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100 Clásicos de la Literatura

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El lugar estaba completamente vacío. Cerraron la puerta trasera y miraron en la cocina, en la despensa y, por último, bajaron a la bodega. No encontraron ni un alma en la casa, y eso que buscaron cuanto pudieron.

Las primeras luces del día encontraron al vicario y a su esposa, singularmente vestidos, sentados en el primer piso de su casa a la luz, innecesaria ya, de una vela que se estaba extinguiendo, maravillados aún por lo ocurrido.

CAPÍTULO VI.

LOS MUEBLES SE VUELVEN LOCOS

Ocurrió que en la madrugada del día de Pentecostés, el señor y la señora Hall, antes de despertar a Millie para que empezase a trabajar, se levantaron y bajaron a la bodega sin hacer ruido. Querían ver cómo iba la fermentación de su cerveza. Nada más entrar, la señora Hall se dio cuenta de que había olvidado traer una botella de zarzaparrilla de la habitación. Como ella era la más experta en esta materia, el señor Hall subió a buscarla al piso de arriba.

Cuando llegó al rellano de la escalera, le sorprendió ver que la puerta de la habitación del forastero estuviera entreabierta. El señor Hall fue a su habitación y encontró la botella donde su mujer le había dicho.

Al volver con la botella, observó que los cerrojos de la puerta principal estaban descorridos y que ésta estaba cerrada sólo con el pestillo. En un momento de inspiración se le ocurrió relacionar este hecho con la puerta abierta del forastero y con las sugerencias del señor Teddy Henfrey. Recordó, además, claramente, cómo sostenía una lámpara mientras el señor Hall corría los cerrojos la noche anterior. Al ver todo esto, se detuvo algo asombrado y, con la botella todavía en la mano, volvió a subir al piso de arriba. Al llegar, llamó a la puerta del forastero y no obtuvo respuesta. Volvió a llamar, y, acto seguido, entró abriendo la puerta de par en par.

Como esperaba, la cama, e incluso la habitación, estaban vacías. Y lo que resultaba aún más extraño, incluso para su escasa inteligencia, era que, esparcidas por la silla y los pies de la cama, se encontraban las ropas, o, por lo menos, las únicas ropas que él le había visto, y las vendas del huésped. También su sombrero de ala ancha estaba colgado en uno de los barrotes de la cama.

En éstas se hallaba, cuando oyó la voz de su mujer, que surgía de lo más profundo de la bodega con ese tono característico de los campesinos del oeste de Sussex que denota una gran impaciencia:

—¡George! ¿Es que no vas a venir nunca? Al oírla, Hall bajó corriendo.

—Janny —le dijo—. Henfrey tenía razón en lo que decía. Él no está en su habitación. Se ha ido. Los cerrojos de la puerta están descorridos.

Al principio la señora Hall no entendió nada, pero, en cuanto se percató, decidió subir a ver por sí misma la habitación vacía. Hall, con la botella en la mano todavía, iba el primero.

—Él no está, pero sus ropas sí —dijo—. Entonces, ¿qué está haciendo sin sus ropas? Éste es un asunto muy raro.

Como quedó claro luego, mientras subían las escaleras de la bodega, les pareció oír cómo la puerta de la entrada se abría y se cerraba más tarde, pero, al no ver nada y estar cerrada la puerta, ninguno de los dos dijo ni una palabra sobre el hecho en ese momento. La señora Hall adelantó a su marido por el camino y fue la primera en llegar arriba. En ese momento alguien estornudó. Hall, que iba unos pasos detrás de su esposa, pensó que era ella la que había estornudado, pues iba delante, y ella tuvo la impresión de que había sido él el que lo había hecho. La señora Hall abrió la puerta de la habitación, y, al verla, comentó:

—¡Qué curioso es todo esto!

De pronto le pareció escuchar una respiración justo detrás de ella, y, al volverse, se quedó muy sorprendida, ya que su marido se encontraba a unos doce pasos de ella, en el último escalón de la escalera. Sólo al cabo de un minuto estuvo a su lado; ella se adelantó y tocó la almohada y debajo de la ropa.

—Están frías —dijo—. Ha debido levantarse hace más de una hora.

Cuando decía esto, tuvo lugar un hecho extremadamente raro: las sábanas empezaron a moverse ellas solas, formando una especie de pico, que cayó a los pies de la cama. Fue como si alguien las hubiera agarrado por el centro y las hubiese echado a un lado de la cama. Inmediatamente después, el sombrero se descolgó del barrote de la cama y, describiendo un semicírculo en el aire, fue a parar a la cara de la señora Hall. Después, y con la misma rapidez, saltó la esponja del lavabo, y luego una silla, tirando los pantalones y el abrigo del forastero a un lado y riéndose secamente con un tono muy parecido al del forastero, dirigiendo sus cuatro patas hacia la señora Hall, y, como si, por un momento, quisiera afinar la puntería, se lanzó contra ella. La señora Hall gritó y se dio la vuelta, y entonces la silla apoyó sus patas suave pero firmemente en su espalda y les obligó a ella y a su marido a salir de la habitación. Acto seguido, la puerta se cerró con fuerza y alguien echó la llave. Durante un momento pareció que la silla y la cama estaban ejecutando la danza del triunfo, y, de repente, todo quedó en silencio.

La señora Hall, medio desmayada, cayó en brazos de su marido en el rellano de la escalera. El señor Hall y Millie, que se había despertado al escuchar los gritos, no sin dificultad, lograron finalmente llevarla abajo y aplicarle lo acostumbrado en estos casos.

—Son espíritus —decía la señora Hall—. Estoy segura de que son espíritus. Lo he leído en los periódicos. Mesas y sillas que dan brincos y bailan…

—Toma un poco más, Janny —dijo el señor Hall—. Te ayudará a calmarte.

—Echadle fuera —siguió diciendo la señora Hall—. No dejéis que vuelva. Debí haberlo sospechado. Debí haberlo sabido. ¡Con esos ojos fuera de las órbitas y esa cabeza! Y sin ir a misa los domingos. Y todas esas botellas, más de las que alguien pueda tener. Ha metido los espíritus en mis muebles. ¡Mis pobres muebles! En esa misma silla mi madre solía sentarse cuando yo era sólo una niña. ¡Y pensar que ahora se ha levantado contra mí!

—Sólo una gota más, Janny —le repetía el señor Hall—. Tienes los nervios destrozados.

Cuando lucían los primeros rayos de sol, enviaron a Millie al otro lado de la calle, para que despertara al señor Sandy Wadgers, el herrero. El señor Hall le enviaba sus saludos y le mandaba decir que los muebles del piso de arriba se estaban comportando de manera singular. ¿Se podría acercar el señor Wadgers por allí? Era un hombre muy sabio y lleno de recursos. Cuando llegó, examinó el suceso con seriedad.

—Apuesto lo que sea a que es asunto de brujería —dijo el señor Wadgers—. Vais a necesitar bastantes herraduras para tratar con gente de ese cariz.

Estaba muy preocupado. Los Hall querían que subiese al piso de arriba, pero él no parecía tener demasiada prisa, prefería quedarse hablando en el pasillo. En ese momento el ayudante de Huxter se disponía a abrir las persianas del escaparate del establecimiento y lo llamaron para que se uniera al grupo. Naturalmente el señor Huxter también se unió al cabo de unos minutos. El genio anglosajón quedó patente en aquella reunión: todo el mundo hablaba, pero nadie se decidía a actuar.

—Vamos a considerar de nuevo los hechos —insistió el señor Sandy Wadgers—. Asegurémonos de que, antes de echar abajo la puerta, estaba abierta. Una puerta que no ha sido forzada siempre se puede forzar, pero no se puede rehacer una vez forzada.

Y, de repente, y de forma extraordinaria, la puerta de la habitación se abrió por sí sola y, ante el asombro de todos, apareció la figura embozada del forastero, quien comenzó a bajar las escaleras, mirándolos como nunca antes lo había hecho a través de sus gafas azules. Empezó a bajar rígida y lentamente, sin dejar de mirarlos en ningún momento; recorrió el pasillo y después se detuvo.

—¡Miren allí! —dijo.

Y sus miradas siguieron la dirección que les indicaba aquel dedo enguantado hasta fijarse en una botella de zarzaparrilla, que se encontraba en la puerta de la bodega. Después entró en el salón y les cerró la puerta en las narices airado.

No se escuchó ni una palabra hasta que se extinguieron los últimos ecos del portazo. Se miraron unos a otros.

—¡Que me cuelguen, si esto no es demasiado! —dijo el señor Wadgers, dejando la alternativa en el aire—. Yo iría y le pediría una explicación —le dijo al señor Hall.

Les llevó algún tiempo convencer al marido de la posadera para que se atreviese a hacerlo. Cuando lo lograron, éste llamó a la puerta, la abrió y sólo acertó a decir:

—Perdone…

—¡Váyase al diablo! —le dijo a voces el forastero—. Y cierre la puerta, cuando salga —añadió, dando por terminada la conversación con estas últimas palabras.

CAPÍTULO VII.

EL DESCONOCIDO SE DESCUBRE

El desconocido entró en el salón del Coach and Horses alrededor de las cinco y media de la mañana y permaneció allí, con las persianas bajadas y la puerta cerrada, hasta cerca de las doce del mediodía, sin que nadie se atreviera a acercarse después del comportamiento que tuvo con el señor Hall.

No debió comer nada durante ese tiempo. La campanilla sonó tres veces, la última vez con furia y de forma continuada, pero nadie contestó.

—Él y su ¡váyase al diablo! —decía la señora Hall.

En ese momento comenzaron a llegar los rumores del robo en la vicaría, y todo el mundo comenzó a atar cabos sueltos. Hall, acompañado de Wadgers, salió a buscar al señor Shuckleforth, el magistrado, para pedirle consejo. Como nadie se atrevió a subir arriba, no se sabe lo que estuvo haciendo el forastero. De vez en cuando recorría con celeridad la habitación de un lado a otro, y en un par de ocasiones pudo escucharse cómo maldecía, rasgaba papeles o rompía cristales con fuerza.

 

El pequeño grupo de gente asustada pero curiosa era cada vez más grande. La señora Huxter se unió al poco rato; algunos jóvenes que lucían chaquetas negras y corbatas de papel imitando piqué, pues era Pentecostés, también se acercaron preguntándose qué ocurría. El joven Archie Harker, incluso, cruzó el patio e intentó fisgar por debajo de las persianas. No pudo ver nada, pero los demás creyeron que había visto algo y se le unieron en seguida.

Era el día de Pentecostés más bonito que habían tenido hasta entonces; y a lo largo de la calle del pueblo podía verse una fila de unos doce puestos de feria y uno de tiro al blanco. En una pradera al lado de la herrería podían verse tres vagones pintados de amarillo y de marrón y un grupo muy pintoresco de extranjeros, hombres y mujeres, que estaban levantando un puesto de tiro de cocos. Los caballeros llevaban jerseys azules y las señoras delantales blancos y sombreros a la moda con grandes plumas. Wodger, el de la Purple Fawn, y el señor Jaggers, el zapatero, que, además, se dedicaban a vender bicicletas de segunda mano, estaban colgando una ristra de banderines (con los que, originalmente, se celebraba el jubileo) a lo largo de la calle.

Y, mientras tanto, dentro, en la oscuridad artificial del salón, en el que sólo penetraba un débil rayo de luz, el forastero, suponemos que hambriento y asustado, escondido en su incómoda envoltura, miraba sus papeles con las gafas oscuras o hacía sonar sus botellas, pequeñas y sucias y, de vez en cuando, gritaba enfadado contra los niños, a los que no podía ver, pero sí oír, al otro lado de las ventanas. En una esquina, al lado de la chimenea, yacían los cristales de media docena de botellas rotas, y el aire estaba cargado de un fuerte olor a cloro. Esto es lo que sabemos por lo que podía oírse en ese momento y por lo que, más tarde, pudo verse en la habitación. Hacia el mediodía, el forastero abrió de repente la puerta del salón y se quedó mirando fijamente a las tres o cuatro personas que se encontraban en ese momento en el bar.

—Señora Hall —llamó.

Y alguien se apresuró a avisarla.

La señora Hall apareció al cabo de un instante con la respiración un poco alterada, pero todavía furiosa. El señor Hall aún se encontraba fuera. Ella había reflexionado sobre lo ocurrido y acudió llevando una bandeja con la cuenta sin pagar.

—¿Desea la cuenta, señor? —le dijo.

—¿Por qué no ha mandado que me trajeran el desayuno? ¿Por qué no me ha preparado la comida y contestado a mis llamadas? ¿Cree que puedo vivir sin comer?

—¿Por qué no me ha pagado la cuenta? —le dijo la señora Hall—. Es lo único que quiero saber. —Le dije hace tres días que estaba esperando un envío.

—Y yo le dije hace dos que no estaba dispuesta a esperar ningún envío. No puede quejarse si ha esperado un poco por su desayuno, pues yo he estado esperando cinco días a que me pagase la cuenta.

El forastero perjuró brevemente, pero con energía. Desde el bar se escucharon algunos comentarios. —Le estaría muy agradecida, señor, si se guardara sus groserías —le dijo la señora Hall.

El forastero, de pie, parecía ahora más que nunca un buzo. En el bar se convencieron de que, en ese momento, la señora Hall las tenía todas a favor. Y las palabras que el forastero pronunció después se lo confirmaron.

—Espere un momento, buena mujer —comenzó diciendo.

—A mí no me llame buena mujer —contestó la señora Hall.

—Le he dicho y le repito que aún no me ha llegado el envío.

—¡A mí no me venga ahora con envíos! —siguió la señora Hall.

—Espere, quizá todavía me quede en el bolsillo… —Usted me dijo hace dos días que tan sólo llevaba un soberano de plata encima.

—De acuerdo, pero he encontrado algunas monedas…

—¿Es verdad eso? —se oyó desde el bar.

—Me gustaría saber de dónde las ha sacado —le dijo la señora Hall.

Esto pareció enojar mucho al forastero, quien, dando una patada en el suelo, dijo:

—¿Qué quiere decir?

—Que me gustaría saber dónde las ha encontrado —le contestó la señora Hall—. Y, antes de aceptar un billete o de traerle el desayuno, o de hacer cualquier cosa, tiene que decirme una o dos cosas que yo no entiendo y que nadie entiende y que, además, todos estamos ansiosos por entender. Quiero saber qué le ha estado haciendo a la silla de arriba, y por qué su habitación estaba vacía y cómo pudo entrar de nuevo. Los que se quedan en mi casa tienen que entrar por las puertas, es una regla de la posada, y usted no la ha cumplido, y quiero saber cómo entró, y también quiero saber…

De repente el forastero levantó la mano enguantada, dio un pisotón en el suelo y gritó: «¡Basta!» con tanta fuerza, que la señora Hall enmudeció al instante.

—Usted no entiende —comenzó a decir el forastero— ni quién soy ni qué soy, ¿verdad? Pues voy a enseñárselo. ¡Vaya que si voy a enseñárselo!

En ese momento se tapó la cara con la palma de la mano y luego la apartó. El centro de su rostro se había convertido en un agujero negro.

—Tome —dijo, y dio un paso adelante extendiéndole algo a la señora Hall, que lo aceptó automáticamente, impresionada como estaba por la metamorfosis que estaba sufriendo el rostro del huésped. Después, cuando vio de lo que se trataba, retrocedió unos pasos y, dando un grito, lo soltó. Se trataba de la nariz del forastero, tan rosada y brillante, que rodó por el suelo.

Después se quitó las gafas, mientras lo observaban todos los que estaban en el bar. Se quitó el sombrero y, con un gesto rápido, se desprendió del bigote y de los vendajes. Por un instante éstos se resistieron. Un escalofrío recorrió a todos los que se encontraban en el bar.

—¡Dios mío! —gritó alguien, a la vez que caían al suelo las vendas.

Aquello era lo peor de lo peor. La señora Hall, horrorizada y boquiabierta, después de dar un grito por lo que estaba viendo, salió corriendo hacia la puerta de la posada. Todo el mundo en el bar echó a correr. Habían estado esperando cicatrices, una cara horriblemente desfigurada, pero ¡no había nada! Las vendas y la peluca volaron hasta el bar, obligando a un muchacho a dar un salto para poder evitarlas. Unos tropezaban contra otros al intentar bajar las escaleras. Mientras tanto, el hombre que estaba allí de pie, intentando dar una serie de explicaciones incoherentes, no era más que una figura que gesticulaba y que no tenía absolutamente nada que pudiera verse a partir del cuello del abrigo.

La gente del pueblo que estaba fuera oyó los gritos y los chillidos y, cuando miraron calle arriba, vieron cómo la gente salía, a empellones, del Coach and Horses. Vieron cómo se caía la señora Hall y cómo el señor Teddy Henfrey saltaba por encima de ella para no pisarla. Después oyeron los terribles gritos de Millie, que había salido de la cocina al escuchar el ruido en el bar y se había encontrado con el forastero sin cabeza.

Al ver todo aquello, los que se encontraban en la calle, el vendedor de dulces, el propietario de la caseta del tiro de cocos y su ayudante, el señor de los columpios, varios niños y niñas, petimetres paletos, elegantes jovencitas, señores bien vestidos e incluso las gitanas con sus delantales se acercaron corriendo a la posada; y, milagrosamente, en un corto período de tiempo una multitud de casi cuarenta personas, que no dejaba de aumentar, se agitaba, silbaba, preguntaba, contestaba y sugería delante del establecimiento del señor Hall. Todos hablaban a la vez y aquello no parecía otra cosa que la torre de Babel. Un pequeño grupo atendía a la señora Hall, que estaba al borde del desmayo. La confusión fue muy grande ante la evidencia de un testigo ocular, que seguía gritando:

—¡Un fantasma!

—¿Qué es lo que ha hecho?

—¿No la habrá herido?

—Creo que se le vino encima con un cuchillo en la mano.

—Te digo que no tiene cabeza, y no es una forma de hablar, me refiero a ¡un hombre sin cabeza!

—¡Tonterías! Eso es un truco de prestidigitador.

—¡Se ha quitado unos vendajes!

En su intento de atisbar algo a través de la puerta abierta, la multitud había formado un enorme muro, y la persona que estaba más cerca de la posada gritaba:

—Se estuvo quieto un momento, oí el grito de la mujer y se volvió. La chica echó a correr y él la persiguió. No duró más de diez segundos. Después él volvió con una navaja en la mano y con una barra de pan. No hace ni un minuto que ha entrado por aquella puerta. Les digo que ese hombre no tenía cabeza. Ustedes no han podido verlo…

Hubo un pequeño revuelo detrás de la multitud y el que hablaba se paró para dejar paso a una pequeña procesión que se dirigía con resolución hacia la casa. El primero era el señor Hall, completamente rojo y decidido, le seguía el señor Bobby Jaffers, el policía del pueblo, y, acto seguido, iba el astuto señor Wadgers. Iban provistos de una autorización judicial para arrestar al forastero.

La gente seguía dando distintas versiones de los acontecimientos.

—Con cabeza o sin ella —decía Jaffers—, tengo que arrestarlo y lo arrestaré.

El señor Hall subió las escaleras para dirigirse a la puerta del salón. La puerta estaba abierta.

—Agente —dijo—, cumpla usted con su deber.

Jaffers entró el primero, Hall después y, por último, Wadgers. En la penumbra vieron una figura sin cabeza delante de ellos. Tenía un trozo de pan mordisqueado en una mano y un pedazo de queso en la otra.

—¡Es él! —dijo Hall.

—¿Qué demonios es todo esto? —dijo una voz, que surgía del cuello de la figura, en un tono de enfado evidente.

—Es usted un tipo bastante raro, señor —dijo el señor Jaffers—. Pero, con cabeza o sin ella, en la orden especifica cuerpo, y el deber es el deber…

—¡A mí no se me acerque! —dijo la figura, echándose hacia atrás.

De un golpe tiró el pan y el queso, y el señor Hall agarró la navaja justo a tiempo, para que no se clavara en la mesa. El forastero se quitó el guante de la mano izquierda y abofeteó a Jaffers. Un instante después, Jaffers, dejando a un lado todo lo que concernía a la orden de arresto, lo agarró por la muñeca sin mano y por la garganta invisible. El forastero le dio entonces una patada en la espinilla, que lo hizo gritar, pero Jaffers siguió sin soltar la presa. Hall deslizó la navaja por encima de la mesa, para que Wadgers la cogiera, y dio un paso hacia atrás, al ver que Jaffers y el forastero iban tambaleándose hacia donde él estaba, dándose puñetazos el uno al otro. Sin darse cuenta de que había una silla en medio, los dos hombres cayeron al suelo con gran estruendo.

—Agárrelo por los pies —dijo Jaffers entre dientes.

El señor Hall, al intentar seguir las instrucciones, recibió una buena patada en las costillas, que lo inutilizó un momento, y el señor Wadgers, al ver que el forastero sin cabeza rodaba y se colocaba encima de Jaffers, retrocedió hasta la puerta, cuchillo en mano, tropezando con el señor Huxter y el carretero de Sidderbridge, que acudían para prestar ayuda. En ese mismo instante se cayeron tres o cuatro botellas de la cómoda, y un fuerte olor acre se expandió por toda la habitación.

—¡Me rindo! —gritaba el forastero, a pesar de estar todavía encima de Jaffers.

Poco después se levantaba, apareciendo como una extraña figura sin cabeza y sin manos, pues se había quitado tanto el guante derecho como el izquierdo.

—No merece la pena —dijo, como si estuviese sollozando.

Era especialmente extraño oír aquella voz que surgía de la nada, pero quizá sean los campesinos de Sussex la gente más práctica del mundo. Jaffers también se levantó y sacó un par de esposas.

—Pero… —dijo dándose cuenta de la incongruencia de todo aquel asunto—. ¡Maldita sea! No puedo utilizarlas. ¡No veo!

El forastero se pasó el brazo por el chaleco, y, como si se tratase de un milagro, los botones a los que su manga vacía señalaba se desabrochaban solos. Después comentó algo sobre su espinilla y se agachó: parecía estar toqueteándose los zapatos y los calcetines.

—¡Cómo! —dijo Huxter de repente—. Esto no es un hombre. Son sólo ropas vacías. ¡Miren! Se puede ver el vacío dentro del cuello del abrigo y del forro de la ropa. Podría incluso meter mi brazo…

Pero, al extender su brazo, topó con algo que estaba suspendido en el aire, y lo retiró a la vez que lanzaba una exclamación.

—Le agradecería que no me metiera los dedos en el ojo —dijo la voz de la figura invisible con tono enfadado—. La verdad es que tengo todo: cabeza, manos, piernas y el resto del cuerpo. Lo que ocurre es que soy invisible. Es un fastidio, pero no lo puedo remediar. Y, además, no es razón suficiente para que cualquier estúpido de Iping venga a ponerme las manos encima. ¿No creen?

 

La ropa, completamente desabrochada y colgando sobre un soporte invisible, se puso en pie, con los brazos en jarras.

Algunos otros hombres del pueblo habían ido entrando en la habitación, que ahora estaba bastante concurrida.

—Con que invisible, ¿eh? —dijo Huxter sin escuchar los insultos del forastero—. ¿Quién ha oído hablar antes de algo parecido?

—Quizá les parezca extraño, pero no es un crimen. No tengo por qué ser asaltado por un policía de esta manera.

—Ah, ¿no? Ése es otro tema —dijo Jaffers—. No hay duda de que es difícil verlo con la luz que hay aquí, pero yo he traído una orden de arresto, y está en regla. Yo no vengo a arrestarlo, porque usted sea invisible, sino por robo. Han robado en una casa y se han llevado el dinero.

—¿Y qué?

—Que las circunstancias señalan…

—¡Deje de decir tonterías! —dijo el hombre invisible.

—Eso espero, señor. Pero me han dado instrucciones.

—Está bien. Iré. Iré con usted, pero sin esposas.

—Es lo reglamentario —dijo Jaffers.

—Sin esposas —insistió el forastero.

—De acuerdo, como quiera —dijo Jaffers.

De repente, la figura se sentó, y, antes de que nadie pudiera darse cuenta, se había quitado las zapatillas, los calcetines y había tirado los pantalones debajo de la mesa. Después se volvió a levantar y dejó caer su abrigo.

—¡Eh, espere un momento! —dijo Jaffers, dándose cuenta de lo que, en realidad, ocurría. Le agarró por el chaleco, hasta que la camisa se deslizó por el mismo y se quedó con la prenda vacía entre las manos—. ¡Agárrenlo! —gritó Jaffers—. En el momento en que se quite todas las cosas…

—¡Que alguien lo coja! —gritaban todos a la vez, mientras intentaban apoderarse de la camisa, que se movía de un lado para otro, y que era la única prenda visible del forastero.

La manga de la camisa asestó un golpe en la cara a Hall, evitando que éste siguiera avanzando con los brazos abiertos, y lo empujó, cayendo de espaldas sobre Toothsome, el sacristán. Un momento después la camisa se elevó en el aire, como si alguien se quitara una prenda por la cabeza. Jaffers la agarró con fuerza, pero sólo consiguió ayudar a que el forastero se desprendiera de ella; le dieron un golpe en la boca y, blandiendo su porra con violencia, asestó un golpe a Teddy Henfrey en toda la coronilla.

—¡Cuidado! —gritaba todo el mundo, resguardándose donde podía y dando golpes por doquier—. ¡Agárrenlo! ¡Que alguien cierre la puerta! ¡No lo dejéis escapar! ¡Creo que he agarrado algo, aquí está! Aquello se había convertido en un campo de batalla. Todo el mundo, al parecer, estaba recibiendo golpes, y Sandy Wadger, tan astuto como siempre y la inteligencia agudizada por un terrible puñetazo en la nariz, salió por la puerta, abriendo así el camino a los demás. Los demás, al intentar seguirlo, se iban amontonando en el umbral. Los golpes continuaban. Phipps, el unitario, tenía un diente roto, y Henfrey estaba sangrando por una oreja. Jaffers recibió un golpe en la mandíbula y, al volverse, cogió algo que se interponía entre él y Huxter y que impidió que se diesen un encontronazo. Notó un pecho musculoso y, en cuestión de segundos, el grupo de hombres sobreexcitados logró salir al vestíbulo, que también estaba abarrotado.

—¡Ya lo tengo! —gritó Jaffers, que se debatía entre todos los demás y que luchaba, con la cara completamente roja, con un enemigo al que no podía ver.

Los hombres se apelotonaron a derecha e izquierda, mientras que los dos combatientes se dirigían hacia la puerta de entrada. Al llegar, bajaron rodando la media docena de escalones de la posada. Jaffers seguía gritando con voz rota, sin soltar su presa y pegándole rodillazos, hasta que cayó pesadamente, dando con su cabeza en el suelo. Sólo en ese momento sus dedos soltaron lo que tenía entre manos.

La gente seguía gritando excitada: «¡Agárrenlo! ¡Es invisible!». Y un joven, que no era conocido en el lugar y cuyo nombre no viene al caso, cogió algo, pero volvió a perderlo, y cayó sobre el cuerpo del policía. Algo más lejos, en medio de la calle, una mujer se puso a gritar al sentir cómo la empujaban, y un perro, al que, aparentemente, le habían dado una patada, corrió aullando hacia el patio de Huxter, y con esto se consumó la transformación del hombre invisible. Durante un rato, la gente siguió asombrada y haciendo gestos, hasta que cundió el pánico y todos echaron a correr en distintas direcciones por el pueblo.

El único que no se movió fue Jaffers, que se quedó allí, boca arriba y con las piernas dobladas.

CAPÍTULO VIII.

DE PASO

El octavo capítulo es extremadamente corto y cuenta cómo Gibbins, el naturalista de la comarca, mientras estaba tumbado en una pradera, sin que hubiese un alma a un par de millas de distancia, medio dormido, escuchó a su lado a alguien que tosía, estornudaba y maldecía; al mirar, no vio nada, pero era indiscutible que allí había alguien. Continuó perjurando con la variedad característica de un hombre culto. Las maldiciones llegaron a un punto culminante, disminuyeron de nuevo y se perdieron en la distancia, en dirección, al parecer, a Adderdean. Todo terminó con un espasmódico estornudo. Gibbins no había oído nada de lo que había sucedido aquella mañana, pero aquel fenómeno le resultó tan sumamente raro, que consiguió que desapareciera toda su filosófica tranquilidad; se levantó rápidamente y echó a correr por la colina hacia el pueblo tan de prisa como le fue posible.

CAPÍTULO IX.

EL SEÑOR THOMAS MARVEL

Deberían imaginarse al señor Thomas Marvel como una persona de cara ancha y fofa, con una enorme nariz redonda, una boca grande, siempre oliendo a vino y aguardiente y una barba excéntrica y erizada. Estaba encorvado y sus piernas cortas acentuaban aún más esa inclinación de su figura. Solía llevar un sombrero de seda adornado con pieles y, con frecuencia, en lugar de botones, llevaba cordeles y cordones de zapatos, delatando así su estado de soltero.

El señor Thomas Marvel estaba sentado en la cuneta de la carretera de Adderdean, a una milla y media de Iping. Sus pies estaban únicamente cubiertos por unos calcetines mal puestos, que dejaban asomarse unos dedos anchos y tiesos, como las orejas de un perro que está al acecho. Estaba contemplando con tranquilidad un par de botas que tenía delante. Él hacía todo con tranquilidad. Eran las mejores botas que había tenido desde hacía mucho tiempo, pero le estaban demasiado grandes. Por el contrario, las que se había puesto eran muy buenas para tiempo seco, pero, como tenían una suela muy fina, no valían para caminar por el barro. El señor Thomas Marvel no sabía qué odiaba más, si unas botas demasiado grandes o caminar por terreno húmedo. Nunca se había parado a pensar qué odiaba más, pero hoy hacía un día muy bueno y no tenía otra cosa mejor que hacer. Por eso puso las cuatro botas juntas en el suelo y se quedó mirándolas. Y al verlas allí, entre la hierba, se le ocurrió, de repente, que los dos pares eran muy feos. Por eso no se inmutó al oír una voz detrás de él que decía:

—Son botas.

—Sí, de las que regalan —dijo el señor Thomas Marvel con la cabeza inclinada y mirándolas con desgana—. Y ¡maldita sea si sé cuál de los dos pares es más feo!

—Humm —dijo la voz.

—Las he tenido peores, incluso, a veces, ni he tenido botas. Pero nunca unas tan condenadamente feas, si me permite la expresión. He estado intentando buscar unas botas. Estoy harto de las que llevo. Son muy buenas, pero se ven mucho por ahí. Y, créame, no he encontrado en todo el condado otras botas que no sean iguales. ¡Mírelas bien! Y eso que, en general, es un condado en donde se fabrican buenas botas. Pero tengo mala suerte. He llevado estas botas por el condado durante más de diez años, y luego, me tratan como me tratan.