se hayan descrito nunca, aunque son bastante claras. Necesitaba dos dinamos pequeñas, que haría funcionar con un simple motor de gas.

»Hice mi primer experimento con un trozo de lana blanca. Fue una de las cosas más extrañas que he visto, el parpadeo de aquellos rayos suaves y blancos y después ver cómo se desvanecía su silueta como una columna de humo. Apenas podía creer que lo había conseguido. Cogí con la mano aquel vacío y allí me encontré el trozo tan sólido como siempre. Quise hacerlo más difícil y lo tiré al suelo. Pues bien, tuve problemas para volver a encontrarlo.

»Entonces tuve una curiosa experiencia. Oí maullar detrás de mí y, al volverme, vi una gata blanca, flaca y muy sucia, que estaba en el alféizar de la ventana. Entonces se me ocurrió una idea. «Lo tengo todo preparado», me dije acercándome a la ventana. La abrí y llamé a la gata con mimo. Ella se acercó ronroneando. El pobre animal estaba hambriento, y le di un poco de leche. Después se dedicó a oler por toda la habitación, evidentemente con la idea de establecerse allí. El trozo de lana invisible pareció asustarle un poco. ¡Tenías que haberla visto con el lomo completamente enarcado! La coloqué encima de la almohada de la cama y le di mantequilla para que se lavara por dentro.

—¿Y la utilizaste en tu experimento?

—Claro. ¡Pero no creas que es una broma drogar a un gato! El proceso falló.

—¿Falló?

—Sí, falló por una doble causa. Una, por las garras, y, la otra, ese pigmento, ¿cómo se llama?, que está detrás del ojo de un gato. ¿Te acuerdas tú?

—El tapetum.

—Eso es, el tapetum. No pude conseguir que desapareciera. Después de suministrarle una pócima decolorante para la sangre y hacer otros preparativos, le di opio y la coloqué, junto con la almohada sobre la que dormía, en el aparato. Y, después de obtener que el resto del cuerpo desapareciera, no lo conseguí con los ojos.

—¡Qué extraño!

—No puedo explicármelo. La gata estaba, desde luego, vendada y atada; la tenía inmovilizada. Pero se despertó cuando todavía estaba atontada, y empezó a maullar lastimosamente. En ese momento alguien se acercó y llamó a la puerta. Era una vieja que vivía en el piso de abajo y que sospechaba que yo hacía vivisecciones; una vieja alcohólica, que lo único que poseía en este mundo era un gato. Cogí un poco de cloroformo y se lo di a oler a la gata; después, abrí la puerta. «¿Ha oído maullar a un gato?», me preguntó. «¿Está aquí mi gata?» «No, señora, aquí no está», le respondí con toda amabilidad. Pero ella se quedó con la duda e intentó echar un vistazo por la habitación. Le debió parecer un tanto insólito: las paredes desnudas, las ventanas sin cortinas, una cama con ruedas, con el motor de gas en marcha, los dos puntos resplandecientes y, por último, el intenso olor a cloroformo en el aire. Al final se debió dar por satisfecha y se marchó.

—¿Cuánto tiempo duró el proceso? —preguntó Kemp.

 

—El del gato unas tres o cuatro horas. Los huesos, los tendones y la grasa fueron los últimos en desaparecer, y también la punta de los pelos de color. Y, como te dije, la parte trasera del ojo, aunque de materia irisada, no terminó de desaparecer del todo. Ya había anochecido fuera mucho antes de que terminara el proceso, y, al final, no se veían más que los ojos oscuros y las garras. Paré el motor de gas, toqué al gato, que estaba todavía inconsciente, y lo desaté. Después, notándome cansado, lo dejé durmiendo en la almohada invisible y me fui a la cama. No podía quedarme dormido. Estaba tumbado, despierto, pensando una y otra vez en el experimento, o soñaba que todas las cosas a mi alrededor iban desapareciendo, hasta que todo, incluso el suelo, desaparecía, sumergiéndome en una horrible pesadilla. A eso de las dos, el gato empezó a maullar por la habitación. Intenté hacerlo callar con palabras, y, después, decidí soltarlo. Recuerdo el sobresalto que experimenté, cuando, al encender la luz, sólo vi unos ojos verdes y redondos y nada a su alrededor. Le habría dado un poco de leche, pero ya no me quedaba más. No se estaba quieta, se sentó en el suelo y se puso a maullar al lado de la puerta. Intenté cogerla con la idea de sacarla por la ventana, pero no se dejaba atrapar. Seguía maullando por la habitación. Luego la abrí la ventana, haciéndole señales para que se fuera. Al final creo que lo hizo. Nunca más la volví a ver. Después, Dios sabe cómo, me puse a pensar otra vez en el funeral de mi padre, en aquella ladera deprimente y azotada por el viento, hasta que amaneció. Por la mañana, como no podía dormir, cerré la puerta de mi habitación detrás de mí y salí a pasear por aquellas calles.

—¿Quieres decir que hay un gato invisible deambulando por ahí? —dijo Kemp.

—Si no lo han matado —contestó el hombre invisible.

—Claro, ¿por qué no? —dijo Kemp—. Perdona, no quería interrumpirte.

—Probablemente lo hayan matado —dijo el hombre invisible—. Sé que cuatro días más tarde aún estaba vivo, estaba en una verja de Great Tichtfield Street, porque vi a un numeroso grupo de gente, alrededor de aquel lugar, intentando adivinar de dónde provenían unos maullidos que estaban escuchando.

Se quedó en silencio durante un buen rato, y, de pronto, continuó con la historia.

—Recuerdo la última mañana antes de mi metamorfosis. Debí subir por Portland Street. Recuerdo los carteles de Albany Street, y los soldados que salían a caballo; y, al final, me vi sentado al sol en lo alto de Primrose Hill, sintiéndome enfermo y extraño. Era un día soleado de enero, uno de esos días soleados y helados que precedieron a la nieve este año. Mi mente agotada intentó hacerse una idea de la situación y establecer un plan de acción. Me sorprendí al darme cuenta, ahora que tenía la meta al alcance de la mano, de lo poco convincente que parecía mi intento. La verdad es que estaba agotado. El intenso cansancio, después de cuatro años de trabajo seguido, me había incapacitado para tener cualquier sentimiento. Me sentía apático, e intenté, en vano, recobrar aquel entusiasmo de mis primeras investigaciones, la pasión por el descubrimiento, que me había permitido, incluso, superar la muerte de mi padre. Nada parecía tener importancia para mí. En cualquier caso, vi claramente que aquello era un estado de ánimo pasajero, por el trabajo excesivo y por la necesidad que tenía de dormir; veía posible recuperar todas mis fuerzas ya fuera con drogas o con cualquier otro medio. Lo único que veía claro en mi mente era que tenía que terminar aquello. Todavía me ronda la obsesión. Aquello tenía que acabarlo pronto, porque me estaba quedando sin dinero. Mientras estaba en la colina, miré a mi alrededor; había niños jugando y niñas que los miraban. Me puse a pensar, entonces, en las increíbles ventajas que podría tener un hombre invisible en este mundo. Después de un rato, volví a casa, comí algo y me tomé una dosis bastante fuerte de estricnina; me metí en la cama, que estaba sin hacer, vestido como estaba. La estricnina es un tónico perfecto, Kemp, para acabar con la debilidad del hombre.

—Pero es diabólica —dijo Kemp—. Es la fuerza bruta en una botella.

—Me desperté con un vigor enorme y bastante irritable, ¿sabes?

—Sí, ya conozco esa faceta.

—Y, nada más despertarme, alguien estaba llamando a la puerta. Era mi casero, un viejo judío polaco que llevaba puesto un abrigo largo y gris y unas zapatillas llenas de grasa; venía con aire amenazador y haciéndome preguntas. Estaba convencido de que yo había estado torturando a un gato aquella noche (la vieja no había perdido el tiempo). Insistía en que quería saberlo todo. Las leyes del país contra la vivisección son muy severas, y podía ponerme una denuncia. Yo negué la existencia del gato. Después dijo que las vibraciones del motor de gas se sentían en todo el edificio. Esto, desde luego, era verdad. Se coló en la habitación y empezó a fisgonearlo todo, mirando por encima de sus gafas de plata alemana; en ese momento me invadió cierto temor de que pudiese averiguar algo sobre mi secreto. Intenté quedarme entre él y el aparato de concentración que yo mismo había preparado, y esto no hizo más que aumentar su curiosidad. ¿Qué estaba tramando? ¿Por qué estaba siempre solo y me mostraba esquivo? ¿Era legal lo que hacía? ¿Era peligroso? Yo pagaba la renta normal. La suya había sido siempre una casa muy respetable, en un barrio de bastante mala reputación, pensé yo. A mí, de pronto, se me acabó la paciencia. Le dije que saliera de la habitación. Él empezó a protestar y chapurrear, explicándome que tenía derecho a entrar. Al oírle, lo agarré por el cuello; sentí que algo se desgarraba y lo eché al pasillo. Di un portazo, cerré la puerta con llave y me senté. Estaba temblando. Una vez fuera, el viejo empezó a armar escándalo. Yo me despreocupé, y, al cabo de un rato, se había marchado. Este hecho me llevaba a tomar una rápida decisión. Yo no sabía qué iba a hacer aquel viejo, ni siquiera a qué tenía derecho. Cambiarme a otra habitación sólo habría significado retrasar mis experimentos; además, sólo disponía de veinte libras, en su mayoría en el banco, y no podía permitirme aquel lujo de la mudanza. ¡Tenía que desaparecer! No podía hacer otra cosa. Después de lo ocurrido vendrían las preguntas y entrarían a registrar mi habitación. Sólo pensando en la posibilidad de que mi investigación pudiera interrumpirse en su punto culminante, me entró una especie de furia y me puse manos a la obra. Cogí mis tres libros de notas y mi libreta de cheques —el vagabundo lo tiene todo ahora— y me dirigí a la oficina de correos más cercana para que lo mandaran todo a una casa de recogida de paquetes en Great Portland Street. Intenté salir sin hacer ruido. Al volver, vi cómo el casero subía lentamente las escaleras. Supongo que habría oído la puerta al cerrarse. Te habrías reído mucho, si le hubieras visto cómo se echó a un lado en el descansillo de la escalera, cuando se dio cuenta de que yo subía corriendo detrás de él. Me miró cuando pasé por su lado y yo di tal portazo, que tembló toda la casa. Después oí cómo arrastraba los pies hasta el piso donde yo estaba, dudaba un momento y optaba por seguir bajando. A partir de entonces, me puse a hacer todos los preparativos. Lo hice todo aquella tarde y aquella noche. Cuando todavía me encontraba bajo la influencia, empalagosa y soporífera, de las drogas que decoloraban la sangre, llamaron a la puerta con insistencia. Dejaron de llamar, y unos pasos se fueron para luego volver y empezar a llamar de nuevo. Intentaron, más tarde, meter algo por debajo de la puerta… un papel azul. En ese momento, rabioso, me levanté y abrí la puerta de par en par «¿Qué quiere ahora?», pregunté. Era mi casero, que traía una orden de desahucio o algo por el estilo. Al darme el papel, creo que debió ver algo raro en mis manos y, levantando los ojos, se me quedó mirando. Se quedó boquiabierto y dio un grito. A continuación soltó la vela y el papel y salió corriendo a oscuras, por el oscuro pasillo, escaleras abajo. Cerré la puerta, eché la llave y me acerqué al espejo. Entonces comprendí su miedo. Mi cara estaba blanca, blanca como el mármol. Fue todo horrible. Yo no esperaba aquel dolor tan fuerte. Fue una noche de atormentada angustia, de dolores y mareos. Apreté los dientes, a pesar de que mi piel estaba ardiendo. Todo el cuerpo me ardía. Y me quedé allí tumbado, como muerto. Ahora comprendo por qué el gato se puso a maullar de aquella manera hasta que le administré cloroformo. Por suerte, vivía solo y no tenía a nadie que me atendiera en la habitación. Hubo veces en que sollozaba y me quejaba. Otras, hablaba solo. Pero resistí. Perdí el conocimiento y me desperté, sin fuerzas, en la oscuridad. Los dolores habían cesado. Pensé que me estaba muriendo, pero no me importaba. Nunca olvidaré aquel amanecer, y el extraño horror que sentí, al ver que mis manos se habían vuelto de cristal, un cristal como manchado, y al ver cómo cada vez eran más claras y delgadas, a medida que el día avanzaba, hasta que al final logré ver el desorden en que estaba mi cuarto a través de ellas. Lo veía a pesar de que cerraba mis párpados, ya transparentes. Mis miembros se tornaron de cristal, los huesos y las arterias desaparecieron, y los nervios, pequeños y blancos, también desaparecieron, aunque fueron los últimos en hacerlo. Apreté los dientes y seguí así hasta el final. Cuando todo terminó, sólo quedaban las puntas de las uñas, blanquecinas, y la mancha marrón de algún ácido en mis dedos. Traté de ponerme de pie. Al principio era incapaz de hacerlo, me sentía como un niño de pañales, caminando con unas piernas que no podía ver. Estaba muy débil y tenía hambre. Me acerqué al espejo y me miré sin verme, sólo quedaba un poco de pigmento detrás de la retina de mis ojos, pero era mucho más tenue que la niebla. Puse las manos en la mesa y tuve que tocar el espejo con la frente. Con una fuerza de voluntad enorme, me arrastré hasta los aparatos y completé el proceso. Dormí durante el resto de la mañana, tapándome los ojos con las sábanas, para no ver la luz; al mediodía, me desperté, al oír que alguien llamaba a la puerta. Había recuperado todas mis fuerzas. Me senté en la cama y creí oír unos susurros. Me levanté y, haciendo el menor ruido posible, empecé a desmantelar el aparato y a dejar sus distintas partes por toda la habitación, para no dar lugar a sospechas. En ese momento, se volvieron a escuchar los golpes en la puerta y unas voces, primero la de mi casero y, luego, otras dos. Para ganar tiempo, les contesté. Recogí el trozo de lana invisible y la almohada y abrí la ventana para tirarlos. Cuando estaba abriéndola, dieron un tremendo golpe en la puerta. Alguien se había lanzado contra ella con la idea de romper la cerradura, pero los cerrojos, que yo había colocado con anterioridad, impidieron que se viniera abajo. Aquello me puso furioso. Empecé a temblar y a actuar con la máxima rapidez. Recogí un poco de papel y algo de paja, y lo puse todo junto en medio de la habitación. Abrí el gas en el momento en que grandes golpes hacían retumbar la puerta. Yo no encontraba las cerillas y empecé a dar puñetazos a la pared, lleno de rabia. Volví a abrir las llaves del gas, salté por la ventana y me escondí en la cisterna del agua, a salvo e invisible y temblando de rabia, para ver qué iba a ocurrir. Rompieron un panel de la puerta y, acto seguido, corrieron los cerrojos y se quedaron allí de pie, con la puerta abierta. Era el casero, acompañado de sus dos hijastros, dos hombres jóvenes y robustos, de unos veintitrés o veinticuatro años. Detrás de ellos se encontraba la vieja de abajo. Puedes imaginarte sus caras de asombro, al ver que la habitación estaba vacía. Uno de los jóvenes corrió hacia la ventana, la abrió y se asomó por ella. Sus ojos y su cara barbuda y de labios gruesos estaban a un palmo de mi cara. Estuve a punto de darle un golpe, pero me contuve a tiempo. Él estaba mirando a través de mí, y también lo hicieron los demás, cuando se acercaron a donde él estaba. El viejo se separó de ellos y echó un vistazo debajo de la cama y, después, todos se abalanzaron sobre el armario. Estuvieron discutiendo un rato en yiddisk y cockney [dialecto londinense de los barrios bajos]. Terminaron diciendo que yo no les había contestado, que se lo habían imaginado todo. Mi rabia se tornó, entonces, en regocijo, mientras estaba sentado en la ventana, mirando a aquellas cuatro personas, cuatro, porque la vieja había entrado en la habitación buscando a su gata, que intentaban comprender mi comportamiento. El viejo, por lo que pude comprender de aquella jerga suya, estaba de acuerdo con la anciana en que yo practicaba vivisecciones. Los hijastros, por el contrario, explicaban y decían, en un inglés desvirtuado, que yo era electricista, y basaban su postura en aquellos dinamos y radiadores. Estaban todos nerviosos, temiendo que yo regresara, aunque, como comprobé más tarde, habían corrido los cerrojos de la puerta de abajo. La vieja se dedicó a fisgonear dentro del armario y debajo de la cama, mientras uno de los jóvenes miraba chimenea arriba. Uno de los inquilinos, un vendedor ambulante que había alquilado la habitación de enfrente, junto con un carnicero, apareció en el rellano; lo llamaron y empezaron a explicarle todo lo ocurrido con frases incoherentes. Entonces, al ver los radiadores, se me ocurrió que, si caían en manos de una persona con conocimiento del tema, podría llegar a delatarme; aproveché esa oportunidad para entrar en la habitación y lanzar la dinamo contra el aparato sobre el que descansaba ésta y, así, romperlos los dos a la vez. Cuando aquellas personas estaban tratando de explicarse este último hecho, me deslicé fuera de la habitación y bajé las escaleras con mucho cuidado. Me metí en una de las salas de estar y esperé a que bajasen, comentando y discutiendo los acontecimientos y, todos, un poco decepcionados al no haber encontrado ninguna «cosa terrible». Estaban un poco perplejos, pues no sabían en qué situación se encontraban respecto a mí. Después, volví a subir a mi habitación con una caja de cerillas, prendí fuego al montón de papeles y puse las sillas y la cama encima, dejando que el gas se encargara del resto con un tubo de caucho. Eché un último vistazo a la habitación y me marché.

 

—¿Prendiste fuego a la casa? —exclamó Kemp.

—Sí, sí, la incendié. Era la única manera de borrar mis huellas, y, además, estoy seguro de que estaba asegurada. Después, descorrí los cerrojos de la puerta de abajo y salí a la calle. Era invisible y me estaba empezando a dar cuenta de las extraordinarias ventajas que me ofrecía serlo. Empezaban a rondarme por la cabeza todas las cosas maravillosas que podía realizar con absoluta impunidad.

CAPÍTULO XXI.

EN OXFORD STREET

»Cuando bajé las escaleras por primera vez, tuve grandes dificultades, porque no podía verme los pies; tropecé dos veces y notaba cierta torpeza al agarrarme a la barandilla. Sin embargo, pude caminar mejor evitando mirar hacia abajo. Estaba completamente exaltado, como el hombre que ve y que camina sin hacer ningún ruido, en una ciudad de ciegos. Me entraron ganas de bromear, de asustar a la gente, de darle una palmada en la espalda a algún tipo, de tirarle el sombrero a alguien, de aprovecharme de mi extraordinaria ventaja.

»Apenas acababa de salir a Great Portland Street (mi antigua casa estaba cerca de una tienda de telas), cuando recibe un golpe muy fuerte en la espalda; al volverme, vi a un hombre con una cesta con sifones, que miraba con asombro su carga. Aunque el golpe me hizo daño, no pude aguantar una carcajada, al ver la expresión de su rostro. «Lleva el diablo en la cesta», le dije, y se la arrebaté de las manos.

»Él la soltó sin oponer resistencia, y yo alcé aquel peso en el aire. Pero, en la puerta de una taberna había un cochero y el idiota quiso coger la cesta y, para esto, me dio un manotazo en una oreja. Dejé la carga en el suelo y le di un puñetazo, y, me di cuenta de lo que había organizado cuando empecé a oír gritos y noté que me pisaban, y vi gente que salía de las tiendas y se dirigían hacia donde yo estaba, y vehículos que se paraban allí. Maldije mi locura, me apreté contra una ventana y me preparé para escapar de aquella confusión. En un momento, vi cómo me rodeaba la gente, que, inevitablemente, me descubriría. Di un empujón al hijo del carnicero que, por fortuna, no se volvió para ver el vacío con el que se habría encontrado y me escondí detrás del vehículo del cochero.

»No sé cómo acabó aquel lío. Crucé la calle, aprovechando que, en ese momento, no pasaba nadie y, sin tener en cuenta la dirección, por el miedo a que me descubrieran por el incidente, me metí entre la multitud que suele haber a esas horas en Oxford Street. Intenté confundirme, pero era demasiada gente para ti. Me empezaron a pisar los talones.

»Entonces me bajé a la calzada, pero era demasiado dura y me hacían daño los pies; un cabriolé, que venía apoca velocidad, me clavó el varal en un hombro, recordándome la serie de contusiones que había su me aparté de su camino, evité chocar contra un cochecito de niño con un movimiento rápido y me encontré justo detrás del cabriolé. En ese momento me vi salvado, pues, como el carruaje iba lentamente, me puse detrás, temblando de miedo y asombrado de ver cómo habían dado la vuelta las cosas.

»No sólo temblaba de miedo, sino que tiritaba de frío. Era un hermoso día de enero y yo andaba por ahí desnudo, pisando la capa de barro que cubría la calzada, que estaba completamente helada. Ahora me parece una locura, pero no se me había ocurrido que, invisible o no, estaba expuesto a las inclemencias del tiempo y a todas sus consecuencias.

»De pronto se me ocurrió una brillante idea. Di la vuelta al coche y me metí dentro. De esta manera, tiritando, asustado y estornudando (esto último era un síntoma claro de resfriado), me llevaron por Oxford Street hasta pasar Tottenham Court Road. Mi estado de ánimo era bien distinto a aquel con el que había salido diez minutos antes, como puedes imaginarte. Y, además, ¡aquella invisibilidad! En lo único que pensaba era en cómo iba a salir del lío en el que me había metido.

»Circulábamos lentamente hasta llegar cerca de la librería Mudie, en donde una mujer, que salía con cinco o seis libros con una etiqueta amarilla, hizo señas al carruaje para que se detuviera; yo salté justo a tiempo para no chocarme con ella, esquivando un vagón de un tranvía, que pasó rozándome. Me dirigí hacia Bloomsbury Square con la intención de dejar atrás el Museo y, así, llegar a un distrito más tranquilo. Estaba completamente helado, y aquella extraña situación me había desquiciado tanto, que eché a correr medio llorando.

»De la esquina norte de la plaza, de las oficinas de la Sociedad de Farmacéuticos, salió un perro pequeño y blanco que, olisqueando el suelo, se dirigía hacia mí. Hasta entonces no me había dado cuenta, pero la nariz es para el perro lo que los ojos para el hombre. Igual que cualquier hombre puede ver a otro, los perros perciben su olor. El perro empezó a ladrar y a dar brincos, y me pareció que lo hacía sólo para hacerme ver que se había dado cuenta de mi presencia.

»Crucé Great Russell Street, mirando por encima del hombro, y ya había recorrido parte de Montague Street cuando me di cuenta de hacia dónde me dirigía. Oí música, y, al mirar para ver de dónde venía, vi a un grupo de gente que venía de Russell Square. Todos llevaban jerseys rojos y, en vanguardia, la bandera del Ejército de Salvación. Aquella multitud venía cantando por la calle, y me pareció imposible pasar por en medio. Temía retroceder de nuevo y alejarme de mi camino, así que, guiado por un impulso espontáneo, subí los escalones blancos de una casa que estaba en frente de la valla del Museo, y me quedé allí esperando a que pasara la multitud. Felizmente para mí, el perro también se paró al oír la banda de música, dudó un momento y, finalmente, se volvió corriendo hacia Bloomsbury Square.

»La banda seguía avanzando, cantando, con inconsciente ironía, un himno que decía algo así como «¿Cuándo podremos verle el rostro?», y me pareció que tardaron una eternidad en pasar. Pom, pom, pom, resonaban los tambores, haciendo vibrar todo a su paso, y, en ese momento, no me había dado cuenta de que dos muchachos se habían parado a mi lado. «Mira» dijo uno. «¿Que mire qué?», contestó el otro. «Mira, son las huellas de un pie descalzo, como las que se hacen en el barro». Miré hacia abajo y vi cómo dos muchachos que se habían parado, observaban las marcas de barro que yo había dejado en los escalones recién fregados.