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100 Clásicos de la Literatura

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—Me pregunto quién podría ser —dijo el doctor Kemp.

Intentó acabar el trabajo, pero no pudo. Se levantó y bajó al descansillo de la escalera, tocó el timbre del servicio y se asomó a la barandilla para llamar a la muchacha en el momento en que ésta aparecía en el vestíbulo.

—¿Era una carta? —le preguntó.

—No. Alguien debió llamar y salió corriendo, señor —contestó ella.

«No sé qué me pasa esta noche, estoy intranquilo», se dijo. Volvió al estudio y, esta vez, se dedicó al trabajo con ahínco. Al cabo de un rato estaba absorto por completo en su trabajo. Los únicos ruidos que se oían en toda la habitación eran el tic-tac del reloj y el rascar de la pluma sobre el papel; la única luz era la de una lámpara, que daba directamente sobre su mesa de trabajo.

Eran las dos de la madrugada cuando el doctor Kemp terminó su trabajo. Se levantó, bostezó y bajó para irse a dormir. Se había quitado la chaqueta y el chaleco, y sintió que tenía sed. Cogió una vela y bajó al comedor para prepararse un güisqui con soda.

La profesión del doctor Kemp lo había convertido en un hombre muy observador y, cuando pasó de nuevo por el vestíbulo, de vuelta a su habitación, se dio cuenta de que había una mancha oscura en el linóleo, al lado del felpudo que había a los pies de la escalera. Siguió por las escaleras y, de repente, se le ocurrió pensar qué sería aquella mancha. Aparentemente, algo en su subconsciente se lo estaba preguntando. Sin pensarlo dos veces, dio media vuelta y volvió al vestíbulo con el vaso en la mano. Dejó el güisqui con soda en el suelo, se arrodilló y tocó la mancha. Sin sorprenderse, se percató de que tenía el tacto y el color de la sangre cuando se está secando.

El doctor Kemp cogió otra vez el vaso y subió a su habitación, mirando alrededor e intentando buscar una explicación a aquella mancha de sangre. Al llegar al descansillo de la escalera, se detuvo muy sorprendido. Había visto algo. El pomo de la puerta de su propia habitación estaba manchado de sangre. Se miró la mano y estaba limpia. Entonces recordó que había abierto la puerta de su habitación cuando bajó del estudio y, por consiguiente, no había tocado el pomo. Entró en la habitación con el rostro bastante sereno, quizá con un poco más de decisión de lo normal. Su mirada inquisitiva lo primero que vio fue la cama. La colcha estaba llena de sangre y habían vuelto las sábanas. No se había dado cuenta antes, porque se había dirigido directamente al tocador. La ropa de la cama estaba hundida, como si alguien, recientemente, hubiese estado sentado allí.

Después tuvo la extraña impresión de oír a alguien que le decía en voz baja: «¡Cielo santo! ¡Es Kemp!». Pero el doctor Kemp no creía en las voces.

El doctor Kemp se quedó allí, de pie, mirando las sábanas revueltas. ¿Aquello había sido una voz? Miró de nuevo a su alrededor, pero no vio nada raro, excepto la cama desordenada y manchada de sangre. Entonces, oyó claramente que algo se movía en la habitación, cerca del lavabo. Sin embargo, todos los hombres, incluso los más educados, tienen algo de supersticiosos. Lo que generalmente se llama miedo se apoderó entonces del doctor Kemp. Cerró la puerta de la habitación, se dirigió al tocador y dejó allí el vaso. De pronto, sobresaltado, vio, entre él y el tocador, un trozo de venda de hilo, enrollada y manchada de sangre, suspendida en el aire.

Se quedó mirando el fenómeno, sorprendido. Era un vendaje vacío. Un vendaje bien hecho, pero vacío. Cuando iba a aventurarse a tocarlo, algo se lo impidió y una voz le dijo desde muy cerca:

—¡Kemp!

—¿Qué…? —dijo Kemp, con la boca abierta.

—No te pongas nervioso —dijo la voz—. Soy un hombre invisible.

Durante un rato, Kemp no contestó, simplemente miraba el vendaje.

—Un hombre invisible —repitió la voz.

La historia que aquella mañana él había ridiculizado, volvía ahora a la mente de Kemp. En ese momento, no parecía estar ni muy asustado ni demasiado asombrado. Kemp se terminó de dar cuenta mucho más tarde.

—Creí que todo era mentira —dijo. En lo único que pensaba era en lo que había dicho aquella mañana—. ¿Lleva usted puesta una venda? —preguntó.

—Sí —dijo el hombre invisible.

—¡Oh! —dijo Kemp, dándose cuenta de la situación—. ¿Qué estoy diciendo? —continuó—. Esto es una tontería. Debe tratarse de algún truco.

Dio un paso atrás y, al extender la mano para tocar el vendaje, se topó con unos dedos invisibles. Retrocedió, al tocarlos, y su cara cambió de color.

—¡Tranquilízate, Kemp, por el amor de Dios! Necesito que me ayudes. Para, por favor.

Le sujetó el brazo con la mano y Kemp la golpeó.

—¡Kemp! —gritó la voz—. ¡Tranquilízate, Kemp! —repitió sujetándole con más fuerza.

A Kemp le entraron unas ganas frenéticas de liberarse de su opresor. La mano del brazo vendado le agarró el brazo y, de repente, sintió un fuerte empujón, que le tiró encima de la cama. Intentó gritar, pero le metieron una punta de la sábana en la boca. El hombre invisible le tenía inmovilizado con todas sus fuerzas, pero Kemp tenía los brazos libres e intentaba golpear con todas sus fuerzas.

—¿Me dejarás que te explique todo de una vez? —le dijo el hombre invisible, sin soltarle, a pesar del puñetazo que recibió en las costillas—. ¡Déjalo ya, por Dios, o acabarás haciéndome cometer una locura! ¿Todavía crees que es una mentira, eh, loco? —gritó el hombre invisible al oído de Kemp.

Kemp siguió debatiéndose un instante hasta que, finalmente, se estuvo quieto.

—Si gritas, te romperé la cara —dijo el hombre invisible, destapándole la boca—. Soy un hombre invisible. No es ninguna locura ni tampoco es cosa de magia. Soy realmente un hombre invisible. Necesito que me ayudes. No me gustaría hacerte daño, pero, si sigues comportándote como un palurdo, no me quedará más remedio. ¿No me recuerdas, Kemp? Soy Griffin, del colegio universitario.

—Deja que me levante —le pidió Kemp—. No intentaré hacerte nada. Deja que me tranquilice.

Kemp se sentó y se llevó la mano al cuello.

—Soy Griffin, del colegio universitario. Me he vuelto invisible. Sólo soy un hombre como otro cualquiera, un hombre al que tú has conocido, que se ha vuelto invisible.

—¿Griffin? —preguntó Kemp.

—Sí, Griffin —contestó la voz—. Un estudiante más joven que tú, casi albino, de uno ochenta de estatura, bastante fuerte, con la cara rosácea y los ojos rojizos… Soy aquél que ganó la medalla en química.

—Estoy aturdido —dijo Kemp—. Me estoy haciendo un lío. ¿Qué tiene que ver todo esto con Griffin?

—¿No lo entiendes? ¡Yo soy Griffin!

—¡Es horrible! —dijo Kemp, y añadió—: Pero, ¿qué demonios hay que hacer para que un hombre se vuelva invisible?

—No hay que hacer nada, es un proceso lógico y fácil de comprender.

—¡Pero es horrible! —dijo Kemp—. ¿Cómo…?

—¡Ya sé que es horrible! Pero ahora estoy herido, tengo muchos dolores y estoy cansado. ¡Por el amor de Dios, Kemp! Tú eres un hombre bueno. Dame algo de comer y algo de beber y déjame que me siente aquí.

Kemp miraba cómo se movía el vendaje por la habitación y después vio cómo arrastraba una silla hasta la cama. La silla crujió y por lo menos una cuarta parte del asiento se hundió. Kemp se restregó los ojos y se volvió a llevar la mano al cuello.

—Esto acaba con los fantasmas —dijo, y se rio estúpidamente.

—Así está mejor. Gracias a Dios, te vas haciendo a la idea.

—O me estoy volviendo loco —dijo Kemp, frotándose los ojos con los nudillos.

—¿Puedo beber un poco de güisqui? Me muero de sed.

—Pues a mí no me da esa impresión. ¿Dónde estás? Si me levanto, podría chocar contigo. ¡Ya está! Muy bien. ¿Un poco de güisqui? Aquí tienes. ¿Y, ahora, cómo te lo doy?

La silla crujió y Kemp sintió que le quitaban el vaso de la mano. Él soltó el vaso haciendo un esfuerzo, pues su instinto lo empujaba a no hacerlo. El vaso se quedó en el aire a unos centímetros por encima de la silla. Kemp se le quedó mirando con infinita perplejidad.

—Esto es… esto tiene que ser hipnotismo. Me has debido hacer creer que eres invisible.

—No digas tonterías —dijo la voz.

—Es una locura.

—Escúchame un momento.

—Yo —comenzó Kemp— concluía esta mañana demostrando que la invisibilidad…

—¡No te preocupes de lo que demostraste!… Estoy muerto de hambre —dijo la voz—, y la noche es… fría para un hombre que no lleva nada encima.

—¿Quieres algo de comer? —preguntó Kemp.

El vaso de güisqui se inclinó.

—Sí —dijo el hombre invisible bebiendo un poco—. ¿Tienes una bata?

Kemp comentó algo en voz baja. Se dirigió al armario y sacó una bata de color rojo oscuro.

—¿Te vale esto? —preguntó, y se lo arrebataron. La prenda permaneció un momento como colgada en el aire, luego se aireó misteriosamente, se abotonó y se sentó en la silla.

—Algo de ropa interior, calcetines y unas zapatillas me vendrían muy bien —dijo el hombre invisible—. Ah, y comida también.

—Lo que quieras, pero ¡es la situación más absurda que me ha ocurrido en mi vida!

Kemp abrió unos cajones para sacar las cosas que le habían pedido y después bajó a registrar la despensa. Volvió con unas chuletas frías y un poco de pan. Lo colocó en una mesa y lo puso ante su invitado.

—No te preocupes por los cubiertos —dijo el visitante, mientras una chuleta se quedó en el aire, y oía masticar.

—¡Invisible! —dijo Kemp, y se sentó en una silla.

—Siempre me gusta ponerme algo encima antes de comer —dijo el hombre invisible con la boca llena, comiendo con avidez—. ¡Es una manía!

—Imagino que lo de la muñeca no es nada serio —dijo Kemp.

 

—No ——dijo el hombre invisible.

—Todo esto es tan raro y extraordinario…

—Cierto. Pero es más raro que me colara en tu casa para buscar una venda. Ha sido mi primer golpe de suerte. En cualquier caso, pienso quedarme a dormir esta noche. ¡Tendrás que soportarme! Es una molestia toda esa sangre por ahí, ¿no crees? Pero me he dado cuenta de que se hace visible cuando se coagula. Llevo en la casa tres horas.

—Pero, ¿cómo ha ocurrido? —empezó Kemp con tono desesperado—. ¡Estoy confundido! Todo este asunto no tiene sentido.

—Pues es bastante razonable —dijo el hombre invisible—. Perfectamente razonable.

El hombre invisible alcanzó la botella de güisqui. Kemp miró cómo la bata se la bebía. Un rayo de luz entraba por un roto que había en el hombro derecho, y formaba un triángulo de luz con las costillas de su costado izquierdo.

—Y ¿qué eran esos disparos? —preguntó—. ¿Cómo empezó todo?

—Empezó porque un tipo, completamente loco, una especie de cómplice mío, ¡maldita sea!, intentó robarme el dinero. Y es lo que ha hecho.

—¿Es también invisible?

—No.

—¿Y qué más?

—¿Podría comer algo más antes de contártelo todo? Estoy hambriento y me duele todo el cuerpo, y ¡encima quieres que te cuente mi historia!

Kemp se levantó.

—¿Fuiste tú el que disparó? —preguntó.

—No, no fui yo —dijo el visitante—. Un loco al que nunca había visto empezó a disparar al azar. Muchos tenían miedo, y todos me temían. ¡Malditos! ¿Podrías traerme algo más de comer, Kemp?

—Voy a bajar a ver si encuentro algo más de comer —dijo Kemp—. Pero me temo que no haya mucho. Después de comer, y comió muchísimo, el hombre invisible pidió un puro. Antes de que Kemp encontrara un cuchillo, el hombre invisible había mordido el extremo del puro de manera salvaje, y lanzó una maldición al desprenderse, por el mordisco, la capa exterior del puro. Era extraño verlo fumar; la boca, la garganta, la faringe, los orificios de la nariz se hacían visibles con el humo.

—¡Fumar es un placer! —decía mientras chupaba el puro—. ¡Qué suerte he tenido cayendo en tu casa, Kemp! Tienes que ayudarme. ¡Qué coincidencia haber dado contigo! Estoy en un apuro. Creo que me he vuelto loco. ¡Si supieras en todo lo que he estado pensando! Pero todavía podemos hacer cosas juntos. Déjame que te cuente…

El hombre invisible se echó un poco más de güisqui con soda. Kemp se levantó, echó un vistazo alrededor y trajo un vaso para él de la habitación contigua.

—Es todo una locura, pero imagino que también puedo echar un trago contigo.

—No has cambiado mucho en estos doce años, Kemp. ¡Nada! Sigues tan frío y metódico… Como te decía, ¡tenemos que trabajar juntos!

—Pero, ¿cómo ocurrió todo? —insistió Kemp—. ¿Cómo te volviste invisible?

—Por el amor de Dios, déjame fumar en paz un rato. Después te lo contaré todo.

Pero no se lo contó aquella noche. La muñeca del hombre invisible iba de mal en peor. Le subió la fiebre, estaba exhausto. En ese momento volvió a recordar la persecución por la colina y la pelea en la posada. A ratos hablaba de Marvel, luego se puso a fumar mucho más deprisa y en su voz se empezó a notar el enfado. Kemp intentó unirlo todo como pudo.

—Tenía miedo de mí, yo notaba que me temía —repetía una y otra vez el hombre invisible—. Quería librarse de mí, siempre le rondaba esa idea. ¡Qué tonto he sido!

—¡Qué canalla!

—Debí haberlo matado.

—¿De dónde sacaste el dinero? —interrumpió Kemp.

El hombre invisible guardó silencio antes de contestar.

—No te lo puedo contar esta noche —le dijo.

De repente se oyó un gemido. El hombre invisible se inclinó hacia adelante agarrándose con manos invisibles su cabeza invisible.

—Kemp —dijo—, hace casi tres días que no duermo, quitando un par de cabezadas de una hora más o menos. Necesito dormir.

—Está bien, quédate en mi habitación, en esta habitación.

—¿Pero cómo voy a dormir? Si me duermo, se escapará. Aunque, ¡qué más da!

—¿Es grave esa herida? —preguntó Kemp.

—No, no es nada, sólo un rasguño y sangre. ¡Oh, Dios! ¡Necesito dormir!

—¿Y por qué no lo haces?

El hombre invisible pareció quedarse mirando a Kemp.

—Porque no quiero dejarme atrapar por ningún hombre —dijo lentamente.

Kemp dio un respingo.

—¡Pero qué tonto soy! —dijo el hombre invisible dando un golpe en la mesa—. Te acabo de dar la idea.

CAPÍTULO XVIII.

EL HOMBRE INVISIBLE DUERME

Exhausto y herido como estaba, el hombre invisible rechazó la palabra que Kemp le daba, asegurándole que su libertad sería respetada en todo momento. Examinó las dos ventanas de la habitación, subió las persianas y abrió las hojas de las mismas para confirmar, como le había dicho Kemp, que podía escapar por ellas. Fuera, era una noche tranquila y la luna nueva se estaba poniendo en la colina. Después examinó las llaves del dormitorio y las dos puertas del armario para convencerse de la seguridad de su libertad. Y, por fin, se quedó satisfecho. Estuvo un rato de pie, al lado de la chimenea, y Kemp oyó como un bostezo.

—Siento mucho —empezó el hombre invisible— no poderte contar todo esta noche, pero estoy agotado. No cabe duda de lo grotesco del caso. ¡Es algo horrible! Pero, créeme, Kemp, es posible. Yo mismo he hecho el descubrimiento. En un principio quise guardar el secreto, pero me he dado cuenta de que no puedo. Necesito tener un socio. Y tú…, podemos hacer tantas cosas juntos… Pero mañana. Ahora Kemp, creo que, si no duermo un poco, me moriré.

Kemp, de pie en el centro de la habitación, se quedó mirando a toda aquella ropa sin cabeza.

—Imagino que ahora tendré que dejarte —dijo—. Es increíble. Otras tres cosas más como ésta, que cambien todo lo que yo creía, y me vuelvo completamente loco. Pero ¡esto es real! ¿Necesitas algo más de mí?

—Sólo que me des las buenas noches —le dijo Griffin.

—Buenas noches —dijo Kemp, mientras estrechaba una mano invisible. Después, se dirigió directamente a la puerta y la bata salió corriendo detrás de él.

—Escúchame bien —le dijo la bata—. No intentes poner ninguna traba y no intentes capturarme o, de lo contrario…

Kemp cambió de expresión.

—Creo que te he dado mi palabra —dijo.

Kemp cerró la puerta detrás de él con toda suavidad. Nada más hacerlo, echaron la llave. Después, mientras la expresión de asombro todavía podía leerse en el rostro de Kemp, se oyeron unos pasos rápidos, que se dirigieron al armario y también echó la llave. Kemp se dio una palmada en la frente: «¿Estaré soñando? ¿El mundo se ha vuelto loco o, por el contrario, yo me he vuelto loco?».

Acto seguido se echó a reír y puso una mano en la puerta cerrada: «¡Me han echado de mi dormitorio por algo completamente absurdo!», dijo.

Se acercó a la escalera y miró las puertas cerradas. «¡Es un hecho!», dijo, tocándose con los dedos el cuello dolorido. «Un hecho innegable, pero…». Sacudió la cabeza sin esperanza alguna, se dio la vuelta y bajó las escaleras.

Kemp encendió la lámpara del comedor, sacó un puro y se puso a andar de un lado para otro por la habitación, haciendo gestos. De vez en cuando se ponía a discutir consigo mismo.

«¡Es invisible!».

«¿Hay algo tan extraño como un animal invisible? En el mar, sí. ¡Hay miles, incluso millones! Todas las larvas, todos los seres microscópicos, las medusas. ¡En el mar hay muchas más cosas invisibles que visibles! Nunca se me había ocurrido. ¡Y también en las charcas! Todos esos pequeños seres que viven en ellas, todas las partículas transparentes, que no tienen color. ¿Pero en el aire? ¡Por supuesto que no!».

«No puede ser».

«Pero… después de todo… ¿Por qué no puede ser?».

«Si un hombre estuviera hecho de vidrio, también sería invisible».

A partir de ese momento, pasó a especulaciones mucho más profundas. Antes de que volviera a decir una palabra, la ceniza de tres puros se había extendido por toda la alfombra. Después, se levantó de su sitio, salió de la habitación y se dirigió a la sala de visitas, donde encendió una lámpara de gas. Era una habitación pequeña, porque el doctor Kemp no recibía visitas y allí era donde tenía todos los periódicos del día. El periódico de la mañana estaba tirado y descuidadamente abierto. Lo cogió, le dio la vuelta y empezó a leer el relato sobre el «Extraño suceso en Iping», que el marinero de Port Stowe le había contado a Marvel. Kemp lo leyó rápidamente.

—¡Embozado! —dijo Kemp—. ¡Disfrazado! ¡Ocultándose! Nadie debía darse cuenta de su desgracia. ¿A qué diablos está jugando?

Soltó el periódico y sus ojos siguieron buscando otro.

—¡Ah! —dijo y cogió el St. James Gazette, que estaba intacto, como cuando llegó—. Ahora nos acercaremos a la verdad —dijo Kemp. Tenía el periódico abierto y a dos columnas. El título era: «Un pueblo entero de Sussex se vuelve loco».

—¡Cielo santo! —dijo Kemp, mientras leía el increíble artículo sobre los acontecimientos que habían tenido lugar en Iping la tarde anterior, que ya hemos descrito en su momento. El artículo del periódico de la mañana se reproducía íntegro en la página siguiente.

Kemp volvió a leerlo. «Bajó corriendo la calle dando golpes a diestro y siniestro. Jaffers quedó sin sentido. El señor Huxter, con un dolor impresionante, todavía no puede describir lo que vio. El vicario completamente humillado. Una mujer enferma por el miedo que pasó. Ventanas rotas. Pero esta historia debe ser una completa invención. Demasiado buena para no publicarla».

Soltó el periódico y se quedó mirando adelante, sin ver nada realmente.

—¡Tiene que ser una invención!

Volvió a coger el periódico y lo releyó todo.

—Pero, ¿en ningún momento citan al vagabundo? ¿Por qué demonios iba persiguiendo a un vagabundo?

Después de hacerse estas preguntas, se dejó caer en su sillón de cirujano.

—No sólo es invisible —se dijo—, ¡también está loco! ¡Es un homicida!

Cuando aparecieron los primeros rayos de luz que se mezclaron con la luz de la lámpara de gas y el humo del comedor, Kemp seguía dando vueltas por la habitación, intentando comprender aquello que todavía le parecía increíble.

Estaba demasiado excitado para poder dormir. Por la mañana, los sirvientes, todavía presa del sueño, lo encontraron allí y achacaron su estado a la excesiva dedicación al estudio. Entonces, les dio instrucciones explícitas de que prepararan un desayuno para dos personas y lo llevaran al estudio. Luego les dijo que se quedaran en la planta baja y en el primer piso. Todas estas instrucciones les parecieron raras. Acto seguido, siguió paseándose por la habitación hasta que llegó el periódico de la mañana. En él se comentaba mucho, pero se decían muy pocas cosas nuevas del asunto, aparte de la confirmación de los sucesos de la noche anterior, y un artículo, muy mal escrito, sobre un suceso extraordinario ocurrido en Port Burdock. Era el resumen que Kemp necesitaba sobre lo ocurrido en el Jolly Cricketers; ahora ya aparecía el nombre de Marvel. «Me obligó a estar a su lado durante veinticuatro horas», testificaba Marvel. Se añadían también algunos hechos de menor importancia en la historia de Iping, destacando el corte de los hilos del telégrafo del pueblo. Pero no había nada que arrojase nueva luz sobre la relación entre el hombre invisible y el vagabundo, ya que el señor Marvel no había dicho nada sobre los tres libros ni sobre el dinero que llevaba encima. La atmósfera de incredulidad se había disipado y muchos periodistas y curiosos se estaban ocupando del tema.

Kemp leyó todo el artículo y envió después a la muchacha a buscar todos los periódicos de la mañana que encontrara. Los devoró todos.

—¡Es invisible! —dijo—. Y está pasando de tener rabia a convertirse en un maniático. ¡Y la cantidad de cosas que puede hacer y que ha hecho! Y está arriba, tan libre como el aire. ¿Qué podría hacer yo? Por ejemplo, ¿sería faltar a mi palabra si…? ¡No, no puedo!

Se dirigió a un desordenado escritorio que había en una esquina de la habitación y anotó algo. Rompió lo que había empezado a escribir y escribió una nota nueva. Cuando terminó la leyó y consideró que estaba bien. Después la metió en un sobre y lo dirigió al «Coronel Adye, Port Burdock».

El hombre invisible se despertó, mientras Kemp escribía la nota. Se despertó de mal humor, y Kemp, que estaba alerta a cualquier ruido, oyó sus pisadas arriba y cómo estas iban de un lado para otro por toda la habitación. Después oyó cómo se caía al suelo una silla y, más tarde, el lavabo. Kemp, entonces, subió corriendo las escaleras y llamó a la puerta.

 

CAPÍTULO XIX.

ALGUNOS PRINCIPIOS FUNDAMENTALES

—¿Qué está pasando aquí? —preguntó Kemp, cuando el hombre invisible le abrió la puerta.

—Nada —fue la respuesta.

—Pero, ¡maldita sea! ¿Y esos golpes?

—Un arrebato —dijo el hombre invisible—. Me olvidé de mi brazo y me duele mucho.

—¿Y estás siempre expuesto a que te ocurran esas cosas?

—Sí.

Kemp cruzó la habitación y recogió los cristales de un vaso roto.

—Se ha publicado todo lo que has hecho —dijo Kemp, de pie, con los cristales en la mano—. Todo lo que pasó en Iping y lo de la colina. El mundo ya conoce la existencia del hombre invisible. Pero nadie sabe que estás aquí.

El hombre invisible empezó a maldecir.

—Se ha publicado tu secreto. Imagino que un secreto es lo que había sido hasta ahora. No conozco tus planes, pero, desde luego, estoy ansioso por ayudarte.

El hombre invisible se sentó en la cama.

—Tomaremos el desayuno arriba —dijo Kemp con calma, y quedó encantado al ver cómo su extraño invitado se levantaba de la cama bien dispuesto. Kemp abrió camino por la estrecha escalera que conducía al mirador.

—Antes de que hagamos nada más —le dijo Kemp—, me tienes que explicar con detalle el hecho de tu invisibilidad.

Se había sentado, después de echar un vistazo, nervioso, por la ventana, con la intención de mantener una larga conversación. Pero las dudas sobre la buena marcha de todo aquel asunto volvieron a desvanecerse, cuando se fijó en el sitio donde estaba Griffin: una bata sin manos y sin cabeza, que, con una servilleta que se sostenía milagrosamente en el aire, se limpiaba unos labios invisibles.

—Es bastante simple y creíble —dijo Griffin, dejando a un lado la servilleta y dejando caer la cabeza invisible sobre una mano invisible también.

—Sin duda, sobre todo para ti, pero… —dijo Kemp, riéndose.

—Sí, claro; al principio, me pareció algo maravilloso. Pero ahora… ¡Dios mío! ¡Todavía podemos hacer grandes cosas! Empecé con estas cosas, cuando estuve en Chesilstowe.

—¿Cuando estuviste en Chesilstowe?

—Me fui allí tras dejar Londres. ¿Sabes que dejé medicina para dedicarme a la física, no? Bien, eso fue lo que hice. La luz. La luz me fascinaba.

—Ya.

—¡La densidad óptica! Es un tema plagado de enigmas. Un tema cuyas soluciones se te escapan de las manos. Pero, como tenía veintidós años y estaba lleno de entusiasmo, me dije: a esto dedicaré mi vida. Merece la pena. Ya sabes lo locos que estamos a los veintidós años.

—Lo éramos entonces y lo somos ahora —dijo Kemp—. ¡Como si saber un poco más fuera una satisfacción para el hombre!

—Me puse a trabajar como un negro. No llevaba ni seis meses trabajando y pensando sobre el tema, cuando descubrí algo sobre una de las ramas de mi investigación. ¡Me quedé deslumbrado! Descubrí un principio fundamental sobre pigmentación y refracción, una fórmula, una expresión geométrica que incluía cuatro dimensiones. Los locos, los hombres vulgares, incluso algunos matemáticos vulgares, no saben nada de lo que algunas expresiones generales pueden llegar a significar para un estudiante de física molecular. En los libros, ésos que el vagabundo ha escondido, hay escritas maravillas, milagros. Pero esto no era un método, sino una idea que conduciría a un método, a través del cual sería posible, sin cambiar ninguna propiedad de la materia, excepto, a veces, los colores, disminuir el índice de refracción de una sustancia, sólida o líquida, hasta que fuese igual al del aire, todo esto, en lo que concierne a propósitos prácticos.

—¡Eso es muy raro! —dijo Kemp—. Todavía no lo tengo muy claro. Entiendo que de esa manera se puede echar a perder una piedra preciosa, pero tanto como llegar a conseguir la invisibilidad de las personas…

—Precisamente —dijo Griffin—. Recapacita. La visibilidad depende de la acción que los cuerpos visibles ejercen sobre la luz. Déjame que te exponga los hechos como si no los conocieras. Así me comprenderás mejor. Sabes que un cuerpo absorbe la luz, o la refleja, o la refracta, o hace las dos cosas al mismo tiempo. Pero, si ese cuerpo ni la refleja, ni la refracta, ni absorbe la luz, no puede ser visible. Imagínate, por ejemplo, una caja roja y opaca; tú la ves roja, porque el color absorbe parte de la luz y refleja todo el resto, toda la parte de la luz que es de color rojo, y eso es lo que tú ves. Si no absorbe ninguna porción de luz, pero la refleja toda, verás entonces una caja blanca brillante. ¡Una caja de plata! Una caja de diamantes no absorbería mucha luz ni tampoco reflejaría demasiado en la superficie general, sólo en determinados puntos, donde la superficie fuera favorable, se reflejaría y refractaría, de manera que tú tendrías ante ti una caja llena de reflejos y transparencias brillantes, una especie de esqueleto de la luz. Una caja de cristal no sería tan brillante ni podría verse con tanta nitidez como una caja de diamantes, porque habría menos refracción y menos reflexión. ¿Lo entiendes? Desde algunos puntos determinados tú podrías ver a través de ella con toda claridad. Algunos cristales son más visibles que otros. Una caja de cristal de roca siempre es más brillante que una caja de cristal normal, del que se usa para las ventanas. Una caja de cristal común muy fino sería difícil de ver, si hay poca luz, porque absorbería muy poca luz y, por tanto, no habría apenas refracción o reflexión. Si metes una lámina de cristal común blanco en agua o, lo que es mejor, en un líquido más denso que el agua, desaparece casi por completo, porque no hay apenas refracción o reflexión en la luz que pasa del agua al cristal; a veces, incluso, es nula. Es casi tan imposible de ver como un chorro de gas de hulla o de hidrógeno en el aire. ¡Y, precisamente, por esa misma razón…!

—Claro —dijo Kemp—, eso lo sabe todo el mundo.

—Existe otro hecho que también sabrás. Si se rompe una lámina de cristal y se convierte en polvo, se hace mucho más visible en el aire; se convierte en un polvo blanco opaco. Esto es así, porque, al ser polvo, se multiplican las superficies en las que tiene lugar la refracción y la reflexión. En la lámina de cristal hay solamente dos superficies; sin embargo, en el polvo, la luz se refracta o se refleja en la superficie de cada grano que atraviesa. Pero, si ese polvillo blanco se introduce en el agua, desaparece al instante. El polvo de cristal y el agua tienen, más o menos, el mismo índice de refracción, la luz sufre muy poca refracción o reflexión al pasar de uno a otro elemento. El cristal se hace invisible, si lo introduces en un líquido o en algo que tenga, más o menos, el mismo índice de refracción; algo que sea transparente se hace invisible, si se lo introduce en un medio que tenga un índice de refracción similar al suyo. Y, si te paras a pensarlo un momento, verías que el polvo de cristal también se puede hacer invisible, si su índice de refracción pudiera hacerse igual al del aire; en ese caso, tampoco habría refracción o reflexión al pasar de un medio a otro.

—Sí, sí, claro —dijo Kemp—, pero ¡un hombre no está hecho de polvo de cristal!

—No —contestó Griffin—, ¡porque es todavía más transparente!

—¡Tonterías!

—¿Y eso lo dice un médico? ¡Qué pronto nos olvidamos de todo! ¿En tan sólo diez años has olvidado todo lo que aprendiste sobre física? Piensa en todas las cosas que son transparentes y que no lo parecen. El papel, por ejemplo, está hecho a base de fibras transparentes, y es blanco y opaco por la misma razón que lo es el polvo de cristal. Mételo en aceite, llena los intersticios que hay entre cada partícula con aceite, para que sólo haya refracción y reflexión en la superficie, y éste se volverá igual de transparente que el cristal. Y no solamente el papel, también la fibra de algodón, la fibra de hilo, la de lana, la de madera y la de los huesos, Kemp, y la de la carne, Kemp, y la del cabello, Kemp, y las de las uñas y los nervios, Kemp, todo lo que constituye el hombre, excepto el color rojo de su sangre y el pigmento oscuro del cabello, está hecho de materia transparente e incolora. Es muy poco lo que permite que nos podamos ver los unos a los otros. En su mayor parte, las fibras de cualquier ser vivo no son más opacas que el agua.