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100 Clásicos de la Literatura

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—¡Pero tú no has intentado verla, Miguel! —respondió Nadia—. ¡Fue el azar quien te puso en su presencia!

—¡Había jurado que, ocurriera lo que ocurriese, no me descubriría!

—¡Miguel, Miguel! ¿Viendo el látigo levantado sobre Marfa Strogoff, cómo podías resistirlo? ¡No! ¡No hay promesa ni juramento alguno que pueda impedir a un hijo ayudar a su madre!

—He faltado a mi juramento, Nadia —insistió Miguel Strogoff—. ¡Que Dios y el Padre me perdonen!

—Miguel —dijo entonces la joven—, tengo que hacerte una pregunta. No me respondas, si crees que no debes responderme. De ti nada puede herirme.

—Habla, Nadia.

—¿Por qué, ahora que la carta del Zar no está en tu poder, tienes tanta prisa por llegar a Irkutsk?

Miguel Strogoff apretó más fuertemente la mano de su compañera, pero no contestó.

—¿Conocías el contenido de la carta antes de abandonar Moscú? —siguió preguntando Nadia.

—No, no lo conocía.

—¿Debo pensar, Miguel, que te empuja a Irkutsk únicamente el deseo de dejarme en manos de mi padre?

—No, Nadia —respondió con gravedad Miguel Strogoff—. Te engañaría si te dejara creer que es así. Voy allí porque mi deber me ordena ir. En cuanto a conducirte a Irkutsk, ¿no eres tú quien me conduce a mí ahora? ¿No veo por tus ojos? ¿No es tu mano la que me guía? ¿No has devuelto centuplicados los servicios que te haya podido hacer? Ignoro si la mala suerte dejará de abrumarnos, pero si algún día tú me das las gracias por haberte dejado en manos de tu padre, yo te las daré por haberme conducido a Irkutsk.

—¡Pobre Miguel! —respondió Nadia emocionada—. ¡No hables así! ¡Ésta no es la respuesta que yo te pido! Miguel, ¿por qué tienes tanta prisa por llegar a Irkutsk?

—Porque es preciso que esté allí antes de que Ivan Ogareff se haga llamar Miguel Strogoff.

—¿Pese a todo?

—¡Pese a todo, llegaré!

Al pronunciar estas últimas palabras, Miguel Strogoff no hablaba únicamente así por odio al traidor. Pero Nadia comprendió que su compañero no se lo decía todo porque no se lo podía decir.

El 15 de septiembre, tres días más tarde, ambos llegaron a la aldea de Kuitunskoe, a sesenta verstas de Tulunovskoe. La joven caminaba con grandes sufrimientos, sostenida apenas por sus doloridos pies. Pero resistía y no tenía más que un pensamiento:

«Puesto que no puede verme, seguiré caminando hasta que me caiga.»

Por otra parte, ningún obstáculo se les había presentado en esta parte de su viaje; ningún peligro tuvieron que afrontar esos últimos días de la ruta, desde la partida de los tártaros; únicamente muchas fatigas.

Así transcurrieron esos tres días, en los que se hizo bien patente que la tercera columna de invasores avanzaban rápidamente hacia el este, lo cual era fácilmente reconocible por las ruinas que dejaban tras su paso, las cenizas que ya no humeaban y los cadáveres descompuestos que yacían esparcidos por el suelo.

Nada se veía aún hacia el oeste. La vanguardia del Emir no aparecía por parte alguna. Miguel Strogoff llegó a hacerse las más inverosímiles suposiciones para explicar ese retraso. ¿Los rusos, con un contingente suficiente, amenazaban recuperar Tomsk o Krasnolarsk? ¿Aislada de las otras, la tercera columna estaba en peligro de verse cortada? Si era así, le sería fácil al Gran Duque defender Irkutsk, y el tiempo ganado en una invasión era camino adelantado para rechazarla.

Miguel Strogoff se dejaba llevar por esas esperanzas, pero bien pronto comprendía que eran quiméricas, y no contaba más que consigo mismo, como si la seguridad del Gran Duque hubiera estado únicamente en sus manos.

Sesenta verstas separaban Kultunskoe de Kimiteiskoe, pequeña población situada a poca distancia del Dinka, tributarlo del Angara. El correo del Zar pensaba con cierto temor en el obstáculo que significaba este afluente, de cierta importancia, situado en su camino. Ni soñar encontrarse con algún transbordador o alguna barca, y se acordaba, por haberlo atravesado en otros tiempos más afortunados, que era muy difícil de vadear. Pero una vez franqueado aquel obstáculo, ningún río y ningún afluente interponíase ya en su camino y, después de recorrer otras doscientas treinta verstas, se hallarían en Irkutsk.

Fueron precisos tres días para llegar a Kimilteiskoe. Nadia no podía ya con sus piernas. Cualquiera que fuese su fortaleza moral, su fuerza física iba a derrumbarse. Pero Miguel Strogoff no se daba perfecta cuenta de esto.

Si no hubiera estado ciego, Nadia le hubiera dicho:

—Vete, Miguel, déjame en cualquier cabaña y llega a Irkutsk, cumple con tu misión. Ve a ver a mi padre y dile dónde estoy, dile que le espero y los dos juntos sabréis encontrarme. Vete. No tengo miedo.

Me esconderé de los tártaros. Me conservaré para ti y para él. Vete, Miguel, ya no puedo más…

Varias veces, Nadia había tenido que detenerse y entonces Miguel Strogoff la tomaba en sus brazos y, no teniendo que preocuparse de la fatiga de la joven, desde el momento en que la llevaba él, andaba más rápidamente con su infatigable paso.

El 18 de septiembre, a las diez de la noche, llegaron por fin a Kimilteiskoe. Desde lo alto de una colina, Nadia percibió en el horizonte una línea menos oscura que el resto del paisaje. Era el Dinka, en cuyas aguas se reflejaban algunos relámpagos sin trueno que iluminaban de vez en cuando el cielo.

Nadia condujo a su compañero a través de la arruinada población. Las cenizas de las hogueras estaban ya frías y era lógico pensar que los tártaros habían pasado por allí por lo menos cinco o seis días antes.

Al llegar a las últimas casas, Nadia se dejó caer sobre un banco de piedra.

—¿Hacemos un alto ahora? —le preguntó Miguel Strogoff.

—Ya es de noche, Miguel —respondió Nadia—. ¿No quieres descansar un poco?

—Hubiese querido atravesar antes el Dinka —respondió Miguel Strogoff—. Hubiera querido dejar entre nosotros y la vanguardia del Emir este río, ¡pero tú no puedes ya ni arrastrarte, pobre Nadia!

—Vamos, Miguel —respondió Nadia, tomando la mano de su compañero y siguiendo adelante.

A dos o tres verstas de allí, el Dinka cortaba la ruta de Irkutsk. Este último esfuerzo que le pedía su compañero no podía la joven dejar de llevarlo a cabo; marcharon, pues, ambos, a la luz de los relámpagos. Atravesaban entonces un desierto sin límites, en medio del cual se perdía el pequeño río. Ni un árbol, ni un montículo sobresalían en esta vasta planicie, en donde recomenzaba la gran estepa siberiana.

No soplaba la más ligera brisa y la calma era tan absoluta que el más leve ruido hubiera podido propagarse a una distancia infinita.

De pronto, Miguel Strogoff y Nadia se detuvieron, como si sus pies se hubieran quedado aprisionados en alguna grieta del suelo.

—¿Has oído? —preguntó Nadia.

Después, un lamento se dejó oír. Era un grito desesperado, como la última llamada a la vida de un ser humano agonizante.

—¡Nicolás, Nicolás! —gritó la joven, impulsada por algún siniestro pensamiento.

Miguel Strogoff, que escuchaba, movió la cabeza.

—¡Ven, Miguel, ven! —dijo Nadia.

Y la joven, que hacía un momento apenas podía arrastrar sus pies, encontró que de pronto sus fuerzas volvían a ella bajo el empuje de a violenta excitación.

—¿Hemos salido del camino? —preguntó Miguel Strogoff, al sentir bajo sus pies una tupida hierba, en lugar del polvoriento camino.

—Sí… Sí, es preciso… —respondió Nadia—. ¡El grito ha partido de allá, de la derecha!

Unos minutos después estaban solo a una media versta de la orilla del río.

Dejóse oír un ladrido que, aunque más débil, venía, ciertamente, de muy cerca.

Nadia se detuvo.

—¡Sí! —dijo Miguel Strogoff—. ¡Es Serko quien ladra! ¡Ha seguido a su dueño!

—¡Nicolás! —gritó la joven.

Pero su llamada no obtuvo respuesta.

Únicamente algunas aves de rapiña tendieron el vuelo y desaparecieron en las alturas.

Miguel aguzaba el oído y Nadia miraba tratando de penetrar en las sombras de esta planicie, impregnada de efluvios luminosos, que centelleaban como hielo, pero no vio nada ni a nadie.

Y, sin embargo, se oyó nuevamente una voz que esta vez gritaba con tono lastimoso: «¡Miguel!»…

Inmediatamente, un perro ensangrentado saltó hacia Nadia. Era Serko.

¡Nicolás no podía estar lejos! ¡Solamente él había podido murmurar el nombre de Miguel! ¿Dónde estaba? Nadia ya no tenía ni fuerzas para llamarlo.

Miguel Strogoff, arrastrándose por el suelo, buscaba con la mano.

De pronto, Serko lanzó un nuevo ladrido y se precipitó sobre una gigantesca ave que se había posado en tierra.

Era un buitre que, cuando Serko se lanzó sobre él, levantó el vuelo, pero casi inmediatamente volvió a la carga, atacando al perro… ¡Éste ladró todavía al buitre… Pero un formidable picotazo se abatió sobre su cabeza y, esta vez, Serko cayó sin vida sobre el suelo!

Al mismo tiempo, un grito de horror se escapó de la garganta de Nadia.

—¡Allí… Allí!

¡Una cabeza sobresalía del suelo! La joven hubiera tropezado con ella de no ser por la intensa claridad que el cielo proyectaba sobre la estepa.

Nadia cayó arrodillada al lado de aquella cabeza.

Nicolás, enterrado hasta el cuello según la atroz costumbre de los tártaros, había sido abandonado en la estepa para que muriera de hambre y sed, o víctima de las dentelladas de los lobos o de los picotazos de las aves de rapiña. Era un suplicio horrible para la víctima, que estaba aprisionada en el suelo, cuya tierra había sido apretada a su alrededor, no pudiéndola remover porque sus brazos estaban atados al cuerpo, como los de un cadáver en su ataúd. Vivía en un molde de arcilla que no podía romper y no podía hacer otra cosa que implorar la llegada de la muerte, que tardaba demasiado en venir.

 

Allí era donde los tártaros habían enterrado a su prisionero hacía ya tres días… Tres días llevaba Nicolás esperando aquel socorro que llegaba demasiado tarde.

Los buitres habían distinguido esta cabeza destacarse a ras del suelo y el perro había tenido que defender a su dueño contra las feroces aves.

Miguel Strogoff, valiéndose de su cuchillo, empezó a remover la tierra para desenterrar a aquel vivo.

Los ojos de Nicolás, cerrados hasta aquel momento, se abrieron.

Reconociendo a Miguel y a Nadia, murmuró:

—¡Adiós, amigos! ¡Estoy contento de haberos vuelto a ver! ¡Rezad por mí…!

Éstas fueron sus últimas palabras.

Miguel Strogoff continuó removiendo el suelo que, al haber sido tan fuertemente apretado, tenía la dureza de la roca, consiguiendo al fin retirar el cuerpo del infortunado. Comprobó si su corazón aún latía… Pero ya había dejado de existir.

Quiso entonces enterrarlo, para que no quedase expuesto sobre la estepa, en aquel agujero en donde había estado enterrado en vida, y lo alargó y amplió, de manera que pudiera ser enterrado muerto. El fiel Serko sería colocado al lado de su dueño…

En aquel momento se produjo un gran tumulto sobre la gran ruta, a una distancia de media versta.

Miguel Strogoff escuchó.

Por el ruido, había reconocido que un destacamento de jinetes avanzaba hacia el Dinka.

—¡Nadia, Nadia! —dijo en voz baja.

Al oír su voz, Nadia dejó de rezar y se enderezó.

—¡Mira, mira! —le dijo el joven.

—¡Los tártaros! —murmuró Nadia.

Era, en efecto, la vanguardia del Emir, que desfilaba con toda rapidez hacia Irkutsk.

—¡No me impedirán que lo entierre! —dijo Miguel Strogoff en tono resuelto.

Y continuó su trabajo.

Muy pronto, el cuerpo de Nicolás, con las manos cruzadas sobre el pecho, fue acostado en la tumba.

Miguel Strogoff y Nadia, arrodillados, rezaron durante media hora por aquel pobre muchacho, inofensivo y bueno, que había pagado con la vida su devoción hacia ellos.

—¡Ahora —dijo Miguel Strogoff, acabando de apretar la tierra sobre el cadáver—, los lobos de la estepa ya no podrán devorarlo!

Después extendió su mano amenazadora hacia la tropa de jinetes que pasaba, diciendo:

—¡En marcha, Nadia!

Miguel Strogoff no podía seguir caminando por la gran ruta, que estaba ya ocupada por los tártaros, y tenía que andar a través de la estepa, dando un rodeo para llegar a Irkutsk.

No tenía ya que preocuparse por la travesía del Dinka.

Nadia no podía dar un paso, pero podía ver por él, así que, tomándola en sus brazos, se adentró hacia el sudoeste de la provincia.

Le quedaban todavía por recorrer doscientas verstas. ¿Cómo las anduvo? ¿Cómo no sucumbió a tantas fatigas? ¿Cómo pudieron alimentarse en ruta? ¿Con qué sobrehumana energía llegó a remontar las primeras estribaciones de los montes Sayansk? Ni Nadia ni él hubieran podido decirlo.

Sin embargo, doce días después, el 2 de octubre, a las seis de la tarde, una inmensa lámina de agua se extendía a los pies de Miguel Strogoff.

Era el lago Baikal.

10

El Baikal y el Angara

El lago Baikal está situado a mil setecientos pies por encima del nivel del mar. Tiene una longitud de alrededor de novecientas verstas y una anchura de cien. Su profundidad es desconocida. Según la señora Bourboulon, aseguran los marineros que navegan por este lago que quiere que se le llame «señora mar», porque cuando se oye llamar «señor lago», se enfurece enseguida.

Sin embargo, según una leyenda que corre por esta comarca, ningún ruso se ha ahogado jamás en sus aguas.

Este inmenso depósito de agua dulce, alimentado por más de trescientos ríos, está encerrado en un magnífico circuito de montañas volcánicas. No tiene otra salida para sus aguas que el río Angara, que después de pasar por Irkutsk, va a desembocar en el Yenisei, un poco más arriba de la ciudad de Yeniseisk.

En cuanto a los montes que lo circundan, son un brazo de los Tunguzes, que derivan del vasto sistema orográfico de la cordillera Altai.

En esta época los fríos ya se dejan sentir. En cuanto llega a este territorio, sometido a unas condiciones climatológicas tan particulares, el otoño parece que queda anulado por un precoz invierno.

Eran los primeros días de octubre y el sol ya se escondía por detrás del horizonte a las cinco de la tarde, bajando la temperatura de las largas noches por debajo de los cero grados. Las primeras nieves, que no desaparecerían hasta el verano, ya teñían de blanco las cimas vecinas del Baikal. Durante el invierno siberiano, este mar interior, con una capa de hielo de varios pies de espesor, se veía cruzado continuamente por los trineos de los correos y de las caravanas.

Bien sea porque se le falta al respeto llamándole «señor lago», o por cualquier otra razón más meteorológica, el Baikal está sujeto a violentas tempestades y sus olas, rápidas como las de todos los mediterráneos, son muy temidas por las balsas, los barcos y los vapores que lo atraviesan durante el verano.

Miguel Strogoff acababa de llegar al extremo sudoeste del lago, llevando a Nadia, de la que podía decirse que toda su vida se concentraba en los ojos. ¿Qué podían esperarlos dos en aquella parte salvaje de la provincia, como no fuera morir de agotamiento y de inanición? Y, sin embargo, ¿qué quedaba por recorrer de aquel largo camino de seis mil verstas, para que el correo del Zar llegase a su destino? Nada más que sesenta verstas desde el lago hasta la desembocadura del Angara y ochenta verstas desde allí hasta Irkutsk. En total, ciento cuarenta verstas que significaban tres días de recorrido a pie para un hombre fuerte y vigoroso.

—¿Era todavía Miguel Strogoff ese hombre?

Sin duda, el cielo no quería someterlo a esta prueba y la fatalidad que se cernía sobre él parecía querer abandonarlo por un instante. Ese extremo del Balkal, esa porción de la estepa que crecía desierta y que, en realidad, lo era en todo tiempo, no lo estaba entonces.

Unos cincuenta individuos se encontraban reunidos en el ángulo que forma el extremo sudoeste del lago.

Cuando Miguel Strogoff desembocó por el desfiladero de las montañas llevando en brazos a Nadia, ésta los había visto enseguida.

La joven debió de temer por un instante que fuera un destacamento de tártaros enviado para patrullar las orillas del lago Balkal, en cuyo caso, la huida sería imposible.

Pero se tranquilizó pronto y gritó:

—¡Rusos!

Después de este último esfuerzo, los párpados de la joven se cerraron y su cabeza cayó sobre el pecho de Miguel Strogoff.

Habían sido vistos y varios de aquellos rusos corrían hacia ellos, conduciendo al ciego y a la joven a la orilla de una pequeña playa en la que había amarrada una balsa.

La balsa iba a partir.

Estos rusos eran fugitivos de diversa condición, a los que un interés común había reunido en esta parte del Baikal. Empujados por los tártaros, intentaban refugiarse en Irkutsk y, no pudiendo llegar por tierra, ya que los invasores habían tomado posiciones frente a la ciudad, en las dos orillas del Angara, esperaban llegar descendiendo el curso del río, que atravesaba Irkutsk.

Este proyecto hizo estremecer el corazón de Miguel Strogoff. Iba a jugar su última carta; pero tuvo la suficiente fortaleza para disimular, porque quería guardar su incógnito más severamente que en ninguna ocasión.

El plan de los fugitivos era muy sencillo. Utilizarían la corriente de la orilla superior del Baikal hasta la desembocadura del Angara, para llegar a la salida del lago y desde ese punto hasta Irkutsk serían arrastrados por la rápida corriente del río, que discurre con una velocidad de diez a doce verstas por hora, pudiendo estar a las puertas de la ciudad en día y medio.

En aquel lugar no se encontraba ni una sola embarcación y fue preciso suplirla por una balsa o, mejor dicho, por un tren de troncos que construyeron, parecido a los que descienden habitualmente por los ríos siberianos. Un bosque de pinos que se elevaba sobre la orilla les había proporcionado el material necesario para aquel aparejo flotante. Los troncos, atados entre sí con ramas de mimbre, formaban una plataforma sobre la que podían aposentarse cómodamente cien personas.

A esta balsa fueron conducido Nadia y Miguel Strogoff.

La joven había vuelto ya en sí y, después de comer junto con su compañero las provisiones que les proporcionaron aquellos fugitivos, se acostó sobre un lecho de hojarasca, quedando enseguida profundamente dormida.

Miguel Strogoff no dijo nada de lo ocurrido en Tomsk a los que le interrogaron, haciéndose pasar por un habitante de Krasnoiarsk que no había podido llegar a Irkutsk antes de que las tropas del Emir se hicieran dueñas de la orilla izquierda del Dinka; agregando que muy probablemente el grueso de las fuerzas tártaras ya había tomado posiciones frente a la capital de Siberia.

No podían, pues, perder ni un instante. Además, el frío se hacía cada vez más intenso y la temperatura, durante la noche, caía por debajo de los cero grados, habiéndose formado ya algunos hielos sobre la superficie del Baikal. La balsa podía maniobrar fácilmente sobre las aguas del lago, pero no ocurriría lo mismo en la corriente del Angara, en el caso de que los témpanos comenzaran a entorpecer su curso.

Por toda esta serie de razones, era preciso que los fugitivos iniciaran la marcha cuanto antes.

A las ocho de la tarde se largaron amarras y, bajo la acción de la corriente, la balsa siguió la línea del litoral. Grandes pértigas manejadas por aquellos robustos mujiks bastaban para rectificar su rumbo cuando era preciso.

Un viejo marinero del Baikal había tomado el mando. Era un hombre de unos sesenta y cinco años, curtido por las brisas del lago, con una espesa y larga barba blanca cayéndole sobre el pecho; cubría su cabeza, de aspecto grave y austero, con un gorro de piel, y vestía una larga y amplia hopalanda ajustada a la cintura, que le llegaba hasta los tacones.

El taciturno anciano, sentado a popa, daba las órdenes por señas y no pronunció ni diez palabras en diez horas. Por otra parte, toda maniobra se reducía a mantener la balsa dentro de la corriente que bordeaba el lago a lo largo del litoral, sin adentrarse en su interior.

Se ha dicho ya que en la balsa se encontraban rusos de distinta condición. Efectivamente, a los campesinos indígenas, hombres, mujeres, ancianos y niños, se habían unido tres peregrinos, sorprendidos por la invasión durante su viaje, algunos monjes y un pope.

Los peregrinos llevaban su báculo y su calabaza colgando de la cintura e iban salmodiando con voz plañidera. Uno venía de Ukrania, otro del mar Amarillo y un tercero de las provincias de Finlandia. Este último, de avanzada edad, llevaba un pequeño cepillo, cerrado con un candado, colgando de la cintura, como si hubiera estado sujeto al pilar de una iglesia. De las limosnas que recogiera durante su largo y fatigoso viaje, nada era para él, que ni siquiera poseía la llave de ese candado, el cual no se abriría hasta su vuelta.

Los monjes venían del norte del Imperio. Hacía tres meses que salieron de la ciudad de Arkhangel, a la que ciertos viajeros, han atribuido el aspecto de cualquier ciudad oriental. Habían visitado ya las Islas Santas, cerca de la costa de Carelia; el convento de Solovetsk; el convento de Troitsa y los de San Antonio y San Teodosio en Kiev, la antigua ciudad favorita de los jagallones; el monasterio de Simeonof, en Moscú; el de Kazán, así como su iglesia de los Viejos Creyentes, y volvían a Irkutsk con su hábito, su capuchón y los vestidos de sarga.

En cuanto al pope, era un sencillo cura de aldea; uno de esos seiscientos mil pastores del pueblo con que cuenta el Imperio ruso. Iba tan miserablemente vestido como los propios campesinos, y es que, en verdad, no era más acomodado que cualquiera de ellos, porque no teniendo ni rango ni poder en la Iglesia, precisaba trabajar como cualquiera de ellos su pedazo de tierra, aparte de bautizar, casar y enterrar. Había podido sustraer a su mujer e hijos de las brutalidades de los tártaros, enviándolos a las Provincias del norte. Él había quedado en su parroquia hasta el último momento; después se vio obligado a huir, pero al encontrar cerrada la ruta de Irkutsk no le quedó más remedio que dirigirse al lago Baikal.

 

Estos religiosos, agrupados en la proa de la balsa, rezaban a intervalos regulares, elevando la voz en medio de la silenciosa noche y, al final de cada versículo de sus oraciones, sus labios entonaban el Slava Bogu (Gloria a Dios).

Durante esta parte de la navegación no se produjo ningún incidente. Nadia había quedado sumergida en un profundo sopor y Miguel Strogoff velaba su sueño al lado de la joven. Sólo a largos intervalos le asaltaba el sueño y, aun así, su pensamiento estaba siempre despierto.

Al llegar el día, la balsa, frenada por una violenta brisa contraria a la dirección de la corriente, se encontraba todavía a cuarenta verstas de la desembocadura del Angara. Probablemente no podrían llegar allí antes de las tres o las cuatro de la tarde. Pero eso no constituía ningún inconveniente, antes al contrario, porque los fugitivos descenderían por el río durante la noche y, ocultos entre las sombras, podrían pasar más fácilmente desapercibidos y llegar a Irkutsk.

El único temor que manifestó varias veces el viejo marinero era el relativo a la formación de bloques de hielo sobre la superficie de las aguas. La noche había sido extremadamente fría y se veían numerosos témpanos deslizarse hacia el oeste bajo el impulso del viento. Éstos no eran de temer porque no podían desviarse hacia el Angara, ya que habían sobrepasado su desembocadura. Pero cabía pensar que si se originaban en las partes orientales del lago, podrían venir arrastrados por la corriente y deslizarse entre las dos orillas del río. Esto podía acarrearles dificultades y posibles retrasos; puede que hasta algún insuperable obstáculo detuviera la balsa.

Miguel Strogoff tenía, pues, un inmenso interés en saber cuál era el estado del lago y si los témpanos aparecían en gran número. Nadia se había ya despertado y contestaba a las incesantes preguntas del correo del Zar, dándole cuenta de cuanto ocurría sobre la superficie de las aguas.

Pero mientras el intenso frío iba formando bloques de hielo, otros curiosos fenómenos se producían en la superficie del Balkal. Unos magníficos surtidores de agua hirviente brotaban de algunos de esos pozos que la naturaleza había abierto en el mismo lecho del río. Los chorros de agua caliente se elevaban a gran altura, empenachándose de vapores irisados por los rayos del sol, que el frío condensaba casi al instante. Este curioso espectáculo hubiera ciertamente maravillado a cualquier turista que hubiese viajado en plena paz y por puro placer sobre las aguas de este mar siberiano.

A las cuatro de la tarde, el viejo marinero señaló la desembocadura del Angara, entre las altas rocas graníticas del litoral. Podía distinguirse sobre la orilla derecha el pequeño puerto de Livenitchnaia, su iglesia y unas pocas casas edificadas sobre la orilla.

Pero para agravar las circunstancias, los primeros hielos procedentes del este derivaban ya entre las orillas del Angara y, por consecuencia, descendían hacia Irkutsk.

Sin embargo, su número no podía ser todavía lo suficientemente capaz como para obstruir el río, ni el frío lo bastante intenso como para aumentar su tamaño.

La balsa llegó al pequeño puerto y se detuvo. El viejo marinero había decidido hacer un alto de una hora con el fin de realizar algunas operaciones indispensables. Los troncos estaban desunidos y amenazaban separarse, por lo que era imprescindible volverse a atar sólidamente a fin de que pudieran resistir la rápida corriente del Angara.

Durante el verano, el puerto de Livenitchnaia es una estación de llegada Y salida para los viajeros del Baikal, según se dirijan a Klakhta, última ciudad de la frontera ruso-china, o regresen de ella.

Es, pues, un puerto muy frecuentado por los buques de vapor y por los pequeños barcos de cabotaje del lago.

Pero en estos momentos Livenitchnaia estaba abandonada. Sus habitantes no podían quedarse allí porque se exponían a las depredaciones de los tártaros, que recorrían ya las dos orillas del Angara. Habían enviado a Irkutsk la flotilla de barcos que pasan ordinariamente el invierno en su puerto y, cargados con todo lo que podían transportar, se habían refugiado a tiempo en la capital de Siberia oriental.

El viejo marinero, pues, no esperaba recoger nuevos fugitivos en el puerto de Livenitchnaia, sin embargo, en el momento en que se aproximaban a la orilla, dos individuos salieron corriendo de una casa deshabitada, con toda la rapidez que les permitían sus piernas.

Nadia, sentada en popa, miraba distraídamente.

De pronto se le escapó un grito y tomó la mano de Miguel Strogoff que, al notar el sobresalto de la muchacha, levantó la cabeza.

—¿Qué tienes, Nadia? —preguntó.

—Nuestros dos compañeros de viaje, Miguel.

—¿El inglés y el francés que encontramos en el desfiladero de los Urales?

—Sí.

Miguel Strogoff se estremeció, porque corría peligro de ser desvelado el severo incógnito del que no quería salir.

Efectivamente, no era a Nicolás Korpanoff a quien Alcide Jolivet y Harry Blount iban a ver ahora, sino al verdadero Miguel Strogoff, correo del Zar.

Desde que se separaron en la parada de Ichim, se había tropezado dos veces con los periodistas. La primera en el campamento de Zabediero, cuando cruzó la cara de Ivan Ogareff con un golpe de knut, y la segunda en Tomsk, cuando fue condenado por el Emir. Sabían, por consiguiente, a qué atenerse respecto a su verdadera personalidad.

Miguel Strogoff tomó rápidamente una decisión.

—Nadia —dijo—, cuando hayan embarcado los dos extranjeros, ruégales que se sitúen a mi lado.

Eran, efectivamente, Harry Blount y Alcide Jolivet, a quienes no el azar, sino la fuerza de los acontecimientos, había empujado hasta Livenitchnaia, como había empujado también a Miguel Strogoff y a Nadia.

Dijeron que, después de haber asistido a la entrada de los tártaros en Tomsk, marcharon de allí antes de la salvaje ejecución con que iba a terminar la fiesta. No dudaban, pues, que su antiguo compañero de viaje había sido condenado a muerte e ignoraban que la sentencia del Emir había sido que le quemaran los ojos.

Los dos personajes se habían agenciado sendos caballos, saliendo de Tomsk aquella misma tarde, con el bien decidido propósito de fechar sus próximas crónicas desde los campamentos rusos de la Siberia oriental.

Alcide Jolivet y Harry Blount se dirigieron a marchas forzadas hacia Irkutsk. Esperaban tomarle la suficiente ventaja a Féofar-Khan y, ciertamente, lo hubiesen conseguido de no impedírselo la inopinada aparición de esa tercera columna, llegada de las comarcas del sur por el valle del Yenisei. Como Miguel Strogoff y Nadia, encontraron el camino cortado antes de llegar al río Dinka, viéndose en la necesidad de desviarse hasta el Baikal.

Cuando llegaron a Livenitchnaia encontraron el puerto completamente abandonado, pero como era imposible entrar en Irkutsk por ningún otro camino, porque la ciudad estaba completamente rodeada por el ejército tártaro, cuando llegó la balsa ya llevaban allí tres embarazosos días, sin saber qué decisión tomar.

Los fugitivos les comunicaron sus proyectos y como ciertamente tenían bastantes probabilidades de que pudieran pasar desapercibidos durante la noche hasta llegar a Irkutsk, intentaron la aventura.

Alcide Jolivet se puso inmediatamente en contacto con el viejo marinero y le pidió pasaje para él y para su compañero, ofreciéndole pagar el precio que se les exigiera, fuera cual fuese.

—Aquí no se paga —le respondió con gravedad el marinero—, se arriesga la vida. Eso es todo.

Los dos periodistas embarcaron y Nadia les vio dirigirse hacia la proa de la balsa.

Harry Blount era siempre el inglés frío que apenas le dirigió la palabra durante todo el tiempo que estuvieron juntos en la travesía de los montes Urales.

Alcide Jolivet parecía estar un poco más serio que de costumbre. Hay que convenir que su seriedad estaba sobradamente justificada por las circunstancias.