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100 Clásicos de la Literatura

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El francés se había ya instalado en la proa de la balsa cuando notó que una mano se apoyaba en su hombro. Se volvió y reconoció a Nadia, la hermana de aquel que era, no Nicolás Korpanoff, sino Miguel Strogoff, correo del Zar.

Iba a escapársele un grito de sorpresa cuando la joven llevó un dedo a sus labios, indicándole silencio.

—Vengan —les dijo Nadia.

Y, con aire de indiferencia, haciendo a Harry Blount una señal para que le siguiera, se fueron tras la joven.

Pero si la sorpresa de los periodistas había sido grande al encontrarse con Nadia sobre la balsa, su asombro no tuvo límites cuando reconocieron a Miguel Strogoff, al que no creían vivo.

Cuando se le aproximaron, el correo del Zar permaneció completamente inmóvil.

Alcide Jolivet se volvió hacia la joven.

—No les puede ver, señores —dijo Nadia—. Los tártaros le quemaron los ojos. Mi pobre hermano está ciego.

Un vivo sentimiento de piedad se reflejó en los rostros de Alcide Jolivet y su compañero.

Segundos después estaban ambos sentados junto a Miguel Strogoff, estrechando su mano y esperando a que hablara.

—Señores —dijo Miguel Strogoff en voz baja—, ustedes no deben saber quién soy ni qué he venido a hacer en Siberia. Les pido que mantengan mi secreto. ¿Me lo prometen?

—Por mi honor —respondió Alcide Jolivet.

—Por mi fe de caballero —agregó Harry Blount.

—¿Podemos serle útiles en algo? —preguntó el francés—. ¿Quiere usted que le ayudemos a cumplir su misión?

—Prefiero llevarla a cabo solo —respondió Miguel Strogoff.

—¡Pero esos miserables le han quemado los ojos! —dijo Alcide Jolivet.

—Tengo a Nadia y sus ojos me bastan.

Media hora más tarde, la balsa, después de haber largado amarras del puerto de Livenitchnaia, se introducía en el río.

Eran las cinco de la tarde y estaba cerrándose la noche. Sería una noche muy oscura y, sobre todo, muy fría, porque la temperatura estaba ya por debajo de los cero grados.

Alcide Jolivet y Harry Blount habían prometido guardar el secreto a Miguel Strogoff, pero, sin embargo, no le abandonaron. Estuvieron conversando en voz baja y el ciego completó las noticias que tenía con las que pudieron proporcionarle los dos periodistas, con lo que pudo hacerse una idea bastante exacta de la situación.

Era cierto que los tártaros rodeaban Irkutsk y que las tres columnas invasoras se habían reunido ya. No podía dudarse de que el Emir e Ivan Ogareff estuvieran frente a la capital.

Pero ¿por qué mostraba el correo del Zar tanta prisa por llegar a Irkutsk, ahora que ya no podía entregar al Gran Duque la carta imperial y el hermano del Zar ni siquiera le conocía?

Alcide Jolivet y Harry Blount no comprendieron esto más de lo que lo comprendía Nadia.

Por lo demás, no se habló del pasado hasta el momento en que Alcide Jolivet creyó que era un deber decir a Miguel Strogoff:

—Nosotros le debemos nuestras excusas por no haberle estrechado la mano cuando nos despedimos en la parada de Ichim.

—Estaban en su derecho al creerme un cobarde.

—En cualquier caso —agregó Alcide Jolivet—, azotó usted magníficamente la cara de ese miserable. ¡Llevará la marca mucho tiempo!

—No, no mucho tiempo —contestó sencillamente Miguel Strogoff.

Media hora después de la salida de Livenitchnaia, Alcide Jolivet y Harry Blount estaban al corriente de las duras pruebas por las que habían tenido que atravesar Miguel Strogoff y su supuesta hermana. No Podían hacer otra cosa que admirar sin reservas aquella energía y aquel valor, que únicamente quedaban igualados por la devoción de la muchacha.

Pensaron de Miguel Strogoff exactamente lo mismo que había dicho de él el Zar, en Moscú: «En verdad, es un hombre.»

La balsa se deslizaba con rapidez entre los bloques de hielo que arrastraba la corriente del Angara.

Un panorama móvil se desplazaba lateralmente sobre las dos orillas del río y por una ilusión óptica parecía que era aquel aparejo flotante el que estaba inmóvil ante la sucesión de pintorescas vistas. Aquí las altas fallas graníticas, extrañamente perfiladas; allá abruptos desfiladeros por donde discurría algún río torrencial; algunas veces, un largo portalón con una ciudad humeante todavía; después, unos amplios bosques de pinos que proyectaban brillantes llamaradas. Pero si los tártaros habían dejado huellas de su paso por todas partes, no se les veía aún, ya que esperaban agruparse más estrechamente en los alrededores de Irkutsk.

Durante este tiempo los peregrinos continuaron rezando en voz baja y el viejo marinero, esquivando los bloques de hielo que se les echaban encima, mantenía imperturbable la balsa en el centro de la rápida corriente.

11

Entre dos orillas

Tal como era de prever, dado el estado del tiempo, una profunda oscuridad envolvía toda la comarca a las ocho de la tarde. Era luna nueva y, por tanto, el disco dorado no aparecía en el horizonte. Desde el centro del río las orillas eran invisibles y los acantilados se confundían a poca altura con las espesas nubes que apenas se desplazaban. Algunas ráfagas de aire, que venían a veces del este, parecían expirar en el estrecho valle del Angara.

La oscuridad favorecía en gran medida los proyectos de los fugitivos. En efecto, aunque los puestos avanzados de los tártaros estuvieran escalonados sobre ambas orillas, la balsa tenía muchas probabilidades de pasar desapercibida.

Tampoco era verosímil que los asediadores hubieran bloqueado el río más arriba de Irkutsk, porque sabían que los rusos no podían recibir ninguna ayuda proveniente del sur de la provincia.

No obstante, dentro de poco sería la misma naturaleza la que estableciera esa barrera, cuando el frío cimentase los hielos acumulados entre las dos orillas.

A bordo de la balsa reinaba un absoluto silencio.

Las voces de los peregrinos no se habían dejado oír desde que se adentraron en el curso del río. Todavía rezaban, pero sus rezos sólo eran murmullos que en forma alguna podían llegar hasta la orilla.

Los fugitivos, tendidos sobre la plataforma, apenas rompían con sus cuerpos la línea horizontal del agua. El viejo marinero, acostado en proa cerca de sus hombres, se ocupaba únicamente de apartar los bloques de hielo, maniobra que hacía en el más completo silencio.

Estos bloques a la deriva, si no llegaban más adelante a constituir un obstáculo infranqueable, favorecían a los fugitivos. Efectivamente, el aparejo, aislado sobre las aguas libres del río, hubiera corrido un serio peligro, caso de ser localizado incluso a través de la espesa oscuridad, mientras que de esta forma podía confundirse con esas masas móviles de todos los tamaños y formas, y el rumor que producía la rotura de los bloques al chocar entre ellos cubría cualquier otro ruido sospechoso.

A través de la atmósfera se propagaba un frío que hacía sufrir cruelmente a los fugitivos, quienes sólo podían abrigarse con unas cuantas ramas de abedul. Se apretaban unos contra otros con el fin de soportar mejor la baja temperatura, que durante aquella noche llegaría a los diez grados bajo cero. El poco viento que soplaba, enfriado al atravesar las montañas del este, mordía las carnes.

Miguel Strogoff y Nadia, tendidos en popa, soportaban los crecientes sufrimientos sin formular una queja. Alcide Jolivet y Harry Blount, situados junto a ellos, resistían como mejor podían aquellos primeros asaltos del invierno siberiano. Ni unos ni otros hablaban ahora, ni siquiera en voz baja. Por lo demás, la situación les absorbía por completo. A cada instante podía producirse un incidente, sobrevenir un peligro, hasta una catástrofe de la que no saldrían indemnes.

Miguel Strogoff, siendo un hombre que esperaba llegar pronto al final de su largo viaje, parecía estar singularmente tranquilo. Además, hasta en las más graves coyunturas, su energía no le había abandonado jamás. Entreveía ya el momento en que podría, por fin, permitirse pensar en su madre, en Nadia y en sí mismo. No temía más que una última desgracia: que la balsa fuese totalmente detenida por una barrera de hielo antes de haber llegado a Irkutsk. No pensaba más que en esto pero, por lo demás, estaba absolutamente decidido, si no había más remedio, a intentar cualquier supremo golpe de audacia.

Nadia, gracias al efecto bienhechor de varias horas de reposo, había recuperado sus fuerzas físicas, que el sufrimiento había podido quebrantar algunas veces, sin haber nunca abatido su energía moral. Pensaba también que en el caso de que Miguel Strogoff hiciera un nuevo esfuerzo para llegar a su meta, ella tenía que estar con él para guiarle. Pero, a medida que iban acercándose a Irkutsk, la imagen de su padre se dibujaba con mayor nitidez en su espíritu. Lo veía en la ciudad sitiada, lejos de los seres queridos, pero —y de esto Nadia no abrigaba ninguna duda— luchando contra los invasores con todo el ardor de su patriotismo.

Por fin, si el cielo les favorecía, dentro de pocas horas estaría en sus brazos, transmitiéndole las últimas palabras de su madre, y ya nada les separaría jamás. Si el exilio de Wassili Fedor no había de acabarse, su hija se quedaría exiliada con él. Pero, por un impulso natural irreprimible, el pensamiento de Nadia se volvió hacia aquel al que ella debía el poder ver a su padre, a ese generoso compañero, ese «hermano» el cual, una vez rechazados los tártaros, regresaría a Moscú y puede que ya no volviera a verlo… En cuanto a Alcide Jolivet y Harry Blount, no tenían más que un mismo y único pensamiento: que la situación era extremadamente dramática y que, bien descrita, les iba a proporcionar una de las crónicas más interesantes.

 

El inglés pensaba, pues, en los lectores del Daily Telegraph, y el francés en los de su prima Magdalena, pero en el fondo, ambos estaban visiblemente emocionados.

«¡Tanto mejor! —pensaba Alcide Jolivet—. ¡Es necesario conmoverse para conmover! ¡Creo que hay un célebre verso a propósito para esto, pero, al diablo si sé…!»

Y sus ejercitados ojos trataban de penetrar las sombras que envolvían el río.

Sin embargo, grandes resplandores rompían a veces las tinieblas e iluminaban los grandes macizos de las orillas, dándoles un fantástico aspecto. Se trataba de algún bosque en llamas o de alguna ciudad todavía ardiendo, siniestra representación de los cuadros del día en contraste con la noche.

El Angara se iluminaba entonces de una margen a la otra y los hielos se convertían en otros tantos espejos que reflejaban la luz de las llamas en todas direcciones y de todos los colores, desplazándose siguiendo los caprichos de la corriente.

La balsa, confundida con uno de esos cuerpos flotantes, pasaba desapercibida.

El peligro no estaba allí.

Pero un peligro de otra naturaleza amenazaba a los fugitivos. Éstos no podían preverlo y, sobre todo, no podían hacer nada por evitarlo.

Fue a Alcide Jolivet a quien el azar eligió para localizarlo; véase en qué circunstancias:

El periodista estaba acostado sobre la parte derecha de la balsa, habiendo dejado que su mano rozase la superficie del agua. De pronto, fue sorprendido por la impresión que le produjo el contacto de la corriente en su superficie. Parecía ser de consistencia viscosa, como si se tratase de aceite mineral.

Alcide Jolivet, corroborando con el olfato lo que había sentido con el tacto, ya no se equivocaba. ¡Era, con seguridad, una capa de nafta líquida que la corriente arrastraba sobre la superficie del agua!

¿Flotaba realmente la balsa sobre esta sustancia tan eminentemente combustible? ¿De dónde procedía la nafta? ¿Había sido derramada en la superficie del Angara por un fenómeno natural, o debía servir como ingenio destructor puesto en práctica por los tártaros? ¿Querían incendiar Irkutsk por unos medios que las leyes de la guerra no justificaban jamás entre naciones civilizadas?

Tales fueron las preguntas que se hizo Alcide Jolivet, pero creyó que no debía poner al corriente de este incidente a nadie más que a Harry Blount, y ambos estuvieron de acuerdo en que no debían alarmar a sus compañeros de viaje revelándoles el nuevo peligro que les amenazaba.

Como se sabe, el subsuelo de Asia central es como una esponja impregnada de hidrocarburos líquidos. En el puerto de Bakú, sobre la frontera persa; en la península de Abcheron, sobre el mar Caspio; en Asia Menor; en China; en Yug-Hyan y en el Birman, los yacimientos de aceites minerales brotan a millares en la superficie de los terrenos. Es el «país del aceite», parecido al que lleva ese mismo nombre en Norteamérica.

Durante ciertas fiestas religiosas, principalmente en Bakú, los indígenas, adoradores del fuego, lanzan a la superficie del mar la nafta líquida, que flota gracias a que tiene una densidad inferior a la del agua. Después, una vez que llega la noche, cuando la mancha mineral se ha esparcido por el Caspio, la inflaman para admirar aquel incomparable espectáculo de un océano de fuego ondulado a impulsos de la brisa.

Pero lo que en Bakú no es más que una diversión, en las aguas del Angara sería un mortal desastre si, intencionadamente o por imprudencia, una chispa inflamara el aceite, el incendio se propagaría más allá de Irkutsk.

En cualquier caso, sobre la balsa no era de temer ninguna imprudencia pero sí que había que temer los incendios que se propagaban por las dos orillas del Angara, porque bastaba que una brasa o una chispa cayera en el río para incendiar aquella corriente de nafta.

Se comprende los temores de Alcide Jolivet y Harry Blount, los cuales, en presencia de aquel nuevo peligro se preguntaban si no sería preferible acercar la balsa a una de las orillas, desembarcar y esperar los acontecimientos.

—En cualquier caso —dijo Alcide Jolivet—, cualquiera que sea el peligro, yo sé de uno que no va a desembarcar.

Al decir esto aludía a Miguel Strogoff.

Mientras tanto, la balsa se deslizaba rápidamente entre los bloques de hielo, cuyo número aumentaba cada vez más.

Hasta entonces no habían divisado ningún destacamento tártaro sobre las márgenes del Angara, lo que indicaba que la balsa no había llegado todavía a la altura de los puestos más avanzados. Sin embargo, hacia las diez de la noche, Harry Blount creyó distinguir numerosos cuerpos negros que se movían en la superficie de los témpanos. Aquellas sombras saltaban de un bloque a otro y se aproximaban rápidamente.

—¡Tártaros! —pensó.

Y deslizándose hacia el viejo marinero, situado en proa, le mostró aquel sospechoso movimiento.

—No son más que lobos —dijo—. Los prefiero a los tártaros, pero será preciso que nos defendamos, y sin hacer ruido.

En efecto, los fugitivos tuvieron que luchar contra esos feroces carniceros a los que el hambre y el frío lanzaban a través de la provincia. Los lobos habían olido a los fugitivos de la balsa y pronto los atacaron.

Se veían precisados a luchar contra esas bestias, pero no podían emplear armas de fuego, porque las posiciones tártaras podían encontrarse muy cerca de allí. Las mujeres y los niños se agruparon en el centro de la balsa, y los hombres, unos armados con pértigas, otros con cuchillos y la mayor parte con palos, se vieron obligados a rechazar a los asaltantes. Ellos no dejaban oír un solo grito, pero los aullidos de los lobos desgarraban el aire.

Miguel Strogoff no había querido permanecer inactivo y se había tendido en el costado de la balsa atacado por la jauría de carniceros. Sacando su cuchillo, cada vez que un lobo se ponía a su alcance, su mano sabía hundirle la hoja en la garganta.

Harry Blount y Alcide Jolivet no permanecieron pasivos y desplegaron una gran actividad, secundados con todo coraje por sus compañeros balsistas.

Toda esta matanza de lobos se desarrollaba en silencio, aunque varios de los fugitivos no habían podido evitar graves mordeduras de los atacantes.

Sin embargo, la lucha no parecía tener un final inmediato. La jauría de lobos se renovaba sin cesar, por lo que era preciso que la orilla derecha del Angara estuviera infestada de esos animales.

—¡Esto no terminará nunca! —dijo Alcide Jolivet.

Y, de hecho, media hora después del comienzo del asalto, los lobos corrían a centenares por encima de los bloques de hielo.

Los fugitivos, extenuados por el cansancio, se debilitaban visiblemente y estaban perdiendo la batalla. En ese momento, un grupo de diez lobos de gran tamaño, enfurecidos por la cólera y el hambre, con los ojos brillantes como ascuas en la sombra, invadieron la plataforma de la balsa. Alcide Jolivet y su compañero se lanzaron en medio de aquellos temibles animales, y Miguel Strogoff, arrastrándose hacia ellos, iba ya a intervenir en la desigual lucha cuando, de pronto, se produjo un cambio de frente.

En varios segundos, los lobos hubieron abandonado, no sólo la balsa, sino también los bloques de hielo esparcidos por el río. Todos, aquellos cuerpos negros se dispersaron y pronto se hizo patente que habían alcanzado la orilla derecha del río a toda velocidad.

Es que los lobos necesitan las tinieblas para actuar y en aquel momento, una intensa claridad iluminaba todo el curso del Angara.

Se trataba de la iluminación de un inmenso incendio. La villa de Poshkavsk ardía enteramente. Esta vez los tártaros estaban allí, rematando su obra. A partir de aquel punto, ocupaban las dos orillas del río hasta Irkutsk.

Los fugitivos llegaban, por tanto, a la zona más peligrosa de su travesía, y todavía se encontraban a treinta verstas de la capital.

Eran las once y media de la noche y la balsa continuaba deslizándose en medio de los hielos, con los cuales se confundía totalmente; pero de vez en cuando llegaban hasta ella grandes chorros de luz, por lo que los fugitivos tuvieron que aplastarse contra la plataforma, no permitiéndose el menor movimiento que pudiera traicionarlos.

El incendio del pueblecito se operaba con una violencia extraordinaria. Sus casas, hechas de madera de pino, ardían como teas y eran ciento cincuenta las que ardían a la vez. A las crepitaciones del incendio se mezclaban los aullidos de los tártaros. El viejo marinero, tomando como punto de apoyo los témpanos cercanos a la balsa, había conseguido acercarla hacia la orilla derecha, separándola a una distancia de tres o cuatrocientos pies de las playas encendidas de Poshkavsk.

Sin embargo, los fugitivos eran muchas veces iluminados por las llamas, y podían ser localizados si los incendiarios no hubiesen estado tan absortos en la destrucción de la villa. Pero se comprenderá cuáles debían de ser los temores de Alcide Jolivet y Harry Blount, cuando pensaban en aquel líquido combustible sobre el que flotaba la balsa.

Porque, efectivamente, grandes haces de chispas salían disparadas de las casas, cada una de las cuales era un verdadero horno ardiendo. En medio de las columnas de humo, las chispas se remontaban en el aire hasta alturas de quinientos o seiscientos pies. Sobre la orilla derecha, expuesta de frente a esta hoguera, los árboles y los acantilados aparecían como inflamados. Por tanto, bastaba que una chispa cayera sobre la superficie del Angara, para que el incendio se propagase sobre las aguas y llevara el desastre de una a otra orilla. Esto significaba, en breve plazo, la destrucción de la balsa y la muerte de quienes transportaba.

Pero, afortunadamente, la débil brisa de la noche no era suficientemente fuerte de ese lado, sino que soplaba con más fuerza del este y proyectaba las llamas y las chispas hacia la parte izquierda. Era, pues, posible que los fugitivos lograran escapar a este nuevo peligro.

Efectivamente, dejaron atrás la población en llamas. Poco a poco fue desapareciendo el estallido del incendio y disminuyó el ruido de las crepitaciones, ocultándose las últimas luces por detrás de los altos acantilados que se elevaban en una brusca curva del Angara.

Era alrededor de medianoche las sombras espesas volvieron a proteger la balsa. Sobre las dos orillas del río iban y venían los tártaros, a los que no podían ver, pero sí oír. Las hogueras de los puestos avanzados brillaban extraordinariamente.

Sin embargo, cada vez se hacía más necesario maniobrar con precisión en medio de los hielos que se iban estrechando.

El viejo marinero se puso de pie y los campesinos tomaron sus pértigas. Todos tenían alguna tarea que realizar porque la conducción de la balsa se volvía más difícil por momentos, al obstruirse visiblemente el curso del río.

Miguel Strogoff se deslizó hasta la proa.

Alcide Jolivet le siguió.

Ambos hombres escucharon lo que decían el viejo marinero y sus hombres:

—¡Vigila por la derecha!

—¡Los hielos se condensan a la izquierda!

—¡Aguanta! ¡Aguanta con la pértiga!

—¡Antes de una hora estaremos bloqueados…!

—¡Dios no lo quiera! —respondió el viejo marinero—. Contra su voluntad no hay nada que hacer.

—¿Ha oído usted? —preguntó Alcide Jolivet.

—Sí —respondió Miguel Strogoff—, pero Dios está con nosotros.

Sin embargo, la situación se agravaba cada vez más. Si la balsa quedaba detenida por el camino, los fugitivos no solamente no llegarían a Irkutsk, sino que se verían obligados a abandonar el aparejo flotante, el cual, aplastado por los témpanos no tardaría en desaparecer bajo sus pies. Las cuerdas de mimbre se romperían, los troncos de pino, separados violentamente se incrustarían bajo aquella dura costra y los desgraciados no tendrían otro refugio que los mismos bloques de hielo. Después, una vez que llegase el día, serían localizados por los tártaros y masacrados sin piedad.

Miguel Strogoff volvió a popa en donde Nadia le esperaba y, aproximándose a la joven, tomó su mano y le hizo la eterna pregunta:

—¿Estás dispuesta, Nadia?

A la cual ella respondió, como siempre:

—Estoy dispuesta.

Durante algunas verstas todavía, la balsa continuó deslizándose en medio de los hielos flotantes. Si el Angara se estrechaba, se formaría una barrera y, consecuentemente, sería imposible seguir deslizándose por la corriente. La deriva ya se hacía muy lentamente, porque a cada instante se producían choques o tenían que dar rodeos; aquí tenían que evitar un abordaje y allá pasar por una estrechura, todo lo cual significaba inquietantes retrasos.

 

Efectivamente, no quedaba más que algunas horas de oscuridad y si los fugitivos no estaban en Irkutsk antes de las cinco de la madrugada, debían perder todas las esperanzas de llegar jamás.

Pero, pese a cuantos esfuerzos se realizaron, a la una y media la balsa chocó contra una barrera y se detuvo definitivamente. Los bloques de hielo que arrastraba el agua se precipitaban sobre la balsa, aprisionándola contra aquel obstáculo, y la inmovilizaron como si hubiera encallado en un arrecife.

En aquel lugar el Angara se estrechaba y su lecho quedaba reducido a la mitad de la anchura normal. Allí, los hielos se habían acumulado poco a poco, soldándose unos a otros bajo la doble influencia de la presión, que era muy considerable, y del frío, que había redoblado su intensidad.

Quinientos pasos más adelante, el lecho del río se ensancha de nuevo y los bloque, desprendiéndose lentamente de aquel campo helado, continuaban derivando hacia Irkutsk. Es probable, pues, que sin ese estrechamiento de las orillas no se formara la barrera y la balsa hubiese podido continuar descendiendo por la corriente. Pero la desgracia era irreparable y los fugitivos debían abandonar toda esperanza de llegar a su meta.

Si hubieran tenido a su disposición los útiles que emplean ordinariamente los balleneros para abrirse canales a través de los hielos; si hubieran podido cortar ese campo helado hasta el punto donde se ensancha de nuevo el río, es posible que aún hubiera llegado a tiempo. Pero no tenían sierras, ni picos, ni herramienta alguna que les permitiera romper aquella corteza, dura como el cemento.

¿Qué partido tomar?

En ese momento se oyeron descargas de fusil procedentes de la orilla derecha del Angara y una lluvia de balas alcanzó la balsa.

Evidentemente, los desgraciados fugitivos habían sido localizados, porque otras detonaciones comenzaron a tronar desde la orilla izquierda.

Los fugitivos, cogidos entre dos fuegos, se convirtieron en el blanco de los tártaros y algunos de ellos fueron heridos, pese a que en medio de la oscuridad, las armas tenían que ser disparadas necesariamente al albur.

—Ven, Nadia —murmuró Miguel Strogoff al oído de la joven.

Sin hacer observación alguna, «dispuesta a todo», Nadia tomó la mano de Miguel Strogoff.

—Se trata de atravesar la barrera —le dijo en voz baja—, pero que nadie nos vea abandonar la balsa.

Nadia obedeció. Miguel Strogoff y ella se deslizaron con rapidez por la superficie helada del rio, amparándose en la profunda oscuridad que reinaba, únicamente rota en algunos puntos por los disparos de los tártaros.

La joven se arrastraba delante del correo del Zar. Las balas hacían impacto alrededor de ellos, como una violenta granizada que crepitaba sobre el hielo, cuya superficie escabrosa y erizada de vivas aristas les dejaba las manos ensangrentadas, pero ellos continuaban avanzando.

Diez minutos más tarde llegaban al extremo inferior de la barrera, en donde las aguas del Angara volvían a discurrir libremente. Algunos bloques se desprendían, poco a poco, reemprendiendo el curso del río, y deslizándose hacia Irkutsk.

Nadia comprendió lo que quería intentar Miguel Strogoff y se dirigió a uno de aquellos bloques que sólo estaba unido a la barrera por una estrecha lengua.

—Ven —dijo Nadia.

Miguel Strogoff y Nadia oían los disparos, los gritos de desesperación, los aullidos de los tártaros, que se dejaban oír río arriba. Después, poco a poco, aquellos gritos de profunda angustia y de feroz alegría, se fueron apagando en la lejanía.

—¡Pobres compañeros! —murmuró Nadia.

Durante media hora, la corriente arrastró rápidamente el bloque de hielo que transportaba a Miguel Strogoff y Nadia. A cada momento temían que se hundiera bajo ellos, pero aquella improvisada balsa seguía en la superficie, deslizándose por el centro de la corriente, de forma que no les sería necesario imprimirle una dirección oblicua hasta que tuvieran que acercarse a los muelles de Irkutsk.

Miguel Strogoff, con los dientes apretados y el oído atento, no pronunciaba una sola palabra. ¡Nunca había estado tan cerca del objetivo y presentía que iba a alcanzarlo…!

A la derecha brillaban las luces de Irkutsk y a la izquierda las hogueras del campamento tártaro.

Miguel Strogoff no se encontraba más que a media versta de la ciudad.

—¡Por fin! —murmuró.

Pero, de pronto, Nadia lanzó un grito.

Al oírlo, Miguel Strogoff se enderezó sobre el bloque, haciéndolo balancearse. Su mano señaló hacia lo alto del curso del Angara; su rostro, iluminado por reflejos azulados, adquirió un siniestro aspecto y, entonces, como si sus ojos se hubieran abierto de nuevo a la luz, gritó:

—¡Ah! ¡Dios mismo está contra nosotros!

12

Irkutsk

Irkutsk, capital de Siberia oriental, es una ciudad que, en tiempos normales, está poblada por unos treinta mil habitantes. Una margen bastante alta que se levanta sobre la orilla derecha del Angara sirve de asiento a sus iglesias, a las que domina una catedral, y sus casas, dispuestas en un pintoresco desorden.

Contemplada a cierta distancia, desde lo alto de las montañas que se elevan a una veintena de verstas sobre la gran ruta siberiana, con sus cúpulas, sus campanarios, sus agujas, esbeltas como minaretes, y sus domos, ventrudos como tibores japoneses, la ciudad tiene aspecto un tanto oriental.

Pero a los ojos del viajero, esta impresión desaparece desde el mismo instante en que traspasa la entrada de la ciudad. Entonces, Irkutsk, mitad bizantina, mitad china, se convierte en totalmente europea, con sus calles pavimentadas con macadán, bordeadas de aceras atravesadas por canales y sombreadas por gigantescos abedules; por sus casas de piedra y de madera, algunas de las cuales tienen varios pisos; por los numerosos carruajes que circulan por ella, no sólo tarentas y telegas, sino berlinas y calesas; y, en fin, por toda la categoría de sus habitantes, muy al corriente de todos los progresos de la civilización, a los que no resultan extrañas las más modernas modas procedentes de París.

En esta época, Irkutsk estaba abarrotada de gente a causa de todos los refugiados siberianos de la provincia, aunque abundaban las reservas de todo tipo, por el depósito de los innumerables mercaderes que realizan sus intercambios comerciales entre China, Asia central y Europa. No había, pues, nada que temer al admitir a los campesinos del valle del Angar, a los mongoles kalkas, a los tunguzes y a los burets, dejando un desierto entre los invasores y la ciudad.

Irkutsk es la residencia del gobernador general de Siberia oriental. Por debajo de él se encuentra el gobierno civil, en cuyas manos se concentra la administración de la provincia, el jefe de policía, muy atareado siempre en una ciudad en la que abundan los exiliados políticos, y, finalmente, el alcalde, jefe de los mercaderes, persona muy considerada por su inmensa fortuna y por la influencia que ejerce sobre sus administrados.

La guarnición de Irkutsk estaba compuesta entonces por un regimiento de cosacos a pie, que contaba alrededor de dos mil hombres, y por un cuerpo permanente de gendarmes, que llevan casco y uniforme azul con galones plateados.

Además, como ya se sabe, a causa de unas especiales circunstancias, el hermano del Zar se encontraba en la ciudad desde el comienzo de la invasión.

Vamos a precisar estas circunstancias.

Un viaje de importancia política había llevado al Gran Duque a esas lejanas provincias de Asia central.

El Gran Duque, después de haber recorrido las principales ciudades siberianas, viajando más como militar que como príncipe, sin ningún aparato oficial, acompañado de sus oficiales y escoltado por un destacamento de cosacos, se había trasladado hasta las comarcas que están más allá del Baikal. Nikolaevsk, la última ciudad rusa situada en el litoral del mar de Okhotsk, había sido honrada con su visita.