Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

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—Es un condado salvaje —dijo la voz— y sus habitantes son unos cerdos.

—¿Usted también opina así? —dijo el señor Thomas Marvel—. Pero, sin duda, ¡do peor de todo son las botas!

Al decir esto, se volvió hacia la derecha, para comparar sus botas con las de su interlocutor, pero donde habrían tenido que estar no había ni botas ni piernas. Entonces se volvió hacia da izquierda, pero allí tampoco había ni botas ni piernas. Estaba completamente asombrado.

—¿Dónde está usted? —preguntó mientras se ponía a cuatro patas, y miraba para todos dados. Pero sólo encontró grandes praderas y, a lo dejos, verdes arbustos movidos por el viento.

—¿Estaré borracho? —se decía el señor Thomas Marvel—. ¿Habré tenido visiones? ¿Habré estado hablando conmigo mismo? ¿Qué…?

—No se asuste —dijo una voz.

—No me utilice para hacer de ventrílocuo —dijo el señor Marvel mientras se ponía en pie—. ¡Y encima me dice que no me asuste! ¿Dónde está usted?

—No se asuste —repitió da voz.

—¡Usted sí que se va a asustar dentro de un momento, está loco! —dijo el señor Thomas Marvel—. ¿Dónde está usted? Deje que de eche un vistazo… ¿No estará usted bajo tierra? —prosiguió el señor Thomas Marvel, después de un intervalo.

No hubo respuesta. El señor Thomas Marvel estaba de pie, sin botas y con la chaqueta a medio quitar. A lo lejos se escuchó un pájaro cantar.

—¡Sólo faltaba el trino de un pájaro! —añadió el señor Thomas Marvel—. No es precisamente un momento para bromas.

La pradera estaba completamente desierta. La carretera, con sus cunetas y sus mojones, también. Tan sólo el canto del pájaro turbaba da quietud del cielo.

—¡Que alguien me ayude! —dijo el señor Thomas Marvel volviéndose a echar el abrigo sobre los hombros—. ¡Es da bebida! Debería haberme dado cuenta antes.

—No es da bebida —señaló la voz—. Usted está completamente sobrio.

—¡Oh, no! —decía el señor Marvel mientras palidecía—. Es da bebida —repetían sus labios, y se puso a mirar a su alrededor, yéndose hacia atrás—. Habría jurado que oí una voz —concluyó en un susurro.

—Desde luego que la oyó.

—Ahí está otra vez —dijo el señor Marvel, cerrando los ojos y llevándose la mano a la frente con desesperación. En ese momento lo cogieron del cuello y do zarandearon, dejándolo más aturdido que nunca.

—No sea tonto —señaló la voz.

—Me estoy volviendo loco —dijo el señor Thomas Marvel—. Debe haber sido por haberme quedado mirando durante tanto tiempo das botas. O me estoy volviendo loco o es cosa de espíritus.

—Ni una cosa ni la otra —añadió la voz—. ¡Escúcheme!

—Loco de remate —se decía el señor Marvel.

—Un minuto, por favor —dijo la voz, intentando controlarse.

—Está bien. ¿Qué quiere? —dijo el señor Marvel con la extraña impresión de que un dedo lo había tocado en el pecho.

—Usted cree que soy un producto de su imaginación y sólo eso, ¿verdad?

—¿Qué otra cosa podría ser? —contestó Thomas Marvel, rascándose el cogote.

—Muy bien ——contestó la voz, con tono de enfado—. Entonces voy a empezar a tirarle piedras hasta que cambie de opinión.

—Pero, ¿dónde está usted?

La voz no contestó. Entonces, como surgida del aire, apareció una piedra que, por un pelo, no le dio al señor Marvel en un hombro. Al volverse, vio cómo una piedra se levantaba en el aire, trazaba un círculo muy complicado, se detenía un momento y caía a sus pies con invisible rapidez. Estaba tan asombrado que no pudo evitarla. La piedra, con un zumbido, rebotó en un dedo del pie y fue a parar a la cuneta. El señor Marvel se puso a dar saltos sobre un solo pie, gritando. Acto seguido echó a correr, pero chocó contra un obstáculo invisible y cayó al suelo sentado.

—¿Y ahora? —dijo la voz, mientras una tercera piedra se elevaba en el aire y se paraba justo encima de la cabeza del señor Marvel—. ¿Soy un producto de su imaginación?

El señor Marvel, en lugar de responder, se puso de pie, e inmediatamente volvió a caer al suelo. Se quedó en esa posición por momento.

—Si vuelve a intentar escapar —añadió la voz—, le tiraré la piedra en la cabeza.

—Es curioso —dijo el señor Thomas Marvel, que, sentado, se cogía el dedo dañado con la mano y tenía la vista fija en la tercera piedra—. No lo entiendo. Piedras que se mueven solas. Piedras que hablan. Me siento. Me rindo.

La tercera piedra cayó al suelo.

—Es muy sencillo —dijo la voz—. Soy un hombre invisible.

—Dígame otra cosa, por favor —dijo el señor Marvel, aún con cara de dolor—. ¿Dónde está escondido? ¿Cómo lo hace? No entiendo nada.

—No hay más que entender —dijo la voz—. Soy invisible. Es lo que quiero hacerle comprender. —Eso, cualquiera puede verlo. No tiene por qué ponerse así. Y, ahora, deme una pista. ¿Cómo hace para esconderse?

—Soy invisible. Ésa es la cuestión y es lo que quiero que entienda.

—Pero, ¿dónde está? —interrumpió el señor Marvel.

—¡Aquí! A unos pasos, en frente de usted.

—¡Vamos, hombre, que no estoy ciego! Y ahora me dirá que no es más que un poco de aire. ¿Cree que soy tonto?

—Pues es lo que soy, un poco de aire. Usted puede ver a través de mí.

—¿Qué? ¿No tiene cuerpo? Vox et… ¿sólo un chapurreo, no es eso?

—No. Soy un ser humano, de materia sólida, que necesita comer y beber, que también necesita abrigarse… Pero, soy invisible, ¿lo ve?, invisible. Es una idea muy sencilla. Soy invisible.

—Entonces, ¿es usted un hombre de verdad?

—Sí, de verdad.

—Entonces deme la mano —dijo el señor Marvel—. Si es de verdad, no le debe resultar extraño. Así que… ¡Dios mío! —dijo—. ¡Me ha hecho dar un salto al agarrarme!

Sintió que la mano le agarraba la muñeca con todos sus dedos y, con timidez, siguió tocando el brazo, el pecho musculoso y una barba. La cara de Marvel expresó su estupefacción.

—¡Es increíble! —dijo Marvel—. Esto es mejor que una pelea de gallos. ¡Es extraordinario! ¡Y, a través de usted, puedo ver un conejo con toda claridad a una milla de distancia! Es invisible del todo, excepto…

Y miró atentamente el espacio que parecía vacío.

—¿No habrá comido pan con queso, verdad? —le preguntó, agarrando el brazo invisible.

—Está usted en lo cierto. Es que mi cuerpo todavía no lo ha digerido.

—Ya —dijo el señor Marvel—. Entonces, ¿es usted una especie de fantasma?

—No, desde luego, no es tan maravilloso como cree.

—Para mi modesta persona, es lo suficientemente maravilloso —respondió el señor Marvel—. ¿Cómo puede arreglárselas? ¿Cómo lo hace?

—Es una historia demasiado larga y además…

—Le digo de verdad que estoy muy impresionado —le interrumpió el señor Marvel.

—En estos momentos, quiero decirle que necesito ayuda. Por eso he venido. Tropecé con usted por casualidad cuando vagaba por ahí, loco de rabia, desnudo, impotente. Podría haber llegado incluso al asesinato, pero lo vi a usted y…

—¡Santo cielo! —dijo el señor Marvel.

—Me acerqué por detrás, luego dudé un poco y, por fin…

La expresión del señor Marvel era bastante elocuente.

—Después me paré y pensé: «Éste es». La sociedad también lo ha rechazado. Éste es mi hombre. Me volví y…

—¡Santo cielo! —repitió el señor Marvel—. Me voy a desmayar. ¿Podría preguntarle cómo lo hace, o qué tipo de ayuda quiere de mí? ¡Invisible!

—Quiero que me consiga ropa, y un sitio donde cobijarme, y, después, algunas otras cosas. He estado sin ellas demasiado tiempo. Si no quiere, me conformaré, pero ¡tiene que querer!

—Míreme, señor —le dijo el señor Marvel—. Estoy completamente pasmado. No me maree más y déjeme que me vaya. Tengo que tranquilizarme un poco. Casi me ha roto el dedo del pie. Nada tiene sentido. No hay nada en la pradera. El cielo no alberga a nadie. No hay nada que ver en varias millas, excepto la naturaleza. Y, de pronto, como surgida del cielo, ¡llega hasta mí una voz! ¡Y luego piedras! Y hasta un puñetazo. ¡Santo Dios!

—Mantenga la calma —dijo la voz—, pues tiene que ayudarme.

El señor Marvel resopló y sus ojos se abrieron como platos.

—Lo he elegido a usted —continuó la voz—. Es usted el único hombre, junto con otros del pueblo, que ha visto a un hombre invisible. Tiene que ayudarme. Si me ayuda, le recompensaré. Un hombre invisible es un hombre muy poderoso —y se paró durante un segundo para estornudar con fuerza—. Pero, si me traiciona, si no hace las cosas como le digo…

Entonces paró de hablar y tocó al señor Marvel ligeramente en el hombro. Éste dio un grito de terror, al notar el contacto.

—Yo no quiero traicionarle —dijo el señor Marvel apartándose de donde estaban aquellos dedos—. No vaya a pensar eso. Yo quiero ayudarle. Dígame, simplemente, lo que tengo que hacer. Haré todo lo que usted quiere que haga.

CAPÍTULO X.

EL SEÑOR THOMAS MARVEL LLEGA A IPING

Cuando pasó el pánico, la gente del pueblo empezó a sacar conclusiones. Apareció el escepticismo, un escepticismo nervioso y no muy convencido, pero al fin y al cabo escepticismo. Es mucho más fácil no creer en hombres invisibles; y los que realmente lo habían visto, o los que habían sentido la fuerza de su brazo, podían contarse con los dedos de las dos manos. Y, entre los testigos, el señor Wadgers, por ejemplo, se había refugiado tras los cerrojos de su casa, y Jaffers, todavía aturdido, estaba tumbado en el salón del Coach and Horses. En general, los grandes acontecimientos, así como los extraños, que superan la experiencia humana, con frecuencia afectan menos a los hombres y mujeres que detalles mucho más pequeños de la vida cotidiana. Iping estaba alegre, lleno de banderines, y todo el mundo se había vestido de gala. Todos esperaban ansiosos que llegara el día de Pentecostés desde hacía más de un mes. Por la tarde, incluso los que creían en lo sobrenatural, estaban empezando a disfrutar, al suponer que aquel hombre ya se había ido, y los escépticos se mofaban de su existencia. Todos, tanto los que creían como los que no, se mostraban amables ese día.

 

El jardín de Haysman estaba adornado con una lona, debajo de la cual el señor Bunting y otras señoras preparaban el té; y mientras tanto, los niños de la Escuela Dominical, que no tenían colegio, hacían carreras y jugaban bajo la vigilancia del párroco y de las señoras Cuss y Sackbut. Sin duda, cierta incomodidad flotaba en el ambiente, pero la mayoría tenía el suficiente sentido común para ocultar las preocupaciones sobre lo ocurrido aquella mañana. En la pradera del pueblo se había colocado una cuerda ligeramente inclinada por la cual, mediante una polea, uno podía lanzarse con mucha rapidez contra un saco puesto en el otro extremo y que tuvo mucha aceptación entre los jóvenes. También había columpios y tenderetes en los que se vendían cocos. La gente paseaba, y, al lado de los columpios, se sentía un fuerte olor a aceite, y un organillo llenaba el aire con una música bastante alta. Los miembros del Club, que habían ido a la iglesia por la mañana, iban muy elegantes con sus bandas de color rosa y verde, y algunos, los más alegres, se habían adornado los bombines con cintas de colores. Al viejo Fletcher, con una concepción de la fiesta muy severa, se le podía ver por entre los jazmines que adornaban su ventana o por la puerta abierta (según por donde se mirara), de pie, encima de una tabla colocada entre dos sillas, encalando el techo del vestíbulo de su casa.

A eso de las cuatro de la tarde apareció en el pueblo un extraño personaje que venía de las colinas. Era una persona baja y gorda, que llevaba un sombrero muy usado, y que llegó casi sin respiración. Sus mejillas se hinchaban y deshinchaban alternativamente. Su pecoso rostro expresaba inquietud, y se movía con forzada diligencia.

Al llegar, torció en la esquina de la iglesia y fue directamente hacia Coach and Horses. Entre otros, el viejo Fletcher recuerda haberlo visto pasar y, además, se quedó tan ensimismado con ese paso agitado, que no advirtió cómo le caían unas cuantas gotas de pintura de la brocha en la manga del traje.

Según el propietario del tenderete de cocos, el extraño personaje parece que iba hablando solo, también el señor Huxter comentó este hecho. Nuestro personaje se paró ante la puerta de Coach and Horses y, de acuerdo con el señor Huxter, parece que dudó bastante antes de entrar. Por fin subió los escalones y el señor Huxter vio cómo giraba a la izquierda y abría la puerta del salón. El señor Huxter oyó unas voces que salían de la habitación y del bar y que informaban al personaje de su error.

—Esa habitación es privada —dijo Hall.

Y el personaje cerró la puerta con torpeza y se dirigió al bar.

Al cabo de unos minutos, reapareció pasándose la mano por los labios con un aire de satisfacción, que, de alguna forma, impresionó al señor Huxter. Se quedó parado un momento y, después, el señor Huxter vio cómo se dirigía furtivamente a la puerta del patio, adonde daban las ventanas del salón. El personaje, después de dudar unos instantes, se apoyó en la puerta y sacó una pipa, y se puso a prepararla. Mientras lo hacía, los dedos le temblaban. La encendió con torpeza y, cruzando los brazos, empezó a fumar con una actitud lánguida, comportamiento al que traicionaban sus rápidas miradas al interior del patio.

El señor Huxter seguía la escena por encima de los botes del escaparate de su establecimiento, y la singularidad con la que aquel hombre se comportaba le indujeron a mantener su observación.

En ese momento, el forastero se puso de pie y se guardó la pipa en el bolsillo. Acto seguido, desapareció dentro del patio. En seguida el señor Huxter, imaginando ser testigo de alguna ratería, dio la vuelta al mostrador y salió corriendo a la calle para interceptar al ladrón. Mientras tanto el señor Marvel salía, con el sombrero ladeado, con un bulto envuelto en un mantel azul en una mano y tres libros atados, con los tirantes del vicario, como pudo demostrarse más tarde, en la otra. Al ver a Huxter, dio un respingo, giró a la izquierda y echó a correr.

—¡Al ladrón! —gritó Huxter, y salió corriendo detrás de él.

Las sensaciones del señor Huxter fueron intensas pero breves. Vio cómo el hombre que iba delante de él torcía en la esquina de la iglesia y corría hacia la colina. Vio las banderas y la fiesta y las caras que se volvían para mirarlo.

—¡Al ladrón! —gritó de nuevo, pero, apenas había dado diez pasos, lo agarraron por una pierna de forma misteriosa y cayó de bruces al suelo. Le pareció que el mundo se convertía en millones de puntitos de luz y ya no le interesó lo que ocurrió después.

CAPÍTULO XI.

EN LA POSADA DE LA SEÑORA HALL

Para comprender lo que ocurrió en la posada, hay que volver al momento en el que el señor Huxter vio por vez primera a Marvel por el escaparate de su establecimiento. En ese momento se encontraban en el salón el señor Cuss y el señor Bunting. Hablaban con seriedad sobre los extraordinarios acontecimientos que habían tenido lugar aquella mañana y estaban, con el permiso del señor Hall, examinando las pertenencias del hombre invisible. Jaffers se había recuperado, en parte, de su caída y se había ido a casa por disposición de sus amigos. La señora Hall había recogido las ropas del forastero y había ordenado el cuarto. Y, sobre la mesa que había bajo la ventana, donde el forastero solía trabajar, Cuss había encontrado tres libros manuscritos en los que se leía Diario.

—¡Un Diario! —dijo Cuss, colocando los tres libros sobre la mesa—. Ahora nos enteraremos de lo ocurrido.

El vicario, que estaba de pie, se apoyó con las dos manos en la mesa.

—Un Diario —repetía Cuss mientras se sentaba y colocaba dos volúmenes en la mesa y sostenía el tercero. Lo abrió—. ¡Humm! No hay ni un nombre en la portada. ¡Qué fastidio! Sólo hay códigos y símbolos.

El vicario se acercó mirando por encima del hombro.

Cuss empezó a pasar páginas, sufriendo un repentino desengaño.

—Estoy… ¡no puede ser! Todo está escrito en clave, Bunting.

—¿No hay ningún diagrama —preguntó Bunting—, ningún dibujo que nos pueda ayudar algo?

—Míralo tú mismo —dijo el señor Cuss—. Parte de lo que hay son números, y parte está escrito en ruso o en otra lengua parecida (a juzgar por el tipo de letra), y, el resto, en griego. A propósito, usted sabía griego…

—Claro —dijo el señor Bunting sacando las gafas y limpiándolas a la vez que se sentía un poco incómodo (no se acordaba ni de una palabra en griego)—. Sí, claro, el griego puede darnos alguna pista.

—Le buscaré un párrafo.

—Prefiero echar un vistazo antes a los otros volúmenes —dijo el señor Bunting limpiando las gafas—. Primero hay que tener una impresión general, Cuss. Después, ya buscaremos las pistas.

Bunting tosió, se puso las gafas, se las ajustó, tosió de nuevo y, después, deseó que ocurriera algo que evitara la terrible humillación. Cuando cogió el volumen que Cuss le tendía, lo hizo con parsimonia y, acto seguido, ocurrió algo.

Se abrió la puerta de repente.

Los dos hombres dieron un salto, miraron a su alrededor y se tranquilizaron al ver una cara sonrosada debajo de un sombrero de seda adornado con pieles.

—Una cerveza —pidió aquella cara y se quedó mirando.

—No es aquí —dijeron los dos hombres al unísono.

—Es por el otro lado, señor —dijo el señor Bunting.

—Y, por favor, cierre la puerta —dijo el señor Cuss, irritado.

—De acuerdo —contestó el intruso con una voz mucho más baja y distinta, al parecer, de la voz ronca con la que había hecho la pregunta—. Tienen razón —volvió a decir el intruso con la misma voz que al principio—, pero, ¡manténganse a distancia!

Y desapareció, cerrando la puerta.

—Yo diría que se trata de un marinero —dijo el señor Bunting—. Son tipos muy curiosos. ¡Manténganse a distancia! Imagino que será algún término especial para indicar que se marcha de la habitación.

—Supongo que debe ser eso —dijo Cuss—. Hoy tengo los nervios deshechos. Vaya susto que me he llevado, cuando se abrió la puerta.

El señor Bunting sonrió como si él no se hubiese asustado.

—Y ahora —dijo— volvamos a esos libros para ver qué podemos encontrar.

—Un momento —dijo Cuss, echando la llave a la puerta—. Así no nos interrumpirá nadie.

Alguien respiró mientras lo hacía.

—Una cosa es indiscutible —dijo Bunting mientras acercaba una silla a la de Cuss—. En Iping han ocurrido cosas muy extrañas estos últimos días, muy extrañas. Y, por supuesto, no creo en esa absurda historia de la invisibilidad.

—Es increíble —dijo Cuss—. Increíble, pero el hecho es que yo lo he visto. Realmente vi el interior de su manga.

—Pero ¿está seguro de lo que ha visto? Suponga que fue el reflejo de un espejo. Con frecuencia se producen alucinaciones. No sé si ha visto alguna vez actuar a un buen prestidigitador…

—No quiero volver a discutir sobre eso —dijo Cuss—. Hemos descartado ya esa posibilidad, Bunting. Ahora, estábamos con estos libros, ¡Ah, aquí está lo que supuse que era griego! Sin duda, las letras son griegas.

Y señaló el centro de una página. El señor Bunting se sonrojó un poco y acercó la cara al libro, como si no pudiera ver bien con las gafas. De repente notó una sensación muy extraña en el cogote. Intentó levantar la cabeza, pero encontró una fuerte resistencia. Notó una presión, la de una mano pesada y firme, que lo empujaba hasta dar con la barbilla en la mesa.

—No se muevan, hombrecillos —susurró una voz—, o les salto los sesos.

Bunting miró la cara de Cuss, ahora muy cerca de la suya, y los dos vieron el horrible reflejo de su perplejidad.

—Siento tener que tratarlos así —continuó la voz—, pero no me queda otro remedio. ¿Desde cuándo se dedican a fisgonear en los papeles privados de un investigador? —dijo la voz, y, las dos barbillas golpearon contra la mesa y los dientes de ambos rechinaron—. ¿Desde cuándo se dedican a invadir las habitaciones de un hombre desgraciado? —y se repitieron los golpes—. ¿Dónde se han llevado mi ropa? Escuchen —dijo la voz— las ventanas están cerradas y he quitado la llave de la cerradura. Soy un hombre bastante fuerte y tengo una mano dura; además, soy invisible. No cabe la menor duda de que podría matarlos a los dos y escapar con facilidad, si quisiera. ¿Están de acuerdo? Muy bien. Pero ¿si les dejo marchar, me prometerán no intentar cometer ninguna tontería y hacer lo que yo les diga?

El vicario y el doctor se miraron. El doctor hizo una mueca.

—Sí —dijo el señor Bunting y el doctor lo imitó. Entonces cesó la presión sobre sus cuellos y los dos se incorporaron, con las caras como pimientos y moviendo las cabezas.

—Por favor, quédense sentados donde están —dijo el hombre invisible—. Acuérdense de que puedo atizarles. Cuando entré en esa habitación —continuó diciendo el hombre invisible, después de tocar la punta de la nariz de cada uno de los intrusos—, no esperaba hallarla ocupada y, además, esperaba encontrar, aparte de mis libros y papeles, toda mi ropa. ¿Dónde está? No, no se levanten. Puedo ver que se la han llevado. Y, ahora, volviendo a nuestro asunto, aunque los días son bastante cálidos, incluso para un hombre invisible que se pasea por ahí, desnudo, las noches son frescas. Quiero mi ropa y varias otras cosas y también quiero esos tres libros.

CAPÍTULO XII.

EL HOMBRE INVISIBLE PIERDE LA PACIENCIA

Es inevitable que la narración se interrumpa en este momento de nuevo, debido a un lamentable motivo, como veremos más adelante. Mientras todo lo descrito ocurría en el salón y mientras el señor Huxter observaba cómo el señor Marvel fumaba su pipa apoyado en la puerta del patio, a poca distancia de allí, el señor Hall y Teddy Henfrey comentaban intrigados lo que se había convertido en el único tema de Iping.

De repente, se oyó un golpe en la puerta del salón, un grito y, luego, un silencio total.

—¿Qué ocurre? —dijo Teddy Henfrey.

—¿Qué ocurre? —se oyó en el bar.

El señor Hall tardaba en entender las cosas, pero ahora se daba cuenta de que allí pasaba algo.

 

—Ahí dentro algo va mal —dijo, y salió de detrás de la barra para dirigirse a la puerta del salón.

Él y el señor Henfrey se acercaron a la puerta para escuchar, preguntándose con los ojos.

—Ahí dentro algo va mal —dijo Hall. Y Henfrey asintió con la cabeza. Y empezaron a notar un desagradable olor a productos químicos, y se oía una conversación apagada y muy rápida.

—¿Están ustedes bien? —preguntó Hall llamando a la puerta.

La conversación cesó repentinamente; hubo unos minutos de silencio y después siguió la conversación con susurros muy débiles. Luego, se oyó un grito agudo: «¡No, no lo haga!». Acto seguido se oyó el ruido de una silla que cayó al suelo. Parecía que estuviese teniendo lugar una pequeña lucha. Después, de nuevo el silencio.

—¿Qué está ocurriendo ahí? —exclamó Henfrey en voz baja.

—¿Están bien? —volvió a preguntar el señor Hall. Se oyó entonces la voz del vicario con un tono bastante extraño:

—Estamos bien. Por favor, no interrumpan.

—¡Qué raro! —dijo el señor Henfrey.

—Sí, es muy raro —dijo el señor Hall.

—Ha dicho que no interrumpiéramos —dijo el señor Henfrey.

—Sí, yo también lo he oído —añadió Hall.

—Y he oído un estornudo —dijo Henfrey.

Se quedaron escuchando la conversación, que siguió en voz muy baja y con bastante rapidez.

—No puedo —decía el señor Bunting alzando la voz—. Le digo que no puedo hacer eso, señor.

—¿Qué ha dicho? —preguntó Henfrey.

—Dice que no piensa hacerlo —respondió Hall—. ¿Crees que nos está hablando a nosotros?

—¡Es una vergüenza! —dijo el señor Bunting desde dentro.

—¡Es una vergüenza! —dijo el señor Henfrey—. Es lo que ha dicho, acabo de oírlo claramente.

—¿Quién está hablando? —preguntó Henfrey.

—Supongo que el señor Cuss —dijo Hall—. ¿Puedes oír algo?

Silencio. No se podía distinguir nada por los ruidos de dentro.

—Parece que estuvieran quitando el mantel —dijo Hall.

La señora Hall apareció en ese momento. Hall le hizo gestos para que se callara. La señora Hall se opuso.

—¿Por qué estás escuchando ahí, a la puerta, Hall? —le preguntó—. ¿No tienes nada mejor que hacer, y más en un día de tanto trabajo?

Hall intentaba hacerle todo tipo de gestos para que se callara, pero la señora Hall no se daba por vencida. Alzó la voz de manera que Hall y Henfrey, más bien cabizbajos, volvieron a la barra de puntillas, gesticulando en un intento de explicación.

En principio, la señora Hall no quería creer nada de lo que los dos hombres habían oído. Mandó callar a Hall, mientras Henfrey le contaba toda la historia. La señora Hall pensaba que todo aquello no eran más que tonterías, quizá sólo estaban corriendo los muebles.

—Sin embargo, estoy seguro de haberles oído decir ¡es una vergüenza! —dijo Hall.

—Sí, sí; yo también lo oí, señora Hall —dijo Henfrey.

—No puede ser… —comenzó la señora Hall.

—¡Sssh! —dijo Teddy Henfrey—. ¿No han oído la ventana?

—¿Qué ventana? —preguntó la señora Hall.

—La del salón —dijo Henfrey.

Todos se quedaron escuchando atentamente. La señora Hall estaba mirando, sin ver el marco de la puerta de la posada, la calle blanca y ruidosa, y el escaparate del establecimiento de Huxter, que estaba en frente. De repente, Huxter apareció en la puerta, excitado y haciendo gestos con los brazos.

—¡Al ladrón, al ladrón! —decía, y salió corriendo hacia la puerta del patio, por donde desapareció.

Casi a la vez, se oyó un gran barullo en el salón y cómo cerraban las ventanas.

Hall, Henfrey y todos los que estaban en el bar de la posada salieron atropelladamente a la calle. Y vieron a alguien que daba la vuelta a la esquina hacia la calle que lleva a las colinas, y al señor Huxter, que daba una complicada cabriola en el aire y terminaba en el suelo de cabeza. La gente, en la calle, estaba boquiabierta y corría detrás de aquellos hombres.

El señor Huxter estaba aturdido. Henfrey se paró para ver qué le pasaba. Hall y los dos campesinos del bar siguieron corriendo hacia la esquina, gritando frases incoherentes, y vieron cómo el señor Marvel desaparecía, al doblar la esquina de la pared de la iglesia. Parecieron llegar a la conclusión, poco probable, de que era el hombre invisible que se había vuelto visible, y siguieron corriendo tras él. Apenas recorridos unos metros, Hall lanzó un grito de asombro y salió despedido hacia un lado, yendo a dar contra un campesino que cayó con él al suelo. Le habían empujado, como si estuviera jugando un partido de fútbol. El otro campesino se volvió, los miró, y, creyendo que el señor Hall se había caído, siguió con la persecución, pero le pusieron la zancadilla, como le ocurrió a Huxter, y cayó al suelo. Después, cuando el primer campesino intentaba ponerse de pie, volvió a recibir un golpe que habría derribado a un buey.

A la vez que caía al suelo, doblaron la esquina las personas que venían de la pradera del pueblo. El primero en aparecer fue el propietario del tenderete de cocos, un hombre fuerte que llevaba un jersey azul; se quedó asombrado al ver la calle vacía, y los tres cuerpos tirados en el suelo. Pero, en ese momento, algo le ocurrió a una de sus piernas y cayó rodando al suelo, llevándose consigo a su hermano y socio, al que pudo agarrar por un brazo en el último momento. El resto de la gente que venía detrás tropezó con ellos, los pisotearon y cayeron encima.

Cuando Hall, Henfrey y los campesinos salieron corriendo de la posada, la señora Hall, que tenía muchos años de experiencia, se quedó en el bar, pegada a la caja. De repente, se abrió la puerta del salón y apareció el señor Cuss, quien, sin mirarla, echó a correr escaleras abajo hacia la esquina, gritando:

—¡Cogedlo! ¡No dejéis que suelte el paquete! ¡Sólo lo seguiréis viendo si no suelta el paquete!

No sabía nada de la existencia del señor Marvel, a quien el hombre invisible había entregado los libros y el paquete en el patio. En la cara del señor Cuss podía verse dibujado el enfado y la contrariedad, pero su indumentaria era escasa, llevaba sólo una especie de faldón blanco, que sólo habría quedado bien en Grecia.

—¡Cogedlo! —chillaba—. ¡Tiene mis pantalones y toda la ropa del vicario!

—¡Me ocuparé de él! —le gritó a Henfrey, mientras pasaba al lado de Huxter, en el suelo, y doblaba la esquina para unirse a la multitud. En ese momento le dieron un golpe que lo dejó tumbado de forma indecorosa. Alguien, con todo el peso del cuerpo, le estaba pisando los dedos de la mano. Lanzó un grito e intentó ponerse de pie, pero le volvieron a dar un golpe y cayó, encontrándose otra vez a cuatro patas. En ese momento tuvo la impresión de que no estaba envuelto en una persecución, sino en una huida. Todo el mundo corría de vuelta hacia el pueblo. El señor Cuss volvió a levantarse y le dieron un golpe detrás de la oreja. Echó a correr, y se dirigió al Coach and Horses, pasando por encima de Huxter, que se encontraba sentado en medio de la calle.

En las escaleras de la posada, escuchó, detrás de él, cómo alguien lanzaba un grito de rabia que se oyó por encima de los gritos del resto de la gente, y el ruido de una bofetada. Reconoció la voz del hombre invisible. El grito era el de un hombre furioso.

El señor Cuss entró corriendo al salón.

—¡Ha vuelto, Bunting! ¡Sálvate! ¡Se ha vuelto loco!

El señor Bunting estaba de pie, al lado de la ventana, intentando taparse con la alfombra de la chimenea y el West Surrey Cazette.

—¿Quién ha vuelto? —dijo, sobresaltándose de tal forma, que casi dejó caer la alfombra.

—¡El hombre invisible! —respondió Cuss, mientras corría hacia la ventana—. ¡Marchémonos de aquí cuanto antes! ¡Se ha vuelto loco, completamente loco!

Al instante, ya había salido al patio.

—¡Cielo santo! —dijo el señor Bunting, quien dudaba sobre qué se podía hacer, pero, al oír una tremenda contienda en el pasillo de la posada, se decidió. Se descolgó por la ventana, se ajustó el improvisado traje como pudo, y echó a correr por el pueblo tan rápido como sus piernas, gordas y cortas, se lo permitieron.