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100 Clásicos de la Literatura

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—Esta embarcación es una verdadera maravilla —le interrumpió el coronel Everest—. Se trata de una obra maestra salida de los talleres de «Leard y Compañía» de Liverpool. Se desmonta pieza por pieza y se vuelve a montar con una facilidad extraordinaria.

— ¿Cómo es eso posible?

—Sólo se precisan una llave y unos pernos para desmontarla y montarla... Según tengo entendido, ha venido usted en un carromato, ¿no es cierto?

—Efectivamente. Nuestro carromato se encuentra en un campamento situado a un kilómetro de este lugar.

—Muy bien. Pediremos al bushman que lo haga traer hasta aquí y cargaremos en él las piezas de la embarcación y su máquina, igualmente desmontable. Luego ganaremos más arriba el punto en que el Orange vuelve a ser navegable.

Se ejecutaron las órdenes del coronel Everest. Mokoum prometió estar de vuelta con el carromato y los hombres antes de una hora, en tanto que, durante su ausencia, la embarcación fue rápidamente desmontada. El cargamento fue depositado en la orilla.

Dicho cargamento se componía de diversos cajones que contenían instrumentos de física, una respetable colección de fusiles de la fábrica «Purdey Moore» de Edimburgo, algunos barriles de aguardiente y de carne seca, cajones de municiones, maletas reducidas al volumen más estricto, tiendas de tela y diversos utensilios de viaje. Había también una canoa de gutapercha cuidadosamente plegada de manera que no ocupara más espacio que el de una manta, algunos efectos de campamento y una ametralladora en forma de abanico que podía causar serios estragos entre los enemigos que se acercasen a la embarcación.

La máquina del vapor tenía unos ocho caballos de fuerza y pesaba alrededor de doscientos kilos. Fue dividida en tres partes: la caldera y sus hornos, el mecanismo que una sola vuelta de llave desprendió de la caldera, y la hélice.

El resto de la embarcación desapareció en un abrir y cerrar de ojos. Se retiraron tabiques, armones y colchonetas, quedando el vaporcito reducido a su casco.

El casco tenía una longitud de unos diez metros y medio, y estaba compuesto de tres partes, al igual que el que sirviera al doctor Livingstone en su primer viaje al Zambeze. Estaba construido de acero galvanizado, a la vez ligero y resistente. Los pernos, del mismo metal, aseguraban su adherencia y el estancamiento del buque.

William Emery quedó realmente maravillado de la sencillez del trabajo ejecutado ante sus ojos, así como de la rapidez con que fue llevado a cabo.

El carromato llegó en una hora, pero la embarcación estaba ya dispuesta para ser cargada.

El carromato descansaba sobre cuatro macizas ruedas, formando dos trenes separados por un espacio de unos seis metros. Esta pesada máquina era arrastrada por seis búfalos domesticados, aparejados y muy sensibles al aguijón de su conductor.

La tripulación del vapor, llamado Queen and Tzar, en honor a los dos máximos gobernantes de los países representados en la expedición, se ocupó de cargar el carromato de forma que resultase bien equilibrado en todas sus zonas.

Los viajeros irían a pie, pues una marcha de unos ocho kilómetros no constituía un gran esfuerzo para ellos.

A las tres de la tarde se dio la señal de partida, tomando los expedicionarios la delantera de la comitiva. Tenían ante sí una prolongada cuesta, lo cual favorecía la marcha del cargado carromato, pues los descensos dificultan esta clase de operaciones.

Los europeos dieron gritos de entusiasmo al llegar a la vista de las cataratas. Ni siquiera la flema inglesa fue capaz de competir con la belleza de aquel paisaje.

Una vez alcanzado el lugar elegido para reemprender la navegación del Orange, el coronel Everest ordenó acampar, indicando que la partida tendría lugar al amanecer del día siguiente.

Las últimas horas de la tarde fueron empleadas en realizar diversos trabajos. Se reajustó el casco de la embarcación, se colocaron en su lugar la máquina y la hélice, se dividió el vapor en cámaras gracias a los tabiques mecánicos, se llevaron a bordo las provisiones y las cajas y, en resumen, se hizo lo necesario para zarpar en el momento indicado sin problemas.

Los preparativos de la marcha demostraron que los marineros eran hombres disciplinados y hábiles, elegidos cuidadosamente por los jefes de la expedición.

Al día siguiente, primero de febrero, la embarcación estaba ya dispuesta al amanecer para recibir a los viajeros.

A las seis de la mañana, el coronel Everest dio la orden de partida. Viajeros y marineros embarcaron en el Queen and Tzar, y Mokoum les siguió a bordo, dejando a los bochjesmen el encargo de conducir por tierra el carromato a Lattakou.

Emery empezaba a sentirse preocupado por el objeto de la expedición. ¿Qué se proponían aquellos eminentes sabios? Venciendo su natural resistencia a realizar preguntas incómodas a sus superiores y dejándose llevar por la excusable curiosidad de su profesión, preguntó al fin:

—Coronel, ¿le importaría decirme qué propósito nos guía?

—Es muy sencillo, señor Emery. Nos proponemos medir un arco de meridiano en el África austral.

CAPITULO IV

Estas palabras sumieron al astrónomo en profundas reflexiones. La idea de una medida universal e invariable, en la que la Naturaleza suministrase por sí misma la más rigurosa evaluación, es algo que ha existido siempre en el ánimo de los hombres.

El mejor medio de obtener una medida inmutable era referida al esferoide terrestre, cuya circunferencia puede ser considerada como invariable, y, por consiguiente, medir matemáticamente toda o parte de esta circunferencia.

Los antiguos habían tratado de determinar esta medida, pero fue Picard quien, por primera vez en Francia, comenzó a regularizar los métodos empleados para la medición de un grado. En 1669 determinó la longitud del arco terrestre entre París y Amiens, dando como medida de un grado la cantidad de cincuenta y siete mil sesenta toesas, más o menos equivalente a ciento once kilómetros.

Ya en el siglo XVIII, sabios como Cassini, Lacaille y Méchain prolongaron la medición del arco de ese meridiano hasta la ciudad de Barcelona, y en el siglo XIX prosiguieron las investigaciones.

El hecho de que el Globo terrestre no fuera un esferoide sino un elipsoide, determinó la necesidad de multiplicar las operaciones en otros puntos de la Tierra, con objeto de señalar la medida de su aplanamiento en los polos.

Así, sabios suecos llevaron a cabo diversas mediciones en Laponia, sabios españoles y franceses lo hicieron en Perú, Lacaille trabajó en el cabo de Buena Esperanza y los astrónomos Mason y Dixon efectuaron diversas mediciones en América del Norte.

También se midieron otros arcos en Bengala, las Indias orientales, Piamonte, Finlandia, Hannover, Prusia Oriental, Dinamarca y en muchos lugares más. Pero ingreses y rusos se ocuparon menos activamente que otros pueblos de esas delicadas determinaciones.

Las investigaciones realizadas hasta esa fecha daban como resultado que los trescientos sesenta grados que contenía la circunferencia demostraban que la Tierra medía nueve mil leguas de contorno.

Estos cálculos sirvieron para encontrar una unidad de medida universal, conocida como metro, que fue adoptada inmediatamente por numerosas naciones. Sin embargo, a pesar de la superioridad evidente del sistema métrico sobre otros sistemas, Inglaterra se había negado a adoptarlo.

En oposición a sus colegas, los sabios franceses, quienes venían efectuando diversas investigaciones en este terreno con resultados satisfactorios, los sabios ingleses y rusos se negaban a aceptar el sistema métrico. Decididos a no dar su brazo a torcer hasta el momento en que nuevas operaciones geodésicas permitieran asignar al grado terrestre un valor más exacto, británicos y rusos llegaron al acuerdo de trabajar en común.

Una comisión compuesta por tres astrónomos ingleses y otros tres rusos fue escogida entre los miembros más distinguidos de las sociedades científicas. Dicha comisión se reunió en Londres, llegando a un acuerdo de considerable importancia. Se realizaría la medición de un arco de meridiano en el hemisferio austral y se haría la misma operación en el hemisferio boreal. De la unión de ambas operaciones se esperaba deducir un valor exacto que fuera aprobado por las partes implicadas.

Quedaba por escoger el punto donde debía realizarse tal proyecto, de entre las posesiones inglesas situadas en el hemisferio austral: la colonia de El Cabo, Australia o

Nueva Zelanda. La colonia de El Cabo era la que ofrecía mayores ventajas.

En primer lugar, esta colonia estaba localizada bajo el mismo meridiano que ciertas porciones de la Rusia europea y, después de haber medido un arco de meridiano en el África austral, se podía medir un segundo arco del mismo meridiano en el imperio del zar, manteniendo la operación en secreto.

En segundo lugar, el viaje hasta El Cabo era más corto que a Nueva Zelanda o Australia. Y, en tercer lugar, los sabios podrían efectuar sus operaciones en la misma zona explorada por el sabio francés Lacaille, lo que les permitiría averiguar si la cifra de cincuenta y siete mil treinta y siete toesas dada por el francés como medida de un grado, en el cabo de Buena Esperanza, era correcta.

Por tanto, se decidió que la operación geodésica tendría lugar en El Cabo, y los dos gobiernos aprobaron el informe de la comisión anglo–rusa.

Se abrieron créditos importantes para llevarla a cabo. Todos los instrumentos necesarios para una triangulación fueron fabricados por duplicado. William Emery recibió el encargo de preparar lo necesario para la expedición. Y la fragata Augusta, de la marina real, recibió la orden de transportar hasta la desembocadura del río Orange a los miembros de la comisión y a su séquito.

 

Es conveniente añadir que junto a los intereses científicos se daban cita intereses nacionales de amor propio. Se trataba de superar a Francia en sus evaluaciones numéricas, llevando adelante esta tarea en un país salvaje desconocido. Sin embargo, los miembros de la expedición estaban resueltos a sacrificar su vida si era preciso, con tal de obtener un resultado favorable para la ciencia, al propio tiempo que glorioso para sus naciones.

Todas estas reflexiones realizaba William Emery mientras el vapor continuaba su viaje por el río Orange.

CAPITULO V

La marcha se llevaba a cabo con rapidez, aunque el tiempo no tardó en volverse lluvioso. No obstante, los pasajeros, cómodamente instalados en la cámara de la embarcación, no tuvieron que soportar en ningún momento las lluvias torrenciales, muy frecuentes en aquella época del año.

Las riberas del Orange ofrecían siempre su mismo aspecto lleno de encantos. Bosques de variados perfumes se sucedían en las orillas, y todo un mundo de aves habitaba en aquellas alturas pobladas de verdor.

A muchos kilómetros de distancia de ambas orillas se extendían diversos bosques de sauces llorones, y en diversos puntos se veían grupos de árboles pertenecientes a la familia de las proteáceas. En muchos sitios se mostraban inesperadamente vastísimas extensiones completamente descubiertas, de donde escapaban bandadas de pajarillos de dulce canto.

El mundo volátil ofrecía los ejemplares más variados, y Mokoum lo hacía resaltar a los ojos de Sir John Murray, gran amante de la caza de pelo y pluma. Con este motivo, se estableció desde el primer momento una especie de intimidad entre el cazador inglés y el bushman, quien se mostraba muy contento tras recibir el prometido regalo del coronel Everest: un excelente rifle sistema «Pauly» de largo alcance.

William Emery, mientras tanto, observaba a sus colegas con atención, tratando de descubrir sus emociones bajo su fría apariencia.

El coronel Everest y Matthew Strux, ambos de una edad similar, eran reservados y formales. Hablaban con lentitud, pensando lo que decían, y se mostraban poco proclives a la confianza mutua más allá de los límites establecidos por la educación y la cooperación científica.

Nicholas Palander, que contaría unos cincuenta y cinco años, era uno de esos hombres que jamás han sido jóvenes y que tampoco serán nunca viejos. Su única diversión consistía en hacer cálculos, pudiendo realizar de memoria multiplicaciones con factores de cinco cifras. Pero nada más que los números parecía interesarle.

Michael Zorn se asemejaba a William Emery por su edad, temperamento y entusiasmo. Se había convertido en una celebridad precoz gracias a los experimentos realizados en el observatorio de Kiew sobre el tema de la nebulosa de Andrómeda. Sin embargo, su enorme modestia le impedía aparecer como un hombre creído de sí, prefiriendo colocarse en segundo plano con respecto a sus compañeros.

Emery y Zorn se hicieron amigos muy pronto. Los mismos gustos e idénticas aspiraciones les unieron. Con frecuencia conversaban juntos, en tanto que el coronel y Strux se observaban con frialdad. Palander extraía mentalmente raíces cúbicas, sin prestar atención al paisaje que le rodeaba, y Mokoum y Sir Murray se entretenían forjando planes de hecatombes cinegéticas.

El viaje no se caracterizó por ningún incidente digno de mención. La embarcación franqueó en cuatro días los trescientos ochenta y seis kilómetros que separan las cataratas de Morgheda del Kuruman, uno de los afluentes que se remontan hasta la aldea de Lattakou, donde debía detenerse la expedición del coronel Everest.

Durante la travesía por el Kuruman, Mokoum señaló la presencia en las aguas de un número considerable de hipopótamos, pero estos grandes paquidermos no ofrecieron ningún peligro, retirándose asustados por los paletazos de la hélice y los silbidos del barco de vapor.

Cincuenta horas bastaron a nuestros hombres para recorrer los doscientos cuarenta kilómetros que separan la embocadura del Kuruman del embarcadero de Lattakou, llegando a su punto de destino el día 7 de febrero a las tres de la tarde.

Cuando la barca de vapor hubo sido amarrada en la orilla que servía de muelle, un hombre de unos cincuenta años, de aspecto grave pero de bondadosa expresión, se presentó a bordo y tendió la mano a Emery.

El astrónomo presentó al recién llegado a sus compañeros de viaje, diciendo:

—El reverendo Thomas Dale, de la Sociedad de Misiones de Londres y director de la estación de Lattakou.

Los europeos saludaron al reverendo, quien les dio la bienvenida y se puso a su entera disposición.

La estación de Lattakou era una aldea situada en el Punto Norte más extremo de la región de El Cabo. Estaba dividida en dos partes: la vieja y la nueva. La zona antigua, donde acababa de llegar el Queen and Tzar, contaba doce mil habitantes a principios del siglo XIX, pero éstos habían emigrado hacia el Nordeste en la época de nuestra historia.

La nueva Lattakou, a la que los europeos se dirigieron guiados por el reverendo, comprendía una cuarentena de grupos de casas y sumaba alrededor de unos seis mil habitantes, pertenecientes a la gran tribu de los bechuanas.

En esta población fue donde permaneció el doctor Livingstone en 1840, antes de emprender su primer viaje al Zambeze. Por ello, al llegar a la nueva Lattakou, el coronel Everest entregó al director de la misión una carta del doctor Livingstone, que recomendaba la comisión anglo–rusa a sus amigos del África austral.

Thomas Dale leyó la misiva con manifiesto placer y después se la devolvió al coronel.

—Guárdela —le dijo—. El nombre del señor Livingstone es muy conocido por estas regiones, y esta carta puede serle de gran ayuda en el futuro.

Los miembros de la comisión fueron instalados en el establecimiento de los misioneros, una vasta casa edificada en una altura del terreno y a la que rodeaba un seto espeso e impenetrable, como si de la muralla de una fortaleza se tratara.

Las casas de los bechuanos eran muy limpias, pero no ofrecían las comodidades necesarias para los europeos, pues estaban fabricadas con arcilla y cubiertas por un techo de paja. Por otra parte, al hacerse en tales chozas vida en común, el reverendo consideró que esta circunstancia no sería muy agradable para sus compatriotas y los sabios extranjeros.

El jefe de la tribu, que residía en Lattakou y respondía al nombre de Mulibahan, creyó conveniente presentarse a los blancos para ofrecerles sus respetos.

Mulibahan era un hombre apuesto y no poseía los labios gruesos y la nariz aplastada que caracterizan a los hombres de su tribu. Mostraba una figura gruesa y aparecía vestido con un manto de pieles cosidas entre sí con mucho arte, y se cubría con un casquete de cuero.

Calzaba sandalias de cuero de buey y se adornaba con aros de marfil en las orejas, muñecas y antebrazos. Por encima de su gorro se veía la cola de un antílope y portaba en su mano una vara adornada con un puñado de pequeñas plumas negras de avestruz. Una espesa capa de pintura ocre le cubría de pies a cabeza.

Mulibahan se acercó a los blancos con aspecto grave y les agarró por la nariz uno tras otro. Los rusos se dejaron hacer, conservando su seriedad, pero los ingleses no se mostraron tan tranquilos. Sin embargo, todos comprendieron al instante que, de acuerdo con las costumbres africanas, aquélla era una solemne obligación del jefe de la tribu. De este modo daba la bienvenida a los hombres blancos y les ofrecía su hospitalidad.

Terminada la operación, Mulibahan se retiró sin haber pronunciado una sola palabra.

—Bien —empezó a decir el coronel Everest con su ironía habitual—, puesto que ya nos hemos naturalizado bechuanas, ocupémonos de nuestros asuntos sin perder un minuto más.

La indicación fue seguida al pie de la letra. Se dispuso lo necesario en los días que siguieron para llevar a cabo la expedición, pero, a pesar del grado extremo de organización y rapidez impuestas por el coronel, la comisión no estuvo en condiciones de partir antes de los primeros días de marzo. Pese a todo, las fechas entraban en el plan previsto.

La estación de las lluvias acababa de finalizar y el agua conservada en las profundidades del terreno había de ser un preciado tesoro para los viajeros cuando se vieran obligados a atravesar el desierto.

Se fijó la marcha para el 2 de marzo. La caravana estaba lista, a las órdenes de Mokoum, y los expedicionarios se despidieron de los misioneros, abandonando Lattakou a las siete de la mañana.

— ¿Hacia dónde vamos, coronel? —preguntó Emery en el momento en que la caravana pasaba por delante de la última casa de la aldea de Lattakou.

—En línea recta —respondió Everest—, hasta encontrar un emplazamiento conveniente para establecer una base.

Ocho horas después, la caravana se internaba en el desierto, ofreciendo a los viajeros un paisaje de sorpresas y peligros.

CAPITULO VI

La escolta mandada por Mokoum se componía de cien hombres. Eran todos indígenas bochjesmen, gente trabajadora, poco irritable y menos amante de peleas, y capaces de soportar grandes fatigas físicas.

Antes de la llegada de los misioneros, los bochjesmen eran embusteros, ladrones y asesinos, pero aquéllos lograron modificar sus bárbaras costumbres, reduciendo sus instintos criminales al robo esporádico en granjas y rebaños.

Diez carromatos similares al empleado para acudir a la catarata de Morgheda componían la expedición. Dos de estos carromatos ofrecían ciertas comodidades, pues tenían la misión de servir de campamento para los blancos.

De este modo, el coronel Everest y sus compañeros se veían seguidos por una habitación bien cubierta con una tela impermeable y provista de diversas camas de campaña, además de otros útiles de aseo personal.

Este sistema tenía la ventaja de hacerles ahorrar tiempo en los lugares donde acampaban, ya que no se veían obligados a montar y desmontar las usuales tiendas.

Uno de los carromatos estaba destinado a los viajeros ingleses, en tanto que el otro era ocupado por los rusos. Dos vehículos más, dispuestos en forma parecida, servían de habitación a los cinco británicos y a los cinco rusos que componían la tripulación del Queen and Tzar

El casco y la máquina del barco de vapor, desmontados en piezas y cargados en otro carromato, seguían a los viajeros a través del desierto africano.

La causa de trasladar el barco residía en la abundancia de lagos existentes en el interior del continente africano. Algunos podían encontrarse en el camino elegido por la expedición científica, en cuyo caso el vapor les prestaría grandes servicios.

Los demás carromatos transportaban los instrumentos, los víveres, el equipaje de los viajeros, sus armas y municiones, los utensilios necesarios para la triangulación proyectada y los objetos destinados a los cien hombres de la escolta.

Los víveres almacenados consistían en carne de antílope, búfalo o elefante, convenientemente sazonada, y alimentos o la médula de una variedad de zame que recibe el nombre de pan de cafre. Los alimentos tomados del reino vegetal debían ser renovados en el camino, mientras que la carne sazonada podía conservarse intacta durante varios meses.

Pero los expedicionarios contaban asimismo con otra fuente de alimentación: los animales que encontraran a su paso y que serían hábilmente cazados por los bochjesmen, que manejaban el arco con notable habilidad e iban provistos de azagayas, especie de largas lanzas muy eficaces a cierta distancia.

Cada uno de los carromatos iba tirado por seis bueyes de largas patas, originarios de El Cabo, con anchos lomos y grandes cuernos como elementos destacables en su anatomía. Así arrastrados, estos pesados vehículos no temían las cuestas ni las hondonadas, avanzando con seguridad, aunque no con rapidez, sobre sus ruedas macizas.

Los viajeros disponían de caballos importados a El Cabo desde las comarcas de América meridional. Pequeños y grisáceos, estos animales eran muy estimados por su dulce carácter y su demostrado valor.

Se contaba también entre la tropa de cuatro patas con media docena de cuagas domesticadas, especie de asnos de patas finas que debían ser útiles en las operaciones geodésicas, transportando los instrumentos a aquellos lugares donde los carromatos no pudieran aventurarse.

 

Mokoum montaba un magnífico animal que excitaba la admiración de Sir John Murray, gran conocedor del arte de la equitación. Se trataba de una cebra de pelaje incomparable, que el indígena manejaba con habilidad, a pesar de la naturaleza asustadiza que caracteriza a estos animales.

Completaba el conjunto un grupo de perros que corrían a ambos lados de la caravana en estado semisalvaje.

De esta suerte avanzaba la expedición por el desierto. ¿Hacia dónde se dirigía? Ni siquiera Everest y Strux lo sabían, pues lo que andaban buscando ambos sabios antes de dar comienzo a sus operaciones trigonométricas era una vasta planicie, nivelada con cierta regularidad, con objeto de establecer en ella la base del primero de aquellos triángulos, cuya red debía cubrir la región austral de África en una extensión de muchos grados.

El coronel Everest explicó a Mokoum lo que se pretendía. Utilizó el lenguaje familiar a los sabios, hablando de ángulos adyacentes, medición del meridiano, distancias cenitales y otras cosas más, hasta que el cazador, interrumpiéndole con un gesto de impaciencia, dijo:

—No entiendo nada de lo que me está diciendo, coronel. Sin embargo, creo adivinar lo que está buscando. ¿Se trata de una llanura grande, lo más recta y regular posible?

—En efecto.

—Muy bien. Trataré de buscársela.

Y, sin más órdenes de Mokoum, la caravana volvió hacia atrás y descendió hacia el Sudoeste. Ya en esta dirección la orientó un poco más hacia el sur de Lattakou, es decir, hacia aquella región de la llanura que regaba el Kuruman.

A partir de ese día, el cazador adoptó la costumbre de establecerse a la cabeza de la caravana. Sir John Murray no le abandonaba y, de cuando en cuando, una detonación hacía saber a sus colegas que Sir Murray trababa conocimiento con la caza africana. Por su parte, el coronel se dejaba conducir por su caballo, entregado por completo a sus reflexiones. Matthew Strux tampoco abría mucho la boca, en tanto que Palander, mal jinete donde los haya, prefería marchar dentro del vehículo, absorto por completo en las más profundas abstracciones de las altas matemáticas.

Emery y el ruso Zorn preferían cabalgar juntos, conversando sobre temas diversos de común interés y estrechando su amistad día tras día. A menudo se alejaban, desviándose de los flancos de la expedición o adelantándola algunos kilómetros, cuando la llanura se extendía ante sus ojos hasta perderse de vista.

Abiertos, expansivos y risueños, ambos jóvenes se diferenciaban de sus colegas, caracterizados por la extrema gravedad que las responsabilidades del cargo confieren a los seres humanos. Emery y Zorn conversaban a menudo sobre temas ajenos al mundo de la ciencia, si bien se sentían profundamente interesados por todo cuanto a ella concernía, como es natural.

Otro de sus temas de conversación se basaba en la observación de sus respectivos jefes, el coronel Everest y el señor Strux. Emery aprendió a conocerles gracias a su amigo Zorn.

—Sí —dijo cierto día Michael Zorn—, les he observado bien durante nuestra travesía a bordo del Augusta y he de admitir que, desgraciadamente, están celosos el uno del otro. Ambos son imperiosos y tienden al autoritarismo, aunque tampoco puede decirse que sean unos malvados. En realidad, la causa principal de su amargura aparente proviene de lo que acabo de decirle: reinan entre ellos los celos de los sabios, que son los peores celos.

—Y los que tienen menos razón de ser —añadió Emery—, ya que todo queda en el campo de los descubrimientos y cada uno de nosotros busca el provecho de todos. Lamento que sea así, pues esta va a ser una circunstancia molesta, e incluso peligrosa, para nuestra expedición.

—Desde luego.

—Es necesario que exista una compenetración absoluta para que tenga éxito una operación tan delicada como ésta.

—Sin duda —asintió Zorn—, pero estoy convencido de que esta compenetración no existe. O mucho me equivoco, o preveo choques a la hora de confrontar nuestros dobles registros.

—Me aterra usted, amigo mío —afirmó Emery—. Quiera Dios que no nos hayamos aventurado hasta tan lejos para que la falta de concordia haga fracasar una empresa de este género.

—Eso mismo pienso yo, pero he de repetirle que durante la travesía he asistido a ciertas discusiones de métodos científicos que dan fe de una terquedad incalificable tanto por parte de su compatriota como por parte del señor Strux. En el fondo es una cuestión de miserable envidia.

—Lo raro del asunto es que no se separan nunca ni un momento.

—No se separan ni diez minutos, en efecto, pero no les habrá visto intercambiar más de diez palabras en un día. En realidad están llevando a cabo una labor de espionaje mutuo, lo cual nos obliga a realizar la expedición en condiciones ciertamente deplorables.

—Me gustaría hacerle una pregunta —dijo Emery.

—Como guste.

— ¿Cuál de los dos jefes preferiría usted?

Michael Zorn no lo pensó un segundo, respondiendo con aplomo y evidente seguridad a la pregunta de su amigo.

—Querido William —le dijo—, aceptaré lealmente como jefe a aquel de los dos que sepa imponerse como tal. En lo que se refiere a temas científicos, no me mueven intereses nacionalistas. El coronel Everest y Matthew Strux son dos hombres notables. Inglaterra y Rusia se aprovecharán por igual del resultado de sus trabajos y, por tanto, importa poco que esos trabajos sean dirigidos por un inglés o por un ruso.

—Estoy completamente de acuerdo con usted —asintió Emery con entusiasmo—. Debemos emplear nuestros medios en el bien común, y no dejarnos distraer por prejuicios absurdos.

Tras una breve pausa, William Emery quiso conocer más detalles de los expedicionarios.

— ¿Qué opina de su compatriota, Nicholas Palander?

— ¡Palander! —respondió Zorn echándose a reír—. No verá, ni oirá, ni comprenderá nada. Con tal de que le dejen realizar sus cálculos, él no es ni ruso, ni inglés, ni prusiano, ni chino. Es Nicholas Palander, simplemente.

—No podría decir lo mismo de mi compatriota Sir John Murray, pues se trata de un personaje muy británico. Lo cierto es que creo que demuestra mayor interés por la caza que por los cálculos matemáticos, y preferirá perseguir a un elefante antes que perder tiempo en largas discusiones científicas.

—De modo que sólo podremos contar con nosotros mismos —dijo Zorn.

—Así es. Sólo nosotros podremos limar el contacto difícil de nuestros jefes. Si la ocasión se presenta, y Dios no lo quiera, habremos de estar muy unidos.

— ¡Siempre unidos!

Y, diciendo esto, Zorn tendió la mano a su compañero, sellando así un pacto de mutua y leal amistad.

Mientras tanto, la caravana seguía su descenso hacia las regiones del Sudoeste. En la jornada del 4 de marzo, al mediodía, los viajeros alcanzaron la base de las colinas que venían bordeando desde Lattakou.

Mokoum había conducido a los expedicionarios hasta la llanura, pero esa llanura, todavía ondulada, no servía para realizar los primeros trabajos de triangulación. Por consiguiente, la marcha hacia delante no se interrumpió.

Hacia el final de la jornada, los viajeros llegaron a una de esas estaciones ocupadas por colonos nómadas, en busca de la riqueza de ciertos pastos que sirven de asentamiento a los trashumantes boers.

El coronel Everest y sus compañeros fueron hospitalariamente acogidos por un colono holandés jefe de numerosa familia, que en pago de sus servicios no quiso aceptar ninguna indemnización.

Después de atender a los extranjeros, el colono les indicó una extensa planicie situada a unos veinticinco kilómetros, la cual resultaría muy apropiada para sus operaciones geodésicas.

Al día siguiente, 5 de marzo, la caravana partió al amanecer. El viaje transcurrió sin incidentes, llegando al mediodía al emplazamiento designado por el holandés. Se trataba de una pradera sin límites hacia el Norte, cuyo suelo no presentaba ningún desnivel. Resultaba difícil imaginarse un terreno más favorable para la medición de una base. Porque tal era la empresa que debía acometer en aquel momento la expedición científica.