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100 Clásicos de la Literatura

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Una vez llegado hasta los confines del inmenso Imperio, el Gran Duque regresaba a Irkutsk, desde donde contaba con reemprender la ruta de regreso a Europa, cuando llegaron las noticias de la invasión tan amenazadora como inesperada. Se dio prisa por llegar a la ciudad, pero cuando llegó, las comunicaciones con Rusia iban a quedar inmediatamente interrumpidas. Recibió todavía algunos mensajes de Petersburgo y de Moscú, y hasta pudo contestarlos, pero después el hilo quedó cortado en las circunstancias que ya conocemos.

Irkutsk estaba aislada del resto del mundo.

El Gran Duque no podía hacer otra cosa que organizar la resistencia, a cuya tarea se entregó con la seguridad y la sangre fría de las que había dado muestra en innumerables ocasiones.

Las noticias de la caída de Ichim, Omsk y Tomsk, sucesivamente, habían llegado a Irkutsk. Era preciso, pues, salvar de la ocupación, al precio que fuera, a la capital de la Siberia oriental.

No se podía confiar en recibir refuerzos inmediatos. Las escasas tropas diseminadas por las provincias del Amur y el gobierno de Irkutsk no podían llegar en suficiente número para detener a las columnas tártaras. Por lo tanto, era necesario poner la ciudad en condiciones de resistir un sitio de cierta duración.

Los trabajos comenzaron el día en que Tomsk cayó en manos de los invasores y, al mismo tiempo que recibía esta noticia, el Gran Duque supo que el Emir de Bukhara, junto con los khanatos aliados, dirigía personalmente el movimiento; pero lo que ignoraba era que el lugarteniente del cabecilla de aquellos bárbaros fuera Ivan Ogareff, un oficial ruso al que él mismo había degradado y al que no conocía personalmente.

Inmediatamente, tal como queda dicho, los habitantes de la provincia de Irkutsk, recibieron la orden de abandonar pueblos y ciudades. Los que no se refugiaron en la capital, tuvieron que trasladarse a la parte opuesta del lago Balkal, donde probablemente no llegarían los estragos de la invasión.

Fueron requisadas las cosechas de trigo y de forrajes, con destino al abastecimiento de la capital, y este último baluarte del poderío moscovita en el Extremo Oriente quedó en condiciones para resistir el asedio durante algún tiempo.

Irkutsk, fundada en 1611, está situada en la confluencia del Irkut y del Angara, sobre la orilla derecha de este río. Dos puentes de madera suspendidos sobre pilotes, dispuestos de forma que se abrían a toda la anchura del canal para facilitar las necesidades de la navegación, unen la ciudad con los suburbios que se levantan sobre la orilla izquierda.

Por este lado, la defensa era fácil. Los suburbios fueron desalojados por sus habitantes y los puentes destruidos. El paso del Angara, muy ancho en ese lugar, no hubiera sido posible bajo el fuego de los sitiados.

Pero el río podía ser franqueado más arriba y más abajo de la ciudad y, por consiguiente, Irkutsk corría el riesgo de ser atacada por la parte este, donde no se levanta ninguna muralla que la proteja.

Todos los brazos disponibles se ocuparon, noche y día, en los trabajos de fortificación. El Gran Duque se encontró con una población dedicada ardorosamente a esta tarea y que más tarde derrochó coraje en la defensa de la ciudad. Soldados, comerciantes, exiliados y campesinos, todos se entregaron a la tarea de salvación común, y ocho días antes de que los tártaros aparecieran sobre el Angara, quedaban levantadas unas murallas de tierra y cavada una fosa que fue inundada por las aguas del Angara, cruzándose entre la escarpa y la contraescarpa. La ciudad ya no podía ser conquistada por un simple golpe de mano, sino que era necesario atacarla y asediarla.

La tercera columna tártara, que había llegado remontando el valle del Yenisei, apareció frente a Irkutsk el 24 de septiembre, ocupando inmediatamente los suburbios abandonados, cuyas casas habían sido demolidas con el fin de que no dificultasen la acción de la artillería del Gran Duque que, por desgracia, era insuficiente.

Los tártaros se organizaron, pues, mientras esperaban la llegada de las otras dos columnas, mandadas por el Emir y sus aliados.

La reunión de los distintos cuerpos se operó el 25 de septiembre en el campamento del Angara, y todo el ejército, salvo las guarniciones dejadas en las principales ciudades conquistadas, se concentró bajo el mando de Féofar-Khan.

El paso del Angara fue considerado por Ivan Ogareff como impracticable, al menos frente a Irkutsk; pero una buena parte de las tropas atravesaron el río varias verstas más abajo, sobre puentes de barcas dispuestas al efecto. El Gran Duque no intentó siquiera oponerse, porque no hubiera conseguido otra cosa que entorpecer la operación, pero no impedirla, al no tener a su disposición artillería de campaña. Con mucho sentido de la prudencia, pues, quedó encerrado en el interior de Irkutsk.

Los tártaros ocuparon la orilla derecha del río; después se remontaron hacia la ciudad, incendiando a su paso la residencia veraniega del gobernador general, situada en unos bosques que dominan el curso del Angara desde lo alto de la margen. Los invasores fueron a tomar definitivamente sus posiciones para el asedio, después de haber rodeado completamente Irkutsk.

Ivan Ogareff, hábil ingeniero, era, ciertamente, capaz de dirigir las operaciones de un asedio regular; pero tenía escasez de medios materiales necesarios para operar con rapidez. Por eso había confiado sorprender Irkutsk, meta de todos sus esfuerzos.

Las cosas, como se ve, se le habían puesto de forma muy diferente a como contaba que se presentasen. Por una parte, la batalla de Tomsk había retrasado la marcha del ejército; por otra, la rapidez que el Gran Duque imprimió a los trabajos de defensa. Estas dos razones eran suficientes para hacer tambalear sus proyectos al encontrarse en la necesidad de plantear un asedio en toda regla.

Sin embargo, por inspiración suya, el Emir intentó por dos veces tomar la ciudad a costa de un gran sacrificio de hombres, lanzando en masa a sus soldados contra los puntos que consideraba más débiles de las fortificaciones improvisadas. Pero ambos asaltos fueron rechazados con coraje.

El Gran Duque y sus oficiales no dejaron de exponerse en esta ocasión, poniéndose a la cabeza de la población en las murallas, donde burgueses y campesinos cumplieron admirablemente con su deber.

En el segundo asalto los tártaros consiguieron forzar una de las puertas del recinto, teniendo lugar una lucha cuerpo a cuerpo en el comienzo de la gran calle Bolchaia, de dos verstas de longitud, que va a desembocar en la orilla del Angara; pero los cosacos, los gendarmes y los ciudadanos civiles, les opusieron tan tenaz resistencia, que los tártaros se vieron obligados a volver a sus posiciones y esperar otra oportunidad.

Fue entonces cuando Ivan Ogareff pensó lograr, apelando a la traición, lo que no había podido conseguir por la fuerza.

Se sabe que su proyecto era penetrar en la ciudad, llegar hasta el Gran Duque, captarse su confianza y, llegado el momento, abrir una de las puertas a los sitiadores. Una vez hecho esto, saciaría su venganza en el hermano del Zar.

La gitana Sangarra, que le había seguido hasta e campamento del Angara, le impulsó a que pusiera en ejecución su proyecto.

Efectivamente, decidió llevarlo a cabo sin retraso. Las tropas rusas del gobierno de Yakutsk marchaban ya sobre Irkutsk. Estas tropas estaban concentradas en el curso superior del río Lena, desde donde remontaban el valle del Angara. Antes de seis días habrían llegado a las puertas de la ciudad, por lo que antes de ese plazo, Irkutsk tenía que haber sido tomada a traición.

Ivan Ogareff ya no dudó.

La noche del 2 de octubre se celebró un consejo de guerra en el palacio del gobernador general, donde residía el Gran Duque.

Este palacio, levantado en un extremo de la calle Bolchala, domina el curso del río en un amplio sector de su recorrido. A través de las ventanas de la fachada principal, se percibía perfectamente todo el movimiento del campamento tártaro. Una artillería de mayor alcance que la de los tártaros hubiera hecho inhabitable este palacio.

El Gran Duque, el general Voranzoff, gobernador de la ciudad y el alcalde y jefe de los comerciantes, a los que se sumaba un cierto número de oficiales de alta graduación, acababan de adoptar diversas resoluciones.

—Señores —dijo el Gran Duque—, ustedes conocen exactamente nuestra situación. Abrigo la firme esperanza de que podremos mantenernos firmes hasta que lleguen las tropas de Yakutsk. Entonces rechazaremos perfectamente a las hordas tártaras y no seré yo quien impida que paguen cara la invasión del territorio moscovita.

—Vuestra Alteza sabe que puede contar con toda la población de Irkutsk —dijo el general Voranzoff.

—Sí, general —respondió el Gran Duque—, y rindo homenaje a su patriotismo. Gracias a Dios todavía no ha sido víctima de los horrores de la epidemia y el hambre y creo que conseguirá escapar; pero mientras tanto sólo puedo admirar su coraje en la defensa de las murallas. Recuerde bien mis palabras, señor alcalde, porque quiero que las transmita literalmente.

—Doy las gracias a Vuestra Alteza, en nombre de la ciudad —respondió el alcalde, continuando—. Me atrevo a preguntar a Vuestra Alteza qué plazo máximo de tiempo concede hasta la llegada de las tropas de socorro.

—Seis días como máximo, señores —respondió el Gran Duque—. Esta mañana ha conseguido entrar en la ciudad un hábil y valiente emisario y me ha comunicado que cincuenta mil rusos avanzan a marchas forzadas bajo las órdenes del general Kisselef. Hace dos días estaban en las orillas del Lena, en Kirensk, y ahora, ni el frío ni la nieve les impedirán llegar. Cincuenta mil hombres pertenecientes a tropas escogidas, atacando a los tártaros por el flanco, nos librarán pronto del asedio.

 

—Agregaré —dijo el alcalde— que el día en que Vuestra Alteza ordene una salida, estaremos preparados para ejecutar sus órdenes.

—Bien, señores. Esperemos a que la vanguardia de nuestras fuerzas aparezca por las alturas y aplastaremos a los invasores —dijo el Gran Duque, volviéndose después hacia el general Voranzoff, añadiendo—: Mañana visitaremos los trabajos de la orilla derecha. El Angara baja lleno de témpanos que no tardarán en cimentarse, en cuyo caso los tártaros puede que consiguieran pasar el río.

—Permitidme Vuestra Alteza que haga una observación —dijo el alcalde.

—Hacedla, señor.

—He visto más de una vez bajar la temperatura a treinta o cuarenta grados bajo cero y el Angara siempre ha arrastrado trozos de hielo, sin congelarse enteramente. Esto se debe, sin duda, a la rapidez de su curso. Si los tártaros no disponen de otros medios para franquear el río, yo puedo garantizar a Vuestra Alteza que ellos no entrarán así en Irkutsk.

El gobernador general confirmó las palabras de alcalde.

—Es una afortunada circunstancia —dijo el Gran Duque—. No obstante, estaremos preparados par, afrontar cualquier eventualidad.

Volviéndose entonces hacia el jefe de policía, le preguntó:

—¿No tiene usted nada que decirme, señor…?

—He de hacer llegar a Vuestra Alteza una súplica que se le dirige por mediación mía.

—¿Dirigida por…?

—Los exiliados, de los que, como Vuestra Alteza sabe, hay quinientos en la ciudad.

Los exiliados políticos, repartidos por toda la provincia, quedaban concentrados en Irkutsk desde el comienzo de la invasión. Obedeciendo la orden de refugiarse en la ciudad, abandonando los lugares donde ejercían diversas profesiones, unos de médicos, otros de profesores, bien en el Instituto, en la Escuela Japonesa o en la Escuela de Navegación. Desde el primer momento el Gran Duque, confiando como el Zar en su patriotismo, los había armado, encontrando en ellos unos valientes defensores.

—¿Qué piden los exiliados? —preguntó el Gran Duque.

—Piden la autorización de Vuestra Alteza para formar un cuerpo de elite, que sea situado a la cabeza de la primera salida —respondió el jefe de policía.

—Sí —dijo el Gran Duque, embargado por una emoción que no intentó disimular—. ¡Estos exilados son rusos y tienen derecho a luchar por su país!

—Creo poder afirmar —agregó el gobernador general— que Vuestra Alteza no tendrá mejores soldados.

—Pero necesitan un jefe. ¿Quién va a ser? —preguntó el Gran Duque.

—Les gustaría que Vuestra Alteza nombrase a uno de ellos que se ha distinguido en diversas ocasiones.

—¿Es ruso?

—Sí, de las provincias bálticas.

—¿Se llama…?

—Wassili Fedor.

Este exiliado era el padre de Nadia.

Como se sabe, Wassili Fedor ejercía en Irkutsk su profesión de médico. Era un hombre bondadoso e instruido, dotado de un gran valor y del más sincero patriotismo. Todo el tiempo que le dejaba libre su dedicación a los enfermos y heridos lo empleaba en organizar la resistencia. Fue él quien unió a sus compañeros de exilio en una acción común. Los exiliados, hasta entonces mezclados entre las filas de la población, se habían comportado de tal forma que llamaron la atención del Gran Duque. En varias salidas habían pagado con su sangre la deuda contraída con la santa Rusia.

¡Santa, en verdad, y amada por sus hijos!

Wassili Fedor se había portado heroicamente y su nombre había sido citado en varias ocasiones, pero nunca pidió gracias ni favores y cuando los exiliados de Irkutsk tuvieron el pensamiento de formar un cuerpo de elite, él mismo ignoraba que tuvieran la intención de elegirle su jefe.

Cuando el jefe de policía hubo pronunciado el nombre, el Gran Duque respondió que no le era desconocido.

—En efecto —dijo el general Voranzoff—, Wassili Fedor es un hombre con gran valor y coraje. Es muy grande la influencia que ejerce entre sus compañeros.

—¿Desde cuándo está en Irkutsk?

—Desde hace dos años.

—¿Y su conducta…?

—Su conducta —dijo el jefe de policía—, es la de un hombre sometido a las leyes especiales que lo rigen.

—General —dijo el Gran Duque—, ¿quiere presentármelo inmediatamente?

Las órdenes del Gran Duque fueron ejecutadas enseguida, y no había transcurrido ni media hora cuando Wassili Fedor era introducido en su presencia.

Era un hombre de unos cuarenta años a lo sumo, de fisonomía severa y triste. Se notaba en él que toda su vida se resumía en una palabra: lucha, y que había luchado y sufrido. Sus rasgos recordaban extraordinariamente los de Nadia Fedor.

A él, más que a ningún otro, la invasión tártara lo había herido en su más querido afecto y arruinado su suprema esperanza de padre, exiliado a ocho mil verstas de su ciudad natal.

Una carta le había llevado la noticia de la muerte de su esposa y, al mismo tiempo, la partida de su hija, que había obtenido autorización para reunirse con él en Irkutsk.

Nadia debía haber salido de Riga el 10 de julio y la invasión se produjo el 15. Si en esa época Nadia había pasado la frontera. ¿Qué podía haber sido de ella en medio de los invasores? Se concibe que este desgraciado padre estuviera devorado por la inquietud, ya que desde aquellas fechas no tenía ninguna noticia de su hija.

Wassili Fedor, una vez en presencia del Gran Duque, se inclinó y esperó a ser interrogado.

—Wassili Fedor —le dijo el Gran Duque—, tus compañeros de exilio han pedido formar un cuerpo de elite. ¿Ignoran que en esta clase de cuerpos es preciso saber morir hasta el último hombre?

—No lo ignoran —respondió Wassili Fedor.

—Te quieren a ti por jefe.

—¿A mí, Alteza?

—¿Consientes ponerte al frente de ellos?

—Sí, si el bien de Rusia lo precisa.

—Comandante Fedor —dijo el Gran Duque—, tú ya no eres un exiliado.

—Gracias, Alteza, pero ¿puedo mandar a los que todavía lo son?

—¡Ya no lo son!

¡Lo que acababa de otorgar el hermano del Zar era el perdón para sus compañeros de exilio, ahora ya sus compañeros de armas!

Wassili Fedor estrechó con emoción la mano que le tendió el Gran Duque y salió de palacio.

Éste, volviéndose hacia sus oficiales, dijo sonriendo:

—El Zar no dejará de aceptar la letra de perdón que he girado a su cargo. Nos hacen falta héroes que defiendan la capital de Siberia y acabo de hacerlos.

Era, efectivamente, un acto de justicia y de buena política este perdón tan generosamente otorgado a los exiliados de Irkutsk.

La noche había llegado ya, y a través de las ventanas del palacio del gobernador general brillaban las hogueras del campamento de los tártaros, que con sus resplandores iluminaban más allá de la orilla del Angara.

El río arrastraba numerosos bloques de hielo, algunos de los cuales quedaban detenidos en su deslizarse sobre las aguas por los pilotes de los antiguos puentes de madera.

Los que la corriente mantenía en el canal derivaban con extrema rapidez. Era evidente, como había observado el alcalde, que el Angara difícilmente se helaría en toda su superficie. El peligró, pues, estaba conjurado por aquella parte, no debiendo preocupar a los defensores.

Acababan de dar las diez de la noche y ya iba el Gran Duque a despedir a sus oficiales, retirándose a sus habitaciones, cuando se produjo un revuelo fuera de palacio.

Casi al instante, se abrió la puerta del salón, apareciendo un ayudante de campo del Gran Duque, el cual, dirigiéndose hacia él, le dijo:

—¡Alteza, un correo del Zar!

13

Un correo del Zar

Un movimiento simultáneo impulsó a todos los miembros del Consejo hacia la puerta entreabierta del salón: ¡Un correo del Zar había llegado a Irkutsk!

Si los oficiales hubieran reflexionado por un instante la improbabilidad de este hecho, lo hubieran tomado, ciertamente, como por un imposible.

El Gran Duque se dirigió con impaciencia hacia su ayudante de campo, diciéndole:

—¡El correo!

Entró un hombre. Tenía el aspecto de estar abrumado por la fatiga. Llevaba un vestido de campesino siberiano, usado, hecho jirones, y en el cual se apreciaban agujeros practicados por el impacto de las balas. Un gorro moscovita le cubría la cabeza y una cuchillada, mal cicatrizada aún, le cruzaba la mejilla. Este hombre, evidentemente, había hecho un largo y penoso camino. Su calzado, completamente destrozado, indicaba que había tenido que recorrer a pie una parte del viaje.

—¿Su Alteza, el Gran Duque? —preguntó al entrar.

El Gran Duque fue hacia él.

—¿Tú eres correo del Zar? —preguntó.

—Sí, Alteza.

—¿Vienes…?

—De Moscú.

—¿Cuándo saliste de Moscú?

—El 15 de julio.

—¿Cómo te llamas?

—Miguel Strogoff.

Era Ivan Ogareff. Había usurpado el nombre y la condición de aquel al que creía reducido a la impotencia. Ni el Gran Duque ni nadie le conocía en Irkutsk y ni siquiera había tenido necesidad de cambiar sus rasgos, y como estaba en condiciones de poder probar su pretendida personalidad, nadie dudaría de él.

Venía, pues, a precipitar el desarrollo del drama de la invasión apelando a la traición y al asesinato.

Después de la respuesta de Ivan Ogareff, el Gran Duque hizo un gesto y todos sus oficiales se retiraron.

El falso Miguel Strogoff y él quedaron solos en el salón.

El Gran Duque miró a Ivan Ogareff durante algunos instantes, con extrema atención. Después le preguntó:

—¿Estabas en Moscú el 15 de julio?

—Sí, Alteza, y en la noche del 14 al 15, vi a su Majestad, el Zar, en el Palacio Nuevo.

—¿Traes una carta del Zar?

—Aquí está.

Ivan Ogareff entregó al Gran Duque la carta imperial, reducida a dimensiones casi microscópicas.

—¿Esta carta la recibiste en tal estado? —preguntó el Gran Duque, extrañado.

—No, Alteza, pero tuve que romper el sobre con el fin de ocultarla mejor a los soldados del Emir.

—¿Has estado prisionero de los tártaros?

—Sí, Alteza, durante varios días —respondió Ivan Ogareff—, por eso, habiendo salido de Moscú el 15 de julio, no he llegado a Irkutsk hasta el 2 de octubre, después de setenta y nueve días de viaje.

El Gran Duque tomó la carta, la desplegó y reconoció la firma del Zar, precedida de la fórmula sacramental escrita de su propia mano. No había, pues, ninguna duda sobre la autenticidad de la carta ni sobre la identidad del correo. Si su feroz fisonomía había inspirado, de pronto, desconfianza en el Gran Duque, esta desconfianza desapareció enseguida.

El Gran Duque permaneció callado durante algunos instantes, leyendo atentamente la carta con el fin de captar perfectamente todo su sentido.

A continuación, tomó de nuevo la palabra.

—Miguel Strogoff, ¿conoces el contenido de esta carta? —preguntó.

—Sí, Alteza. Podía verme forzado a destruirla para que no cayera en manos de los tártaros y, si llegaba ese caso, quería transmitir su texto exacto a Vuestra Alteza.

—¿Sabes que esta carta nos conmina a morir antes que rendir la ciudad?

—Lo sé.

—¿Sabes también que en ella se indican los movimientos de tropas que han sido combinados para detener la invasión?

—Sí, Alteza, pero esos movimientos no han tenido éxito.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que Ichim, Omsk, Tomsk, por no citar más que las ciudades importantes de las dos Siberias, han sido sucesivamente ocupadas por los soldados de Féofar-Khan.

—¿Pero ha habido combates? ¿Se han enfrentado nuestros cosacos con los tártaros?

—Varias veces, Alteza.

—¿Y han sido rechazados?

—Eran unas fuerzas insuficientes.

—¿Dónde han tenido lugar esos encuentros?

—En Kolyvan, en Tomsk…

Hasta aquí, Ivan Ogareff no había dicho más que la verdad, pero con la intención de desmoralizar a los defensores de Irkutsk, exagerando las ventajas obtenidas por las tropas del Emir, añadió:

—Y por tercera vez en Krasnolarsk.

—¿Y en esta última escaramuza…? —preguntó el Gran Duque, apretando los dientes tan fuertemente que apenas dejó salir las palabras.

—Fue mucho más que una escaramuza, Alteza, fue una batalla —respondió Ivan Ogareff.

 

—¿Una batalla?

—Veinte mil rusos, llegados de las provincias fronterizas y del gobierno de Tobolsk, lucharon contra ciento cincuenta mil tártaros y, pese a su valor, fueron aniquilados.

—¡Mientes! —gritó el Gran Duque, intentando vanamente contener su cólera.

—¡Digo la verdad, Alteza! —respondió fríamente Ivan Ogareff—. ¡Estuve presente en la batalla de Krasnolarsk y fue allí donde caí prisionero!

El Gran Duque consiguió calmarse y con una seña dio a entender a Ivan Ogareff que no dudaba de la veracidad de sus palabras.

—¿Qué día tuvo lugar la batalla de Krasnoiarsk?

—El 22 de septiembre.

—¿Y ahora, todas las fuerzas tártaras están concentradas alrededor de Irkutsk?

—Todas.

—¿En cuánto las valoras?

—En unos cuatrocientos mil hombres.

Nueva exageración de Ivan Ogareff, al evaluar los efectivos de los tártaros, que pretendía el mismo fin.

—¿No debo esperar refuerzos de las provincias del oeste? —preguntó el Gran Duque.

—No, Alteza, al menos antes de que finalice el invierno.

—¡Pues bien, Miguel Strogoff, escucha esto: aunque no me llegue ninguna ayuda del este ni del oeste y aunque esos bárbaros fuesen seiscientos mil, jamás rendiré Irkutsk!

Ivan Ogareff entornó ligeramente los párpados, como si el traidor quisiera decir que el hermano del Zar no contaba con la traición.

El Gran Duque, de temperamento nervioso, apenas había conseguido conservar la calma al conocer tan desastrosas noticias. Iba y venía por el salón, bajo la mirada de Ivan Ogareff, que le contemplaba como a presa reservada para su venganza.

Se detenía delante de las ventanas, miraba hacia las hogueras del campamento tártaro, intentaba percibir los sonidos, cuya mayor parte provenía de los choques de los bloques de hielo arrastrados por la corriente del Angara.

Se pasó así un cuarto de hora, sin formular ninguna pregunta. Después, volviendo a desplegar la carta, releyó un pasaje y dijo:

—¿Sabes, Miguel Strogoff, que en esta carta se habla de un traidor del que tengo que prevenirme?

—Sí, Alteza.

—Ha de intentar entrar en Irkutsk bajo un disfraz, captar mi confianza y después, llegado el momento, entregar la ciudad a los tártaros.

—Sé todo eso, Alteza, y también sé que Ivan Ogareff ha jurado vengarse personalmente del hermano del Zar.

—Pero ¿por qué?

—Se dice que este oficial fue condenado por Vuestra Alteza a una humillante degradación.

—Sí… ya me acuerdo… ¡Pero lo merecía, ese miserable, que ahora ha traicionado a su país conduciendo una invasión de bárbaros!

—Su Majestad, el Zar —respondió Ivan Ogareff— quería, por encima de todo, que Vuestra Alteza fuera advertido de los criminales proyectos de Ivan Ogareff contra vuestra persona.

—Sí… La carta me informa…

—Su Majestad me dijo personalmente que durante mi viaje por Siberia tenía que desconfiar, sobre todo, de ese traidor.

—¿Has tropezado con él?

—Sí, Alteza, después de la batalla de Krasnoiarsk. Si hubiera podido sospechar que era portador de una carta dirigida a Vuestra Alteza en la que se descubrían sus proyectos, no me habría perdonado.

—¡Sí, hubieras estado perdido! —respondió el Gran Duque—. ¿Y cómo has podido escapar?

—Lanzándome al Irtyche.

—¿Cómo has entrado en Irkutsk?

—Gracias a una salida que se ha efectuado esta misma noche para rechazar a un destacamento tártaro. Me he mezclado entre los defensores de la ciudad y he podido darme a conocer, haciendo que se me condujera inmediatamente ante Vuestra Alteza.

—Bien, Miguel Strogoff —respondió el Gran Duque—. Has mostrado valor y celo en esta difícil misión. No te olvidaré. ¿Quieres pedirme algún favor?

—Ninguno, Alteza, a no ser el de batirme a vuestro lado —respondió Ivan Ogareff.

—Sea, Miguel Strogoff. Quedas desde hoy agregado a mi persona y te alojarás en Palacio.

—¿Y si, conforme a su intención, Ivan Ogareff se presenta ante Vuestra Alteza con nombre falso?

—Le desenmascararemos gracias a ti y haré que muera a golpes de knut. Puedes retirarte.

Ivan Ogareff acababa de desempeñar con éxito su indigno papel. El Gran Duque le había dado plena y enteramente su confianza; podía abusar de ella donde y cuando le conviniera. Habitaría en el mismo palacio y estaría al corriente del secreto de las operaciones de defensa. Tenía, pues, la situación en sus manos. Nadie en Irkutsk le conocía; nadie podía arrancarle su máscara. Estaba resuelto a poner manos a la obra sin retraso.

En efecto, el tiempo apremiaba, porque era preciso que la ciudad cayera antes de la llegada de las tropas rusas del norte y del este, lo cual era cuestión de pocos días.

Una vez dueños de Irkutsk, los tártaros no la perderían fácilmente y, en caso de verse obligados a abandonar la ciudad, no sería sin antes haberla arrasado hasta los cimientos y sin que rodara la cabeza del Gran Duque a los pies de Féofar-Khan.

Ivan Ogareff, teniendo toda clase de facilidades para ver, observar y disponer, se preocupó al día siguiente de visitar las defensas.

Por todas partes fue acogido con cordiales felicitaciones por parte de oficiales, soldados y civiles. Para ellos, el correo del Zar era como el lazo que había venido a atarles al Imperio.

Ivan Ogareff contó, con ese aplomo que nunca le faltaba, las falsas peripecias de su viaje. Después, hábilmente y sin insistir demasiado al principio, habló de la gravedad de la situación, exagerando los éxitos de los tártaros, tal como había hecho ante el Gran Duque, así como el número de las fuerzas de que disponían aquellos bárbaros.

De dar crédito a sus palabras, los refuerzos que se esperaban, si llegaban, serían insuficientes, y era de temer que una batalla librada bajo los muros de Irkutsk tuviera resultados tan funestos como las de Kolyvan, Tomsk y Krasnoiarsk.

Ivan Ogareff no prodigaba estas aviesas insinuaciones, sino que tenía buen cuidado de hacer que penetraran poco a poco en el ánimo de los defensores de Irkutsk. Daba la impresión de que no respondía más que cuando se le apremiaba a preguntas y como si fuera a pesar suyo. En todo caso, siempre añadía que era preciso defenderse hasta el último hombre y hacer volar la ciudad antes que rendirla.

Con esta labor de zapa, hubiera podido causar mucho daño de no ser porque la guarnición y la población de Irkutsk eran demasiado patriotas para dejarse amilanar. De entre aquellos soldados y aquellos ciudadanos, cercados en una ciudad aislada en el extremo del mundo asiático, no hubo uno solo que pensara en la capitulación. El desprecio de los rusos por aquellos bárbaros no tenía límites.

De todas formas le supuso el papel odioso que estaba desempeñando Ivan Ogareff, porque nadie podía adivinar que el pretendido correo del Zar fuese un traidor.

Las naturales circunstancias hicieron que desde su llegada a Irkutsk se establecieran frecuentes contactos entre Ivan Ogareff y uno de los más valientes defensores de la ciudad, Wassili Fedor.

Se sabe qué inquietudes devoraban a aquel desgraciado padre. Si su hija, Nadia Fedor, había abandonado Rusia en la fecha señalada, en su última carta enviada desde Riga, ¿qué le habría ocurrido? ¿Estaba todavía intentando atravesar las comarcas invadidas, o ya había caído prisionera hacía tiempo? Wassili Fedor no encontraba tregua en su dolor más que cuando tenía ocasión de batirse con los tártaros, pero, con gran disgusto suyo, las ocasiones no se presentaban muy frecuentemente.

Por lo tanto, cuando se enteró de la inesperada llegada del correo del Zar, tuvo el presentimiento de que éste podría darle noticias de su hija. Probablemente no era más que una esperanza quimérica, pero se agarró a ella. ¿No había estado el correo del Zar prisionero de los tártaros como probablemente lo estaba Nadia?

Wassill Fedor fue al encuentro de Ivan Ogareff, el cual aprovechó la ocasión para entrar en franco contacto con el comandante. ¿Pensaba el renegado explotar esa circunstancia? ¿Juzgaba a todos los hombres por el mismo rasero? ¿Creía que un ruso incluso un exiliado político, podía ser lo bastante miserable como para traicionar a su país?