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100 Clásicos de la Literatura

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Transcurrió el día sin que se llegase a ningún acuerdo. A la siguiente jornada, Sir John fue al encuentro de Mokoum y le propuso realizar un paseo por los alrededores. Los dos hombres caminaron un rato en silencio, pero al cabo de unos instantes se impuso el tema de conversación que estaba en la mente de ambos.

—Imagino que vamos a estar algún tiempo aquí acampados —dijo el bushman—. Por mi parte no tengo el más mínimo inconveniente en ello, pues me basta con mi carabina y un poco de caza para sentirme feliz, pero presiento que ustedes van a salir perjudicados.

—Es una circunstancia lamentable —exclamó el inglés—. Estas terquedades son algo que no se puede tolerar. Yo también me siento feliz con una carabina y un poco de caza, pero no pierdo de vista que los intereses de la ciencia están en juego por una discusión absurda.

— ¿Cree usted que llegarán a entenderse?

—No lo sé muy bien. Ninguno de los dos parece dispuesto a ceder y mucho me temo que vamos a ser víctimas de su amor propio. ¡Es verdaderamente lamentable que el meridiano pase por esta maldita selva!

—De todos modos —dijo Mokoum con humildad—, no entiendo qué esperan ustedes conseguir midiendo la Tierra. Yo creo que el Globo es tan infinito en su tamaño y en su grandeza que no existe metro humano que lo pueda medir. Aunque viviera cien años más, jamás comprendería la utilidad de sus cálculos.

Sir John no pudo menos que sonreír. Los razonamientos del indígena le hacían gracia. Aunque él, como hombre de ciencia, no podía compartir estos criterios, entendía las razones de Mokoum para considerar que era absurdo medir la Tierra. De nada le hubiera valido al aristócrata explicar al bushman los propósitos de la triangulación y las ventajas que se podían derivar de esta actividad. A Mokoum no le interesaban esas menudencias, como él llamaba a las operaciones geodésicas.

Los dos hombres regresaron al campamento. El resto del día, Sir John observó que Mokoum hablaba en voz alta consigo mismo y lanzaba juramentos sin cesar, pero el inglés no quiso interrumpir el curso de sus curiosas reflexiones, fueran éstas cuales fueran.

En más de una ocasión se acercó el bushman a Sir Murray y le preguntó de forma inesperada:

—Entonces ¿cree usted que los dos jefes no llegarán a ponerse de acuerdo?

La pregunta se repitió varias veces al cabo del día, y el inglés respondía siempre lo mismo:

—No, amigo. Más bien creo que llegaremos a una verdadera escisión de la comisión.

A la caída de la tarde, Mokoum se acercó por enésima vez a Sir Murray y, tras hacer la misma pregunta y recibir la misma respuesta, le dijo:

—Tengo la solución.

— ¿A qué solución te refieres, amigo Mokoum?

—Tengo un medio de dar la razón a ambos sabios a la vez.

— ¿De veras? ¿Qué medio es ése?

—Antes de mañana, el coronel Everest y el señor Strux no tendrán motivos de disputa, si el viento es favorable.

—No te entiendo bien.

—Yo sí me entiendo, señor.

—Entonces todo está en orden. Si consigues que ambos sabios se pongan de acuerdo, la Ciencia del mundo entero estará en deuda contigo.

—Eso sería un gran honor.

Y, tras estas dignas palabras, el bushman quedó en silencio y no añadió nada más.

Sir Murray preguntó a sus colegas si la discusión avanzaba en algún sentido.

—La discusión avanza —exclamó Palander—, pero no en el sentido apropiado. El señor Emery y el señor Zorn han intentado mediar en ella, pero sus resultados no han sido favorables que digamos. La verdad, querido colega, es que temo lo peor.

Sir Murray contempló a los dos jóvenes sabios, que permanecían en un rincón del campamento, dados por vencidos sin duda ante tanta obstinación por parte de sus superiores. La tristeza que se reflejaba en sus rostros era una muestra evidente de la pena que sentían ante la posibilidad de tener que separarse en el caso de que el coronel y el señor Strux no llegaran a ningún acuerdo. Su amistad corría tanto peligro como el éxito de la expedición.

Viendo que nada se podía hacer por el momento, el aristócrata decidió esperar al día siguiente. Aún le quedaba la esperanza de que las palabras de Mokoum fueran algo más que un deseo o una fanfarronada.

El campamento quedó en silencio aquella noche, después de un día plagado de discusiones e incertidumbre. A las once, una agitación extraordinaria despertó a Sir John. Los indígenas iban y venían por el campamento sin orden y sin concierto.

El sabio se levantó alarmado y se dispuso a preguntar lo que ocurría, pero no le fue necesaria ninguna explicación, pues sus ojos le mostraron lo que deseaba saber.

¡La selva estaba ardiendo!

En medio de la noche oscura, la cortina de llamas parecía elevarse hasta el firmamento. El incendio se había extendido en un instante a lo largo de muchos kilómetros de distancia.

Sir John buscó a Mokoum y le encontró junto a uno de los carromatos. El indígena estaba completamente inmóvil y no respondió a la mirada del inglés. Sir Murray no necesitó más explicaciones. El fuego iba a abrir un camino a los sabios a través de aquella selva que ahora ardía ante sus ojos.

El viento, que soplaba fuertemente desde el Sur, favorecía los propósitos de Mokoum. El aire se precipitaba como derramado por un inmenso ventilador, y activaba el incendio como una garra imposible de controlar. Avivaba las llamas, arrancando ramas incandescentes y enormes brasas que, despedidas a lo lejos, provocaban un nuevo foco de llamas allí donde iban a caer.

El fuego se ensanchaba cada vez más, adquiriendo asimismo una gran profundidad. Un calor intensísimo llenaba el campamento. El ramaje seco chisporroteaba con estrépito y, en medio de las llamaradas, algunos resplandores más vivos parecían surgir de los árboles resinosos, que alumbraban como antorchas aquella noche espectacular.

Al poco tiempo resonaron por todos los puntos de la selva los penetrantes aullidos y rugidos de los animales que corrían huyendo en diversas direcciones. Eran sombras espectrales cuyos gritos causaban verdadero terror.

El incendio duró toda la noche, así como el día y la noche siguientes. Cuando amaneció el 14 de agosto, un ancho espacio, consumido por el fuego, dejaba transitable la selva en muchos kilómetros de extensión. El camino estaba franco. El acto audaz del cazador había salvado el porvenir de la expedición, incluso a costa del alto precio que hubo que pagar por la resolución de la terquedad de dos sabios vanidosos.

CAPITULO XIV

Había cesado, pues, todo pretexto de discusión, de manera que el trabajo prosiguió aquel mismo día. Aunque el coronel y Strux no se perdonaron, tampoco hicieron nada para reavivar las diferencias.

Se eligió una nueva estación, situada a la izquierda del extenso boquete abierto por el incendio, y consistente en un montículo muy visible a una distancia de ocho kilómetros. Se midió el ángulo que formaba con la última estación, y al día siguiente toda la caravana emprendió la marcha a través de la selva incendiada.

El suelo estaba lleno de brasas y carbones, y su contacto era todavía abrasador. Muchos troncos aparecían humeantes aquí y allá, elevándose un vaho impregnado de vapores que llenaba la atmósfera de un olor muy particular. También se veían los cadáveres de los animales esparcidos en los alrededores, pobres cuerpos calcinados de aquellos que no habían logrado escapar al voraz fuego devastador.

El fuego no se había extinguido por completo, como lo demostraba el hecho de encontrar algunas columnas de humo negro que descubrían la presencia de focos parciales. Esto indicaba que el viento podía desatar una nueva catástrofe en cualquier instante.

La comisión científica apresuró su marcha. Mokoum avivó a los conductores de los carromatos, y hacia la mitad de la jornada ya estaba instalado un campamento al pie del montículo marcado por el círculo repetidor.

Aquella protuberancia era una especie de dolmen, una aglomeración de piedras que hubiera causado la sorpresa de cualquier arqueólogo. Los sabios pensaron que se trataba de un altar africano.

Los dos jóvenes astrónomos y Sir Murray quisieron visitar el lugar, para lo cual salieron, acompañados de Mokoum, en dirección a la meseta superior del cerro. Tan sólo les faltaban por recorrer unos veinte pasos para llegar al dolmen, cuando vieron a un hombre que hasta ese momento había permanecido escondido detrás de una de las piedras de su base. El individuo desapareció con rapidez a través de una de las laderas del montículo y fue a internarse en un pequeño bosquecillo que el fuego había respetado.

Un solo instante le bastó a Mokoum para reconocer al hombre.

— ¡Un makololo! —gritó, al tiempo que echaba a correr tras el fugitivo.

Sir Murray fue tras su amigo y ambos batieron la zona sin encontrar rastro alguno del fugitivo.

De vuelta al campamento, el coronel quiso conocer más detalles sobre el incidente y preguntó al bushman quién era aquel negro.

—Es un makololo —respondió Mokoum—, un indígena de las tribus del Norte, que habitan en los márgenes del Zambeze. Es un enemigo no sólo de nuestra tribu, sino también de cualquier viajero que tropiece con ellos. Roban cuanto encuentran a su paso y son peligrosos.

— ¿Por eso le has perseguido? —inquirió Everest.

—Sí, señor. Me hubiera gustado darle alcance.

— ¿Qué tenemos que temer de una partida de ladrones? ¿No somos bastantes para hacerles frente?

—En este momento, sí. Pero estas malditas tribus viven hacia el Norte y podemos encontrarnos con ellos más adelante. Si ese makololo era un espía, pronto tendremos tras nuestros pasos a varios centenares de sus compañeros.

 

El coronel expresó preocupación en su grave rostro, pero no dijo nada más. Era probable que el individuo descubierto se tratara, en efecto, de un espía, con lo cual la caravana corría un grave peligro en su inevitable marcha hacia el Norte.

Mokoum dispuso que varios centinelas vigilaran día y noche los alrededores, mientras proseguían los trabajos de triangulación.

El 17 de agosto habían medido ya otro grado del meridiano. Hasta el momento se habían medido tres grados del arco a través de la formación de veintidós triángulos.

Los astrónomos examinaron el mapa y descubrieron que la aldea de Kolobeng estaba situada a unos ciento setenta kilómetros de la línea meridiana, por lo que decidieron descansar allí unos días antes de continuar las operaciones. Hacía ya seis meses que habían dejado las orillas del río Orange, y se imponía la necesidad de recibir noticias de Europa, pues estaban sin comunicación alguna con el mundo civilizado.

Kolobeng era una aldea importante y refugio de misioneros, lo que favorecía sus pretensiones de reanudar el lazo con sus respectivos países, aunque fuera a través de informaciones ajenas. También podrían renovar las provisiones, que empezaban a escasear en lo relativo a algunos productos.

La expedición llegó a Kolobeng el día 22 de agosto. La aldea era un amasijo de chozas indígenas, entre las que destacaban las destinadas a los misioneros. Fue allí donde Livingstone se instaló en 1843 para familiarizarse con las costumbres bechuanas.

Los misioneros recibieron con grandes muestras de hospitalidad a sus imprevistos visitantes y pusieron a su disposición todos los recursos del país.

Una vez instalados en las habitaciones de la Misión, los sabios pidieron noticias de Europa. El padre superior no pudo satisfacer su curiosidad, pues no habían recibido ningún correo desde hacía exactamente seis meses. No obstante, les dijo que esperaban la visita, para dentro de pocos días, de un indígena portador de periódicos y correo, cuya figura había sido avistada hacía poco en las orillas altas del Zambeze. El padre estimaba que su llegada se produciría en una semana.

Los astrónomos determinaron pasar allí los días señalados. Se dedicaron a descansar divididos en pequeños grupos, pues nada ni nadie consiguió que el coronel y el señor Strux renovasen su antigua, aunque siempre débil, amistad.

El 30 de agosto llegó por fin el mensajero. Traía varios despachos entregados a él por el capitán de un vapor mercante que hacía el comercio de marfil en aquella zona, con destino a los misioneros de la aldea de Kolobeng. Tales despachos tenían por lo menos dos meses de antigüedad.

Como resultado del contenido de los despachos que hacían referencia a sucesos ocurridos en Europa en los últimos meses, se produjo un incidente que estuvo a punto de poner nuevamente en peligro el futuro de la expedición.

El padre superior de la Misión entregó a sus visitantes un paquete que contenía diversos periódicos, con objeto de que saciaran su curiosidad sobre el viejo continente. La mayor parte de ellos procedían de la colección del Times, Daily News y Journal des Débats. Las noticias en ellos recogidas tenían para nuestros sabios un especial interés.

Se reunieron, pues, los científicos en el salón de la Misión, y el padre superior procedió a la lectura de un número del Daily News perteneciente al 13 de mayo de 1854.

Apenas hubo leído el título del primer artículo, el semblante del misionero cambió por completo. El periódico tembló en sus manos, siendo recogido de inmediato por el coronel Everest, quien procedió a su lectura. También el semblante del flemático inglés se alteró notablemente, por lo que Sir John, haciéndose eco de la contrariedad general, le preguntó:

— ¿Qué ha encontrado usted en el diario, coronel?

— ¡Graves noticias, señores!

Todos permanecieron mudos de estupor. El coronel se levantó cauteloso de su asiento y avanzó hacia el señor Strux. Mirándole gravemente, le dijo:

—Antes de comunicar las noticias, deseo hacerle una observación.

—Le escucho —respondió el ruso.

—Hasta aquí nos han separado rivalidades científicas, haciendo difícil la colaboración en la tarea que debíamos llevar a cabo. La especial situación de tener que compartir el mando de la expedición, ha generado entre nosotros un antagonismo constante. Pienso que en cualquier misión sólo es necesario un jefe. ¿Está usted de acuerdo conmigo?

—Completamente.

—Recientes circunstancias van a provocar un cambio inesperado en esta situación. Pero antes permítame decirle que siento una gran estima por sus trabajos en el mundo de la ciencia, y le ruego que admita mis disculpas, pues lamento profundamente cuanto ha ocurrido entre nosotros.

Aquellas palabras, pronunciadas con gran entereza y dignidad por el coronel Everest, produjeron un gran desconcierto en sus colegas. ¿Qué estaba pasando? El señor Strux adquirió asimismo un tono de dignidad y exclamó:

—Estoy de acuerdo con usted, coronel. Nuestras rivalidades no deben entorpecer nuestra labor científica. Yo también le profeso una gran admiración, pero no entiendo muy bien el significado de sus palabras.

—Pronto lo comprenderá usted.

En ese momento, como sellando un pacto de urgencia, ambos hombres se estrecharon la mano en medio del más absoluto silencio. Sir Murray lo rompió de improviso al exclamar:

— ¡Al fin son ustedes amigos! ¡Qué alegría!

—No, Sir Murray —respondió el coronel—. Somos más enemigos que nunca. Nos separa un abismo que ni siquiera podrá ser franqueado en el terreno científico.

El coronel Everest hizo una pausa, carraspeó y dijo a continuación:

—Señores, se ha declarado la guerra entre Inglaterra y Rusia. Los periódicos que tengo en mi mano dan fe de ello.

Se trataba, en efecto, de la guerra de 1854. Los ingleses, los franceses y los turcos luchaban ante Sebastopol. El mar Negro era escenario de la disputa por la cuestión de Oriente.

Los sabios se levantaron súbitamente de sus asientos y quedaron presos de la consternación. Aquellos hombres ya no eran compañeros ni colegas, sino enemigos irreconciliables. Todos se midieron con las miradas, pues a todos les embargaba un arraigado sentido del patriotismo y el deber.

Un movimiento instintivo separó a unos de otros. Sólo Emery y Michael Zorn se miraban con tristeza, en medio del recelo general.

Rusos e ingleses se saludaron con una inclinación de cabeza y se separaron en el acto. Aquella situación no iba a parar la marcha de las investigaciones, si bien cada uno de los dos grupos las proseguiría por separado, en beneficio de los intereses de sus respectivos países. A partir de ese momento, las notas debían tomarse sobre dos meridianos diferentes.

El coronel y Strux mantuvieron una entrevista para arreglar todos los pormenores de la operación. La suerte decidió que los rusos siguieran trabajando sobre el meridiano ya recorrido, en tanto que los ingleses, partiendo del trabajo en común, debían escoger otro arco, situado unos ciento cincuenta kilómetros al Oeste, para enlazar con el primero. El enlace se realizaría a través de una serie de triángulos auxiliares.

Ambos sabios resolvieron estas cuestiones sin promover ningún altercado. Su rivalidad personal cedía terreno a la rivalidad nacional.

La caravana se dividió en dos partes iguales, cada una con su material correspondiente, y la suerte atribuyó a los rusos la posesión de la embarcación. El bushman, más adicto a los ingleses debido a la amistad con Sir Murray y a su principal conocimiento de William Emery, quedó encargado de dirigir la caravana británica.

Cada grupo guardó sus instrumentos y uno de los registros que hasta entonces se habían llevado por partida doble, en los que se consignaba el resultado de los trabajos efectuados.

El 31 de agosto, los miembros de expedición se separaron. Los ingleses tomaron la delantera para enlazar cuanto antes la nueva línea meridional con la última estación. Su caravana partió tras despedirse de los misioneros y agradecerles la hospitalidad recibida.

CAPITULO XV

Si bien la separación de la comisión no implicaba que la calidad de los trabajos disminuyera, ya que las operaciones serían llevadas a cabo con el mismo rigor y precisión, esta separación sí suponía un retraso en la marcha de las triangulaciones.

Cada grupo de tres sabios, al tener que hacer por sí solos todo el trabajo, irían avanzando menos aprisa y las fatigas resultarían mayores. Pero aquellos hombres valientes no temían las dificultades.

El equipo inglés estudió un nuevo programa y se atribuyó a cada astrónomo una parte del trabajo. El coronel y Sir Murray se encargarían de las operaciones geodésicas y cenitales, mientras que William Emery sustituyó a Palander en lo referente al cálculo y registro de los resultados.

Mokoum siguió siendo el cazador y guía de la caravana, en tanto que los cinco marinos ingleses se encargaban de ayudar a los astrónomos en la triangulación y estaban a cargo de la chalupa de goma, que les bastaba para atravesar los pequeños cursos de agua.

También los indígenas y los carromatos se habían dividido en dos grupos, para pesar de los bochjesmen, que temían que este reparto perjudicara la seguridad de los hombres de la expedición.

La caravana inglesa salió, pues, de Kolobeng el 31 de agosto, dirigiéndose al dolmen que había servido de punto de mira en las últimas observaciones.

El 8 de septiembre habían terminado de establecer todos los triángulos auxiliares, por lo que pudieron pasar a elegir el nuevo arco del meridiano, cuyas medidas posteriores debían calcularse hasta llegar a la altura del vigésimo paralelo Sur. Este meridiano estaba situado un grado al Oeste del primero, y era el vigésimo tercero al Este del meridiano de Greenwich.

Las operaciones de los ingleses se llevarían a cabo a sólo cien kilómetros de distancia de los rusos, pero estos metros eran suficientes para que los triángulos de ambos equipos no se cruzaran.

Durante todo el mes de septiembre los ingleses recorrieron una región fértil, pero poco habitada, lo que favoreció en gran medida la marcha de la expedición. El tiempo era bueno y el cielo aparecía despejado. Los bosques no eran en exceso frondosos, lo que facilitaba asimismo los trabajos y el establecimiento de los puntos de mira.

Mokoum y sus hombres cazaban animales sin descanso, proporcionando al campamento carne en abundancia y una excelente provisión de carne para ser salada. Aunque estas cacerías apenaban profundamente a Sir Murray, quien, pegado a sus instrumentos de medición, veía partir con envidia a su amigo el bushman sin poder acompañarle, como hubiera sido su principal deseo. Mas, en aquellas circunstancias, lo primero era el deber.

Los días transcurrieron tranquilamente. Emery pensaba con frecuencia en su amigo Zorn, lamentando las fatalidades de la vida, que hacen que acontecimientos inesperados rompan lazos de cariño y amistad.

En lo que respecta al coronel, se mostraba tan frío como siempre, aunque ya no se le veía fruncir el ceño como antaño, cuando las disputas con su colega Strux amenazaban el éxito de los trabajos.

CAPITULO XVI

A finales del mes de septiembre, los astrónomos habían ganado un grado más en dirección hacia el Norte. La porción de la línea meridiana medida hasta entonces era de cuatro grados, lo que equivalía a la mitad de la tarea. Se habían empleado treinta y dos triángulos.

El calor empezaba a ser abrumador, obligando a los astrónomos a suspender las operaciones durante algunos días, pues el trabajo se hacía insoportable con tan reducido número de elementos humanos. Se decidió, entonces, trabajar por la noche y el atardecer, originando esta medida, como hemos dicho, ciertos retrasos que inquietaban profundamente a Mokoum.

El bushman tenía motivos para estar preocupado. Al norte de la línea meridiana, a más de ciento cincuenta kilómetros de la última estación comprobada por los sabios, el arco atravesaba una comarca singular.

Durante la estación húmeda, esta comarca se muestra extraordinariamente fértil y es ocupada por manadas de antílopes que bajan a sus praderas en busca del agua de los riachuelos y los verdes pastos.

Pero esta fertilidad dura poco. Al cabo de seis semanas, la humedad de la tierra es aspirada por los rayos del sol y se evapora en la atmósfera. El suelo se endurece y la vegetación desaparece en pocos días como por arte de magia, dejando paso al desierto.

 

Este era el terreno que debían atravesar nuestros hombres antes de llegar al verdadero desierto que limita con las orillas del lago Ngami.

Mokoum tenía prisa por atravesar cuanto antes la zona, a fin de aprovechar en lo posible el agua de los manantiales y los riachuelos.

El coronel Everest recibió sus consejos y prometió tener en cuenta sus recomendaciones, pero los trabajos sólo podían ser activados hasta cierto punto. Everest era, como buen científico, muy minucioso y no podía permitirse el lujo de perjudicar la exactitud de sus trabajos.

Por otra parte, cada vez que un nuevo obstáculo natural ocasionaba un retraso en la marcha de la triangulación, Mokoum elevaba los ojos al cielo y aprovechaba para irse a cazar, pues aquella actividad era la única capaz de proporcionarle esa calma interior de la que su espíritu andaba tan necesitado en aquellos momentos.

El único que parecía alegrarse con las interrupciones era Sir Murray, quien preparaba en seguida su arma y acompañaba a su amigo el bushman en sus correrías por la región.

En una de esas escapadas sucedió un incidente que vino a justificar, más si cabe, las inquietudes que el perspicaz cazador había comunicado al coronel Everest.

Era el 15 de octubre. Hacía dos días que Sir Murray se entregaba por completo a sus imperiosos instintos, pues un tropel de unos veinte rumiantes había sido visto a unos tres kilómetros del flanco de la caravana.

Mokoum dijo que el tropel pertenecía a la especie de los antílopes conocida por el nombre de órices, cuya captura es tan difícil que pone de manifiesto la habilidad de cualquier cazador que se precie.

Ni que decir tiene que el aristócrata se apuntó cuanto antes a la expedición que debía capturarlos.

—Iremos tras ellos —dijo Sir Murray al bushman— y regresaremos con unos cuantos.

Mokoum sonrió ante el optimismo de su amigo y exclamó:

—No sé si se dejarán coger. Los órices alcanzan una velocidad que supera a la del caballo más rápido. El célebre Cumming sólo logró capturar cuatro en toda su vida.

Estas palabras, en lugar de amedrentar al inglés, excitaron aún más su deseo de cazar los preciados antílopes. Escogió su mejor caballo, su mejor fusil y sus mejores perros, incitando a Mokoum a perseguirlos cuanto antes.

Se dirigieron, pues, hacia la linde de un bosquecillo cercano a la inmensa llanura donde había sido advertida la presencia de los rumiantes y detuvieron a los caballos tras dos horas de marcha sin descanso. Los jinetes se refugiaron tras un grupo de sicomoros y pudieron divisar a los órices, que pastaban a algunos centenares de pasos del lugar elegido como punto de observación.

Los órices no habían notado la presencia de los intrusos y seguían pastando alegres y confiados. Formaban un compacto grupo, si bien uno de ellos permanecía un poco más alejado de la manada.

—Es un centinela —le dijo Mokoum al inglés—. Ese viejo macho es el encargado de velar por la seguridad de sus compañeros.

— ¿Qué hará si nos descubre?

—Al menor peligro dejará escapar un sonido característico, parecido a un pequeño relincho, y la manada entera emprenderá la huida a una enorme velocidad.

— ¿Qué haremos entonces?

—Es preciso tirar contra él a bastante distancia y acertarle al primer disparo.

Los órices pacían tranquilamente. Su guardián, sin duda alertado por algunas emanaciones sospechosas que hasta él llevara una racha de aire, levantaba en ese momento su frente y daba muestras de alguna agitación.

La distancia que separaba a los cazadores del órix centinela era excesiva. Tampoco podían provocar la estampida del rebaño, pues la vasta llanura ofrecía una pista favorable para que los antílopes se alejaran de ellos al instante.

Sólo cabía esperar que la manada se aproximara al bosquecillo.

La suerte favoreció a los cazadores cuando ya empezaban a perder las esperanzas. Poco a poco, bajo la dirección del viejo macho, los antílopes se acercaron al bosque, buscando un refugio más seguro que la vasta llanura, ajenos por completo al peligro que les acechaba.

Los cazadores ataron sus caballos al pie de un sicomoro y les taparon la cabeza con una manta, a fin de que no se asustaran y alertaran a los órices con sus relinchos. Mokoum y Sir John, seguidos por los perros, se deslizaron entre la maleza y recorrieron el lindero del bosquecillo, tratando de llegar a una zona que apenas distaba trescientos pasos del rebaño.

Una vez allí, los dos hombres se pusieron a cubierto y aguardaron con el dedo en el gatillo de sus armas. El rebaño, compuesto por unos veinte ejemplares, permanecía casi inmóvil en un mismo lugar.

Mientras tanto, el centinela iba y venía en busca de los órices que se habían desperdigado en el viaje, tratando de unirlos a los veinte disciplinados compañeros que habían obedecido al punto sus indicaciones.

Pero los animales, felices y retozantes en los pastos, no tenían intención, al parecer, de abandonar tan lozana pradera, y se resistían a seguir las órdenes de su jefe.

Sus movimientos sorprendieron extraordinariamente a Mokoum, que no podía explicarse la causa de que los órices fueran de un lado a otro de los pastos sin hallar un sitio fijo. El bushman tampoco comprendía la obstinación del viejo macho, que se obstinaba en lograr que la manada entera penetrase en el bosquecillo.

Sir John manoseaba impaciente su rifle, y Mokoum lograba contenerle en sus ansias por disparar con alguna evidente dificultad.

Transcurrió una hora en estas condiciones, cuando uno de los perros lanzó un formidable ladrido y corrió hacia la llanura. Mokoum lanzó un juramento, pero ya era demasiado tarde. Los ladridos del animal habían alertado a los órices que pastaban tranquilamente, y la manada se dio a la fuga a gran velocidad. En pocos instantes, los antílopes eran puntos negros en el horizonte.

Pero un hecho insólito llamó la atención del bushman. El viejo macho, que no había dado a los órices señal alguna para marchar, permanecía en su puesto. Al ver la desbandada de sus compañeros, se internó en el bosquecillo completamente solo.

— ¡Qué extraño! —exclamó Mokoum.

— ¿Qué es lo extraño? —preguntó el aristócrata.

—Que ese viejo órix no ha huido. ¿Estará herido?

—Pronto lo sabremos.

Sir John salió de su escondrijo y disparó contra el animal, incapaz de dominar su impaciencia. El órix, al acercarse el cazador, se agachó mucho más entre las hierbas. Sólo asomaban sus cuernos, de un metro veinte de altura, cuyas aceradas puntas dominaban la verde superficie de la llanura.

Sir Murray y Mokoum le observaron silenciosos. El bushman tenía ya preparado su cuchillo, por si hubiera sido preciso rematarle en el caso de que estuviera agonizando.

Pero esta precaución era inútil. El órix estaba completamente muerto, tanto que, cuando Sir Murray lo tomó de las astas, no arrastró más que un pellejo vacío y flojo, dentro del cual faltaba toda la osamenta.

El estupor se reflejó en el rostro de los cazadores. ¿Cómo era posible que le faltara la osamenta?

— ¡Por San Patricio! —gritó el inglés—. ¡Estas cosas sólo me pasan a mí!

Mokoum permanecía en silencio. Tenía los labios fruncidos, las cejas contraídas y los ojos inquietos, denunciando una seria contrariedad. De improviso, algo despertó su interés.

Era un saquito de cuero adornado con arabescos rojos. El saquito yacía en el suelo; el bushman lo recogió y lo examinó atentamente.

— ¿Qué es eso? —preguntó Sir John.

—Es el saquito de un makololo.

— ¿Y qué hace aquí?

—Creo que su dueño acaba de perderlo.

— ¿Que acaba de perderlo...?

—Así parece.

— ¿Quién? ¿El makololo?

—Así es.

— ¿Y no podemos ir tras él?

—No se moleste en buscarle. Se hallaba metido en la piel del órix sobre el que usted acaba de disparar.