Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

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—Sí.

—¡Pobres! ¡Debieron de hacerte mucho daño, los tártaros, cuando te quemaron los ojos!

—Mucho daño —respondió el correo del Zar, volviéndose hacia Nicolás como si hubiera querido verle.

—¿No lloraste?

—Sí.

—¡Yo también hubiera llorado! ¡Pensar que ya no verás más a los seres queridos! ¡Claro que ellos te ven a ti! ¡Esto siempre puede ser un consuelo!

—Sí, puede serlo. Dime, amigo. ¿No me has visto tú en ninguna parte? —preguntó Miguel Strogoff.

—¿A ti, padrecito? No, jamás.

—Es que tu voz no me es desconocida.

—¡Veamos! —respondió Nicolás, sonriendo—. ¡Dices que conoces mi voz! ¡Puede que lo que quieras saber es de dónde vengo! ¡Pues yo te lo diré! Vengo de Kolyvan.

—¿De Kolyvan? —dijo Miguel Strogoff—. Entonces fue allí donde nos encontramos. ¿No estabas tú en la estación telegráfica?

—Puede ser —respondió Nicolás—, yo estaba allí. Era el encargado de transmitir los telegramas.

—¿Te quedaste hasta el último momento?

—¡Claro! ¡Es, sobre todo en esos momentos, cuando se debe estar!

—¿Estuviste el día en que un inglés y un francés se pelearon, dinero en mano, para ocupar el primer puesto de la ventanilla, y que el inglés transmitió los primeros versículos de la Biblia?

—Es posible, padrecito, pero no me acuerdo.

—¡Cómo! ¿No te acuerdas?

—Yo no leo nunca los telegramas que transmito. Mi deber es olvidarlos y, para ello, lo mejor es ignorarlos.

Esta respuesta de Nicolás Pigassof lo definía.

Mientras tanto, la kibitka continuaba caminando a su aire lento, que Miguel Strogoff hubiera querido hacer más rápido, pero Nicolás y su caballo estaban acostumbrados a un ritmo de marcha que ni uno ni otro hubieran podido abandonar. El caballo andaba durante tres horas seguidas y descansaba una. Y así, noche y día. Durante los altos en el camino, el caballo pastaba y los viajeros comían en compañía del fiel Serko. El carruaje estaba aprovisionado por lo menos para veinte personas y Nicolás, generosamente, había puesto todas las reservas a disposición de sus dos huéspedes, a quienes consideraba como hermanos.

Después de una jornada de reposo, Nadia recobró en parte sus fuerzas. Nicolás velaba para que estuviera lo más cómoda posible. El viaje se hacía en unas condiciones soportables, lentamente, sin duda, pero con regularidad. Ocurría a menudo que, durante la noche, Nicolás se dormía y roncaba con tal convicción que ponía de manifiesto la tranquilidad de su conciencia. En aquellas ocasiones, si hubiera podido ver, hubiese visto las manos de Miguel Strogoff tomando las bridas del caballo y hacerle caminar a paso más rápido, con gran asombro de Serko que, sin embargo, no decía nada. Después, cuando Nicolás se despertaba, el trote se convertía inmediatamente en el paso anterior, pero la kibitka ya había ganado al menos unas cuantas verstas sobre su velocidad reglamentaria.

De este modo atravesaron el río Ichimsk, los pueblos de Ichimskoe, Berlkylskoe, Kuskoe, el río Mariinsk, el pueblo del mismo nombre, Bogostowlskoe y, finalmente, el Tchula, pequeño río que separaba la Siberia occidental de la oriental. La ruta discurría tan pronto a través de inmensos paramos, que ofrecían un vasto horizonte a las miradas, como a través de interminables y tupidos bosques de abetos, de los que parecía que no iban a salir jamás.

Todo estaba desierto. Los pueblos habían quedado casi enteramente abandonados. Los campesinos huyeron más allá del Yenisei, confiando en que este gran río pudiera frenar el avance de los tártaros.

El 22 de agosto, la kibitka llegó al pueblo de Atchinsk, a trescientas ochenta verstas de Tomsk. Les separaban aún de Krasnoiarsk ciento veinte verstas.

No se había presentado ningún incidente durante los seis días que viajaban los tres juntos, durante los cuales cada uno había conservado su actitud; uno siempre con su inalterable calma y los otros dos, inquietos, deseando que llegara el momento en que su compañero se separase de ellos.

Puede decirse que Miguel Strogoff veía el paisaje por el que atravesaban, por los ojos de Nicolás y Nadia. Ambos jóvenes se turnaban para explicarle los sitios por donde pasaba la kibitka y siempre sabía si estaban en medio de un bosque o en una planicie, si se veía alguna cabaña en la estepa, o si algún siberiano aparecía en el horizonte. Nicolás no callaba ni un momento. Le gustaba conversar y, cualquiera que fuese su manera de ver las cosas, era agradable escucharle.

Un día, Miguel Strogoff le preguntó qué tiempo hacía.

—Bastante bueno, padrecito —respondió—, pero son los últimos días de verano. El otoño es corto en Siberia y muy pronto sufriremos los primeros fríos del invierno. ¿Es posible que los tártaros piensen acantonarse durante la estación fría?

Miguel Strogoff movió la cabeza en señal de duda.

—¿No lo crees, padrecito? —respondió Nicolás—. ¿Piensas que avanzarán hacia Irkutsk?

—Temo que así sea —respondió Miguel Strogoff.

—Sí… Tienes razón. Tienen con ellos un sujeto maldito que no les dejará que se enfríen por el camino. ¿Has oído hablar de Ivan Ogareff?

—Sí.

—¿Sabes que no está bien eso de traicionar a su patria?

—No… No está bien… —respondió Miguel Strogoff, que deseaba permanecer impasible.

—Padrecito —continuó Nicolás—, encuentro que te indignas bastante cuando hablo ante ti de Ivan Ogareff. ¡Tu corazón de ruso debe de saltar cuando se pronuncia ese nombre!

—Créeme, amigo, le odio yo más de lo que tú podrás odiarle nunca —dijo Miguel Strogoff.

—¡Eso no es posible! —respondió Nicolás—. ¡No, no es posible! ¡Cuando pienso en Ivan Ogareff, en el daño que ha hecho a nuestra santa Rusia, me domina la cólera, y si lo tuviera delante de mí…!

—¿Qué harías…?

—Yo creo que lo mataría.

—Estoy seguro —respondió tranquilamente Miguel Strogoff.

7

El paso del Yenisei

El 25 de agosto, a la caída de la tarde, la kibitka llegaba a la vista de Krasnoiarsk. El viaje desde Tomsk había durado ocho días y si no pudo hacerse más rápidamente, pese a los esfuerzos de Miguel Strogoff, era porque Nicolás había dormido poco. De ahí la imposibilidad de activar la marcha del caballo, el cual, guiado por otras manos, no hubiera tardado más de sesenta horas en hacer ese mismo recorrido.

Afortunadamente, todavía no se veía ningún tártaro. Los exploradores no habían aparecido sobre la ruta que acababa de recorrer la kibitka, lo cual era bastante inexplicable. Evidentemente, era preciso que algo grave hubiera ocurrido para impedir que las tropas del Emir se lanzaran sin retardo sobre Irkutsk.

Esta circunstancia, efectivamente, se había producido. Un nuevo cuerpo de ejército ruso, reunido a toda prisa en el gobierno de Yeniseisk, había marchado sobre Tomsk con el fin de intentar recuperar la ciudad, pero eran unas fuerzas demasiado débiles para enfrentarse contra todas las fuerzas que el Emir tenía allí concentradas, y se habían visto obligados a batirse en retirada.

Féofar-Khan tenía bajo su mando, contando a sus propias tropas y las de los khanatos de Khokhand y de Kunduze, doscientos cincuenta mil hombres, a los que el gobierno ruso todavía no estaba en situación de oponer una resistencia eficiente. La invasión, pues, no parecía que iba a ser detenida de inmediato y toda aquella masa de tártaros podían marchar sobre Irkutsk.

La batalla de Tomsk había tenido lugar el 22 de agosto, lo cual ignoraba Miguel Strogoff y explicaba por qué la vanguardia del Emir no había aparecido todavía por Krasnoiarsk el día 25.

Pero, por otra parte, aunque Miguel Strogoff no podía conocer los últimos acontecimientos que se habían desarrollado después de su partida, al menos sabía que llevaba varios días de ventaja a los tártaros, por lo que no debía desesperar de llegar antes que ellos a Irkutsk, todavía distante unas ochocientas cincuenta verstas (900 kilómetros).

Además, confiaba que en Krasnolarsk, población que contaba con unos doce mil habitantes, no le iban a faltar los medios de transporte. Ya que Nicolás tenía que quedarse en esta ciudad, sería preciso reemplazarlo por un guía y sustituir la kibitka por otro vehículo más rápido.

Miguel Strogoff, después de dirigirse al gobernador de la ciudad y de haber establecido su identidad —cosa que no le sería difícil—, no dudaba de que éste pondría a su disposición los medios necesarios para llegar a Irkutsk lo más rápidamente posible. En ese caso, no tendría otro deber que dar las gracias al valiente Nicolás Pigassof y reanudar la marcha inmediatamente con Nadia, a la cual no quería dejar antes de haberla puesto en manos de su padre.

Sin embargo, si Nicolás había resuelto quedarse en Krasnoiarsk era a condición, como había dicho, de encontrar un empleo.

Efectivamente, este empleado modelo, después de haberse quedado en la estación telegráfica hasta el último momento, intentaba ponerse de nuevo a disposición de la Administración, repitiéndose a sí mismo que no quería tocar un sueldo que no hubiera antes ganado.

Así que, en caso de que sus servicios no fueran útiles en Krasnoiarsk, caso de que estuviera todavía en comunicación telegráfica con Irkutsk, se proponía desplazarse a la estación de Udinsk o, en caso preciso, hasta la misma capital de Siberia. En este caso, pues, continuaría el viaje con los dos hermanos, los cuales no podrían encontrar un guía más seguro ni un amigo más devoto.

La kibitka se encontraba ya solamente a una media versta de Krasnoiarsk y a derecha e izquierda se veían numerosas cruces de madera que se levantaban a ambos lados del camino en las proximidades de la ciudad.

 

Eran las siete de la tarde y sobre el claro del cielo se perfilaban las siluetas de las iglesias y de las casas construidas sobre la alta pendiente de las márgenes del Yenisei. Las aguas del río reflejaban las últimas luces del crepúsculo.

La kibitka se paró.

—¿Dónde estamos, hermana? —preguntó Miguel Strogoff.

—A una media versta de las primeras casas —respondió Nadia.

—¿Es ésta una ciudad dormida? —continuó Miguel Strogoff—. No oigo ni un solo ruido.

—Y yo no veo brillar ni una sola luz en las sombras, ni una sola columna de humo elevarse en el aire —continuó Nadia.

—¡Singular ciudad! ¡No se oye ningún ruido y se acuesta temprano!

Miguel Strogoff tuvo un presentimiento de mal augurio. No había comunicado a Nadia las esperanzas que había depositado sobre Krasnolarsk, en donde esperaba encontrar los medios para proseguir con seguridad el viaje. ¡Temía tanto recibir, una vez más, una decepción! Pero Nadia había adivinado su pensamiento, aunque no comprendía del todo por qué su compañero tenía tanta prisa por llegar a Irkutsk, ahora que no tenía en su poder la carta imperial. Un día, hasta le había preguntado sobre este particular.

—He jurado ir a Irkutsk —se contentó responderle.

Pero, para cumplir su misión, aún tenía que encontrar un medio rápido de transporte en Krasnolarsk.

—Bien, amigo —dijo a Nicolás—. ¿Por qué no avanzamos?

—Es que temo despertar a los habitantes de la ciudad, con el ruido de mi carreta.

Y, con un ligero golpe de látigo, Nicolás estimuló a su caballo. Serko lanzó algunos ladridos y la kibitka recorrió al trote corto el camino que se adentraba en Krasnoiarsk. Diez minutos después entraban en la calle principal.

¡La ciudad estaba desierta! En aquella «Atenas del norte», como la ha llamado la señora Bourboulon, no había ni un solo ateniense; ni uno solo de sus carruajes, tan brillantemente enjaezados, recorría las calles espaciosas y limpias; ni un solo paseante andaba por las aceras, construidas en la base de las magníficas casas de madera, de aspecto monumental. Ni un solo siberiano, vestido a la última moda francesa, se paseaba por su admirable parque, levantado entre un bosque de abedules, que se extiende hasta la orilla del Yenisei. La gran campana de la catedral estaba muda; los esquilones de las demás iglesias guardaban silencio, siendo raro, sin embargo, que una ciudad rusa no esté llena del sonido de sus campanas. Esto era el abandono completo. ¡No había un solo ser viviente en esta ciudad, poco antes tan animada!

El último mensaje que habíase recibido del gabinete del Zar antes de la interrupción de las comunicaciones contenía la orden al gobernador, a la guarnición y habitantes, cualquiera que fuese su raza y condición, de abandonar Krasnoiarsk, llevándose consigo cualquier objeto que tuviera algún valor o que pudiera servir de alguna utilidad a los invasores, yendo a refugiarse a Irkutsk. Y la misma orden había sido transmitida a todos los pueblos de la provincia.

El gobierno moscovita quería dejar un desierto frente a los invasores. Estas órdenes, a lo Rostopschin, nadie soñó en discutirlas ni un solo instante, siendo ejecutadas inmediatamente, por lo que no había quedado ni un ser viviente en Krasnolarsk.

Miguel Strogoff, Nadia y Nicolás recorrieron silenciosamente las calles de la ciudad, experimentando una involuntaria sensación de estupor. Ellos solos producían los únicos ruidos que se dejaban oír en aquella ciudad muerta. Miguel Strogoff no dejaba traslucir los sentimientos que experimentaba en aquel instante; pero le fue imposible dominar un movimiento de rabia por la mala suerte que le perseguía, haciendo que fallasen una vez más sus esperanzas.

—¡Dios mío! —exclamó Nicolás—. ¡Jamás ganaré mi sueldo en este desierto!

—Amigo —dijo Nadia—. Tendrás que reemprender la marcha con nosotros.

—Es preciso, realmente —respondió Nicolás—. El telégrafo debe de funcionar todavía entre Udinsk e Irkutsk, y allí… ¿Nos vamos, padrecito?

—Esperemos a mañana —le respondió Miguel Strogoff.

—Tienes razón —respondió Nicolás—. Hemos de atravesar el Yenisei y es preciso ver…

—¡Ver! —murmuró Nadia, pensando en su compañero ciego.

Nicolás, comprendiendo el sentido de la expresión de Nadia se volvió hacia Miguel Strogoff, diciéndole:

—Perdón, padrecito. ¡Ay! ¡Es verdad que para ti, la noche y el día son la misma cosa!

—No tienes nada que reprocharte, amigo —respondió Miguel Strogoff, pasando la mano por sus ojos—, porque teniéndote a ti de guía puedo valerme aún. Tómate algunas horas de descanso y que las aproveche también Nadia. ¡Mañana será otro día!

Miguel Strogoff, Nadia y Nicolás no tuvieron que buscar mucho tiempo para encontrar un sitio donde alojarse. Todas las puertas estaban abiertas, pero no encontraron más que algunos montones de follaje. A falta de otra cosa mejor, el caballo tuvo que contentarse con este escaso pienso. En cuanto a las provisiones de la kibitka, todavía no se habían agotado y cada uno tomó su ración. Después de haber dicho sus oraciones de rodillas, delante de un modesto icono de la Panaghia suspendida de la pared e iluminada por los últimos destellos de una lámpara, Nicolás y la joven se durmieron, mientras que Miguel Strogoff velaba porque no podía dormir.

Al día siguiente, 26 de agosto, antes del alba, la kibitka había sido atelada de nuevo y atravesaba el parque de abedules que conducía a la orilla del Yenisei.

Miguel Strogoff estaba muy preocupado. ¿Cómo se las apañarían para atravesar el río si, como era lo más probable, habían sido destruidos todos los transbordadores y todas las embarcaciones, con el fin de entorpecer la marcha de los tártaros? Él conocía el Yenisei, porque lo había franqueado ya varias veces, y sabía que su anchura es muy considerable y los rápidos son violentos en ese doble curso que ha abierto entre las islas.

En circunstancias normales, mediante transbordadores especialmente equipados para el transporte de viajeros, coches y caballos, el pasaje del Yenisei exige un lapso de tres horas y únicamente con grandes dificultades, los transbordadores alcanzan la orilla derecha. Ahora, en ausencia de toda clase de embarcación, ¿cómo podrá la kibitka llegar de una orilla a otra?

«¡Pasaré como sea!», se repetía Miguel Strogoff.

Comenzaba a clarear el día cuando llegaron a la orilla izquierda del río, en el mismo sitio donde terminaba una de las grandes alamedas del parque. En aquel lugar, las márgenes dominaban el Yenisei a un centenar de pies por encima de su curso y, por tanto, se le podía observar en una vasta extensión.

—¿Veis alguna barca? —preguntó Miguel Strogoff, moviendo visiblemente sus ojos de un lado a otro, empujado, sin duda, por la mecánica de la costumbre, como si hubiera podido ver con ellos.

—Apenas es de día, hermano —dijo Nadia—. Sobre el río todavía hay una bruma espesa y aún no pueden distinguirse las aguas.

—Pero las oigo rugir —respondió Miguel Strogoff.

Efectivamente, de las capas inferiores de aquella niebla, salía un sordo tumulto de corrientes y contracorrientes que se entrechocaban. Las aguas, muy abundantes en esa época del año, debían de discurrir con la violencia de un torrente. Los tres se pusieron a escuchar, esperando a que desapareciera aquella cortina de brumas. El sol remontaba con rapidez el horizonte y sus primeros rayos no tardarían en disipar aquellos vapores.

—¿Bien? —preguntó Miguel Strogoff.

—Las brumas comienzan a disiparse, hermano, y la luz del día ya penetra en ellas.

—¿Todavía no ves el nivel de las aguas, hermana?

—Todavía no.

—Un poco de paciencia, padrecito —dijo Nicolás—. ¡Todo esto va a desaparecer! ¡Ya el viento empieza a soplar y comienza a disipar la niebla! Las colinas altas de la orilla derecha ya dejan ver sus hileras de árboles. ¡Todo se va! ¡Todo vuela! ¡Los hermosos rayos de sol han condensado este montón de brumas! ¡Ah, qué hermoso espectáculo, mi pobre ciego, y qué desgracia que no puedas contemplarlo!

—¿Ves alguna barca? —preguntó Miguel Strogoff.

—No veo ninguna —respondió Nicolás.

—¡Mira bien, amigo, tanto sobre esta orilla como sobre la opuesta, mira bien todo lo lejos que pueda alcanzar tu vista, un barco, un transbordador, una cáscara de nuez!

Nicolás y Nadia se agarraron a los últimos árboles del acantilado, colgándose casi sobre el curso del río, pero abarcando, de esta forma, un inmenso campo de acción para sus miradas. El Yenisei, en ese lugar, no mide menos de versta y media de ancho y forma dos brazos casi de las mismas dimensiones cada uno, por los que circula el agua con rapidez, y entre los cuales se levantan varias islas pobladas de sauces, olmos y álamos, semejando otros tantos buques verdes anclados en el río. Más allá se dibujaban las altas colinas de la orilla oriental, coronadas de bosques y cuyas cimas se empurpuraban ahora con las luces del día. Hacia arriba y hacia abajo, el Yenisei se escapaba hasta perderse de vista. Aquel admirable panorama ofrecíase a las miradas en un perímetro de cincuenta verstas.

Pero no había una sola embarcación, ni sobre la orilla izquierda ni sobre la derecha, ni en las márgenes de las islas. Ciertamente, si los tártaros no traían consigo el material necesario para construir un puente de barcos, su marcha hacia Irkutsk se vería frenada durante cierto tiempo, frente a esta barrera del Yenisei.

—Me acuerdo —le dijo entonces Miguel Strogoff—, que más arriba, junto a las últimas casas de Krasnoiarsk, hay un pequeño embarcadero que sirve de refugio a las barcas. Amigo, remontemos el curso del río y miráis si se han dejado olvidada alguna embarcación sobre la orilla.

Nicolás se lanzó hacia la dirección señalada y Nadia, llevando a Miguel Strogoff de la mano, lo guiaba a paso rápido. ¡Una barca, un bote lo suficientemente grande para transportar la kibitka, cualquier cosa, ya que si había llegado hasta aquí, no dudaría en intentar la travesía del río!

Veinte minutos después, los tres habían llegado al pequeño muelle del embarcadero, en donde las últimas casas llegaban casi al nivel de las aguas. Aquello parecía una especie de aldea situada por debajo de Krasnoiarsk.

Pero sobre la playa no había una sola embarcación, ni un bote en la estacada que servía de embarcadero, ni siquiera había el material necesario para construir una balsa que bastara para transportar tres personas.

Miguel Strogoff interrogó a Nicolás, pero el joven dio la descorazonadora respuesta de que la travesía del río le parecía absolutamente impracticable.

—¡Pasaremos! —respondió Miguel Strogoff.

Y continuaron buscando, registrando las casas próximas que estaban asentadas sobre la margen del río, abandonadas como todas las demás. No tenían otra cosa que hacer más que empujar la puerta, pero se trataba de cabañas de gente pobre, que estaban enteramente vacías. Nicolás registraba una y Nadia otra, y hasta el mismo Miguel Strogoff intentaba reconocer con el tacto cualquier objeto que pudiera serles de utilidad.

Nicolás y la joven, cada uno por su lado, habían registrado vanamente y se disponían a abandonar su búsqueda, cuando oyeron que les llamaban, alcanzando ambos la orilla y viendo a Miguel Strogoff que les esperaba en el umbral de una puerta.

—¡Venid! —les gritó.

Nicolás y Nadia se apresuraron a ir hacia él y seguidamente, entraron en la casa.

—¿Qué es esto? —preguntó Miguel Strogoff, tocando con la mano un montón de objetos que estaban arrinconados en la cabaña.

—Son odres —respondió Nicolás—, y hay, a fe mía, media docena.

—¿Están llenos?

—Sí, llenos de kumyss, y nos vienen a propósito para renovar nuestras provisiones.

El kumyss es una bebida elaborada con leche de yegua o de camello, revitalizante y hasta embriagadora, y Nicolás se felicitaba por haberla encontrado.

—Pon uno aparte y vacía todos los demás —le dijo Miguel Strogoff.

—Al instante, padrecito.

—He aquí lo que nos ayudará a atravesar el Yenisei.

—¿Y la balsa?

—Será la misma kibitka, que es bastante ligera para flotar. Además, la sostendremos con los odres, así como al caballo.

—¡Bien pensado! —dijo Nicolás—. Y con la ayuda de Dios, llegaremos a buen puerto… ¡Aunque no en línea recta, porque la corriente es rápida!

—¡Qué importa! —le respondió Miguel Strogoff—. Lo primero es pasar. Después ya encontraremos la ruta de Irkutsk en la otra parte del río.

 

—Manos a la obra —dijo Nicolás, que comenzó a vaciar los odres y a transportarlos hasta la kibitka.

Reservaron un odre lleno de kumyss y los otros, después de vaciados, llenos de aire de nuevo y cerrados cuidadosamente, los emplearon como flotadores. Dos de los odres fueron atados a los flancos del caballo destinados a sostener al animal en la superficie del agua y otros dos situados entre las barras y las ruedas, tenían por misión asegurar la línea de flotación de la caja, la cual se transformaba, de esta forma, en una balsa.

La operación quedó pronto terminada.

—¿No tendrás miedo, Nadia? —preguntó Miguel Strogoff.

—No, hermano —respondió la joven.

—¿Y tú, amigo?

—¿Yo? —gritó Nicolás—. ¡Por fin realizo uno de mis sueños: navegar en carreta!

La orilla del río, en aquel lugar, formaba una pendiente suave, favorable para el lanzamiento de la kibitka al agua. El caballo la arrastró hasta la misma orilla y pronto el aparejo flotaba sobre la superficie del río. Serko se echó al agua valientemente, siguiendo a nado a la carreta.

Los tres pasajeros, que se habían descalzado por precaución, se sostenían de pie sobre la caja, pero gracias a los odres, el agua no les llegaba siquiera a los tobillos.

Miguel Strogoff llevaba las riendas del caballo y, según las indicaciones que le iba suministrando Nicolás, dirigía oblicuamente al animal, pero sin exigirle grandes esfuerzos, porque no quería hacerle luchar contra la corriente.

Mientras la kibitka siguió el curso de las aguas, todo fue bien y al cabo de varios minutos habían dejado atrás los barrios de Krasnolarsk, pero cuando empezaron a desviarse hacia el norte, se puso en evidencia que llegarían a la otra orilla muy alejados de la ciudad. Pero esto importaba poco.

La travesía del Yenisei se hubiera realizado, pues, sin grandes dificultades, hasta con aquel aparejo tan imperfecto, si la corriente hubiera sido regular. Pero, desgraciadamente, aquellas tumultuosas aguas estaban cruzadas en su superficie por muchos torbellinos y pronto la kibitka, pese al vigor que empleaba Miguel Strogoff para hacer que se desviara, fue irremisiblemente arrastrada hacia uno de aquellos vórtices.

El peligro se hizo mucho mayor porque la carreta ya no oblicuaba hacia la orilla oriental, sino que daba vueltas con extrema rapidez, inclinándose hacia el centro del torbellino como un jinete en la pista de un circo. Su velocidad era excesiva y el caballo apenas podía mantener la cabeza fuera de la superficie del agua, corriendo el peligro de morir ahogado. Serko se había visto obligado a subir a la kibitka para encontrar un punto de apoyo.

Miguel Strogoff comprendió lo que pasaba, al sentirse empujado siguiendo una línea circular que se estrechaba poco a poco y del que no podrían salir. No dijo ni una sola palabra, pero sus ojos hubieran querido ver el peligro para evitarlo más fácilmente… ¡Pero no podían ver!

Nadia estaba también callada. Sus manos, asidas con fuerza al vehículo, la sostenían contra los movimientos desordenados del aparato, el cual se inclinaba más y más hacia el centro del vórtice.

En cuanto a Nicolás, ¿es que no comprendía la gravedad de la situación? ¿Era flema, desprecio al peligro, coraje o indiferencia? ¿No tenía valor la vida para él y, siguiendo la expresión de los orientales, pensaba que era una «parada de cinco días» que de grado o por fuerza, hay que dejar al sexto? En cualquier caso, su risueño rostro no se nubló ni un instante.

La kibitka estaba, pues, atrapada por aquel torbellino y el caballo había llegado al final de sus fuerzas. De pronto, Miguel Strogoff, deshaciéndose de las ropas que podían molestarle, se lanzó al agua; después, empuñando las riendas con brazo vigoroso, le dio al caballo un impulso tal, que logró empujarlo fuera del radio de atracción, recuperando, enseguida, el curso de la rápida corriente, derivando de nuevo la kibitka con toda velocidad.

—¡Hurra! —gritó Nicolás.

Dos horas después de haber dejado el embarcadero, la kibitka había atravesado el primer brazo del río y alcanzaba la orilla de una isla, unas seis verstas más abajo de su punto de partida.

Allí, el caballo arrastró la carreta sobre tierra firme y dejaron que el valiente animal se tomara una hora de reposo. Después, atravesando la isla en toda su anchura, a cubierto de los hermosos abedules, la kibitka se encontró en el borde del otro brazo del río, algo más pequeño que el anterior.

Esta travesía resultó mucho más fácil porque ningún torbellino rompía el curso de las aguas en este segundo lecho, pero la corriente era tan rápida que no lograron alcanzar la orilla derecha más que después de un recorrido de cinco verstas. Se habían desviado, pues, un total de once verstas.

Estos grandes cursos de agua del territorio siberiano, sobre los cuales todavía no se ha levantado ningún puente, son los más serios obstáculos con que se enfrentan las comunicaciones. Todos ellos habían sido más o menos funestos para Miguel Strogoff. Sobre el Irtyche, el transbordador que le conducía con Nadia había sido atacado por los tártaros. En el Obi, después de morir su caballo, herido por una bala, había podido escapar de milagro de los jinetes que le perseguían. En definitiva, el paso del Yenisei era todavía el que se había realizado con mayor fortuna.

—¡Esto no hubiera sido tan divertido —exclamó Nicolás, cuando ya se encontraban sobre la orilla derecha del río—, si no hubiese sido tan difícil!

—Lo que para nosotros no ha sido más que difícil, puede que sea imposible para los tártaros.

8

Una liebre atraviesa el camino

Miguel Strogoff podía, al fin, creer que la ruta hacia Irkutsk estaba libre. Se había adelantado a los tártaros, retenidos en Tomsk, y cuando los soldados del Emir llegaran a Krasnoiarsk, sólo encontrarían una ciudad totalmente abandonada y sin ningún medio de comunicación inmediato entre las dos orillas del Yenisei, lo que retardaría unos días más su partida, hasta que montasen un puente de barcas, lo cual era difícil, lento y laborioso.

Por primera vez desde su funesto encuentro con Ivan Ogareff en Ichim, el correo del Zar se sentía menos inquieto y podía esperar que ya no surgirían nuevos obstáculos hasta el final del viaje.

La kibitka, después de circular oblicuamente hacia el sur durante una quincena de verstas, encontró y volvió a tomar el largo camino abierto en la estepa.

La ruta era buena y esta parte entre Krasnoiarsk e Irkutsk, se considera como la mejor de todo su recorrido. En ella hay menos baches y los viajeros disfrutan de las extensas sombras que les protegen de los ardientes rayos del sol, gracias a los bosques de pinos y de cedros que algunas veces cubren su recorrido por espacio de cien verstas. Ésta no es la inmensa estepa cuya línea circular se confunde en el horizonte con el cielo. Tan rico país estaba ahora vacío, y con todos sus pueblos abandonados. No se veía ni un solo campesino siberiano, entre los cuales predomina la raza eslava. Era un desierto; como se sabe, un desierto por orden superior.

El tiempo era bueno, y el aire ya era fresco durante las noches, que se hacía más cálido, pero ya con muchas dificultades, bajo los rayos del sol. Efectivamente, llegaban los primeros días de septiembre y en esta región, de latitud elevada, el arco descrito por el sol se acorta visiblemente en el horizonte. El otoño es de poca duración, pese a que esta porción del territorio siberiano no está situada más que por encima del paralelo cincuenta y cinco, que es el mismo de Edimburgo y de Copenhague. Algunos años, el invierno sucedía inopinadamente al verano y estos duros inviernos de la Rusia asiática (en los que el termómetro baja hasta la temperatura de congelación del mercurio) son tan rigurosos, que por aquellos lugares se considera una temperatura soportable la que marca alrededor de los veinte grados centígrados bajo cero.