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100 Clásicos de la Literatura

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— ¡Ustedes!

—Nosotros —respondió Everest con alegría mal disimulada—. Desde ahora ya no hay más rusos e ingleses. Somos todos europeos y hemos de defendernos.

CAPITULO XIX

Un grito entusiasta acogió las palabras del coronel.

Emery y Zorn se abrazaron emocionados, felices por volverse a ver sanos y salvos.

Los rusos ofrecieron a sus colegas agua abundante que habían recogido del lago y guardaban en toneles. Después de saciar su sed, los astrónomos se contaron sus aventuras.

Ambos, rusos e ingleses, se habían desviado un tanto de la dirección prevista. Unos lo habían hecho hacia la izquierda y otros hacia la derecha del meridiano, obligados los dos grupos por la misma causa.

El Scorzef estaba situado más o menos a mitad de la distancia que separaba los dos arcos, siendo la única altura de aquella región que podía servir para el establecimiento de una estación a orillas del Ngami. Era, por consiguiente, normal que ambos grupos se hubiesen encontrado en la montaña.

Strux comentó que la triangulación llevada a cabo desde su separación en la aldea de Kolobeng, se había realizado sin incidentes. También ellos habían padecido las excesivas temperaturas, pero en ningún momento les había faltado el agua. Al llegar al término de su resumen, Strux añadió:

—Llevábamos aquí tres días, cuando los makololos se presentaron de improviso en número de trescientos o cuatrocientos. Los indígenas abandonaron sus puestos y nos dejaron solos. El resto ya lo conocen ustedes, caballeros.

El coronel Everest hizo también un resumen de los incidentes que había padecido su grupo. Aquella noche la terminaron los europeos todos juntos, yéndose a descansar a una hora muy avanzada. Mokoum y algunos marineros hicieron turnos de vigilancia, pero no pasó nada.

Los makololos no repitieron su ataque. Al día siguiente, los astrónomos observaron el horizonte que se abría a sus pies. Por el lado Sur aparecía el desierto y al pie de la montaña se veía el campamento de los viajeros, por el que hormigueaban unos cuatrocientos indígenas en pie de guerra.

Era evidente que los makololos no querían abandonar aquel lugar sin haber antes asesinado a los blancos, pues deseaban apoderarse además de sus extrañas armas de fuego.

Los sabios celebraron largas conferencias con Mokoum. Debían tomar una determinación, pues de esta decisión dependían sus vidas, pero ante todo era necesario conocer la situación del Scorzef.

Al Sur, como ya hemos dicho, se extendía el desierto, que se prolongaba en gran parte hacia el Este y el Oeste. Al nordeste de Ngami se encontraba el contorno de colinas que circundaban el fértil país de los makololos. Hacia el Norte se veía una región completamente diferente, en vivo contraste con las áridas zonas del Sur.

Agua, árboles, pastos y vegetación se abrían paso en una extensión de varios kilómetros. La longitud del lago se desarrollaba en el sentido de los paralelos terrestres, pero de Norte a Sur apenas tendría unos sesenta kilómetros de ancho.

Tal era el panorama que se extendía a los ojos de los europeos. En cuanto al Scorzef, se levantaba sobre las orillas mismas del lago, y sus flancos caían verticalmente sobre las aguas. Los hombres tenían, pues, segura la provisión de agua, y la pequeña guarnición podría mantenerse mientras les durasen los víveres, que se encontraban refugiados en un fortín abandonado.

Aquel fortín había llamado la atención de los ingleses, y Mokoum sacó de dudas a sus amigos, relatándoles una historia que había tenido ocasión de oír en una de sus expediciones con el doctor Livingstone.

Aquellos alrededores habían sido visitados con frecuencia por los traficantes de marfil y ébano, pues tal era el nombre que los traficantes de esclavos daban a los negros. Aquella orilla del Ngami era uno de los puntos elegidos para repostar fuerzas, pues los traficantes recorrían la región buscando indígenas y los trasladaban luego a los puntos de venta, parando en la montaña para resguardarse de los ataques de las tribus más belicosas.

Los traficantes habían fortificado aquella cima para protegerse, por tanto, de estos ataques. Tal era el origen del fortín, si bien estaba por entonces casi en ruinas.

Ahora bien, por destrozado que estuviese el fortín, aún ofrecía un seguro refugio a los europeos. Detrás de sus murallas, hechas de grueso asperón, y armados con sus rápidos y precisos fusiles, los expedicionarios podían enfrentarse con un ejército de makololos, en tanto que no les faltasen el agua, los víveres y las municiones.

Las municiones estaban perfectamente aseguradas en uno de los carromatos que los marineros, antes de producirse el ataque de los indígenas, colocaron al pie de uno de los flancos de la montaña. Allí se encontraba también la chalupa y allí descendían a buscar el agua cada vez que les hacía falta.

En cuanto a los víveres, el asunto se presentaba peor. Los carromatos con las provisiones se encontraban en la zona ocupada por los makololos, los cuales habían procedido a su pillaje. Y en el fortín no había víveres suficientes para alimentar a todos los viajeros, que hacían un número de dieciocho: los astrónomos, los marineros, el bushman y el foreloper.

Mientras los marineros vigilaban el fortín, los sabios se reunieron en consejo urgente. Mokoum se les unió al punto y, al comprobar su preocupación por la escasez de víveres, les dijo:

—No veo por qué se inquietan.

— ¿Te burlas acaso? —le preguntó Sir Murray.

— ¡Por nada del mundo, señor!

— ¿No comprendes que sólo tenemos provisiones para dos días? —le dijo el coronel con amabilidad.

— ¿Para dos días?

—Así es.

— ¿Y quién nos obliga a permanecer dos días aquí?

— ¿Cómo que quién nos lo impide? —protestó el aristócrata—. ¡Los makololos!

—Pero ellos no saben navegar.

— ¿Qué quieres decir con eso? —inquirió Everest.

—Que podemos alejarnos navegando por el lago.

— ¿Y en qué navegaremos por el lago? —se burló Sir Murray.

—No se ría usted, amigo mío —dijo Mokoum—. Podemos usar la chalupa.

— ¡Es cierto! —exclamó Emery.

Habían olvidado que la chalupa estaba a buen recaudo, y la noticia les devolvió un poco de la esperanza perdida. El coronel Everest movió la cabeza con gesto preocupado y dijo:

—No podemos irnos todavía. — ¿Por qué? —preguntó Mokoum.

—Aún no hemos terminado las operaciones.

— ¿Qué operaciones?

— ¡La medición del meridiano!

— ¿Y van a quedarse aquí a medir el dichoso meridiano mientras los makololos nos acechan? —el bushman empezaba a no entender a aquellos hombres.

—No tenemos otro remedio —afirmó el coronel—. Debemos terminar el trabajo que hemos comenzado.

—Desde luego —respondieron a una los astrónomos.

Había tal determinación en los rostros de aquellos hombres, era tal su firmeza y tal su valentía al afrontar las más duras pruebas en nombre de la Ciencia, que el bushman, acostumbrado a ver aquella misma expresión de resolución en el rostro del doctor Livingstone, y sabiendo que nada ni nadie les detendría, decidió aceptar su decisión.

Quedó, pues, convenido que la operación geodésica se continuaría a pesar de todo. Sin embargo, cabía la posibilidad de que la operación ofreciera excesivas dificultades.

Matthew Strux, que había permanecido más tiempo en aquella cima, exclamó:

—Creo que podremos conseguirlo. Se trata de enlazar el Scorzef con una estación situada al Norte del lago, y esa estación existe. Yo había elegido antes de su llegada un pico que puede servir a nuestros propósitos. Se levanta al noroeste del lago, de modo que este lado del triángulo cortará el lago Ngami siguiendo una línea oblicua... Pero existe una dificultad.

— ¿Cuál es? —quiso saber el coronel.

—La distancia. Ese pico se halla situado a unos dos cientos kilómetros de distancia.

—La franquearemos con nuestros anteojos —dijo Emery.

—Pero es preciso colocar un farol en su cima —dijo Strux.

—Se encenderá el reverbero.

—Habrá que llevarlo.

—Se llevará.

—Y mientras tanto —añadió Mokoum—, tendremos que defendernos de los makololos.

—Nos defenderemos —dijo Sir Murray.

A continuación, Strux indicó a sus compañeros el pico que había elegido. Se trataba del pico de Volquiria, el cual, pese a encontrarse a tan gran distancia, podía resultar visible con un farol en su cima gracias a los instrumentos de los sabios.

Pero era preciso trasladar hasta allí el reverbero.

El ángulo que formaba el Scorzef con el Volquiria, por una parte, y con la estación precedente, por la otra, señalaría probablemente el final de las mediciones del meridiano. Era fácil suponer la importancia de esta operación.

Michael Zorn y William Emerz se ofrecieron voluntarios para trasladar el reverbero. El foreloper accedió a acompañarles, y pronto estuvieron todos listos para partir.

Decidieron no emplear para su cometido la embarcación, pues ambos jóvenes pensaban que podía ser necesitada en otro momento de mayor urgencia. Para atravesar el Ngami les bastaría construir una de esas canoas de corteza de abedul que los indígenas fabrican en pocas horas.

Mokoum y el foreloper no tardaron mucho en tenerla lista. A las ocho de la noche, la canoa estaba preparada para salir.

Los instrumentos, el aparato eléctrico, algunos víveres, agua, armas y municiones, fueron los elementos que se dispusieron en la canoa con destino a los valientes expedicionarios.

Se convino que los astrónomos se reunirían en la orilla meridional del Ngami, una vez realizados los trabajos en uno y otro lado.

 

Después de ponerse de acuerdo sobre la operación a realizar, los tres hombres abandonaron el fortín y descendieron por la ladera hasta encontrar la canoa. Les acompañaban un marinero ruso y otro inglés.

CAPITULO XX

Los que se quedaban en la montaña vieron alejarse a sus amigos con angustia. El bushman procuró tranquilizarles, elogiando la habilidad y el valor del foreloper. También era de esperar que los makololos, ocupados como estaban en torno del Scorzef, no recorrerían la llanura por el norte del Ngami.

La noche pasó rápidamente. Al amanecer, el coronel Everest advirtió que los indígenas rodeaban la base de la montaña, si bien no estaba cortada la retirada por el lago.

Esperando el momento en que brillaría el farol en lo alto del Volquiria, los científicos se encargaron de dar fin a la medición del triángulo precedente. Mokoum había dicho que al menos serían necesarios cinco días para que los expedicionarios alcanzaran la cima del Volquiria, por lo que los sabios decidieron aprovechar aquella espera para realizar mediciones respecto a la altura de las estrellas, con el fin de obtener con precisión la latitud del Scorzef.

La reserva de víveres era muy reducida, descontando los alimentos que los hombres se habían llevado en la canoa. Todos soportaron con estoicismo el racionamiento, pues no se pensaba más que en el éxito de la triangulación.

Llegó el 25 de febrero y el nuevo día no trajo cambio alguno en la situación de los sitiadores ni de los sitiados. Los makololos seguían en el campamento, en tanto que los europeos aguardaban en el fortín.

En los días que siguieron, a los europeos se les presentó un enemigo más peligroso que los indígenas. Este enemigo era el hambre, que atenazaba los estómagos y las esperanzas de los expedicionarios, quienes veían reducirse gradualmente las provisiones sin poder hacer nada para remediar la situación.

La noche del 27 al 28 la pasaron los astrónomos entregados a las observaciones. La serena oscuridad reinante favorecía sus trabajos, pero ninguna claridad destacó en el perfil del horizonte y nada apareció en el visor del anteojo.

Apenas había transcurrido el plazo mínimo que se concedió a la expedición mandada por Zorn y Emery. Sus colegas, por tanto, no podían hacer otra cosa más que aguardar.

El 28 de febrero, el pequeño grupo que ocupaba el Scorzef agotó las últimas provisiones. Esa noche tampoco advirtieron los sabios ninguna luz en la oscuridad, llegando al siguiente amanecer con los estómagos vacíos y la cabeza llena de desilusión. En esa jornada no dispusieron de ningún bocado por el esfuerzo realizado en tan difíciles condiciones; los europeos se tendieron en el suelo dispuestos a aguardar la llegada de la noche.

Sir John y el bushman se recostaron sobre la hierba y pronto se sintieron invadidos por un sueño pesado, postrados por el vacío que sentían en sus estómagos. Ninguno de los dos habría podido decir cuánto tiempo duró su sueño, pero una hora después el inglés se despertó a causa de una molesta picazón.

Sir Murray se sacudió instintivamente y trató de volver a dormirse, pero las picaduras persistieron, obligándole a abrir decididamente los ojos. El espectáculo que contempló le dejó anonadado: estaba cubierto de hormigas de los pies a la cabeza.

Se trataba de unas horribles hormigas blancas que le hicieron alzarse como impulsado por un invisible resorte.

Su brusco movimiento despertó también a Mokoum, que yacía a su lado ajeno a las picaduras de aquellos animalitos que trepaban por su cuerpo sin cesar.

Al ver las hormigas, Mokoum las tomó a puñados y se las llevó a la boca, comiéndolas con avidez. Sir John hizo un gesto de profundo asco y exclamó:

— ¿Cómo puedes comerte esa porquería?

— ¡Coma usted, coma usted! —respondió el bushman—. Están deliciosas.

Era tal el hambre que aguijoneaba el estómago del inglés que, venciendo su natural repugnancia, imitó a su amigo y se llevó las hormigas blancas a la boca a puñados cada vez más grandes.

Las hormigas salían a millares de su enorme hormiguero. Sir Murray comprobó que tenían un gusto ácido que no resultaba del todo desagradable, y sintió que los animalitos calmaban poco a poco la angustia de su organismo.

El aristócrata comunicó a sus compañeros el milagroso descubrimiento que acababan de hacer y les invitó a unirse a ellos en el festín. Los marineros no vacilaron un instante en aprovecharse de aquel alimento singular, pero el coronel y el señor Strux parecían menos dispuestos a dejarse convencer, aunque terminaron rindiéndose a la evidencia e imitaron a sus amigos.

Gracias al improvisado manjar, los ocupantes del Scorzef pudieron llegar al noveno día de observación en el fortín. Aún no sabían nada de Emery y Zorn, pero estaban decididos a esperar sus noticias el tiempo que fuera preciso, aunque para ello tuvieran que terminar con todas las hormigas blancas del lugar.

CAPITULO XXI

Mas pronto la preocupación inundó a los astrónomos. ¿A qué se debería la tardanza de los viajeros? ¿Estarían detenidos por algún obstáculo insuperable?

Es fácil imaginar cuántos serían los recelos que hubieron de pasar los astrónomos sitiados en la cima del Scorzef. Sus compañeros llevaban ya nueve días de viaje, cuando habían calculado que sólo eran necesarios seis para tal operación. De su presencia en la cumbre del Volquiria dependía el éxito de la empresa.

El día 3 de marzo, los sufrimientos fueron mayores que nunca. ¿Qué había podido ocurrirles? El temor les embargaba y miraban sin cesar el anteojo que, dispuesto para ser usado puntualmente cada noche, sería el encargado de desvelar el secreto del Volquiria.

Llegó la noche y no apareció la luz. La presencia de los makololos al pie del Scorzef no alertaba a los astrónomos, pues, si no les habían atacado a esas alturas, era evidente que habían decidido dejarles morir de hambre para ahorrarse la molestia del combate. Un combate en el que, por otra parte, los indígenas no iban a salir muy bien parados.

Pero los acontecimientos iban a variar al día siguiente de un modo considerable. En el campo de los makololos comenzó a reinar inesperadamente una gran agitación. Las idas y venidas de los indígenas al pie del Scorzef alarmaron al bushman.

Mokoum les observó atentamente y creyó notar en ellos indicios de indudable hostilidad. Los makololos preparaban sus armas, lo cual hizo suponer a Mokoum que, hartos de tan prolongada espera, los sitiadores trataban de hacer un postrer esfuerzo para apoderarse de la fortaleza antes de emprender la retirada definitiva hacia Maketo, su capital.

El coronel y el bushman decidieron ejercer vigilancia durante la noche y preparar sus armas.

Como el recinto del fortín estaba arruinado en muchos puntos, sería fácil el acceso a ellos por parte de los indígenas. A la vista de este hecho, el coronel creyó oportuno adoptar algunas disposiciones por si los sitiados se veían obligados a abandonar la estación geodésica.

Los marineros descendieron hasta el pie de la montaña, por su parte posterior, y lograron dejar lista, tras muchos esfuerzos y repetidos viajes, la embarcación de vapor, que debía estar dispuesta para partir a la primera señal de peligro.

El maquinista del Queen and Tzar recibió orden de encender las calderas y mantenerlas con la presión conveniente, pero debía aguardar a la puesta del sol, con el fin de evitar que los negros conocieran la existencia de la embarcación en las aguas del lago.

A las seis de la tarde se hizo de noche con la rapidez característica de las regiones intertropicales. El maquinista se apresuró a bajar por la ladera del Scorzef y ya no tuvo más ocupación que calentar la caldera de la embarcación.

El coronel Everest estaba dispuesto a defender el fortín contra viento y marea, y le resultaba muy dolorosa la posibilidad de abandonar la estación sin haber finalizado las operaciones, pero comprendía que el peligro era grande y se había puesto en las manos expertas de Mokoum.

Los marineros fueron apostados al pie de las murallas del recinto, con la orden de defender a todo trance las entradas al fortín. Las armas estaban preparadas y los astrónomos tenían la mirada fija en el horizonte, esperando que en el último momento se produjera el milagro de ver aparecer la luz en el Volquiria.

Los sitiadores no se movieron hasta las diez. Habían apagado sus hogueras, con lo que el campamento de la llanura se confundía con la plena oscuridad.

De pronto, Mokoum percibió algunas sombras que se movían en las laderas de la montaña. Los makololos apenas distaban cien metros de la meseta donde se elevaba el fortín.

Mokoum gritó:

— ¡Alerta!

E, inmediatamente, los escasos defensores tomaron posiciones por el lado Sur, abriendo un nutrido fuego contra los asaltantes.

Los indígenas continuaron subiendo a pesar del tiroteo incesante de que eran objeto. Al resplandor de los fogonazos se podía ver un verdadero ejército de makololos, algunos de los cuales iban cayendo como moscas bajo el efecto del fuego enemigo. Los europeos no perdían una sola bala, y los negros caían por grupos, rodando uno tras otro hasta el pie de la colina y arrastrando a su paso a algunos de sus compañeros.

En el corto intervalo que mediaba entre las detonaciones, los sitiados percibían claramente los rugidos feroces de sus adversarios. Pero nada les contenía y seguían subiendo en apiñadas filas.

Aunque no les daba tiempo a disparar sus flechas, se mostraban empeñados en llegar, al precio que fuese, a la cumbre del Scorzef.

Pero, pese al inmenso valor demostrado por los europeos y al fuego incesante de sus armas, no les era posible hacer nada contra el torrente que subía hasta ellos. A la media hora de combate, el coronel Everest comprendió que la situación se estaba haciendo insostenible. Porque no sólo avanzaban los grupos de agresores por el lado Sur, sino que también lo hacían por las vertientes laterales.

A las diez y media llegaron a la meseta los primeros makololos. Los europeos no podían luchar cuerpo a cuerpo, pues ahí tenían todas las de perder. Era urgente, por tanto, resguardarse detrás del recinto.

Viendo que ya no podían más, el coronel Everest, venciendo su resistencia a abandonar la zona, exclamó:

— ¡Retirada!

Los sitiados hicieron otra descarga y siguieron a su jefe para guarecerse tras las paredes del fortín. Los salvajes prorrumpieron entonces en gritos de triunfo, precipitándose seguidamente hacia la brecha central con la intención de escalarla.

Pero, repentinamente, resonó un estruendo formidable. Parecía un trueno espantoso que multiplicara sus detonaciones.

Los marineros, mientras preparaban la embarcación en las horas que precedieron al ataque de los makololos, habían tenido la precaución de subir la ametralladora que formaba parte de la misma hasta la cima del Scorzef. La temible arma había quedado olvidada en los primeros minutos del combate, pero Sir John la había rescatado del olvido y ahora disparaba con ella contra los indígenas.

Los veinticinco cañones de la ametralladora, colocados en forma de abanico, llenaron de metralla un sector de más de treinta metros en la superficie de la meseta.

A las primeras detonaciones de aquel aparato formidable, los agredidos contestaron en un principio con alaridos rápidamente ahogados y con una nube de flechas que no podían hacer ningún daño a tan potente artilugio.

Cuando los makololos, viendo que sus compañeros que ocupaban las primeras posiciones caían sin remedio, decidieron retroceder hasta lugares más seguros, Sir John dejó de disparar la ametralladora y se hizo un repentino silencio.

El coronel y Strux aprovecharon aquel momento de respiro y ocuparon sus posiciones en el torreón, aplicando la mirada al visor del anteojo. Mas pronto se renovó el ataque, y ambos sabios decidieron permanecer junto a los instrumentos, conscientes de que Sir John y su ametralladora bastarían para defenderles de los negros.

A las once y media de la noche, cuando la lucha había alcanzado todo su apogeo, Matthew Strux miró a través del anteojo por enésima vez. De pronto, al cabo de unos segundos de serena observación, el sabio exclamó:

— ¡El farol!

— ¿Qué? —gritó el coronel, quien, pese a estar a su lado, apenas podía oírle debido al ruido de los disparos.

— ¡El farol! —repitió Strux emocionado.

 

— ¿Lo ha visto usted?

— ¡Sí! ¡Está ahí!

El coronel dio un grito de alegría y se precipitó hacia los instrumentos, dispuesto a ser testigo directo de tan magno acontecimiento.

El farol estaba allí, brillando entre los hilos reticulares. Al fin resplandecía la luz en la cumbre del Volquiria. ¡El último triángulo acababa de hallar su punto de apoyo!

Era extraordinario contemplar a aquellos sabios trabajando en medio del fragor de la batalla, ajenos a cuanto ocurría a su alrededor. Porque los indígenas, demasiado numerosos para ser reducidos, había rebasado finalmente el recinto.

Sir John y el bushman hacían lo posible y lo imposible por defenderse de los makololos. Mas éstos contestaban a sus disparos con sus flechas incesantes, que caían como una lluvia sin fin sobre el improvisado campamento de los europeos.

Y mientras tanto, el coronel y Strux observaban sin cesar, inclinados sobre su aparato. Multiplicaban las repeticiones del círculo, para evitar los errores en la lectura, y anotaban impasibles el resultado de las operaciones.

Al cabo de un largo rato, los dos hombres pusieron punto final a la medición y abandonaron sus instrumentos. La dirección del farol había sido determinada con una milésima de segundo de aproximación.

Ahora lo importante era huir. Poner a salvo el resultado de tan gloriosos experimentos. Los indígenas estaban ya muy cerca de las murallas que protegían el fortín y podían alcanzar a los sitiados de un momento a otro.

El coronel Everest indicó a Mokoum que estaban listos para emprender la retirada, y el bushman emitió un suspiro de alivio, ordenando al punto a los hombres que retrocedieran hasta la pendiente septentrional del Scorzef. Mas, al ir a iniciar el descenso, Strux exclamó:

— ¡La señal!

Había olvidado dejar una señal luminosa que permitiera a Emery y a Zorn determinar, a su vez, la dirección de la cumbre observada. El coronel Everest no lo pensó dos veces. Avanzó con decisión hasta un montículo que consideraba sería visible a gran distancia y depositó en él un maletín de madera que llevaba consigo. El coronel lo prendió fuego al instante y, en menos de un segundo, las llamas se elevaron en la oscuridad de la noche. La carga del maletín bastaría para que el punto luminoso se mantuviera visible durante el tiempo que necesitaban los jóvenes astrónomos para realizar sus cálculos en el Volquiria.

Everest se unió después a sus compañeros y todos juntos, en apretado grupo, iniciaron, ahora sí, el descenso del Scorzef.

La bajada fue lenta y trabajosa, pues los marineros transportaban la ametralladora, que no habían querido abandonar. Al fin llegaron a la embarcación, y el maquinista, que había mantenido la presión de la misma, largó la amarra y puso la hélice en movimiento. El Queen and Tzar comenzó a avanzar con rapidez por las aguas del lago.

Al cabo de un tiempo se hallaban a distancia suficiente como para poder ver la cumbre del Scorzef. Las llamas habían traspasado el maletín y habían alcanzado algunos de los objetos abandonados en la huida, a juzgar por la intensa llamarada que se divisaba en la cumbre.

CAPITULO XXII

La embarcación llegó a la orilla septentrional del lago al amanecer. Anclaron el Queen and Tzar en una pequeña ensenada y el bushman, Sir John y un marinero realizaron una batida por los alrededores. La región estaba desierta y no faltaba la caza para aquellos hombres hambrientos.

Los cazadores regresaron con un hermoso animal y sus compañeros pudieron, al fin, gozar de carne fresca, que no les había de faltar desde entonces.

El 5 de marzo quedó organizado el campamento en las orillas del Ngami, ya que aquél era el punto convenido para reunirse con el resto de los expedicionarios. La espera la dedicaron aquellos valientes a descansar, pues las fatigas de los últimos días habían mermado sus fuerzas alarmantemente.

Tres días después, unas detonaciones advirtieron la llegada del destacamento mandado por el foreloper Emery, Zorn, los dos marinos y el indígena regresaron completamente sanos, después de haber cumplido la misión encomendada.

Sus compañeros les recibieron con evidentes muestras de alegría, y unos y otros hicieron un recuento de lo acontecido ante las exclamaciones generales de sorpresa, felicidad y admiración.

Al final del relato, el coronel dijo:

—Señores, ya puede decirse que nuestro trabajo está totalmente terminado. Hemos medido un arco del meridiano de más de ocho grados, a través de sesenta y tres triángulos, y en cuanto los resultados de nuestras operaciones hayan sido calculados, conoceremos cuál es el valor del grado y, por consiguiente, del metro en esta parte del esferoide terrestre.

— ¡Hurra! —exclamaron todos.

—Ahora —añadió Everest— sólo nos queda ganar el océano índico, siguiendo el curso del Zambeze.

—Por supuesto, coronel —dijo Strux—, pero creo que nuestras operaciones deben someterse a una comprobación matemática. Propongo, pues, continuar por el Este la red trigonométrica hasta que encontremos un emplazamiento propicio para medir directamente una nueva base. La concordancia que existirá entre la longitud de esa base y los datos obtenidos hasta el momento, nos dará con certeza el grado de exactitud de nuestras mediciones.

El coronel se manifestó de acuerdo con esta proposición y se convino que se constituiría hasta el Este una serie de triángulos auxiliares hasta el momento en que uno de los lados pudiese ser medido directamente por medio de las reglas de platino.

Mientras tanto, la embarcación de vapor descendería por los afluentes del Zambeze hasta llegar más abajo de las cataratas Victoria, lugar donde esperaría la llegada de los astrónomos.

Dispuesto todo de este modo, el pequeño grupo, a excepción de los cuatro marineros que embarcaron en el Queen and Tzar, inició la marcha bajo la dirección de Mokoum.

Las estaciones podían ser medidas con relativa facilidad si no se presentaba ningún inconveniente.

El viaje se llevó a cabo con rapidez. Los triángulos accesorios, de extensión media, hallaban puntos de apoyo fáciles en aquel país ondulado.

Los viajeros pudieron refugiarse casi siempre en los bosques que cubrían el territorio, y así pasaban la noche.

Por otro lado, la temperatura se mantenía a un grado soportable y, bajo la influencia de la humedad, conservada por los arroyos y lagos, algunos vapores se elevaban al aire y mitigaban los rayos solares.

La caza suministraba todo lo necesario a la pequeña caravana que, acostumbrada a pasar privaciones, se sentía feliz de poder comer cada día cuanto quisiera.

Las relaciones entre el coronel Everest y Matthew Strux eran muy pacíficas y cordiales. Las rivalidades personales habían sido borradas por completo y, a pesar de no existir una gran intimidad entre ambos sabios, parecían haber recuperado la confianza mutua.

CAPITULO XXIII

Hasta finales de marzo no ocurrió ningún incidente digno de mención. El coronel y sus compañeros recorrían una región relativamente conocida y no debían tardar en encontrar las aldeas del Zambeze que habían sido visitadas y descritas por el doctor Livingstone.

La triangulación iba rápida y los trabajos prosperaron sin que los científicos tuvieran tiempo de advertir el paso de los días.

El primero de abril, los expedicionarios tuvieron que atravesar unos terrenos pantanosos que retrasaron un poco su marcha. El grupo daba pruebas de excelentes disposiciones y en él reinaba la mayor armonía.

Zorn y William Emery se felicitaban al ver aquella unión existente entre sus jefes, quienes parecían haber olvidado no sólo sus antiguas diferencias de criterios, sino también que una grave disensión internacional les separaba.

—Espero, querido William —dijo Zorn a su amigo—, que, cuando regresemos a Europa, encontraremos que reina ya la paz entre nuestros dos países. Así podremos ser allí tan amigos como podemos serlo en África.