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100 Clásicos de la Literatura

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Antes de que se hiciera de día, las tropas de Féofar-Khan habían regresado a sus campamentos, dejando gran número de muertos alrededor de las fortificaciones.

Entre esos muertos estaba la gitana Sangarra, que había intentado vanamente reunirse con Ivan Ogareff.

Durante dos días los sitiadores no intentaron ningún nuevo asalto. Estaban desmoralizados por la muerte de Ivan Ogareff. Este hombre era el alma de la invasión y únicamente él, con sus intrigas urdidas durante largo tiempo, había tenido bastante influencia sobre los khanes y sus hordas para lanzarlos a la conquista de la Rusia asiática.

Sin embargo, los defensores de Irkutsk permanecieron en guardia porque el asedio continuaba.

Pero el 17 de octubre, desde las primeras luces del alba, retumbó un tiro de cañón desde las alturas que rodean Irkutsk.

Era el ejército de socorro que llegaba a las órdenes del general Kisselef y, de esta forma, señalaba al Gran Duque su presencia.

Los tártaros no esperaron mucho tiempo. No querían tentar la suerte en una batalla que se librase bajo los muros de Irkutsk y levantaron inmediatamente el campamento del Angara.

Por fin, Irkutsk había sido salvada.

Con los primeros soldados rusos llegaron dos amigos de Miguel Strogoff. Eran los inseparables Blount y Jolivet. Lograron llegar a la orilla derecha del Angara deslizándose por la barrera de hielo, pudiendo escapar, así como los otros fugitivos, antes de que las llamas del río llegaran a la balsa, lo cual fue reflejado por Alcide Jolivet en su bloc, de esta forma:

«Nos faltó poco para acabar como un limón en una ponchera.»

Su alegría fue grande al encontrar sanos y salvos a Nadia y Miguel Strogoff y, sobre todo, cuando supieron que su antiguo compañero no estaba ciego, lo cual indujo a Harry Blount a escribir en su bloc de notas la observación siguiente:

«El hierro al rojo vivo puede ser insuficiente para eliminar la sensibilidad del nervio óptico. ¡Hay que modificar el sistema!»

Después, los dos corresponsales, bien instalados en Irkutsk, se ocuparon en poner en orden sus impresiones del viaje. Como consecuencia, se enviaron a Londres y París dos interesantes crónicas relativas a la invasión tártara y que, cosa rara, no se contradecían en nada más que en pequeños detalles sin importancia.

Por lo demás, la campaña fue funesta para el Emir y sus aliados. Esta invasión, inútil como todas las que intentan atacar al coloso ruso, les dio malos resultados. Pronto se encontraron cortados por las tropas del Zar, que recuperaron sucesivamente todas las ciudades ocupadas. Además, el invierno fue terrible y de esas hordas, diezmadas por el frío, sólo una pequeña parte consiguió volver a las estepas de Tartaria.

La ruta de Irkutsk a los montes Urales estaba, pues, libre. El Gran Duque tenía deseos de volver a Moscú, pero retrasó su viaje para asistir a una tierna ceremonia que tuvo lugar varios días después de la entrada de las tropas rusas.

Miguel Strogoff había ido al encuentro de Nadia y delante de su padre le dijo:

—Nadia, todavía eres mi hermana; cuando dejaste Riga para venir a Irkutsk, ¿dejaste atrás algún otro recuerdo que no fuera el de tu madre?

—No —respondió Nadia—, ninguno y de ninguna clase.

—Así, ¿ninguna parte de tu corazón quedó allí?

—Ninguna, hermano.

—Entonces, Nadia —dijo Miguel Strogoff—, yo no creo que Dios, al hacer que nos conociéramos y que atravesáramos juntos tan duras pruebas, haya querido otra cosa que el que nos uniéramos para siempre.

—¡Ah! —exclamó Nadia, cayendo en los brazos de Miguel Strogoff.

Y volviéndose hacia Wassill Fedor, dijo enrojeciendo:

—¡Padre mío!

—Nadia —respondió Wassili Fedor—, mi mayor alegría será llamaros a los dos hijos míos.

La ceremonia del casamiento tuvo lugar en la catedral de Irkutsk. Fue muy sencilla en sus detalles y hermosa por la concurrencia de toda la población, tanto militar como civil, que quería testimoniar su profundo agradecimiento a los dos jóvenes, cuya odisea ya se había convertido en legendaria.

Alcide Jolivet y Harry Blount asistían, naturalmente, al casamiento, del cual querían dar cuenta a sus lectores.

—¿No experimenta usted deseos de imitarles? —preguntó Alcide Jolivet a su colega.

—¡Pche…! —respondió Harry Blount—. ¡Si tuviera, como usted, una prima…!

—¡Mi prima no está en condiciones de casarse! —respondió riendo Alcide Jolivet.

—Tanto mejor —agregó Harry Blount—, porque se habla de las dificultades que van a surgir entre Londres y Pekín. ¿Es que no tiene usted deseos de saber qué pasa por allá?

—¡Pardiez, mi querido Blount! ¡Iba a proponérselo! —gritó Alcide Jolivet.

Y así fue como los dos inseparables se fueron a China.

Algunos días después de la ceremonia, Miguel y Nadia Strogoff, acompañados por Wassili Fedor, reemprendieron la ruta de Europa. El camino de dolor de la ida fue un camino de felicidad a la vuelta. Viajaban con extrema velocidad en uno de esos trineos que se deslizan como expresos sobre las estepas heladas de Siberia.

Sin embargo, cuando llegaron a las orillas del Dinka, antes de Birskoe, se detuvieron un día entero.

Miguel Strogoff encontró el sitio en donde habían enterrado al pobre Nicolás. Plantaron una cruz en la tumba y Nadia rezó por última vez sobre los restos del humilde y heroico amigo al que ninguno de los dos olvidaría jamás.

En Omsk, la vieja Marfa les esperaba en la pequeña casa de los Strogoff y la anciana apretó con pasión entre sus brazos a aquella que en su interior había ya llamado hija cientos de veces. La valiente siberiana tuvo, aquel día, el derecho de reconocer a su hijo y de mostrarse orgullosa de él.

Después de pasar algunos días en Omsk, Miguel y Nadia Strogoff regresaron a Europa y, como Wassili Fedor fijó su residencia en San Petersburgo, ni su hijo ni su hija volvieron a separarse de él más que cuando iban a visitar a su vieja madre.

El joven correo fue recibido por el Zar, el cual lo agrego especialmente a su escolta y le impuso la Cruz de San Jorge.

Más adelante, Miguel Strogoff llegó a una alta situación en el Imperio. Pero no es la historia de sus éxitos, sino la de sus sufrimientos, la que merecía ser contada.

FIN

Aventuras de Tres Rusos y Tres Ingleses en el África Austral

Por

Julio Verne

CAPITULO I

Dos hombres observaban con suma atención las aguas del río Orange. Tendidos a la sombra de un sauce llorón, conversaban animadamente. Era el 27 de enero de 1854.

En el lugar donde se encontraban nuestros hombres, el Orange se acercaba a las montañas del Duque de York, ofreciendo un espectáculo sublime que quedaba encuadrado en el horizonte por los montes Gariepinos.

Famoso por la transparencia de sus aguas y la belleza de sus orillas, el Orange puede rivalizar con las tres grandes arterias africanas: el Nilo, el Níger y el Zambeze, y se caracteriza por sus crecidas, rápidos y cataratas. Allí mismo, en la zona descrita, las aguas del río se precipitaban desde una altura de ciento veinte metros, formando una cortina de hilos de líquido que desembocaban en un torbellino de aguas tumultuosas, coronadas por una espesa nube de húmedos vapores. De aquel abismo se elevaba un estruendo que aturdía, agudizado por los ecos de la llanura en calma.

Estas bellezas naturales atraían la atención de uno de nuestros hombres, mientras que el otro viajero permanecía indiferente a los fenómenos que se ofrecían a su vista.

El viajero indiferente era un cazador bushman, excelente representante de una raza valiente que vive en los bosques entregada al nomadismo. De ahí su nombre, bushman, que significa «hombre de los matorrales».

El bushman pasa la vida errando en la región comprendida entre el río Orange y las montañas del Este, saqueando los campos de cultivo y destruyendo las cosechas de los colonos, en venganza por haberle arrojado hacia las áridas comarcas del interior.

Nuestro bushman tenía alrededor de cuarenta años y era de elevada estatura y fuerte musculatura. Que se trataba de un individuo enérgico quedaba demostrado por la soltura y libertad de movimientos de su ágil y esbelto cuerpo.

Hijo de padre inglés y de madre hotentote, hablaba frecuentemente la lengua paterna, lo que le permitía un trato regular con los extranjeros que visitaban la zona. Su traje, mitad hotentote y mitad europeo, se componía de una camisa de franela roja, una especie de casaca y un calzón de piel de antílope.

Llevaba al cuello un pequeño saquito en el que guardaba el cuchillo, la pipa y el tabaco, cubriendo su cabeza con algo parecido a un casco de piel de carnero. Varias anillas de marfil en su muñeca y una capa de piel de tigre a su espalda eran los elementos que completaban tan singular indumentaria.

A su lado dormía un perro, ajeno a las cavilaciones de su dueño y a las de su acompañante, un joven de unos veinticinco años que ofrecía un vivo contraste con el cazador.

Su temperamento flemático se manifestaba en todas sus acciones, no dejando dudas sobre su origen inglés. Su traje indicaba que los desplazamientos no le eran familiares, pues más parecía un funcionario que un indómito aventurero.

Pero William Emery no era ni lo uno ni lo otro, sino un sabio distinguido, astrónomo agregado al observatorio de El Cabo.

Asombrado por las maravillas de aquella región desierta del África austral, situada a algunos centenares de kilómetros de El Cabo, Emery disfrutaba de la paz del momento, ajeno a las impaciencias que atacaban habitualmente al intrépido cazador.

 

—Cálmate, Mokoum —decía el astrónomo—. No hay nada que te divierta cuando no estás cazando, pero ya falta poco para que lleguen los que esperamos.

—Señor Emery —respondió el cazador en un perfecto inglés—, hace ya ocho días que estamos aquí y aún no sabemos nada de ellos. Ningún hombre de mi tribu ha permanecido nunca ocho días en el mismo lugar y comienzo a impacientarme.

—Querido amigo, venir desde Inglaterra no es fácil, de modo que bien podemos concederles un retraso de ocho días.

Los viajeros que estaban esperando debían emprender un viaje de exploración por el África austral. Emery y Mokoum habían recibido la orden de prepararlo todo y aguardar la llegada del coronel Everest en las cascadas de Morgheda, hecho que cumplimentaban en ese momento.

Mokoum apretó fuertemente el cañón de su rifle, en un gesto que le era característico. Portaba un Manton de excelente factura, con bala cónica, que le permitía abatir un antílope a una distancia de ochocientos metros. A diferencia de sus compañeros bushmen, prefería las armas europeas al carcaj y las flechas envenenadas.

— ¿Está usted seguro de que la cita es aquí, en las cascadas de Morgheda, a finales de enero? —preguntó Mokoum con desconfianza.

—Desde luego —respondió el astrónomo.

Mas, como el cazador no pareciera quedar muy satisfecho con esta afirmación, Emery le mostró la carta que le había enviado el señor Airy, director del observatorio de Greenwich.

Mokoum dio vueltas y más vueltas al papel, hasta que al final se lo tendió a Emery con la petición de que se lo leyera.

El joven sabio, dotado de una paciencia a prueba de las impaciencias de su amigo y compañero, relató una vez más la historia que ya le había repetido unas veinte veces en el curso de los últimos tiempos.

En los días finales del año de 1853, William Emery había recibido una carta que le notificaba la próxima llegada del coronel Everest y de una misión científica internacional que se disponía a recorrer el África austral. La carta del señor Airy no mencionaba la razón y los objetivos de la citada expedición, pero Emery era un hombre educado y jamás hacía preguntas a sus superiores.

Así pues, cumpliendo las indicaciones, Emery había dispuesto en Lattakou, una de las estaciones más septentrionales de Hotentocia, los carromatos, víveres, armas y, en resumen, todo lo necesario para el abastecimiento de una caravana nómada. Emery entregó el mando de esta caravana a Mokoum, pues tenía fama de buen cazador y estaba acostumbrado a tratar con extranjeros. No en vano había formado parte de las expediciones de Anderson y Livingstone, dos de los más intrépidos descubridores de las excelencias del continente africano.

Las cascadas de Morgheda eran, por tanto, el lugar elegido para la llegada de los últimos viajeros: los integrantes de la comisión científica. La fragata Augusta, de la Marina británica, trasladaría a los científicos hasta las cataratas.

Emery y Mokoum hicieron el viaje en un medio más modesto, pero más práctico para aquellos parajes. Habían utilizado un carromato, pues debían retornar en él, con los viajeros y sus equipajes, a Lattakou.

Cuando William Emery terminó de repetir este estribillo, que ya conocía casi de memoria, a su amigo Mokoum, ambos se acercaron a la orilla de un precipicio situado sobre las cataratas. Observaron atentamente el curso del río, pero no había nada nuevo sobre sus aguas. Ni el menor objeto alteraba el curso del río.

Es de advertir que el mes de enero corresponde al de julio en las regiones boreales, por lo que el sol caía casi perpendicular sobre la zona indicada, alcanzando casi los cuarenta grados de temperatura a la sombra. La brisa del Oeste moderaba un poco aquel calor, permitiendo que un occidental como Emery pudiera soportarlo a duras penas.

Ningún ave animaba la soledad de aquellas horas calurosas, y los cuadrúpedos se refugiaban en el verde de los matorrales sin atreverse a salir de aquel frescor pasajero. Sólo el estruendo de la catarata y las voces de los dos hombres llenaban el aire de ruido.

— ¿Y si sus amigos no vienen? —preguntó Mokoum.

—Vendrán. Son hombres de palabra, pero hay que tener en cuenta que dijeron que llegarían a finales de este mes, y sólo estamos a 27.

—Y si llega final de mes y no vienen, ¿qué haremos? —insistió el cazador.

—Entonces pondremos a prueba nuestra paciencia y les esperaremos hasta que lo considere conveniente.

— ¡Por todos los dioses! ¡Si hemos de confiar en su paciencia, nos quedaremos aquí hasta que el Orange pierda sus aguas!

—No será necesario —respondió Emery con su calma habitual—. Es preciso que la razón domine siempre nuestros actos, y la razón me dice que es probable que el coronel Everest y sus amigos hayan encontrado dificultades en su viaje. Dificultades que, lógicamente, pueden retrasar su llegada. Además, si alguna desgracia les ocurriese, la responsabilidad caería justamente sobre nosotros. No, amigo mío, es preciso esperarles. El carromato nos ofrece un abrigo seguro durante la noche, disponemos de las suficientes provisiones y la Naturaleza es tan hermosa en este lugar que merece la pena admirarla.

—Si usted lo dice...

Emery observó la expresión de aburrimiento que se advertía en el rostro del bushman y procuró alentarle.

—En cuanto a ti —le dijo—, ¿qué más puedes desear? La caza es abundante y no te retiene ninguna obligación. De manera que puedes dedicarte a tirar contra los gamos y los búfalos mientras yo espero la llegada de los viajeros.

El cazador comprendió que las palabras del astrónomo contenían una invitación y resolvió, por tanto, irse por algunas horas a dar una batida por los alrededores.

Mokoum silbó a su perro Top, una especie de can hiena del desierto de Kalahari, y ambos se internaron en la maleza de un bosque, cuya extensión coronaba el fondo de la catarata.

William Emery se tendió al pie de un sauce y se entregó a sus reflexiones.

¿Cuál era el objeto de la expedición que habían de emprender en cuanto llegaran los viajeros? ¿Qué problema científico pretendían resolver en los desiertos del África austral? ¿Por qué razón se había dirigido a él el señor Airy?

Cierto es que Emery se había convertido en pocos años en un sabio familiarizado con el clima de las latitudes australes, adquiriendo conocimientos al respecto que podían ser de gran utilidad para sus colegas del Reino Unido próximos a llegar, pero aquello no explicaba suficientemente el interés del señor Airy en su persona.

Estas preguntas y respuestas circulaban por la cabeza del joven astrónomo. El calor y la languidez consiguieron vencer su resistencia, y muy pronto se quedó dormido.

Cuando despertó, el sol se había escondido ya tras las colinas occidentales, que dibujaban su perfil pintoresco en el horizonte inflamado. La hora de la cena se aproximaba y era preciso retornar el carromato, que se encontraba en lo hondo del valle.

En aquel instante preciso una detonación resonó entre un matojo de arbustos, y el cazador y su perro asomaron por la linde del bosquecillo. Mokoum traía el cadáver de un animal recién abatido.

— ¿Es esa nuestra cena? —le preguntó alegremente el astrónomo.

Por toda respuesta, Mokoum echó al suelo el animal, cuyos cuernos se retorcían en forma de lira. Se trataba de un antílope, más comúnmente conocido con el nombre de chivo saltador, que se encuentra frecuentemente en las regiones del África austral. Su carne es excelente y sirvió para llenar el estómago de los hambrientos expedicionarios.

Los dos hombres cargaron, pues, la caza en medio de un palo colocado transversalmente sobre sus espaldas, abandonaron las cimas de la catarata y media hora más tarde llegaron a su campamento, situado en una estrecha garganta del valle.

Allí les esperaba el cargamento, guardado por dos conductores de raza bochjesmana, y la apetitosa cena.

CAPITULO II

Los tres días siguientes al 27 de enero, Mokoum y Emery no abandonaron el lugar de la cita. El bushman, dando rienda suelta a sus instintos de cazador, perseguía a los animales por aquella región llena de bosques, en tanto que el astrónomo vigilaba el curso del río.

Hombre acostumbrado a pasar largas horas frente a los libros y los cuadernos, encerrado en la soledad y la oscuridad de los pequeños laboratorios, o bien con los ojos pegados a su telescopio, Emery saboreaba ahora la existencia al aire libre. Apenas notaba la molestia de la larga espera, fortificando su espíritu fatigado por los estudios matemáticos.

Llegó al fin el 31 de enero, último día fijado por la carta del señor Airy. Si los expedicionarios no aparecían en esa fecha, el joven William se vería forzado a tomar una determinación, cosa que le disgustaba enormemente. No podían marcharse sin ellos, pero tampoco podían esperarles indefinidamente.

— ¿Por qué no vamos a su encuentro? —propuso Mokoum—. Si vienen por el río, tarde o temprano daremos con ellos.

—Es una buena idea. Haremos un reconocimiento en la parte baja de las cascadas, pero ¿conoces bien esta parte del Orange?

—Sí, señor. Lo he remontado dos veces desde el cabo Voltas hasta su unión con el Hart en el Transvaal.

— ¿Y su curso es navegable en todo su trayecto?

—A excepción de estas cascadas de Morgheda, el río es navegable en toda su extensión, aunque al final de la estación seca casi no lleva agua, hasta unos ocho kilómetros antes de su desembocadura. Allí se forma una barrera contra la que se estrella violentamente la marejada del Oeste.

—En ese caso, seguiré tu consejo.

El cazador se colgó su arma al hombro, silbó a su perro y comenzó a descender, siguiendo el curso del río, por su margen izquierda. Emery le seguía en silencio.

El camino ofrecía muchas dificultades, debido a que los ribazos de la orilla, erizados de maleza, desaparecían bajo un lecho de plantas diversas. Las guirnaldas se cruzaban de un árbol a otro, tendiendo una red vegetal ante el paso de los viajeros y obligando a Mokoum a hacer uso constante de su cuchillo.

Dos horas después, ambos expedicionarios habían recorrido apenas seis kilómetros. La brisa soplaba entonces en Poniente, permitiéndoles escuchar los ruidos que se producían corriente abajo, pues el viento ahogaba el murmullo de la catarata.

El Orange, en ese punto, se prolongaba en línea recta por espacio de cinco kilómetros: El lecho estaba profundamente encajonado por un doble farallón gredoso, cuya altura superaba los sesenta metros.

—Detengámonos un momento a descansar —propuso Emery—. Mis piernas no son tan fuertes como las tuyas y resisten mal los caminos intrincados como éste. Desde aquí podremos observar unos cinco kilómetros de río.

El astrónomo se tendió, pues, sobre la hierba, mientras Mokoum y su perro seguían dando paseos por la orilla, en espera de los viajeros.

Hacía escasamente media hora que el bushman y su compañero se encontraban en aquellos lugares, cuando William Emery vio que el cazador, apostado a un centenar de pasos de donde el joven se encontraba, daba muestras de una atención extraordinaria.

Abandonando su lecho de musgo, el astrónomo se dirigió hacia el punto donde se había detenido su amigo y le dijo:

— ¿Has visto algo, Mokoum?

—No, señor, no veo nada, pero estoy acostumbrado a percibir todos los sonidos de estos lugares y me parece escuchar un raro zumbido.

— ¿Un zumbido?

—Sí, señor. Parece provenir del curso inferior del río.

Tras decir esto, Mokoum aplicó su oreja sobre la tierra y escuchó con suma atención durante algunos minutos. Finalmente se puso en pie, meneó la cabeza y exclamó:

—Debo de haberme equivocado. Puede que sólo fuera el ruido de la brisa al pasar entre las hojas de los árboles. No obstante, parece como si...

El cazador volvió a prestar atención, pero no podía asegurar nada con precisión. Al ver su desazón, Emery le dijo:

—Será mejor que bajes hasta el nivel del río. Si el ruido está producido por una embarcación, allí lo escucharás mejor, pues el agua propaga los sonidos con mayor nitidez que el aire.

—Tiene usted razón.

Mokoum descendió por el ribazo escarpadísimo, ayudándose con las matas de hierbajos que por allí crecían. Después Se metió en las aguas hasta que éstas le cubrieron hasta las rodillas, aplicó su oreja a la superficie del río y exclamó:

— ¡Se oye! ¡Es verdad! Es un golpe continuo y monótono, que se produce en el interior de la corriente, algunos kilómetros río abajo.

 

El cazador regresó entonces junto a Emery y ambos permanecieron alerta, dispuestos a esperar nuevos acontecimientos.

Transcurrió una hora interminable, al cabo de la cual Mokoum gritó:

— ¡Una humareda!

Emery dirigió su vista hacia el lugar que apuntaba el cazador y al fin logró distinguir claramente una chimenea, que vomitaba un gran torrente de humo negro mezclado con vapores blancos.

La tripulación avivaba seguramente los fuegos, con el fin de aumentar la velocidad y poder hallarse en el lugar de la cita en el último día que se había convenido, porque en aquellos momentos el barco se encontraba a unos trece kilómetros de las cataratas de Morgheda.

Era entonces mediodía. Como aquella zona no era muy a propósito para el desembarco, el astrónomo resolvió regresar al punto de partida, aunque ello les supusiera dar marcha atrás.

Al llegar de nuevo a la inmensa cascada, eligieron un remanso formado por el río a unos cuatrocientos metros de distancia del torrente de agua, una pequeña ensenada natural en la que el vapor podría fácilmente recalar, pues el agua era profunda hasta en la misma orilla.

Divisaron un instante la popa de la embarcación, donde ondeaba la bandera británica, mas pronto quedó el vapor cubierto por las copas de los inmensos árboles que se inclinaban por encima de las aguas. Tan sólo se escuchaban los agudos silbidos de la máquina, los cuales no cesaban ni un segundo. La tripulación trataba de señalar así su presencia en los alrededores de Morgheda. Era un llamamiento.

Mokoum respondió disparando su carabina, y la detonación fue repetida con estruendo por los ecos del río.

Cuando embarcación y viajeros de a pie estuvieron frente a frente, Emery hizo un ademán. El buque, obedeciendo las indicaciones, fue a colocarse suavemente cerca de la orilla. Se arrojó una amarra y el Bushman se apresuró a tomarla, sujetándola a un sauce tronchado.

Un hombre de elevada estatura se dejó caer en el ribazo con ligereza y avanzó hacia Emery, al mismo tiempo que sus compañeros comenzaban también a desembarcar.

William Emery avanzó a su vez hacia el desconocido y exclamó:

— ¿El coronel Everest?

— ¿El señor William Emery? —preguntó el aludido.

El astrónomo y su colega del observatorio de Cambridge se saludaron estrechándose la mano.

Los otros viajeros habían llegado ya junto a ellos, y el coronel les dirigió estas palabras:

—Señores, permítanme que les presente al honorable William Emery, del observatorio de El Cabo, quien ha tenido la amabilidad de acudir hasta aquí para buscarnos.

Cuatro pasajeros saludaron sucesivamente al astrónomo, que correspondió a sus saludos afectuosamente. Después, el coronel les presentó oficialmente, con la característica flema de los británicos, diciendo:

—Señor Emery: Sir John Murray, de Devonshire, compatriota suyo; el señor Matthew Strux, del observatorio de Pulkowa, el señor Nicholas Palander, del observatorio de Helsingfors, y el señor Michael Zorn, del observatorio de Kiew. Estos tres señores son eminentes sabios rusos que representan al Gobierno del zar en nuestra Comisión Internacional.

CAPITULO III

Hechas las presentaciones, Emery se puso a disposición de los recién llegados. Debido a su posición en el observatorio de El Cabo, el joven astrónomo se encontraba jerárquicamente subordinado al coronel Everest, delegado del Gobierno inglés, quien compartía con Matthew Strux la presidencia de la comisión científica.

Emery conocía de oídas al sabio británico, pues sus estudios sobre las reducciones de nebulosas y cálculos sobre las ocultaciones de las estrellas le habían hecho extraordinariamente célebre.

Tendría el coronel Everest unos cincuenta años, y se caracterizaba por ser un hombre frío y metódico. Su existencia estaba determinada matemáticamente, hora por hora, y nada era imprevisto para él. Se podía decir, sin exagerar, que todas sus acciones estaban reglamentadas por el cronómetro.

Sir John Murray también venía precedido por la fama. Era un sabio adinerado que honraba a Inglaterra con sus trabajos astronómicos. La ciencia le ocasionaba grandes sacrificios económicos, pero tenía el valor y la inquietud que había caracterizado a hombres de la talla de Ross y Lord Elgin.

Uno de sus hechos más notables fue la concesión de veinte mil libras esterlinas para el montaje de un reflector gigantesco —rival del telescopio de Parson–Town—, gracias al cual se habían podido determinar los elementos de cierto número de estrellas dobles.

Sir John Murray contaba unos cuarenta años, tenía aires de gran señor y su semblante impasible jamás dejaba traslucir sus emociones.

En cuanto a los tres rusos, Strux, Palander y Zorn, Emery tampoco les conocía personalmente antes de ahora, pero sí había recibido noticias de sus trabajos. Palander y Zorn respetaban sobremanera a Matthew Strux, jefe de la expedición de su país y presidente, junto con Everest, de la comisión científica.

Llamó la atención a nuestro joven amigo el hecho de que se tratara de tres ingleses y tres rusos, así como la observación de que la tripulación del vapor se compusiera de diez hombres divididos por igual regla matemática internacional: cinco ingleses y cinco rusos.

El coronel Everest fue el primero en romper el silencio que siguió a las presentaciones. Miró a Emery y le dijo:

—Tengo por usted una gran consideración, debido a esos trabajos que ha realizado y que le han valido, a pesar de su juventud, una merecida fama. No le extrañe, pues, que pidiera al Gobierno inglés que le designara para tomar parte en las operaciones que vamos a emprender.

William Emery se inclinó en señal de agradecimiento. El coronel añadió:

—Desearía saber si los preparativos están ultimados.

—Completamente, coronel. He seguido las órdenes que el honorable Airy me indicaba en su carta. Abandoné El Cabo hace un mes y salí para la estación de Lattakou, reuniendo allí todos los elementos necesarios para una exploración en el interior de África: víveres y carro matos, caballos y bochjesmen. Una escolta de cien hombres aguerridos nos aguarda en Lattakou, la cual será mandada por un hábil y célebre cazador, el bushman Mokoum, a quien tengo el honor de presentarles.

— ¡El bushman Mokoum! —exclamó el coronel Everest.

El aludido hizo un gesto de salutación.

—Tu nombre es muy conocido en el Reino Unido —le dijo Everest—. Has sido amigo de Anderson y guía del ilustre David Livingstone, que me honra con su amistad. Felicito al señor Emery por haberte elegido como jefe de nuestra caravana. Un cazador como tú debe de ser un amante de las buenas armas, y puedo decirte que tenemos un arsenal muy completo. Te ruego que elijas entre ellas la que más sea de tu agrado. Nos harás un honor.

Una sonrisa de satisfacción y agradecimiento se dibujó en los labios de Mokoum. El hecho de poder contar con un arma nueva le alegraba más que los elogios sobre su persona. Agradeció este gesto con efusivas palabras y luego se apartó, en tanto que Emery y los demás continuaban conversando animadamente.

Urgía ganar cuanto antes la ciudad de Lattakou, pues la salida de la caravana debía efectuarse en los primeros días de marzo, después de la estación de las lluvias.

Emery dijo a su superior:

— ¿Cómo quiere usted ir a Lattakou?

—Por el río Orange y uno de sus afluentes, el Kuruman, que pasa cerca de Lattakou.

—Pero no podremos remontar con la embarcación las cataratas de Morgheda.

—Rodearemos la catarata. Un acarreo de algunos kilómetros nos permitirá después reemprender la navegación más arriba de los saltos de agua. A partir de ese punto y hasta Lattakou, si no estoy en un error, los cursos de agua son navegables para un navío cuyo calado es poco considerable.

—Así es, señor, pero ese vaporcito debe de tener un peso tal que...