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100 Clásicos de la Literatura

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Cuando Hall llegó a la posada, en lugar de «enterarse de lo que ocurría», lo que recibió fue una reprimenda de su mujer por haberse detenido tanto tiempo en Sidderbridge, y sus tímidas preguntas sobre el forastero fueron contestadas de forma rápida y cortante; sin embargo, la semilla de la sospecha había arraigado en su mente.

—Vosotras las mujeres no sabéis nada —dijo el señor Hall resuelto a averiguar algo más sobre la personalidad del huésped en la primera ocasión que se le presentara. Y después de que el forastero, sobre las nueve y media, se hubiese ido a la cama, el señor Hall se dirigió al salón y estuvo mirando los muebles de su esposa uno por uno y se paró a observar una pequeña operación matemática que el forastero había dejado. Cuando se retiró a dormir, dio instrucciones a la señora Hall de inspeccionar el equipaje del forastero cuando llegase el día siguiente.

—Ocúpate de tus asuntos —le contestó la señora Hall—, que yo me ocuparé de los míos.

Estaba dispuesta a contradecir a su marido, porque el forastero era decididamente un hombre muy extraño y ella tampoco estaba muy tranquila. A medianoche se despertó soñando con enormes cabezas blancas como nabos, con larguísimos cuellos e inmensos ojos azules. Pero, como era una mujer sensata, no sucumbió al miedo y se dio la vuelta para seguir durmiendo.

CAPÍTULO III.

LAS MIL Y UNA BOTELLAS

Así fue cómo llegó a Iping, como caído del cielo, aquel extraño personaje, un nueve de febrero, cuando comenzaba el deshielo. Su equipaje llegó al día siguiente. Y era un equipaje que llamaba la atención. Había un par de baúles, como los de cualquier hombre corriente, pero, además, había una caja llena de libros, de grandes libros, algunos con una escritura ininteligible, y más de una docena de distintas cajas y cajones embalados en paja, que contenían botellas, como pudo comprobar el señor Hall, quien, por curiosidad, estuvo removiendo entre la paja. El forastero, envuelto en su sombrero, abrigo, guantes y en una especie de capa, salió impaciente al encuentro de la carreta del señor Fearenside, mientras el señor Hall estaba charlando con él y se disponía a ayudarle a descargar todo aquello. Al salir, no se dio cuenta de que el señor Fearenside tenía un perro, que en ese momento estaba olfateando las piernas al señor Hall.

—Dense prisa con las cajas —dijo—. He estado esperando demasiado tiempo.

Dicho esto, bajó los escalones y se dirigió a la parte trasera de la carreta con ademán de coger uno de los paquetes más pequeños.

Nada más verlo, el perro del señor Fearenside empezó a ladrar y a gruñir y, cuando el forastero terminó de bajar los escalones, el perro se abalanzó sobre él y le mordió una mano.

—Oh, no —gritó Hall, dando un salto hacia atrás, pues tenía mucho miedo a los perros.

—¡Quieto! —gritó a su vez Fearenside, sacando un látigo.

Los dos hombres vieron cómo los dientes del perro se hundían en la mano del forastero, y después de que éste le lanzara un puntapié, vieron cómo el perro daba un salto y le mordía la pierna, oyéndose claramente cómo se le desgarraba la tela del pantalón. Finalmente, el látigo de Fearenside alcanzó al perro, y éste se escondió, quejándose, debajo de la carreta. Todo ocurrió en medio segundo y sólo se escuchaban gritos. El forastero se miró rápidamente el guante desgarrado y la pierna e hizo una inclinación en dirección a la última, pero se dio media vuelta y volvió sobre sus pasos a la posada. Los dos hombres escucharon cómo se alejaba por el pasillo y las escaleras hacia su habitación.

—¡Bruto! —dijo Fearenside, agachándose con el látigo en la mano, mientras se dirigía al perro, que lo miraba desde abajo de la carreta—. ¡Es mejor que me obedezcas y vengas aquí!

Hall seguía de pie, mirando.

—Le ha mordido. Será mejor que vaya a ver cómo se encuentra.

Subió detrás del forastero. Por el pasillo se encontró con la señora Hall y le dijo:

—Le ha mordido el perro del carretero.

Subió directamente al piso de arriba y, al encontrar la puerta entreabierta, irrumpió en la habitación. Las persianas estaban echadas y la habitación a oscuras. El señor Hall creyó ver una cosa muy extraña, lo que parecía un brazo sin mano le hacía señas y lo mismo hacía una cara con tres enormes agujeros blancos. De pronto recibió un fuerte golpe en el pecho y cayó de espaldas; al mismo tiempo le cerraron la puerca en las narices y echaron la llave. Todo ocurrió con tanta rapidez, que el señor Hall apenas tuvo tiempo para ver nada. Una oleada de formas y figuras indescifrables, un golpe y, por último, la conmoción del mismo. El señor Hall se quedó tendido en la oscuridad, preguntándose qué podía ser aquello que había visto. Al cabo de unos cuantos minutos se unió a la gente que se había agrupado a la puerta del Coach and Horses. Allí estaba Fearenside, contándolo todo por segunda vez; la señora Hall le decía que su perro no tenía derecho alguno a morder a sus huéspedes; Huxter, el tendero de enfrente, no entendía nada de lo que ocurría, y Sandy Wadgers, el herrero, exponía sus propias opiniones sobre los hechos acaecidos; había también un grupo de mujeres y niños que no dejaban de decir tonterías:

—A mí no me hubiera mordido, seguro.

—No está bien tener ese tipo de perro.

—Y entonces, ¿por qué le mordió?

Al señor Hall, que escuchaba todo y miraba desde los escalones, le parecía increíble que algo tan extraordinario le hubiera ocurrido en el piso de arriba. Además, tenía un vocabulario demasiado limitado como para poder relatar todas sus impresiones.

—Dice que no quiere ayuda de nadie —dijo, contestando a lo que su mujer le preguntaba—. Será mejor que acabemos de descargar el equipaje.

—Habría que desinfectarle la herida —dijo el señor Huxter—, antes de que se inflame.

—Lo mejor sería pegarle un tiro a ese perro —dijo una de las señoras que estaban en el grupo.

De repente, el perro comenzó a gruñir de nuevo.

—¡Vamos! —gritó una voz enfadada. Allí estaba el forastero embozado, con el cuello del abrigo subido y con la frente tapada por el ala del sombrero—. Cuanto antes suban el equipaje, mejor.

Una de las personas que estaba curioseando se dio cuenta de que el forastero se había cambiado de guantes y de pantalones.

—¿Le ha hecho mucho daño, señor? —preguntó Fearenside y añadió—: Siento mucho lo ocurrido con el perro.

—No ha sido nada —contestó el forastero—. Ni me ha rozado la piel. Dense prisa con el equipaje. Según afirma el señor Hall, el extranjero maldecía entre dientes.

Una vez que el primer cajón se encontraba en el salón, según las propias indicaciones del forastero, éste se lanzó sobre él con extraordinaria avidez y comenzó a desempaquetarlo, según iba quitando la paja, sin tener en consideración la alfombra de la señora Hall. Empezó a sacar distintas botellas del cajón, frascos pequeños, que contenían polvos, botellas pequeñas y delgadas con líquidos blancos y de color, botellas alargadas de color azul con la etiqueta de «veneno», botellas de panza redonda y cuello largo, botellas grandes, unas blancas y otras verdes, botellas con tapones de cristal y etiquetas blanquecinas, botellas taponadas con corcho, con tapones de madera, botellas de vino, botellas de aceite, y las iba colocando en fila en cualquier sitio, sobre la cómoda, en la chimenea, en la mesa que había debajo de la ventana, en el suelo, en la librería. En la farmacia de Bramblehurst no había ni la mitad de las botellas que había allí. Era todo un espectáculo. Uno tras otro, todos los cajones estaban llenos de botellas, y, cuando los seis cajones estuvieron vacíos, la mesa quedó cubierta de paja. Además de botellas, lo único que contenían los cajones eran unos cuantos tubos de ensayo y una balanza cuidadosamente empaquetada.

Después de desempaquetar los cajones, el forastero se dirigió hacia la ventana y se puso a trabajar sin preocuparse lo más mínimo de la paja esparcida, de la chimenea medio apagada o de los baúles y demás equipaje que habían dejado en el piso de arriba.

Cuando la señora Hall le subió la comida, estaba tan absorto en su trabajo, echando gotitas de las botellas en los tubos de ensayo, que no se dio cuenta de su presencia hasta que no había barrido los montones de paja y puesto la bandeja sobre la mesa, quizá con cierto enfado, debido al estado en que había quedado el suelo. Entonces volvió la cabeza y, al verla, la llevó inmediatamente a su posición anterior. Pero la señora Hall se había dado cuenta de que no llevaba las gafas puestas; las tenía encima de la mesa, a un lado, y le pareció que en lugar de las cuencas de los ojos tenía dos enormes agujeros. El forastero se volvió a poner las gafas y se dio media vuelta, mirándola de frente. Iba a quejarse de la paja que había quedado en el suelo, pero él se le anticipó:

—Me gustaría que no entrara en la habitación, sin llamar antes —le dijo en un tono de exasperación característico suyo.

—He llamado, pero al parecer…

—Quizá lo hiciera, pero en mis investigaciones que, como sabe, son muy importantes y me corren prisa, la más pequeña interrupción, el crujir de una puerta…, hay que tenerlo en cuenta.

—Desde luego, señor. Usted puede encerrarse con llave cuando quiera, si es lo que desea.

—Es una buena idea —contestó el forastero.

—Y toda esta paja, señor, me gustaría que se diera cuenta de…

—No se preocupe. Si la paja le molesta, anótemelo en la cuenta—. Y dirigió unas palabras que a la señora Hall le sonaron sospechosas.

Allí, de pie, el forastero tenía un aspecto tan extraño, tan agresivo, con una botella en una mano y un tubo de ensayo en la otra, que la señora Hall se asustó. Pero era una mujer decidida, y dijo:

 

—En ese caso, señor, ¿qué precio cree que sería conveniente?

—Un chelín. Supongo que un chelín sea suficiente, ¿no?

—Claro que es suficiente —contestó la señora Hall, mientras colocaba el mantel sobre la mesa—. Si a usted le satisface esa cifra, por supuesto.

El forastero volvió a sentarse de espaldas, de manera que la señora Hall sólo podía ver el cuello del abrigo.

Según la señora Hall, el forastero estuvo trabajando toda la tarde, encerrado en su habitación, bajo llave y en silencio. Pero en una ocasión se oyó un golpe y el sonido de botellas que se entrechocaban y se estrellaban en el suelo, y después se escucharon unos pasos a lo largo de la habitación. Temiendo que algo hubiese ocurrido, la señora Hall se acercó hasta la puerta para escuchar, no atreviéndose a llamar.

—¡No puedo más! —vociferaba el extranjero—. ¡No puedo seguir así! ¡Trescientos mil, cuatrocientos mil! ¡Una gran multitud! ¡Me han engañado! ¡Me va a costar la vida! ¡Paciencia, necesito mucha paciencia! ¡Soy un loco!

En ese momento, la señora Hall oyó cómo la llamaban desde el bar, y tuvo que dejar, de mala gana, el resto del soliloquio del visitante. Cuando volvió, no se oía nada en la habitación, a no ser el crujido de la silla, o el choque fortuito de las botellas. El soliloquio ya había terminado, y el forastero había vuelto a su trabajo.

Cuando, más tarde, le llevó el té, pudo ver algunos cristales rotos debajo del espejo cóncavo y una mancha dorada, que había sido restregada con descuido. La señora Hall decidió llamarle la atención.

—Cárguelo en mi cuenta —dijo el visitante con sequedad—. Y por el amor de Dios, no me moleste. Si hay algún desperfecto, cárguelo a mi cuenta. —Y siguió haciendo una lista en la libreta que tenía delante.

—Te diré algo —dijo Fearenside con aire de misterio. Era ya tarde y se encontraba con Teddy Henfrey en una cervecería de Iping.

—¿De qué se trata? —dijo Teddy Henfrey.

—El tipo del que hablas, al que mordió mi perro. Pues bien, creo que es negro. Por lo menos sus piernas lo son. Pude ver lo que había debajo del roto de sus pantalones y de su guante. Cualquiera habría esperado un trozo de piel rosada, ¿no? Bien, pues no lo había. Era negro. Te lo digo yo, era tan negro como mi sombrero.

—Sí, sí, bueno —contestó Henfrey, y añadió—: De todas formas es un caso muy raro. Su nariz es tan rosada, que parece que la han pintado.

—Es verdad —dijo Fearenside—. Yo también me había dado cuenta. Y te diré lo que estoy pensando. Ese hombre es moteado, Teddy. Negro por un lado y blanco por otro, a lunares. Es un tipo de mestizos a los que el color no se les ha mezclado, sino que les ha aparecido a lunares. Ya había oído hablar de este tipo de casos con anterioridad. Y es lo que ocurre generalmente con los caballos, como todos sabemos.

CAPÍTULO IV.

EL SEÑOR CUSS HABLA CON EL FORASTERO

He relatado con detalle la llegada del forastero a Iping para que el lector pueda darse cuenta de la expectación que causó. Y, exceptuando un par de incidentes algo extraños, no ocurrió nada interesante durante su estancia hasta el día de la fiesta del Club. El visitante había tenido algunas escaramuzas con la señora Hall por problemas domésticos, pero, en estos casos, siempre se libraba de ella cargándolo a su cuenta, hasta que a finales de abril empezaron a notarse las primeras señales de su penuria económica. El forastero no le resultaba simpático al señor Hall y, siempre que podía, hablaba de la conveniencia de deshacerse de él; pero mostraba su descontento, ocultándose de él y evitándole, siempre que podía.

—Espera hasta que llegue el verano —decía la señora Hall prudentemente—. Hasta que lleguen los artistas. Entonces, ya veremos. Quizá sea un poco autoritario, pero las cuentas que se pagan puntual mente son cuentas que se pagan puntualmente, digas lo que digas.

El forastero no iba nunca a la iglesia y, además, no hacía distinción entre el domingo y los demás días, ni siquiera se cambiaba de ropa. Según la opinión de la señora Hall, trabajaba a rachas. Algunos días se levantaba temprano y estaba ocupado todo el tiempo. Otros, sin embargo, se despertaba muy tarde y se pasaba horas hablando en alto, paseando por la habitación mientras fumaba o se quedaba dormido en el sillón, delante del fuego. No mantenía contacto con nadie fuera del pueblo. Su temperamento era muy desigual; la mayor parte del tiempo su actitud era la de un hombre que se encuentra bajo una tensión insoportable, y en un par de ocasiones se dedicó a cortar, rasgar, arrojar o romper cosas en ataques espasmódicos de violencia. Parecía encontrarse bajo una irritación crónica muy intensa. Se acostumbró a hablar solo en voz baja con frecuencia y, aunque la señora Hall lo escuchaba concienzudamente, no encontraba ni pies ni cabeza a aquello que oía.

Durante el día, raras veces salía de la posada, pero por las noches solía pasear, completamente embozado y sin importarle el frío que hiciese, y elegía para ello los lugares más solitarios y sumidos en sombras de árboles. Sus enormes gafas y la cara vendada debajo del sombrero se aparecía a veces de repente en la oscuridad para desagrado de los campesinos que volvían a sus casas. Teddy Henfrey, una noche que salía tambaleándose de la Scarlet Coat a las nueve y media, se asustó al ver la cabeza del forastero (pues llevaba el sombrero en la mano) alumbrada por un rayo que salía de la puerta de la taberna. Los niños que lo habían visto tenían pesadillas y soñaban con fantasmas, y parece difícil adivinar si él odiaba a los niños más que ellos a él o al revés. La realidad era que había mucho odio por ambas partes.

Era inevitable que una persona de apariencia tan singular y autoritaria fuese el tema de conversación más frecuente en Iping. La opinión sobre la ocupación del forastero estaba muy dividida. Cuando preguntaban a la señora Hall sobre este punto, respondía explicando con detalle que era un investigador experimental. Pronunciaba las sílabas con cautela, como el que teme que exista alguna trampa. Cuando le preguntaban qué quería decir ser investigador experimental, solía decir con un cierto tono de superioridad que las personas educadas sabían perfectamente lo que era, y luego añadía que «descubría cosas». Su huésped había sufrido un accidente, comentaba, y su cara y sus manos estaban dañadas; y, al tener un carácter tan sensible, era reacio al contacto con la gente del pueblo.

Además de ésta, otra versión de la gente del pueblo era la de que se trataba de un criminal que intentaba escapar de la policía embozándose, para que ésta no pudiera verlo, oculto como estaba. Esta idea partió de Teddy Henfrey. Sin embargo, no se había cometido ningún crimen en el mes de febrero. El señor Gould, el asistente que estaba a prueba en la escuela, imaginó que el forastero era un anarquista disfrazado, que se dedicaba a preparar explosivos, y resolvió hacer las veces de detective en el tiempo que tenía libre. Sus operaciones detectivescas consistían en la mayoría de los casos en mirar fijamente al visitante cuando se encontraba con él, o en preguntar cosas sobre él a personas que nunca lo habían visto. No descubrió nada, a pesar de todo esto.

Otro grupo era de la opinión del señor Fearenside, aceptando la versión de que tenía el cuerpo moteado, u otra versión con algunas modificaciones; por ejemplo, a Silas Durgan le oyeron afirmar: «Si se dedicara a exhibirse en las ferias, no tardaría en hacer fortuna», y, pecando de teólogo, comparó al forastero con el hombre que tenía un solo talento. Otro grupo lo explicaba todo diciendo que era un loco inofensivo. Esta última teoría tenía la ventaja de que todo era muy simple.

Entre los grupos más importantes había indecisos y comprometidos con el tema. La gente de Sussex era poco supersticiosa, y fueron los acontecimientos ocurridos a principios de abril los que hicieron que se empezara a susurrar la palabra sobrenatural entre la gente del pueblo, e, incluso entonces, sólo por las mujeres del pueblo.

Pero, dejando a un lado las teorías, a la gente del pueblo, en general, le desagradaba el forastero. Su irritabilidad, aunque hubiese sido comprensible para un intelectual de la ciudad, resultaba extraña y desconcertante para aquella gente tranquila de Sussex. Las raras gesticulaciones con las que le sorprendían de vez en cuando, los largos paseos al anochecer con los que se aparecía ante ellos en cualquier esquina, el trato inhumano ante cualquier intento de curiosear, el gusto por la oscuridad, que le llevaba a cerrar las puertas, a bajar las persianas y a apagar los candelabros y las lámparas. ¿Quién podía estar de acuerdo con todo ese tipo de cosas? Todos se apartaban, cuando el forastero pasaba por el centro del pueblo, y, cuando se había alejado, había algunos chistosos que se subían el cuello del abrigo y bajaban el ala del sombrero y caminaban nerviosamente tras él, imitando aquella personalidad oculta. Por aquel tiempo había una canción popular titulada El Hombre Fantasma. La señorita Statchell la cantó en la sala de conciertos de la escuela (para ayudar a pagar las lámparas de la iglesia), y después de aquello, cada vez que se reunían dos o tres campesinos y aparecía el forastero, se podían escuchar los dos primeros compases de la canción. Y los niños pequeños iban detrás de él y le gritaban «¡Fantasma!», y luego salían corriendo.

La curiosidad devoraba a Cuss, el boticario. Los vendajes atraían su interés profesional. Miraba con ojos recelosos las mil y una botellas. Durante los meses de abril y mayo había codiciado la oportunidad de hablar con el forastero. Y por fin, hacia Pentecostés, cuando ya no podía aguantar más, aprovechó la excusa de la elaboración de una lista de suscripción para pedir una enfermera para el pueblo y así hablar con el forastero. Se sorprendió cuando supo que la señora Hall no sabía el nombre del huésped.

—Dio su nombre —mintió la señora Hall—, pero apenas pude oírlo y no me acuerdo.

Pensó que era demasiado estúpido no saber el nombre de su huésped.

El señor Cuss llamó a la puerta del salón y entró. Desde dentro se oyó una imprecación.

—Perdone mi intromisión —dijo Cuss, y cerró la puerta, impidiendo que la señora Hall escuchase el resto de la conversación.

Ella pudo oír un murmullo de voces durante los siguientes diez minutos, después un grito de sorpresa, un movimiento de pies, el golpe de una silla, una sonora carcajada, unos pasos rápidos hacia la puerta, y apareció el señor Cuss con la cara pálida y mirando por encima de su hombro. Dejó la puerta abierta detrás de él y, sin mirar a la señora Hall, siguió por el pasillo y bajó las escaleras, y ella pudo oír cómo se alejaba corriendo por la carretera. Llevaba el sombrero en la mano. Ella se quedó de pie mirando a la puerta abierta del salón. Después oyó cómo se reía el forastero y cómo se movían sus pasos por la habitación. Desde donde estaba no podía ver la cara. Finalmente, la puerta del salón se cerró y el lugar se quedó de nuevo en silencio.

Cuss cruzó el pueblo hacia la casa de Bunting, el vicario.

—¿Cree que estoy loco? —preguntó Cuss con dureza nada más entrar en el pequeño estudio—. ¿Doy la impresión de estar enfermo?

—¿Qué ha pasado? —preguntó el vicario, que estaba estudiando las hojas gastadas de su próximo sermón.

—Ese tipo, el de la posada.

—¿Y bien?

—Deme algo de beber —dijo Cuss, y se sentó.

Cuando se hubo calmado con una copita de jerez barato —el único que el vicario tenía a su disposición—, le contó la conversación que acababa de tener.

—Entré en la habitación, —dijo entrecortadamente—, y comencé pidiéndole que si quería poner su nombre en la lista para conseguir la enfermera para el pueblo. Cuando entré, se metió rápidamente las manos en los bolsillos, y se dejó caer en la silla. Respiró. Le comenté que había oído que se interesaba por los temas científicos. Me dijo que sí, y volvió a respirar de nuevo, con fuerza. Siguió respirando con dificultad todo el tiempo: se notaba que acababa de coger un resfriado tremendo. ¡No me extraña, si siempre va tan tapado! Seguí explicándole la historia de la enfermera, mirando, durante ese tiempo, a mi alrededor. Había botellas llenas de productos químicos por toda la habitación. Una balanza y tubos de ensayo colocados en sus soportes y un intenso olor a flor de primavera. Le pregunté que si quería poner su nombre en la lista y me dijo que lo pensaría. Entonces le pregunté si estaba realizando alguna investigación, y si le estaba costando demasiado tiempo. Se enfadó y me dijo que sí, que eran muy largas. «Ah, ¿sí?», le dije, y en ese momento se puso fuera de sí. El hombre iba a estallar y mi pregunta fue la gota que colmó el vaso. El forastero tenía en sus manos una receta que parecía ser muy valiosa para él. Le pregunté si se la había recetado el médico. «¡Maldita sea!», me contestó. «¿Qué es lo que, en realidad, anda buscando?». Yo me disculpé entonces y me contestó con un golpe de tos. La leyó. Cinco ingredientes. La colocó encima de la mesa y, al volverse, una corriente de aire que entró por la ventana se llevó el papel. Se oyó un crujir de papeles. El forastero trabajaba con la chimenea encendida. Vi un resplandor, y la receta se fue chimenea arriba.

 

—¿Y qué?

—¿Cómo? ¡Que no tenía mano! La manga estaba vacía. ¡Dios mío!, pensé que era una deformidad física. Imaginé que tenía una mano de corcho, y supuse que se la había quitado. Pero luego me dije que había algo raro en todo esto. ¿Qué demonios mantiene tiesa la manga, si no hay nada dentro? De verdad te digo que no había nada dentro. Nada, y pude verle hasta el codo, además la manga tenía un agujero y la luz pasaba a través de él. «¡Dios mío!», me dije. En ese momento él se detuvo. Se quedó mirándome con sus gafas negras y después se miró la manga.

—Y, ¿qué pasó?

—Nada más. No dijo ni una sola palabra, sólo miraba y volvió a meterse la manga en el bolsillo. «Hablábamos de la receta, ¿no?», me dijo tosiendo, y yo le pregunté: «¿Cómo demonios puede mover una manga vacía?». «¿Una manga vacía?», me contestó. «Sí, sí, una manga vacía», volví a decirle. «Es una manga vacía, ¿verdad? Usted vio una manga vacía». Estábamos los dos de pie. Después de dar tres pasos, el forastero se me acercó. Respiró con fuerza. Yo no me moví, aunque desde luego aquella cabeza vendada y aquellas gafas son suficientes para poner nervioso a cualquiera, sobre todo si se te van acercando tan despacio. «¿Dijo que mi manga estaba vacía?», me preguntó. «Eso dije», le respondí yo. Entonces él, lentamente, sacó la manga del bolsillo, y la dirigió hacia mí, como si quisiera enseñármela de nuevo. Lo hacía con suma lentitud. Yo miraba. Me pareció que tardaba una eternidad. «¿Y bien?», me preguntó, y yo, aclarándome la garganta, le contesté: «No hay nada. Está vacía». Tenía que decir algo y estaba empezando a sentir miedo. Pude ver el interior. Extendió la manga hacia mí, lenta, muy lentamente, así, hasta que el puño casi rozaba mi cara. ¡Qué raro ver una manga vacía que se te acerca de esa manera!, y entonces…

—¿Entonces?

—Entonces algo parecido a un dedo me pellizcó la nariz.

Bunting se echó a reír.

—¡No había nada allí dentro! —dijo Cuss haciendo hincapié en la palabra «allí»—. Me parece muy bien que te rías, pero estaba tan asustado, que le golpeé con el puño, me di la vuelta y salí corriendo de la habitación.

Cuss se calló. Nadie podía dudar de su sinceridad por el pánico que manifestaba. Aturdido, miró a su alrededor y se tomó una segunda copa de jerez.

—Cuando le golpeé el puño, —siguió Cuss—, te prometo que noté exactamente igual que si golpeara un brazo, ¡pero no había brazo! ¡No había ni rastro del brazo!

El señor Bunting recapacitó sobre lo que acababa de oír. Miró al señor Cuss con algunas sospechas.

—Es una historia realmente extraordinaria —le dijo. Miró gravemente a Cuss y repitió—: Realmente, es una historia extraordinaria.

CAPÍTULO V.

EL ROBO DE LA VICARIA

Los hechos del robo de la vicaría nos llegaron a través del vicario y de su mujer. El robo tuvo lugar en la madrugada del día de Pentecostés, el día que Iping dedicaba a la fiesta del Club. Según parece, la señora Bunting se despertó de repente, en medio de la tranquilidad que reina antes del alba, porque tuvo la impresión de que la puerta de su dormitorio se había abierto y después se había vuelto a cerrar. En un principio no despertó a su marido y se sentó en la cama a escuchar. La señora Bunting oyó claramente el ruido de las pisadas de unos pies descalzos que salían de la habitación contigua a su dormitorio y se dirigían a la escalera por el pasillo. En cuanto estuvo segura, despertó al reverendo Bunting, intentando hacer el menor ruido posible. Éste, sin encender la luz, se puso las gafas, un batín y las zapatillas y salió al rellano de la escalera para ver si oía algo. Desde allí pudo oír claramente cómo alguien estaba hurgando en su despacho, en el piso de abajo, y, posteriormente, un fuerte estornudo.

En ese momento volvió a su habitación y, arenándose con lo que tenía más a mano, su bastón, empezó a bajar las escaleras con el mayor cuidado posible, para no hacer ruido. Mientras tanto, la señora Bunting salió al rellano de la escalera.

Eran alrededor de las cuatro, y la oscuridad de la noche estaba empezando a levantarse. La entrada estaba iluminada por un débil rayo de luz, pero la puerta del estudio estaba tan oscura que parecía impenetrable. Todo estaba en silencio, sólo se escuchaban, apenas perceptibles, los crujidos de los escalones bajo los pies del señor Bunting, y unos ligeros movimientos en el estudio. De pronto, se oyó un golpe, se abrió un cajón y se escucharon ruidos de papeles. Después también pudo oírse una imprecación, y alguien encendió una cerilla, llenando el estudio de una luz amarillenta. En ese momento, el señor Bunting se encontraba va en la entrada y pudo observar, por la rendija de la puerta, el cajón abierto y la vela que ardía encima de la mesa, pero no pudo ver a ningún ladrón. El señor Bunting se quedó allí sin saber qué hacer, y la señora Bunting, con la cara pálida y la mirada atenta, bajó las escaleras lentamente, detrás de él. Sin embargo había algo que mantenía el valor del señor Bunting: la convicción de que el ladrón vivía en el pueblo.

El matrimonio pudo escuchar claramente el sonido del dinero y comprendieron que el ladrón había encontrado sus ahorros, dos libras y diez peniques, y todo en monedas de medio soberano cada una. Cuando escuchó el sonido, el señor Bunting se decidió a entrar en acción y, batiendo con fuerza su bastón, se deslizó dentro de la habitación, seguido de cerca por su esposa.

—¡Ríndase! —gritó con fuerza, y, de pronto se paró, extrañado. La habitación aparentaba estar completamente vacía.

Sin embargo, ellos estaban convencidos de que, en algún momento, habían oído a alguien que se encontraba en la habitación.

Durante un momento se quedaron allí, de pie, sin saber qué decir. Luego, la señora Bunting atravesó la habitación para mirar detrás del biombo, mientras que el señor Bunting, con un impulso parecido, miró debajo de la mesa del despacho. Después, la señora Bunting descorrió las cortinas, y su marido miró en la chimenea, tanteando con su bastón. Seguidamente, la señora Bunting echó un vistazo en la papelera y el señor Bunting destapó el cubo del carbón. Finalmente se pararon y se quedaron de pie, mirándose el uno al otro, como si quisieran obtener una respuesta.

—Podría jurarlo —comentó la señora Bunting.

—Y, si no —dijo el señor Bunting—, ¿quién encendió la vela?

—¡Y el cajón! —dijo la señora Bunting—. ¡Se han llevado el dinero! —Y se apresuró hasta la puerta—. Es de las cosas más extraordinarias…

En ese momento se oyó un estornudo en el pasillo. El matrimonio salió entonces de la habitación y la puerta de la cocina se cerró de golpe.

—Trae la vela —ordenó el señor Bunting, caminando delante de su mujer, y los dos oyeron cómo alguien corría apresuradamente los cerrojos de la puerta.

Cuando abrió la puerta de la cocina, el señor Bunting vio desde la cocina cómo se estaba abriendo la puerta trasera de la casa. La luz débil del amanecer se esparcía por los macizos oscuros del jardín. La puerta se abrió y se quedó así hasta que se cerró de un portazo. Como consecuencia de eso, la vela que llevaba el señor Bunting se apagó. Había pasado algo más de un minuto desde que ellos entraron en la cocina.