Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

Tekst
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

Estas palabras de Strux excitaron la cólera de Mokoum, quien, dando muestras de esa natural impaciencia que sólo le abandonaba cuando iba de caza, exclamó:

— ¡Escúcheme bien, señor astrólogo de todas las Rusias! ¿Cómo me pide usted que guarde a un hombre hecho y derecho? ¿No es él quien ha de guardarse a sí mismo? No me haga responsable de nada, ¿me ha entendido bien? Si el señor Palander se ha perdido, suya es la culpa. Veinte veces le he sorprendido completamente absorto en sus números y separándose de la caravana sin darse cuenta. Y veinte veces he tenido que hacerle volver. Pero anteayer, a la caída de la tarde, desapareció.

William Emery preguntó entonces:

— ¿Desapareció? ¿Qué quieres decir, amigo?

—Quiero decir lo que he dicho —respondió el bushman aún irritado, pero más amable al dirigirse a su compañero—. Desapareció al caer la tarde y todavía no he podido encontrarle. Le he buscado por todas partes sin resultado alguno.

Después, mirando a Strux con renovada cólera, añadió:

—Pruebe usted, a ver si es más hábil que yo. Puesto que sabe manejar un anteojo, clave en él su ojo y búsquele.

Strux le miraba boquiabierto, de puro asombro, sin atreverse a replicar. Mas pronto se le pasó el susto y, volviéndose de improviso contra el coronel Everest, exclamó:

—No he de abandonar a mi desgraciado compañero en este desierto. Si se hubieran extraviado el señor Emery o el señor Murray, a buen seguro que usted no habría vacilado en interrumpir las operaciones para acudir en su ayuda. Y no veo motivo alguno para que no se haga lo mismo por un sabio ruso que por un inglés.

Everest se sintió profundamente afectado por esta interpelación fuera de lugar y dijo con una furia que no cuadraba bien con su flema habitual:

—Señor Matthew Strux, ¿se propone usted insultarme por cualquier motivo? ¿Por quién ha tomado a los ingleses? No tiene ningún derecho a dudar de nuestros sentimientos de humanidad, y me gustaría saber qué es lo que le hace suponer que no iremos en auxilio de ese sabio imbécil.

— ¡Caballero! —gritó el ruso, al oír el calificativo aplicado a Nicholas Palander.

— ¡Sí, imbécil! —Everest subrayó la palabra, como si quisiera dejar muy clara su opinión—. Y he de añadir además que, en el caso de que las operaciones fallaran por culpa de ese cretino de Palander, la responsabilidad sería de ustedes los rusos, no de los ingleses.

— ¡Coronel! —los ojos de Matthew Strux echaban llamas—. ¡Le ruego que mida sus palabras!

— ¡No sólo no voy a medir mis palabras, sino que además no pienso medir nada en absoluto! Hasta que el señor Palander no aparezca, quedan suspendidas las operaciones.

Y, dicho esto, los dos hombres se dieron la espalda, introduciéndose cada uno en su carromato, pues la caravana acababa de llegar.

Sir Murray le dijo a William Emery:

—Tendremos suerte si Palander no ha perdido también el doble registro de las mediciones.

—Sí, eso sería verdaderamente terrible.

Los dos ingleses interrogaron luego a Mokoum. Éste les hizo saber que Palander había desaparecido dos días antes, siendo visto por última vez en el flanco de la caravana, a unos veinte kilómetros del campamento. Al ser consciente de su ausencia, el bushman había salido a buscarle, hecho éste que había provocado el retraso de la expedición.

Al no encontrarle, quiso ver si el ruso se había reunido con sus compañeros al norte del Nosub.

— ¿Qué crees que podemos hacer? —le preguntó Emery.

—Deberíamos buscarle en el Nordeste, que es la parte más boscosa del país. Pero habrá que emprender la búsqueda cuanto antes, si es que queremos encontrarle con vida.

En efecto, era preciso apresurarse. Hacía ya dos días que el ruso vagaba a la aventura por una región frecuentemente recorrida por fieras y desconocida por completo para él.

Aparte de esto, Palander era incapaz de salir del apuro, ya que siempre había vivido en el mundo de las cifras más que en el mundo real. De este modo, allí donde otro hubiera hallado cualquier alimento, el pobre hombre moriría irremisiblemente de inanición. Se imponía, por tanto, socorrerle cuanto antes.

El coronel Strux, Sir Murray y los dos jóvenes astrónomos emprendieron la marcha a la una de la tarde, guiados por Mokoum. Todos montaban caballos ligeros, lo que favorecía su rápido avance. También les acompañaba un perro, elegido por el bushman especialmente a causa de su fino olfato.

Mokoum hizo que el perro olfateara una prenda de Palander, y el animal salió escapado en dirección al Nordeste. La comitiva siguió su rastro y al poco se internaron en un bosque.

El resto del día se pasó persiguiendo los rastros que, en diferentes sentidos, iba abriendo el perro de Mokoum, pues parecía como si no le fuera posible hallar la pista del sabio perdido, limitándose a olfatear el camino sin dar con una pista segura.

Los hombres, por su parte, no dejaban de hacer lo que estaba en su mano para colaborar en la búsqueda, disparando sus armas al aire y gritando de trecho en trecho, con la esperanza de que el sabio distraído les oyese.

Se recorrieron los alrededores del campamento en un radio de ocho kilómetros y sólo se suspendieron las pesquisas a la llegada de la noche, durante la cual los hombres permanecieron al abrigo del bosquecillo, junto a una improvisada hoguera.

La presencia de los animales feroces, que llenaban la noche con sus aullidos, no contribuía a tranquilizar a la comitiva, que se agitaba temerosa de la suerte que había podido correr el pobre ruso.

Se recuperó la solidaridad perdida y todo el mundo se preocupó por atender a Matthew Strux, que daba muestras de visible y honda preocupación por su compañero. Los ingleses, para confortarle, le dijeron que harían todo lo posible por localizar a Palander, vivo o muerto, sin considerar el éxito o el fracaso de la expedición, pues en aquellos momentos nadie pensaba en las operaciones geodésicas.

El día hizo su aparición tras una noche interminable. Los caballos fueron ensillados rápidamente y se emprendieron de nuevo las investigaciones en un radio más extenso de terreno. El perro seguía siendo su fiel guía.

A medida que avanzaban hacia el Nordeste, el coronel Everest y sus compañeros recorrían una región muy húmeda. Los riachuelos eran pequeños, pero muy numerosos, y estaban habitados por peligrosos cocodrilos.

El grupo se convirtió en un solo hombre y todos, sin excepción, reconocieron el terreno examinando los vestigios más insignificantes. Mas nada, al parecer, podía ponerles sobre la pista del desventurado Palander.

Se hallaban ya a unos veinte kilómetros del campamento y estaban a punto de regresar hacia el Sudoeste, siguiendo el consejo de Mokoum, cuando el perro dio muestras de gran agitación.

El animal ladraba y movía la cola frenéticamente, se alejaba algunos pasos con las narices pegadas al suelo y tornaba después al lugar de partida, atraído por alguna particular emanación.

— ¡Coronel! —exclamó el bushman—. El perro ha olfateado algo.

—Eso parece —confirmó Sir Murray—. Sus movimientos son muy característicos.

Todos observaron al animal. Al cabo de unos instantes, dio un sonoro ladrido y saltó por encima de un jaral, desapareciendo en medio de una espesa arboleda.

Aquel camino era imposible de seguir para los caballos. Los jinetes decidieron seguirle bordeando el bosque, guiándose por sus ladridos, siempre según las indicaciones de Mokoum.

En los corazones de los científicos latió una ligera esperanza. Era indudable que el animal había dado con una pista y, si no la perdía, pronto lograrían encontrar lo que buscaban.

Una sola incógnita amenazaba la esperanza: ¿estaría vivo o muerto Nicholas Palander?

Durante veinte minutos se hizo un silencio de muerte y dejaron de escucharse los ladridos del perro. Mokoum y Sir Murray, que avanzaban a la cabeza, se mostraron inquietos. No sabían ya en qué dirección encaminarse, mas pronto los ladridos sonaron de nuevo, aproximadamente a un kilómetro de los jinetes y en dirección Sudoeste, pero fuera del bosque.

Los hombres espolearon los caballos y se adelantaron hacia aquel lugar.

Llegaron en pocos momentos a una porción de tierra pantanosa. Se oían los ladridos del perro, pero no se le podía ver, pues los cañaverales, de hasta cinco metros de altura, cubrían la zona impidiendo cualquier visibilidad.

Los jinetes se apearon, ataron sus monturas a un árbol, se metieron entre los cañaverales y avanzaron hasta llegar a una laguna de un kilómetro cuadrado de extensión. El perro, detenido al borde de la fangosa laguna, ladraba con furia.

— ¡Allí está! —exclamó Mokoum.

En el extremo de una especie de islote, sentado en el tronco de un árbol, a unos noventa metros de distancia, estaba Nicholas Palander.

Sus compañeros no pudieron reprimir un grito de terror. El sabio ruso estaba sentado a unos veinte pasos de distancia de una manada de cocodrilos.

Los voraces animales acechaban al hombre con la cabeza fuera del agua. Se iban acercando muy despacio a él y podían atraparle en un abrir y cerrar de ojos. Aunque lo más extraño del caso es que Palander no parecía advertir su presencia.

— ¡Aprisa! —murmuró el bushman—. No disponemos de mucho tiempo antes de que inicien el ataque.

— ¿Cree usted que le atacarán? —preguntó Strux con un cierto aire de incredulidad, muy propio de un hombre no acostumbrado a tratar con animales salvajes.

—Naturalmente que le atacarán. Lo raro es que no lo hayan hecho aún.

Mokoum ordenó a sus compañeros que le esperaran allí, diciendo después a Sir Murray que le acompañara. Los dos cazadores dieron la vuelta a la laguna, pretendiendo ganar el estrecho istmo que debía conducirles hasta Palander.

 

Al poco tiempo, los cocodrilos salieron del agua y comenzaron a arrastrarse por el suelo, encaminándose hacia su presa. El sabio, ajeno al peligro, permanecía con la vista fija en su cuaderno de notas.

Mokoum hizo una seña a Sir Murray y ambos hincaron una rodilla en el suelo. Luego, apuntando con sus armas lo más certeramente posible, apretaron el gatillo, dejándose oír una doble detonación.

Dos cocodrilos cayeron al agua y el resto de la manada huyó despavorida.

Al ruido de los disparos, Nicholas Palander levantó al fin la cabeza, reconoció a sus compañeros v agitó su cuaderno en el aire, al tiempo que exclamaba con alegría:

— ¡Lo tengo! ¡Lo tengo!

Sir Murray y el bushman fueron a su encuentro. Cuando los tres hombres se encontraron frente a frente, el aristócrata, profundamente intrigado por el sentido de las exclamaciones de su colega, preguntó:

— ¿Qué es lo que tiene?

— ¡Lo he encontrado! ¡Lo he encontrado! —repitió

Palander, como llevado por un loco frenesí.

— ¿Qué ha encontrado usted? —insistió el inglés—. ¡En nombre del cielo, hable claro, se lo ruego!

—He encontrado un error de un decimal en el logaritmo centesimotercero de James Wolston.

Sir Murray y Mokoum le contemplaron boquiabiertos. ¿A esto había dedicado su tiempo el sabio ruso durante aquellos cuatro días? ¿A encontrar un error en un logaritmo? Cierto es que James Wolston ofrecía una prima de cien libras a quien lo descubriera, pero ni siquiera el importe del premio logró disipar el estupor que sentían los dos hombres frente a aquel sabio distraído.

CAPITULO XII

Le llevaron de regreso al campamento y, una vez allí, intentaron averiguar cómo había pasado esos cuatro días, pero el ruso no les supo responder con precisión. No había advertido los peligros que le acechaban y le costó mucho trabajo creer lo que le contaron acerca de los cocodrilos de la laguna. Tampoco había pasado hambre, alimentándose exclusivamente de logaritmos.

Matthew Strux no quiso hacer reproches a Palander en presencia de sus colegas, pero hubo motivos para creer que, en la intimidad, el sabio sufrió una fuerte reprimenda de su jefe.

Recuperado de nuevo el ritmo normal de vida, se reanudaron los trabajos geodésicos en el punto en que habían sido interrumpidos. Un tiempo sereno y claro favorecía las operaciones. Se añadieron nuevos triángulos a la red y sus ángulos fueron severamente determinados por las habituales comprobaciones.

El 28 de junio los astrónomos habían logrado establecer la base de su decimoquinto triángulo, el cual, según los cálculos estimados, debía extenderse entre el segundo y el tercer grados. Faltaba, para terminar, medir los dos ángulos adyacentes, observando una estación situada en su vértice.

En este punto se presentaba una dificultad física. El terreno estaba cubierto de bosquecillos, y este hecho no favorecía precisamente el establecimiento de señales, pues la visibilidad se hacía difícil.

Tan sólo había un punto que podía servir para este propósito, pero se encontraba a enorme distancia. Era la cumbre de un monte de unos cuatrocientos metros, que se elevaba a unos sesenta kilómetros hacia el Noroeste. En estas circunstancias, los lados del triángulo tendrían unas longitudes que sobrepasarían los treinta y ocho mil metros.

Tras muchas y duras reflexiones, los astrónomos decidieron establecer un farol eléctrico en dicha altura. El coronel Everest, Zorn y William Emery, acompañados de tres marineros y dos indígenas, fueron designados para ir a la nueva estación. Su objetivo era poner un farol luminoso en el lugar elegido, de cara a realizar una operación nocturna, pues la distancia era demasiado grande como para aventurarse a observar de día con la precisión necesaria.

El pequeño grupo tomó sus instrumentos, montó sobre las mulas y, provisto de víveres y armas, partió en la madrugada del 28 de junio. No esperaban llegar a la base de la montaña hasta la mañana siguiente, y tampoco esperaban instalar el farol antes del día 30. Los observadores que permanecían en el campamento no debían, pues, buscar el vértice luminoso de su triángulo decimoquinto antes de las próximas treinta y seis horas.

Durante la ausencia de los expedicionarios, Strux y Palander se entregaron a sus ocupaciones habituales. Sir Murray y Mokoum aprovecharon para cazar algunas piezas y el resto de los hombres descansó.

La jornada del 29 transcurrió sin incidentes, esperándose la noche con alguna impaciencia. Ésta llegó al fin, desprovista de estrellas y con una luna imperceptible. Noche muy propicia, por consiguiente, para distinguir una mira lejana.

Se habían tomado todas las precauciones y ya estaba montado el círculo repetidor, ante cuyo visor se relevaron esa noche los astrónomos, en una especie de guardia científica que fue cumplida con la precisión habitual.

Pero la cumbre de la montaña permaneció invisible y ninguna luz brilló en ella. Los observadores llegaron a la conclusión de que la ascensión había sido más difícil de lo esperado, por lo que los trabajos quedaron aplazados para la noche siguiente.

Todo el mundo se entregó nuevamente a sus ocupaciones, pero éstas se vieron fulminantemente interrumpidas a las doce de aquel día. Sin que nadie supiera por qué, el pequeño grupo expedicionario apareció de improviso en el campamento, ante la sorpresa general de los que allí se habían quedado.

Sir John Murray corrió presuroso hacia sus colegas y exclamó:

— ¿Qué hacen ustedes aquí?

—Estamos de regreso, como verá —repuso el coronel.

— ¿Por qué razón? ¿Acaso la montaña es inaccesible?

—Al contrario —indicó Everest—, es muy accesible, pero está muy bien guardada. Tanto, que hemos venido en busca de refuerzos.

— ¡Cómo! ¿Indígenas?

—Sí, indígenas de cuatro patas y melena oscura, que han devorado a una de nuestras mulas.

El coronel refirió en pocas palabras que el viaje había transcurrido con normalidad hasta llegar a la base de la montaña, pero una vez allí descubrieron que sólo era posible franquearla por el Sudoeste. Allí, el único punto de acceso era un desfiladero, pero su entrada había sido tomada como campamento por una manada de leones.

Aquel relato llamó la atención particular de Sir Murray y Mokoum. Ante ellos se presentaba una ocasión única de enfrentarse con tan terribles piezas y cobrar algunas, por lo que no perdieron el tiempo en bagatelas y pronto estuvo todo dispuesto para llevar a cabo una nueva batida, más efectiva que la primera.

Se formó un nuevo destacamento, integrado por Sir Murray, Emery, Zorn y Mokoum, acompañados por tres indígenas, en tanto que el coronel y los sabios rusos permanecieron en la estación con vistas a completar los estudios preliminares.

El grupo llegó aquella misma noche a la base de la montaña. El bushman ordenó detenerse a unos cuatro kilómetros del desfiladero, pues tenía la intención de descansar e iniciar de día el ataque a las fieras. No se encendió ningún fuego, para no alertar a los leones, y se destinaron algunas horas de aquella larga noche a preparar la operación del día siguiente.

Mokoum, más experto en estas lides que sus acompañantes, fue el primero en hablar:

—El coronel Everest dijo que los leones tenían la melena oscura. Si no me equivoco, tendremos que enfrentarnos con una de las especies más feroces y peligrosas en lo que a los leones se refiere. Habrá que tener mucho cuidado.

— ¿Qué nos recomiendas? —preguntó Sir Murray a su amigo.

—No se acerquen mucho a ellos, pues pueden ser saltos de hasta veinte pasos de distancia. Debemos atacarlos al amanecer, que es el momento justo en que regresan a su guarida. Como vienen de cazar, su hambre es menor y su ferocidad también.

— ¿Cuál es el momento apropiado para dispararles? —inquirió Zorn.

—Es conveniente que calculen muy bien la distancia antes de efectuar el primer disparo. Dejen que el animal se acerque, abran fuego únicamente cuando estén muy seguros y apunten al brazuelo.

— ¿Podemos perseguirles a caballo? —dijo Emery.

—No. Los caballos habrán de quedarse atrás, pues olfatean a los leones a distancia y se asustan ante su proximidad, arriesgando la seguridad del jinete. Combatiremos a pie y rogaremos para que no nos falte la sangre fría.

Sir Murray se había quedado en silencio y su rostro expresaba una profunda preocupación, tal vez ante el recuerdo de la experiencia vivida con el elefante. Mokoum le dirigió una sonrisa amistosa y le dijo:

—Cuando esté disparando al león, piense que se trata de una liebre. De ese modo conservará la sangre fría y no se dejará llevar por su impaciencia.

A continuación, el bushman ordenó a sus compañeros que llevasen a cabo una inspección de sus armas. Sir Murray y él, armados con carabinas que se cargaban por la recámara, no tuvieron más que introducir un cartucho metálico y ver si el percutor funcionaba bien. Zorn y William Emery tenían rifles y renovaron sus pistones, que habían podido humedecerse con el frío nocturno de las últimas horas.

En cuanto a los tres indígenas, estaban provistos de arcos que manejaban con extraordinaria destreza. Más de un león había caído bajo sus flechas.

Los seis cazadores se durmieron en seguida y se levantaron al amanecer. Formaron un compacto grupo, dejaron a los caballos a cubierto y se dirigieron hacia el desfiladero, cuyas inmediaciones habían sido reconocidas la víspera por los dos jóvenes científicos.

Sin pronunciar una palabra, se deslizaron entre los troncos de los árboles y llegaron a la estrecha garganta que constituía la entrada del desfiladero, abierto entre dos muros de granito que conducían a las primeras pendientes. En ese desfiladero se hallaba la guarida de los leones.

Mokoum estableció las posiciones para cada cual. Sir John, uno de los indígenas y él debían avanzar por las aristas superiores del desfiladero, hasta llegar a la guarida de las fieras. Esta posición ofrecía grandes ventajas, pues los leones no pueden trepar, por lo que los cazadores podían quedar al abrigo de sus saltos y de sus ataques.

El resto esperaría nuevas indicaciones.

Empezaba a despuntar el día. Emery, Zorn y los indígenas se instalaron en las ramas de un sicomoro, mientras que Mokoum y Sir Murray, acompañados por el tercer indígena, ocupaban la posición prevista.

Sir Murray y sus compañeros treparon entonces por un camino que bordeaba el muro derecho del desfiladero. Tras franquear la entrada del mismo, llegaron delante de la guarida y se tendieron en el suelo, examinando atentamente el lugar.

La caverna parecía desierta. Mokoum se dejó arrastrar hasta el suelo y llegó a rastras hasta la entrada de la cueva. Una sola mirada le bastó para comprender que estaba vacía. ¿Dónde estaban los leones?

El bushman se vio obligado a cambiar repentinamente sus planes. Se unió a sus compañeros y les dijo:

—No creo que tarden mucho en aparecer. Será mejor que nos instalemos en su lugar, pues vale más ser sitiado que sitiador.

—Estoy de acuerdo contigo —exclamó el aristócrata.

Los tres hombres penetraron en la cueva y, tras comprobar que se hallaba en efecto vacía, alzaron una barricada a su entrada, con ayuda de dos grandes piedras que arrastraron con dificultad. Los huecos dejados entre las piedras fueron cubiertos con la maleza.

Después, los cazadores se tendieron detrás de la barricada y se dispusieron a esperar pacientemente. La espera no fue muy larga. Poco más tarde, un león y dos leonas hicieron su aparición a un centenar de pasos de la guarida.

Pronto se dieron cuenta los animales del peligro que les amenazaba. Lanzando un tremendo rugido, el macho fue a situarse muy cerca de la entrada de la caverna, seguido de las dos hembras. Sir Murray comprobó que los animales tenían las orejas tiesas y los ojos brillantes.

— ¿Podemos disparar ya? —preguntó Sir John.

—No —dijo Mokoum—. La manada no está completa y la detonación alertaría a los otros.

Después, viendo el arco de su compañero indígena, el bushman trazó un nuevo plan.

— ¿Estás seguro de tu flecha a esta distancia? —preguntó Mokoum al indígena.

—Sí —respondió éste lacónicamente.

—Pues entonces apunta al flanco del macho y clávale una en el corazón.

El bochjesman tendió su arco y apuntó despacio a través del ramaje. La flecha partió silbando y al punto resonó un rugido. El león dio un salto y cayó a treinta pasos de la caverna, permaneciendo sin movimiento. Sus dientes amarillos estaban llenos de sangre.

 

— ¡Bravo! —murmuró el aristócrata.

Las leonas se precipitaron sobre el macho muerto y lanzaron formidables rugidos, atrayendo a tres leones más que saltaban y lanzaban rugidos con una gran intensidad.

En vista de que el silencio ya no era posible, Mokoum gritó:

— ¡Pronto! ¡Las carabinas!

Sir Murray obedeció su orden y sonaron dos detonaciones. Uno de los leones cayó desplomado, mientras que otro, al que había apuntado Sir Murray, quedó con una pata rota.

El animal herido avanzó furioso contra la entrada de la guarida, seguido por las hembras. Pretendían forzar la entrada de la cueva y parecían decididos a lograrlo.

Los cazadores se habían refugiado en el fondo de la gruta, recargando las armas a toda velocidad. Sir Murray perdió por un momento la sangre fría y disparó contra el vacío. La bala fue a incrustarse en el ramaje, prendiéndole fuego al instante.

Una extensa humareda se extendió por la caverna. Las llamas, desarrolladas por el viento, se interpusieron entre los hombres y los animales. Los leones retrocedieron asustados, pero los cazadores corrían el peligro de morir asfixiados o, lo que es peor, abrasados.

Era una situación terrible. No había tiempo para vacilar y se imponía actuar con decisión.

— ¡Afuera! —gritó Mokoum.

Los tres hombres derribaron las piedras y las ramas de la barricada y salieron al exterior, en medio de un torbellino de humo y fuego.

El indígena y Sir John fueron derribados por sendos leones, que les propinaron dos potentes golpes con sus lomos. El negro quedó en el suelo sin movimiento y Sir John cayó de rodillas.

Cuando uno de los animales se disponía a emprender de nuevo el ataque contra los heridos, una bala certera derribó al que se proponía abalanzarse contra el inglés.

En aquel preciso momento, Emery y Zorn aparecieron en la revuelta del desfiladero, seguidos por los bochjesmen, y entraron directamente en combate.

Cuatro animales, dos machos y dos hembras, habían sucumbido hasta el momento. Pero aún quedaban otras dos leonas y un macho. Contra ellos dispararon los cazadores, con los rifles y las flechas, y al poco tiempo el campo de batalla quedó convertido en un cementerio para las terribles fieras.

Sir John dio un grito de triunfo. Todos acudieron en auxilio del inglés, cuya pierna, afortunadamente, no estaba rota. El indígena había muerto de una herida en el pecho.

Una hora después, el pequeño grupo se encontraba en el bosquecillo donde habían dejado los caballos.

CAPITULO XIII

Entre tanto, el coronel y sus compañeros esperaban en el campamento el desenlace de la operación. Si los cazadores vencían, la mira luminosa debería aparecer aquella noche en la cima de la montaña. Por ello, es fácil suponer con qué inquietud aguardaron la llegada del anochecer.

Los instrumentos estaban dispuestos y los científicos estaban preparados. De aquella operación dependía que se pudiera proseguir con éxito con los trabajos que aún quedaban por realizar.

Al llegar la noche el coronel y Matthew Strux decidieron establecer turnos de media hora cada uno para llevar a cabo la observación a través del círculo repetidor.

Transcurrieron las horas sin que nada apareciera en el visor del aparato. Finalmente, a las tres de la madrugada, el coronel Everest se levantó fríamente de su puesto tras el anteojo y exclamó:

—Caballeros, la señal.

Todos aplaudieron con alegría. El punto fue tomado con precauciones meticulosas y Palander anotó las cifras en su cuaderno habitual.

Al día siguiente, 2 de julio, el campamento fue levantado al rayar el alba. Todos deseaban reunirse lo antes posible con sus compañeros y los carromatos se pusieron en camino sin pérdida de tiempo.

Hacía el mediodía los miembros de la comisión científica se abrazaron emocionados. Se relataron los incidentes del combate y Sir Murray fue atendido convenientemente, aunque él insistía en que el remedio que le había procurado su amigo Mokoum era la mejor medicina.

Durante aquella mañana, el aristócrata, Emery y Zorn habían medido la distancia angular de una nueva estación situada algunos kilómetros al Oeste de la línea meridiana. Por consiguiente, se podía proseguir con las operaciones sin más retrasos.

Los astrónomos habían calculado, asimismo, la altura de diversas estrellas, gracias a las cuales pudieron determinar la altitud concreta de la montaña que habían ocupado como observatorio.

Durante las cinco semanas que siguieron a estos incidentes, el buen tiempo favoreció la continuación de los trabajos. La región, algo accidentada, se prestaba admirablemente al establecimiento de puntos de mira, y los cazadores se encargaron de aprovisionar el campamento convenientemente.

Todo marchaba, por tanto, de forma admirable. La salud de cuantos componían la caravana era perfecta, el agua abundaba y la caza proporcionaba el alimento necesario para satisfacer el apetito de todos los hombres.

Finalmente, las discusiones entre el coronel Everest y el señor Strux parecían haberse moderado, con verdadera satisfacción por parte de sus compañeros.

Mas, en aquel momento de felicidad, una dificultad natural vino a entorpecer momentáneamente los trabajos y a reavivar las rivalidades nacionalistas.

Era el 11 de agosto. La caravana marchaba entonces por un país poblado de árboles, en el que los bosques y los bosquecillos se sucedían ininterrumpidamente.

Los carromatos se detuvieron aquella mañana ante una inmensa masa de verdor cuyos límites se extendían más allá del horizonte, formando una cortina de treinta metros de elevación sobre el suelo. Eran los más bellos árboles que encontrarse pudieran en la selva africana.

Allí estaban confundidas las especies más variadas, tales como los ébanos, los gunda, las buchneras o los gayacs. De aquella masa inmensa salía un rumor conmovedor, semejante al ruido que produce la resaca en una playa arenosa.

El coronel Everest preguntó a Mokoum qué bosque era aquél.

—Es la selva de Ravuma.

— ¿Cuánto mide?

—De Este a Oeste, tiene una anchura de unos setenta kilómetros, señor coronel.

— ¿Y de Sur a Norte?

—Pasa de los quince kilómetros.

— ¿Y cómo vamos a atravesar esa intrincada masa de árboles?

—No la atravesaremos, señor. No tiene senderos, de modo que sólo podemos rodearla, ya sea por el Este o por el Oeste.

Los sabios se miraron perplejos. ¿Qué podían hacer?

Era evidente que no podían disponer miras en aquella zona, pero tampoco podían desviarse cuarenta kilómetros de uno u otro lado del meridiano, pues eso equivalía a acrecentar en demasía los trabajos de triangulación, añadiendo una docena de kilómetros a la serie trigonométrica.

Acababa de surgir un obstáculo natural, y el asunto se presentaba difícil de resolver.

Era imposible triangular a través de la inmensa selva, eso era evidente. Quedaba sólo el estudio de si se podía rodear la barrera natural. Mas, cuando la solución parecía cercana, una discusión entre los miembros de la comisión complicó las cosas innecesariamente. Rusos e ingleses, a través de sus respectivos jefes, no se ponían de acuerdo en el hecho de realizar el rodeo por la derecha o por la izquierda de la selva en cuestión.

El coronel Everest y Strux volvieron a poner de manifiesto su dormida rivalidad, llegando a alcanzar la discusión cotas de insoportable agresividad verbal.

Sus colegas trataron en vano de mediar en la disputa. Ambos jefes no querían escuchar a nadie. El inglés quena ir por la derecha, mientras que el ruso prefería el flanco izquierdo.

La disensión empezaba a ir demasiado lejos y se podía prever ya el momento en que se produciría una escisión entre los miembros de la comisión. No pudiendo hacer nada, Zorn, Emery, Sir Murray y Palander abandonaron la conferencia y dejaron a sus superiores en compañía de su terquedad.