Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

Tekst
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

Inmediatamente, algo se movió entre las hierbas, a unos quinientos pisos, y Mokoum hizo fuego en aquella dirección.

Después, Sir John y él corrieron velozmente hacia el lugar que había levantado sus sospechas, pero lo encontraron vacío.

Sin embargo, entre las hierbas se veía que un ser vivo había estado refugiado allí, pero el makololo había desaparecido.

Este incidente avivó la inquietud de los dos cazadores. La presencia de un makololo en las proximidades del dolmen y la de este otro indígena camuflado tras la piel del órix, revelaban una perseverancia en seguir a la caravana que despertaba los temores del bushman y aumentaba sus ya de por sí naturales recelos hacia todo lo que escapara a su control.

Además, cuanto más avanzaban hacia el Norte, más crecía el peligro de ser atacados por estos bandidos del desierto.

Sir John y Mokoum regresaron al campamento, manteniendo el bushman una larga conversación con el coronel Everest.

— ¿Qué opina usted? —le dijo el coronel.

—Creo que la expedición está siendo perseguida y espiada por los makololos, señor, y a las pruebas me remito.

— ¿Estamos seriamente amenazados por ellos?

—Si todavía no hemos sido atacados, es porque esperan que vayamos más hacia el Norte, hacia sus regiones.

CAPITULO XVII

Aquella situación cambiaba de pronto las cosas. Parecía como si los peligrosos indígenas fueran a conseguir lo que no había logrado la Naturaleza: interrumpir la marcha de la investigación. El coronel Everest no sabía si era más conveniente retroceder.

—Le ruego que me cuente todo lo que sepa usted sobre los makololos —pidió el coronel a Mokoum, pues deseaba estar bien informado para poder tomar una determinación.

—Los makololos pertenecen a la gran tribu de los bechuanas, esos guerreros que su amigo, el doctor Livingstone, conoce tan bien.

—En efecto.

—Cuando Livingstone vino al Zambeze por primera vez...

—En 1850...

—Fue recibido por Sebituane, que era entonces el gran jefe de los makololos y vivía en Sesheke. Sebituane era un gran guerrero que pronto obtuvo influencias sobre las diversas tribus de África, llegando a formar con muchas de ellas un grupo compacto y dominador. El año pasado, Sebituane murió en brazos del doctor Livingstone.

— ¿Y no dejó un sucesor? —preguntó interesado el coronel, que conocía parte de estos hechos a través del relato directo de su amigo Livingstone.

—Le sucedió su hijo Sekeletu, quien al principio mostró un gran afecto hacia los europeos que frecuentaban las orillas del Zambeze. Pero, tras la marcha del señor Livingstone, sus métodos cambiaron. Sekeletu persiguió a los extranjeros, lanzándose después a un ataque indiscriminado contra las tribus vecinas.

— ¿Por qué razón?

—En parte por ansia de sangre y en parte, sobre todo, por pillaje. Los makololos, desde entonces, recorren el país robando y asesinando sin freno. Su zona preferida para llevar a cabo sus intentonas es la comprendida entre el lago Ngami y el Alto Zambeze.

—Justamente nuestro punto de destino.

—Así es, señor coronel. Nada ofrece menos seguridad que aventurarse con una caravana por esas tierras, sobre todo una caravana tan reducida como la nuestra. Además, no hay que olvidar que nos esperan, pues los espías les habrán alertado sobre nuestra presencia.

— ¿Y cuál es su opinión?

—Creo, señor, que estamos condenados a una muerte segura si seguimos avanzando, pero yo acataré lo que usted disponga. Si decide seguir adelante, respetaré sus órdenes.

—Gracias, amigo.

El coronel Everest se sintió profundamente inquieto tras haber mantenido esta conversación. Reunió a sus compañeros en consejo urgente y les transmitió las opiniones y las informaciones de Mokoum.

Emery, Sir Murray y el mismo Everest, tras muchas deliberaciones, se mostraron dispuestos a proseguir con las triangulaciones. No podrían parar en ese punto, pues estaban en juego su honor y el de su patria. Los ingleses no podían abandonar las operaciones geodésicas a sólo unos pasos de su resolución final.

Tomada esta decisión, se continuó la serie trigonométrica.

El 27 de octubre, la comisión científica británica cortaba perpendicularmente el trópico de Capricornio, y el 3 de noviembre lograron adelantar un nuevo grado en la medición del gran arco.

La triangulación continuó con ardor el mes siguiente. No había obstáculos naturales que dificultaran las operaciones, pues se hallaban en un bello país cortado únicamente por riachuelos vadeables.

Mokoum había establecido turnos de vigilancia entre sus hombres, y estos turnos eran cumplidos escrupulosamente mientras los astrónomos llevaban a cabo su labor.

Ningún peligro inmediato parecía amenazar al pequeño grupo. Durante el mes de noviembre no se vio ninguna partida de negros ni se encontró el menor rastro de los makololos.

Los más inquietos en la caravana eran los bochjesmen. Conocedores del peligro que les amenazaba, se mostraban nerviosos y preocupados, aunque nadie desobedeció las órdenes de Mokoum. Los makololos y los bochjesmen eran dos tribus enemigas, enfrentadas entre sí por una antigua rivalidad. Los vencidos no podían esperar piedad de los vencedores, y esto no se borraba de las mentes de los indígenas que acompañaban a los astrónomos, pues se sabían menos numerosos, aunque mejor armados que sus enemigos.

Los hombres al mando de Mokoum habían sido elegidos cuidadosamente por su capacidad de obediencia y su valentía. Eran capaces de soportar cualquier fatiga sin emitir una palabra de protesta, pero sus disposiciones cambiaron ligeramente al conocer la presencia acechante de los makololos.

Se produjeron algunos incidentes de escasa importancia; pero Mokoum no se sintió verdaderamente alertado hasta ocurrir un hecho que se produjo el 2 de diciembre.

El tiempo, que hasta entonces había sido excelente, cambió repentinamente. Bajó la influencia del calor tropical y la atmósfera saturada de vapores indicaba una gran tensión eléctrica. El cielo se oscureció y parecía poder predecirse una tormenta inmediata. Y las tormentas, en aquellos climas, se ven revestidas de una enorme violencia.

Así pues, la mañana del 2 de diciembre apareció con el cielo cubierto de nubes que tenían un siniestro aspecto.

Emery observó el firmamento. Por doquier vio nubes acumuladas en bloques próximos. Parecían de algodón, y su masa, de un gris oscuro, presentaba colores muy distintos en algunos de sus bordes.

El sol tenía un tinte pálido, no soplaba una bocanada de aire y el calor era bochornoso. El descenso del barómetro se había detenido. Los árboles de los bosquecillos cercanos permanecían inmóviles, sin que una sola hoja temblara en sus ramas, Los astrónomos proseguían la triangulación. En aquellos momentos, William Emery, acompañado por cuatro indígenas y un carromato, se había trasladado a tres kilómetros al Este del meridiano, con el propósito de establecer un poste indicador, destinado a formar el vértice de un triángulo

Se hallaba ocupado observando la cima de un montículo, cuando una rapidísima condensación de vapor, originada por una corriente de aire frío, produjo un considerable desarrollo de electricidad.

A continuación, en cuestión de segundos, comenzó a caer una espesa granizada de aspecto luminoso, y se hubiera dicho que llovían gotas de metal incandescente. Del suelo brotaban chispas y de las partes metálicas del carromato se desprendían haces luminosos.

El granizo adquirió pronto un volumen considerable. Emery no perdió un segundo y gritó a los indígenas que buscaran refugio lejos del carromato y de los árboles. Mas, apenas había tenido tiempo de abandonar el vehículo, cuando un relámpago deslumbrador, seguido de un espantoso trueno, abrasó la atmósfera.

Emery cayó al suelo como muerto. Transcurrieron unos instantes y el joven volvió a recobrar el conocimiento, pues afortunadamente no había sido herido por el rayo. El fluido se había deslizado en torno del astrónomo y le había envuelto en una capa de electricidad, k pero no había herido al joven sabio.

Al incorporarse de nuevo, Emery comprobó que dos de los indígenas estaban muertos. Los dos restantes quisieron huir despavoridos, y ni siquiera los gritos de Emery lograron persuadirles para que se quedaran.

El joven buscó un refugio más seguro y esperó allí durante cerca de una hora a que pasara la tormenta. Al fin, el granizo dejó de caer y Emery enfiló el carromato de vuelta hacia el campamento.

La noticia de la muerte de los indígenas había causado un gran alboroto entre sus compañeros. Se miraban los unos a los otros con espanto y después miraban con temor a los astrónomos. Dominados por la superstición, empezaron a desconfiar de las operaciones trigonométricas de los sabios, operaciones que nunca habían comprendido, pero que hasta entonces habían respetado.

Los bochjesmen formaron conciliábulo y algunos de ellos declararon que no seguirían adelante.

Hubo un conato de rebelión y fue necesaria toda la influencia de Mokoum para impedir que el asunto tomara proporciones desagradables.

El coronel se vio obligado a intervenir y prometer a aquellos asustados hombres un aumento de salario para que continuaran a su servicio. Aunque hubo resistencias por parte de los más temerosos, el acuerdo fue alcanzado sin dificultades.

Everest comprendía que nada podrían hacer si los bochjesmen les abandonaban a su suerte.

Se dio sepultura a los muertos, se levantó el campamento y los carromatos se dirigieron hacia el cerro que había sido explorado por Emery cuando le sorprendió la tormenta de granizo.

 

En los días que siguieron hasta el 20 de diciembre, no se produjo ningún incidente digno de relatarse. Los makololos no se presentaban y Mokoum comenzó a recobrar la tranquilidad. Les faltaban unos ochenta kilómetros para llegar al desierto y la vegetación parecía abundante, lo que hizo pensar al bushman que esa primera zona desértica que él tanto había temido no se presentaría ante sus ojos. Pero no contaba con los ortópteros, cuya aparición es una constante amenaza para las zonas agrícolas en el África austral.

En la tarde del 20 de diciembre, los hombres instalaron el campamento. Los tres astrónomos y el bushman descansaban al pie de un árbol, mientras los indígenas y los marineros ingleses se repartían los trabajos y la vigilancia.

En medio del viento Norte, que comenzaba a soplar, los científicos conversaron animadamente y determinaron que esa misma noche tomarían la altura de las estrellas, con el fin de calcular exactamente la latitud del lugar en que se encontraban.

No se veía la más ligera nube, la luna era casi nueva y, por tanto, todos se las prometían muy felices.

Pero el coronel y Sir Murray se mostraron desconcertados cuando, a eso de las ocho, Emery se puso en pie, señaló el horizonte y exclamó:

—Me temo que la noche no va a ser tan propicia a nuestros planes como imaginábamos. Se está nublando el cielo.

Sir John observó atentamente el firmamento y dijo:

—En efecto. Ese nubarrón se acerca rápidamente y no tardará en cubrirnos por completo.

— ¿Tendremos otra tempestad? —preguntó el coronel.

—En la región en que nos encontramos, las tormentas son siempre temibles. Creo que deberíamos abandonar la idea de realizar esta noche las observaciones, pues corremos el riesgo de que no sean muy precisas.

— ¿Tú qué opinas, Mokoum? —preguntó Everest.

El cazador miró el Norte con atención. La nube terminaba en una curva alargada y casi perfecta, como si hubiera sido dibujada con un compás. Tenía una extensión de unos seis kilómetros.

Aquella nube, negra como el humo, tenía un aspecto tan extraño que chocó al indígena. Parecía como si se tratara de una masa sólida, en lugar de una acumulación de vapores.

— ¡Es verdaderamente singular! —se limitó a comentar Mokoum.

Casi al mismo tiempo, los caballos y otros animales de la caravana comenzaron a dar muestras de una gran agitación. Corrían por la pradera y se negaban a obedecer las órdenes de los conductores de los carromatos, quienes intentaban por todos los medios hacerles regresar al recinto interior del campamento.

Al ver que los esfuerzos de los bochjesmen resultaban en vano, Mokoum les dijo:

—Dejad que pasen la noche fuera.

—Pero, ¿y las fieras? —le increparon.

—Las fieras estarán pronto demasiado ocupadas como para que hagan caso de nuestros animales.

Estas extrañas palabras pillaron por sorpresa a los astrónomos. El coronel Everest se disponía a pedir una explicación al bushman, cuando éste se alejó rápidamente, absorto por completo en la observación del fenómeno singular.

El nubarrón se aproximaba a pasos agigantados. Su altura sobre el nivel del suelo no pasaría de algunos centenares de metros. Al silbido del viento se unía entonces una especie de zumbido que parecía salir de la misma nube.

En aquel momento, y por encima del nubarrón, hizo su aparición un enjambre de puntos negros sobre el fondo pálido del cielo. Los puntos revoloteaban sin cesar.

— ¿Qué es eso? —preguntó el coronel.

Los astrónomos se habían aproximado a Mokoum y le miraban ansiosos en espera de una respuesta. El bushman, sin dejar de mirar el cielo, exclamó:

—Esos puntos negros son pájaros.

— ¡Pájaros! —Sir Murray no parecía muy convencido de ello.

—Son pájaros, sí —afirmó Mokoum—. Son buitres, águilas, halcones y milanos. Vienen desde muy lejos siguiendo esa nube y no la abandonarán hasta que no esté aniquilada o dispersa.

— ¿Aniquilada una nube? —Emery tampoco entendía nada.

—En efecto.

—Pero, ¿qué clase de nube es ésa? —inquirió el coronel.

—Es un nublado viviente. ¡Es una nube de langostas!

Mokoum no se equivocaba. Ante ellos aparecía una nube de langostas, nubarrones vivientes que con excesiva frecuencia convertían aquella parte del país en una región árida y desolada.

—Parecen multitud —dijo Everest.

—Llegan a millares —afirmó Mokoum.

—Supongo que serán enormemente peligrosas —exclamó Sir Murray.

—Desde luego. Son un azote para los campos. Sólo pido a los cielos que no nos causen graves daños.

—Pero si no tenemos aquí campos sembrados ni praderas de nuestra propiedad —dijo el coronel—, ¿qué nos pueden hacer las langostas?

—Si se limitan a pasar por encima de nuestras cabezas, no nos harán nada. Pero si devastan los campos por los que debemos pasar más adelante, nos harán un gran daño.

—Explícate mejor, te lo ruego —dijo Emery.

—Las langostas pueden devastar grandes zonas de terreno sin que tras su paso quede una sola brizna de hierba en las praderas.

—Ya comprendo —afirmó el aristócrata—, pero olvidas que nosotros no comemos hierba.

—Y usted olvida que los animales de la caravana sí la comen. Si las langostas devoran los pastos, ¿qué comerán nuestros bueyes, nuestros caballos...?

Los ingleses permanecieron silenciosos por unos momentos. Observaban la masa animada que crecía a simple vista, avanzando sin cesar y llenando el aire con sus zumbidos.

Mokoum rompió el silencio:

—El viento del Norte las empuja en esta dirección. Además, el sol acaba de ponerse y la brisa del crepúsculo entorpecerá sus alas. Tendrán que dejarse caer sobre los árboles, sobre los matorrales y sobre las praderas, y entonces...

El bushman no terminó la frase. Su predicción se cumplía en aquel instante. En un abrir y cerrar de ojos, la nube de langostas se abatió sobre el suelo y ya no se vio más que una masa hormigueante y sombría alrededor del campamento y en los mismos límites del horizonte.

El campamento quedó literalmente inundado.

Los carromatos, las tiendas, todo desapareció bajo el efecto devastador de aquella nube viviente. La masa de insectos tenía varios metros de altura.

Los hombres, metidos hasta la rodilla en aquella masa densa de langostas, las aplastaban a centenares a cada paso, ayudados por otros enemigos naturales de la temible plaga. Las aves se precipitaban sobre las langostas y las devoraban con avidez. En el suelo, las serpientes las absorbían en cantidades enormes. Los caballos, mulas, bueyes y perros se atracaban de estos insectos con gran ferocidad.

Toda la caza de la llanura también estuvo presente en el banquete. Leones, hienas, elefantes y rinocerontes sepultaban sus vastos estómagos entre la nube enloquecedora.

Los bochjesmen se aprovisionaron de varios centenares de ellas, pues estos camarones del aire eran muy apreciados por los indígenas.

De este modo, se estableció una especie de extraño banquete, en el que los comensales se convirtieron a su vez en el plato principal.

Era imposible dormir en aquellas condiciones, y los astrónomos determinaron aprovechar la circunstancia para seguir con las operaciones.

A la mañana siguiente, el sol asomó por un horizonte límpido. Sus rayos elevaron al poco rato la temperatura y las langostas se trasladaron a lugares más oportunos para continuar con su ceremonial.

A su paso por la pradera, la nube viviente cumplió las predicciones del bushman, arrasando los árboles y la llanura anteriormente plena de vegetación. Todo estaba arrasado.

El suelo aparecía amarillo terroso y los troncos desnudos de los árboles conferían al paisaje un aspecto más invernal que veraniego.

Los viajeros habían pasado, en menos de veinticuatro horas, de ocupar una riquísima vegetación a vivir en medio de un desierto. Y todo ello sin moverse del lugar.

Los astrónomos, dispuestos a no dejarse desanimar, siguieron trabajando hasta llegar a medir un nuevo grado del meridiano.

CAPITULO XVIII

El 25 de diciembre alcanzaron el límite del desierto. Los animales sufrían enormemente a causa de la carencia de pastos. También faltaba el agua, y el suelo, arcilloso en extremo, era impropio para la vegetación.

Aquella porción de terreno comprendida entre el límite del karru, o zona desértica sólo poblada de vegetación durante la estación de las lluvias, y el lago Ngami, se ofreció a la mirada de los ingleses, y no precisamente en todo su esplendor.

Los viajeros pasaron grandes fatigas y tremendos sufrimientos, sobre todo a causa de la falta de agua. Los animales se negaban a seguir avanzando y era preciso tirar de ellos con esfuerzos y amenazas.

No había aves, que habían huido hacia el Zambeze en busca de árboles, y las fieras tampoco se arriesgaban a internarse por aquella llanura de muerte y desolación. Tanto era así, que los cazadores apenas encontraron dos o tres parejas de antílopes, animales que pueden sobrevivir sin agua durante dos o tres semanas.

Mientras tanto, avanzando bajo un sol de fuego y una atmósfera que no contenía ni un átomo de vapor, los astrónomos proseguían con sus trabajos geodésicos, realizándolos de día o de noche. Los sabios se fatigaban a ojos vista, pero nada parecía poder variar sus planes.

Su reserva de agua, contenida en barriles recalentados, disminuía alarmantemente. Se había impuesto el racionamiento, que fue respetado por todos sin problemas.

El 25 de enero, los ingleses lograron medir el noveno grado del meridiano, siendo cincuenta y siete el total de triángulos calculados hasta entonces en la operación.

Mokoum pensaba que antes de finales de mes llegarían al lago Ngami, si es que los indígenas a su mando no se soliviantaban antes, pues la falta de agua les había puesto muy nerviosos.

Algunas bestias de carga habían perecido por el camino, y el bushman presentía que muchas más terminarían cayendo antes de abandonar el desierto.

Mokoum, alarmado por la rebelión incesante que veía nacer en sus hombres, pensó que tal vez sería buena idea retroceder un poco en la marcha y desviarse hacia la derecha del terreno, a fin de ganar las aldeas esparcidas en una región menos árida. Pero este plan, transmitido al coronel Everest, contó con una clara desventaja. En primer lugar suponía retroceder, y en segundo lugar los viajeros corrían el riesgo, al desviarse a la derecha, de tropezar directamente con la expedición rusa.

El 15 de enero, lejos aún del final del desierto, Mokoum dijo al coronel:

—Es imposible luchar contra la adversidad. Los conductores de los carromatos se niegan a obedecerme y cada día he de soportar escenas de insubordinación. Y lo peor de todo es que no puedo culparles, señor, porque su miedo es humano y lógico.

El coronel reflexionó unos instantes. La situación era realmente difícil. Los indígenas no estaban dispuestos a arriesgar su vida por unos trabajos que ni siquiera comprendían, pero los astrónomos tampoco podían ceder en sus necesidades de triangulación.

Al cabo de un rato, exclamó:

—Lo lamento, Mokoum, pero seguiré adelante aunque tenga que hacerlo solo.

Sus compañeros compartieron esta opinión. A la vista de los acontecimientos, el bushman habló con sus hombres y les pidió que aguantaran un poco más, pues estaban a sólo seis días del final del desierto. Pronto llegarían al lago Ngami.

—Es mejor continuar —añadió Mokoum—. Si vamos hacia el Oeste, nos encontraremos con la aventura. Si seguimos en cambio hacia el Norte, ya sabemos que el agua nos espera.

Pasaron varios minutos de acalorada discusión. Mokoum exponía una y otra vez sus razonamientos, pero los bochjesmen se negaban a hacerle caso. Al fin cedieron ante el peso de sus argumentos y decidieron continuar la expedición.

Los trabajos no se vieron interrumpidos en ningún instante. Los astrónomos, como hemos dicho, trabajaban día y noche para ganar tiempo. Así, el 16 de enero, la suerte vino en auxilio de quienes con tanto ahínco laboraban en bien de la humanidad y Mokoum distinguió a lo lejos una laguna inmensa, de unos tres o cuatro kilómetros de extensión.

Todos acogieron el descubrimiento con entusiasmo. La caravana se trasladó inmediatamente a la dirección indicada, alcanzando la laguna a primera hora de la tarde. Pero una gran desilusión transformó la alegría en tristeza.

 

Los animales, que se habían acercado a la orilla con rapidez, retrocedieron espantados sin apenas beber agua. Los hombres se aproximaron a la laguna para comprobar lo que pasaba, viendo que el líquido elemento era imposible de tragar, debido a la gran cantidad de sal que contenía.

La desesperación fue enorme. Nada hay tan cruel como la esperanza perdida. Los indígenas se derrumbaron de inmediato y fue preciso que Mokoum echara mano, una vez más, de su habilidad para convencerles de que era preciso seguir avanzando. No había tiempo que perder.

Continuaron, pues, su camino hacia el Ngami. A los pocos días el terreno se volvió desigual y accidentado, y el 21 de enero los viajeros divisaron al Noroeste una montaña de unos doscientos metros de altura, que se encontraba a unos veinte kilómetros de distancia de la caravana. Se trataba del monte Scorzef.

Mokoum experimentó una sacudida de alivio y gritó:

— ¡El Ngami!

— ¿Dónde? —preguntó el coronel Everest buscando en vano el lago indicado por el bushman.

— ¡Allí! ¡Hacia el Norte!

— ¡Ngami! ¡Ngami! —gritaron los indígenas en mágica y risueña repetición.

Los bochjesmen querían avanzar rápidamente y salvar de un salto los veinte kilómetros que les separaban del agua salvadora, pero Mokoum logró contenerles, indicándoles que cualquier dispersión en aquel país, poblado por los makololos, podía resultar peligrosa.

El coronel Everest también se mostró partidario de terminar cuanto antes los trabajos para poder avanzar sin dilación. Decidió, así, unir directamente la estación que ocupaban con la cuna del Scorzef, a través de un solo triángulo. La cima del monte terminaba en una especie de pico muy agudo, que podía ser visto con exactitud y, por tanto, se prestaba a una buena observación.

Se instalaron los instrumentos y se estableció un campamento provisional. Varios indígenas, montados a caballo, registraron los alrededores por orden del bushman, que no deseaba verse condicionado por ningún acontecimiento imprevisto.

Los jinetes registraron diversos bosquecillos situados a izquierda y derecha del campamento, pero no hallaron a nadie.

Mientras Mokoum se ocupaba de la vigilancia, los astrónomos levantaban un nuevo triángulo. Terminada la operación, tras penosos esfuerzos que el cercano final de los trabajos hizo más soportable, se procedió a medir las distancias angulares. Para obtener el ángulo en que se apoyaba la estación, había que obtener dos visuales, una ' de las cuales estaba formada por la cima del Scorzef.

Para obtener la otra mira se había elegido un cerrillo muy agudo, situado a unos seis kilómetros del campamento.

Los científicos trabajaron con entusiasmo hasta completar las operaciones. Terminadas éstas, el coronel Everest avanzó hacia Mokoum con entusiasmo y le dijo:

—A tus órdenes, amigo. Estamos listos.

—Demasiado tarde —respondió el bushman.

— ¿Por qué lo dices?

—Es casi de noche, coronel, y no debemos arriesgarnos a partir en estas circunstancias.

—No creo que una noche, por muy oscura que sea, nos impida recorrer esos veinte kilómetros —replicó Everest.

Mokoum pareció consultar consigo mismo y, al cabo de un rato, dijo:

—Está bien, señor... Yo hubiera preferido partir de día, pero tal vez no haya peligro. — ¿Entonces?

—Le haré caso. Ahora mismo dispongo todo para poder avanzar.

Los bueyes se unieron a los carromatos, los instrumentos se cargaron en la caravana y la expedición, ya lista, inició el avance sin dilación.

Mokoum, llevado por su instinto de eterna desconfianza, rogó a los blancos que se proveyesen de sus armas y municiones. Él mismo sujetaba su rifle con profunda inquietud.

La caravana anduvo durante tres horas en dirección al Norte, pero la fatiga acumulada en hombres y animales les impedía ir muy aprisa.

Con frecuencia era necesario detenerse para animar a los rezagados.

Así, a las diez de la noche aún faltaban cinco kilómetros para llegar a Ngami. A pesar de las recomendaciones del bushman, la expedición dejó de ofrecer un grupo compacto, extendiéndose hombres y animales en una fila larguísima.

Una hora después, la cabeza de la caravana sólo había avanzado un kilómetro.

Mokoum se puso delante de los carromatos, acompañado por los tres astrónomos, y se preparó para indicar que torcieran a la izquierda. Mas, en ese momento, unas detonaciones lejanas aunque perceptibles alarmaron a los viajeros.

Todos escucharon con una ansiedad fácil de comprender.

En un país donde los indígenas sólo se sirven de las lanzas y las flechas, las detonaciones de armas de fuego les producían una sorpresa a la que se sumaba la ansiedad.

— ¿Qué es eso? —preguntó el coronel.

—Detonaciones —respondió Sir Murray.

— ¡Detonaciones! —exclamó Everest como si escuchara por primera vez el sonido de las armas.

— ¿En qué dirección? —quiso saber Emery. El bushman prestó atención un instante y dijo:

—Los tiros han sido hechos en la cima del Scorzef. Todos dirigieron hacia allí sus miradas y observaron la cima con interés. De ella parecían partir pequeños fuegos artificiales que iluminaban la oscuridad de la noche. Mokoum añadió:

—Los makololos están atacando a una partida de europeos.

— ¿De europeos? —el coronel estaba alarmado.

—Sí, coronel —respondió el bushman—. Esas detonaciones sólo pueden ser producidas por armas europeas, y yo añadiría que son armas de gran precisión.

—Entonces... —pero el coronel no terminó la frase.

—Esos europeos deben de ser nuestros antiguos compañeros —Emery sí la completó, pues se sentía intranquilo por la suerte que podía estar corriendo su buen amigo Zorn.

—Sean nuestros colegas o sean otras personas —dijo Sir John—, si son europeos debemos prestarles nuestra ayuda.

—Desde luego —afirmó Everest.

— ¡Sí, sí, vayamos! —gritó Emery.

Mokoum volvió la vista atrás, hacia la caravana, con el objeto de ordenar a su gente que les siguieran, pero entonces experimentó un nuevo sobresalto. La expedición estaba dispersa, los caballos habían sido desenganchados, los carromatos se veían abandonados y algunas sombras corrían por la llanura en dirección hacia el Sur.

— ¡Cobardes! —gritó el bushman.

Después, volviéndose hacia los ingleses, exclamó:

— ¡Vayamos nosotros!

Los ingleses y el cazador tomaron en seguida la dirección Norte. Arrancaron a sus caballos la poca fuerza que aún les quedaba y llegaron en media hora cerca de la base del Scorzef. Oían claramente el grito de guerra de los makololos, pero aún no podían calcular su número.

La cima de la montaña aparecía coronada por el fuego. Varios grupos de hombres se elevaban por sus laderas.

El coronel y sus acompañantes se encontraron pronto detrás de los sitiadores. Abandonaron sus monturas y lanzaron gritos de alerta, con destino a que les escucharan los hombres que estaban siendo atacados por los indígenas.

La expedición efectuó varios disparos. Al oírlos, los makololos creyeron que eran asaltados por una tropa numerosa y retrocedieron asustados, antes de haber hecho uso de sus mortales flechas y de sus azagayas.

Sin perder un segundo, el coronel Everest, Sir Murray, Emery, Mokoum y los marinos del Queen and Tzar cargaron sus ramas y las dispararon sin descanso, dando a sus enemigos la impresión de formar un grupo nutrido. Unos quince cadáveres cayeron pronto al suelo.

Los makololos se separaron y los europeos se precipitaron por la ladera de la montaña, alcanzando la cima en pocos minutos. Cuando llegaron arriba, la alegría les embargó. En efecto, ¡aquellos sitiados eran los rusos!

Todos estaban allí: Strux, Palander, Zorn y sus cinco marineros. De los indígenas que formaban su caravana, tan sólo les quedaba uno, el fiel timonel de la chalupa que había actuado como conductor de la misma cuando los sabios cruzaron el rápido, acusando entonces como Foreloper Matthew Strux se adelantó a los ingleses y exclamó: