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100 Clásicos de la Literatura

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Miguel Strogoff tenía la orden de mirar y miro.

Una nube de bailarinas irrumpió entonces en la plaza y empezaron a sonar los acordes de diversos instrumentos tártaros. La dutara, especie de mandolina de mango largo de madera de moral, con dos cuerdas de seda retorcida y acordadas por cuartas; el kobize, violoncelo abierto en su parte anterior, guarnecido de crines de caballo, que un arco hacía vibrar; la tschibizga, flauta larga, de caña, y trompetas, tambores y batintines, unidos a la voz gutural de los cantores, formando una armonía extraña a la que se agregaron también los acordes de una orquesta aérea, compuesta por una docena de cometas que, suspendidas por cuerdas que partían de su centro, sonaban al impulso de la brisa, como arpas eólicas.

Enseguida comenzaron las danzas.

Las bailarinas eran todas de origen persa y, como no estaban sometidas a esclavitud, ejercían su profesión libremente. Antes figuraban con carácter oficial en las ceremonias de la corte de Teherán, pero desde el advenimiento al trono de la familia reinante estaban casi desterradas del reino y se veían obligadas a buscar fortuna en otras partes.

Vestían su traje nacional y, como adorno, llevaban profusión de joyas. De sus orejas pendían, balanceándose, pequeños triángulos de oro con largos colgantes; aros de plata con esmaltes negros rodeaban sus cuellos; sus brazos y piernas estaban ceñidos por ajorcas, formadas por una doble hilera de piedras preciosas; y ricas perlas, turquesas y coralinas pendían de los extremos de las largas trenzas de sus cabellos. El cinturón que les oprimía el talle iba sujeto con un brillante broche, parecido a las placas de las grandes cruces europeas.

Unas veces solas y otras por grupos, ejecutaron muy graciosamente varias danzas. Llevaban el rostro descubierto pero, de vez en cuando, lo cubrían con un ligero velo, de tal manera que hubiera podido decirse que una nube de gasa pasaba sobre todos aquellos ojos brillantes, como el vapor por un cielo tachonado de luminosas estrellas.

Algunas de estas persas llevaban, a modo de echarpe, un tahalí de cuero bordado en perlas, del que pendía un pequeño saco en forma triangular, con la punta hacia abajo, que ellas abrían en determinados momentos para sacar largas y estrechas cintas de seda de color escarlata y en las cuales podían leerse, en letras bordadas, algunos versículos del Corán.

Estas cintas, que las bailarinas se pasaban de unas a otras, formaban un círculo en el que penetraban otras bailarinas y, al pasar por delante de cada uno de los versículos, practicaban el precepto que contenía, ya postrándose en tierra, ya dando un ligero salto, como para ir a tomar asiento entre las huríes del cielo de Mahoma.

Pero lo más notable, que sorprendió a Alcide Jolivet, fue que aquellas persas se mostraban, en lugar de fogosas, indolentes. Les faltaba entusiasmo y, tanto por el género de las danzas como por su ejecución, recordaban más a las apacibles y decorosas bayaderas de la India que a las apasionadas almeas de Egipto.

Terminada esta primera parte de la fiesta, oyóse una voz que, con grave entonación, dijo:

—¡Abre bien los ojos! ¡Ábrelos!

El hombre que repetía las palabras del Emir era un tártaro de elevada estatura, ejecutor de los altos designios de Féofar-Khan. Se había situado detrás de Miguel Strogoff y llevaba en la mano un sable de hoja larga y curvada, una de esas hojas damasquinadas, que han sido templadas por los célebres armeros de Karschi o de Hissar.

Cerca de él, los guardias habían trasladado un trípode sobre el que se asentaba un recipiente en donde ardían, sin producir humo, algunos carbones. La ligera ceniza que los coronaba no era debida más que a la incineración de alguna sustancia resinosa y aromática, mezcla de olíbano y benjuí, que, de vez en cuando, se echaba sobre su superficie.

Mientras tanto, las persas fueron inmediatamente sustituidas por otro grupo de bailarinas, de raza muy diferente, que Miguel Strogoff reconoció enseguida.

Y hay que creer que los dos periodistas también las reconocieron, porque Harry Blound dijo a su colega:

—¡Son las gitanas de Nijni-Novgorod!

—¡Las mismas! —exclamó Alcide Jolivet—. Imagino que a estas espías deben de reportarles más beneficios sus ojos que sus piernas.

Al considerarlas agentes al servicio del Emir, Alcide Jolivet no se equivocaba.

Al frente de las gitanas figuraba Sangarra, soberbia en su extraño y pintoresco vestido, que realzaba más aún su belleza.

Sangarra no bailó, pero situóse como una intérprete de mímica en medio de sus bailarinas, cuyos fantasiosos pasos tenían el ritmo de todos los países europeos que su raza recorre: Bohemia, Egipto, Italia y España. Se animaban al sonido de los platillos que repiqueteaban en sus brazos y a los aires de los panderos, especie de tambores que golpeaban con los dedos.

Sangarra, sosteniendo uno de esos panderos en su mano, no cesaba de hacerlo sonar, excitando a su grupo de verdaderas coribantes.

Entonces avanzó un gitanillo, de unos quince años, llevando en la mano una cítara, cuyas dos cuerdas hacía vibrar por un simple movimiento de sus uñas, y empezó a cantar. Una bailarina que se había colocado junto a él, permaneció inmóvil escuchando; pero cuando el gitano entonó el estribillo de esta extraña canción de ritmo tan bizarro, reemprendía su interrumpida danza, haciendo sonar cerca de él su pandero y sus platillos.

Después del último estribillo, las bailarinas envolvieron al gitano en los mil repliegues de su danza.

En ese momento, una lluvia de oro salió de las manos del Emir y de sus aliados, de las manos de los oficiales de todo grado y, al ruido de las monedas que golpeaban los timbales de las danzarinas, se mezclaban todavía los últimos sones de las cítaras y los tamboriles.

—¡Pródigos como ladrones! —dijo Alcide Jolivet al oído de su compañero.

Era, en efecto, dinero robado el que caía a puñados, porque mezclados con los tomines y cequíes tártaros, llovían también los ducados y rublos moscovitas.

Después, se hizo el silencio durante un instante y la voz del ejecutor, poniendo su mano en el hombro de Miguel Strogoff, repitió las palabras cuyo eco se volvía cada vez más siniestro:

—¡Abre bien los ojos! ¡Ábrelos!

Pero, esta vez, Alcide Jolivet observó que el ejecutor no tenía ya su sable en la mano.

Mientras tanto, el sol se abatía ya tras el horizonte y una penumbra comenzaba a invadir la campiña. La mancha de pinos y cedros se iba haciendo más negra por momentos, y las aguas del Tom, oscurecidas en la lejanía, se confundían con las primeras brumas. La sombra no podía tardar en adueñarse del anfiteatro que dominaba la ciudad.

Pero, en aquel instante, varios centenares de esclavos, llevando antorchas encendidas, invadieron la plaza. Conducidas por Sangarra, las gitanas y las persas reaparecieron frente al trono del Emir y dieron mayor realce, por el contraste, a sus danzas de tan diversos géneros. Los instrumentos de la orquesta tártara se desataron en una salvaje armonía, acompañada por los gritos guturales de los cantantes. Las cometas, bajadas a tierra, reemprendieron el vuelo, elevándose en toda una constelación de luces multicolores, y sus cuerdas, bajo la fresca brisa, vibraron con mayor intensidad en medio de la aérea iluminación.

Después de esto, un escuadrón de tártaros vino a mezclarse a las danzarinas, con su uniforme de guerra, para comenzar una fantasía pedestre que produjo el más extraño efecto.

Los soldados, con sus sables desenvainados y empuñando largas pistolas, ejecutaron una sarta de ejercicios, atronando el aire al disparar continuamente sus armas de fuego, cuyas detonaciones apagaban los sonidos de los tambores, de los panderos y de las cítaras. Las armas, cargadas con pólvora coloreada, según la moda china, con algún ingrediente metálico, lanzaban llamaradas rojas, verdes y azules, por lo que habría podido decirse que todo aquel grupo se agitaba en medio de unos fuegos de artificio.

En cierta manera, aquella diversión recordaba la cibística de los antiguos, especie de danza militar cuyos corifeos maniobraban bajo las puntas de las espadas y puñales, y cuya tradición es posible que haya sido legada a los pueblos de Asia central; pero la cibística tártara era más bizarra aún a causa de los fuegos de colores que serpenteaban sobre las cabezas de las bailarinas, las lentejuelas de cuyos vestidos semejaban puntos ígneos. Era como un caleidoscopio de chispas, cuyas combinaciones variaban hasta el infinito a cada movimiento de la danza.

Por avezado que estuviera un periodista parisiense en los especiales efectos de la decoración de los escenarios modernos, Alcide Jolivet no pudo reprimir un ligero movimiento de cabeza que, entre Montmartre y la Madeleine, hubiera querido decir: «No está mal, no está mal.»

Después, de pronto, como a una señal, apagáronse aquellos fuegos de fantasía, cesaron las danzas y desaparecieron las bailarinas. La ceremonia había terminado y únicamente las antorchas iluminaban el anfiteatro que unos instantes antes estaba cuajado de luces.

A una señal del Emir, Miguel Strogoff fue empujado al centro de la plaza.

—Blount —dijo Alcide Jolivet a su compañero—. ¿Es que se queda usted a ver el final de todo esto?

—Por nada del mundo —le respondió Harry Blount.

—¿Supongo que los lectores del Daily Telegraph no son aficionados a los detalles de una ejecución al estilo tártaro?

—No más que su prima.

—¡Pobre muchacho! —prosiguió Alcide Jolivet, mirando a Miguel Strogoff—. ¡Este valiente soldado merecía morir en el campo de batalla!

—¿Podemos hacer algo para salvarlo? —dijo Harry Blount.

 

—No podemos hacer nada.

Los dos periodistas se acordaban de la generosa conducta de Miguel Strogoff hacia ellos, y ahora sabían por qué clase de pruebas había tenido que atravesar, siendo esclavo de su deber y, sin embargo, entre aquellos tártaros que no conocen la piedad, no podían hacer nada por él.

Poco deseosos de asistir al suplicio reservado a ese desafortunado, volvieron a la ciudad.

Una hora más tarde, galopaban sobre la ruta de Irkutsk y entre las tropas rusas iban a intentar seguir lo que Alcide Jolivet denominaba «la campaña de la revancha».

Mientras tanto, Miguel Strogoff estaba de pie, mirando altivamente al Emir o despreciativamente a Ivan Ogareff. Esperaba la muerte y, sin embargo, se hubiera buscado vanamente en él un síntoma de debilidad.

Los espectadores, que permanecían aún en los alrededores de la plaza, así como el estado mayor de Féofar-Khan, para quienes el suplicio no era más que una atracción más de la fiesta, esperaban a que la ejecución se cumpliese. Después, satisfecha su curiosidad, toda esta horda de salvajes iría a sumergirse en la embriaguez.

El Emir hizo un gesto y Miguel Strogoff, empujado por los guardias, se aproximó a la terraza y entonces, en aquella lengua tártara que el correo del Zar comprendía, dijo:

—¡Tú, espía ruso, has venido para ver! ¡Pero estás viendo por última vez! ¡Dentro de un instante, tus ojos se habrán cerrado para toda luz!

¡No era, pues, a la muerte, sino a la ceguera, a lo que había sido condenado Miguel Strogoff! ¡Perder la vista era, si cabe, mucho más terrible que perder la vida! El desgraciado estaba condenado a quedar ciego.

Sin embargo, al oír la sentencia pronunciada por el Emir, Miguel Strogoff no mostró ningún signo de debilidad. Permaneció impasible, con sus grandes ojos abiertos, como si hubiera querido concentrar toda su vida en la última mirada. Suplicar a aquellos feroces hombres era inútil y, además, indigno de él. Ni siquiera pasó por su pensamiento. Su imaginación se concentró en su misión fracasada irrevocablemente, en su madre, en Nadia, a las que no volvería a ver. Pero no dejó que la emoción que sentía se exteriorizase.

Después, el sentimiento de una venganza por cumplir invadió todo su ser y volviéndose hacia Ivan Ogareff, le dijo con voz amenazadora:

—¡Ivan! ¡Ivan el traidor, la última amenaza de mis ojos será para ti!

Ivan Ogareff se encogió de hombros.

Pero Miguel Strogoff se equivocaba; no era mirando a Ivan Ogareff como iban a cerrarse para siempre sus ojos.

Marfa Strogoff acababa de aparecer frente a él.

—¡Madre mía! —gritó—. ¡Sí, sí! ¡Para ti será mi última mirada, y no para este miserable! ¡Quédate ahí, frente a mí! ¡Que vea tu rostro bienamado! ¡Que mis ojos se cierren mirándote…!

La vieja siberiana, sin pronunciar ni una palabra avanzó…

—¡Apartad a esa mujer! —gritó Ivan Ogareff.

Dos soldados apartaron a Marfa Strogoff, la cual retrocedió, pero permaneció de pie, a unos pasos de su hijo.

Apareció el verdugo. Esta vez llevaba su sable desnudo en la mano, pero este sable, al rojo vivo, acababa de retirarlo del rescoldo de carbones perfumados que ardían en el recipiente.

¡Miguel Strogoff iba a ser cegado, siguiendo la costumbre tártara, pasándole una lámina ardiendo por delante de los ojos!

El correo del Zar no intentó resistirse. ¡Para sus ojos no existía nada más que su madre, a la que devoraba con la mirada! ¡Toda su vida estaba en esta última visión!

Marfa Strogoff, con los ojos desmesuradamente abiertos, con los brazos extendidos hacia él, lo miraba…

La lámina incandescente pasó por delante de los ojos de Miguel Strogoff.

Oyóse un grito de desesperación y la vieja Marfa cayó inanimada sobre el suelo.

Miguel Strogoff estaba ciego.

Una vez ejecutada su orden, el Emir se retiró con todo su cortejo. Pronto sobre la plaza no quedaron más que Ivan Ogareff y los portadores de las antorchas.

¿Quería, el miserable, insultar todavía más a su víctima y, después del ejecutor, darle el tiro de gracia?

Ivan Ogareff se aproximó a Miguel Strogoff, el cual, al oírlo que iba hacia él, se enderezó.

El traidor sacó de su bolsillo la carta imperial, la abrió y, con toda su cruel ironía, la puso delante de los ojos apagados del correo del Zar, diciendo:

—¡Lee ahora, Miguel Strogoff, lee, y ve a contar a Irkutsk todo lo que hayas leído! ¡El verdadero correo del Zar es, ahora, Ivan Ogareff!

Dicho esto, cerró la carta, introduciéndola en el bolsillo y después, sin volverse, abandonó la plaza, seguido por los portadores de las antorchas.

Miguel Strogoff se quedó solo, a algunos pasos de su madre inanimada, puede que muerta.

A lo lejos, se podían oír los gritos, los cantos, todos los ruidos de la orgía que se desarrollaba. Tomsk brillaba de iluminación como una ciudad en fiesta.

Miguel Strogoff aguzó el oído. La plaza estaba silenciosa y como desierta.

Arrastrándose, tanteando, hacia el lugar en donde su madre había caído, encontró su mano y se inclinó hacia ella, y aproximando su cara a la suya, escuchó los latidos de su corazón. Después, parecía como si le hablase en voz baja.

¿Vivía la vieja Marfa todavía y entendió lo que le dijo su hijo?

En cualquier caso, no hizo ningún movimiento.

Miguel Strogoff besó su frente y sus cabellos blancos.

Después se levantó y, tanteando con los pies, intentaba también guiarse extendiendo sus manos, caminando, poco a poco, hacia el extremo de la plaza.

De pronto, apareció Nadia.

Fue directamente hacia su compañero y con un puñal que llevaba consigo, cortó las ligaduras que sujetaban los brazos de Miguel Strogoff.

Éste, estando ciego, no sabía quién le liberaba de sus ataduras, porque Nadia no había pronunciado ninguna palabra.

Pero de pronto dijo:

—¡Hermano!

—¡Nadia, Nadia! —murmuró Miguel Strogoff.

—¡Ven, hermano! —respondió Nadia—. Mis ojos serán los tuyos a partir de ahora. ¡Yo te conduciré a Irkutsk!

6

Un amigo en la gran ruta

Media hora después, Miguel Strogoff y Nadia habían abandonado la ciudad de Tomsk.

Un cierto número de prisioneros pudo escapar aquella noche de manos de los tártaros, porque oficiales y soldados, embrutecidos por el alcohol, habían relajado inconscientemente la severa vigilancia mantenida en el campamento de Zabediero y durante la marcha del convoy.

Nadia, después de ser conducida con los demás prisioneros, pudo huir y llegar al anfiteatro en el momento en que Miguel Strogoff era conducido a presencia del Emir.

Allí, mezclada entre la multitud, lo había visto todo, pero no se le escapó un solo grito cuando el sable, al rojo vivo, pasó ante los ojos de su compañero. Tuvo la fuerza suficiente para permanecer inmóvil y muda. Una providencial inspiración le dijo que reservara su libertad para guiar al hijo de Marfa Strogoff a la meta que había jurado alcanzar. Su corazón, por un momento, dejó de latir cuando la vieja siberiana cayó desmayada, pero un pensamiento le devolvió toda su energía:

«¡Yo seré el lazarillo de este ciego!», se dijo.

Después de la partida de Ivan Ogareff, Nadia permaneció escondida entre las sombras. Había esperado a que la multitud desalojara el anfiteatro en el que Miguel Strogoff, abandonado como un ser miserable del que nada puede temerse, había quedado solo. Le vio arrastrarse hasta su madre, inclinarse hacia ella, besarle la frente y después levantarse y huir tanteando…

Unos instantes después, ella y él, cogidos de la mano, habían descendido del escarpado talud y, siguiendo la margen del Tom hasta el límite de la ciudad, habían franqueado una brecha del recinto.

La ruta de Irkutsk era la única que se dirigía hacia el este. No podía equivocarse.

Nadia hacía caminar rápidamente a Miguel Strogoff porque era posible que al día siguiente, después de algunas horas de orgía, los exploradores del Emir se lanzaran de nuevo por la estepa, cortando toda comunicación. Interesaba, pues, adelantarse a ellos y llegar a Krasnoiarsk, a quinientas verstas (533 kilómetros) de Tomsk y no abandonar la gran ruta más que en caso imprescindible. Lanzarse fuera de la ruta trazada era lanzarse hacia la incertidumbre y lo desconocido; era la muerte a breve plazo.

¿Cómo pudo Nadia soportar la fatiga de aquella noche del 16 al 17 de agosto? ¿Cómo encontró la fortaleza física necesaria para recorrer tan larga etapa? ¿Cómo sus pies, sangrando por una marcha forzada, pudieron conducirla? Es casi incomprensible. Pero no es menos cierto que al día siguiente, doce horas después de su partida de Tomsk, Miguel Strogoff y ella se encontraban en el villorrio de Semilowskoe, habiendo recorrido cincuenta verstas.

Miguel Strogoff no había pronunciado ni una sola palabra. No era Nadia quien sujetaba su mano, sino que era él quien retuvo la de su compañera durante toda la noche; pero gracias a aquella mano que le guiaba únicamente con sus estremecimientos, había podido marchar a paso ordinario.

Semilowskoe estaba casi enteramente abandonado. Los habitantes, temerosos de los tártaros, habían huido a la provincia de Yeniseisk. Apenas dos o tres casas estaban todavía habitadas. Todo lo que la ciudad podía contener de útil o valioso había sido transportado sobre carretas.

Sin embargo, Nadia tenía necesidad de hacer allí un alto de algunas horas porque ambos estaban necesitados de alimento y de reposo.

La joven condujo, pues, a su compañero hacia un extremo del pueblo, donde había una casa vacía con la puerta abierta y entraron en ella. Un banco de madera se hallaba en el centro de la habitación, cerca de ese fogón que es común en todas las viviendas siberianas, y se sentaron en él.

Nadia miró entonces detenidamente la cara de su compañero ciego, como no la había mirado nunca hasta ese momento. En su mirada había mucho más que agradecimiento, mucho más que piedad. Si Miguel Strogoff hubiera podido verla, habría leído en su hermosa y desolada mirada la expresión de una devoción y una ternura infinitas.

Los párpados del ciego, quemados por la hoja incandescente, tapaban a medias sus ojos, absolutamente secos. La esclerótica estaba ligeramente plegada y como encogida; la pupila, singularmente agrandada; el iris parecía tener un azul más pronunciado que anteriormente; las cejas y las pestañas habían quedado socarradas en parte; pero, al menos en apariencia, la mirada tan penetrante del joven no parecía haber sufrido ningún cambio. Si no veía, si su ceguera era completa, era porque la sensibilidad del nervio óptico había sido radicalmente destruida por el calor del acero.

En ese momento, Miguel Strogoff extendió las manos preguntando:

—¿Estás aquí, Nadia?

—Sí —respondió la joven—, estoy a tu lado y no te dejaré nunca, Miguel.

Al oír su nombre, pronunciado por Nadia por primera vez, Miguel Strogoff se estremeció. Comprendió que su compañera lo sabía todo; lo que él era y los lazos que le unían a la vieja Marfa.

—Nadia —dijo—, va a ser necesario que nos separemos…

—¿Separarnos? ¿Y eso por qué, Miguel?

—No quiero ser un obstáculo en tu viaje. Tu padre te espera en Irkutsk y es necesario que te reúnas con él.

—¡Mi padre, Miguel, me maldeciría si te abandonara después de lo que has hecho por mí!

—¡Nadia, Nadia! —respondió Miguel Strogoff, apretando la mano que la joven había puesto sobre la suya—. ¿Quieres, pues, renunciar a ir a Irkutsk?

—Miguel —replicó la joven—, tú tienes más necesidad de mí que mi padre. ¿Renuncias tú a ir a Irkutsk?

—¡Jamás! —gritó Miguel Strogoff con un tono que denotaba que no había perdido nada de su energía.

—Pero, sin embargo, no tienes la carta…

—¡La carta que Ivan Ogareff me ha robado…! ¡Pues bien! ¡Sabré pasar sin ella! ¿No me han tratado ellos de espía? ¡Pues me comportaré como un espía! ¡Diré en Irkutsk todo lo que he visto, todo lo que he oído y te juro por Dios vivo que el traidor me encontrará un día cara a cara! Pero es preciso que llegue antes que él a Irkutsk.

—¿Y hablas de separarnos, Miguel?

—Nadia, aquellos miserables me han dejado sin nada.

—¡Me quedan algunos rublos y mis ojos! ¡Puedo ver por ti, Miguel, y te conduciré allá, porque tú solo nunca llegarías!

—¿Y cómo iremos?

—A pie.

—¿Cómo viviremos?

—Mendigando.

—Partamos, Nadia.

 

—Vamos, Miguel.

Los dos jóvenes no se daban ya el nombre de hermano y hermana. En su miseria común, se sentían más estrechamente unidos uno al otro. Juntos dejaron la casa, después de haber descansado unas horas. Nadia, recorriendo las calles del poblado, se había procurado algunos pedazos de tchornekhleb, especie de pan hecho de cebada, y un poco de esa aguamiel, conocida en Rusia con el nombre de meod.

Esto no le había costado nada, porque Nadia había comenzado su tarea de mendigo. El pan y la aguamiel habían aplacado, bien que mal, el hambre y la sed de Miguel Strogoff. Nadia le había reservado la mayor parte de esta insuficiente comida y Miguel comía los pedazos de pan que su compañera le daba, uno tras otro, bebiendo en la cantimplora que ella llevaba a sus labios.

—¿Comes tú, Nadia? —preguntó él varias veces.

—Sí, Miguel —respondía siempre la joven, que se contentaba con los restos que dejaba su compañero.

Miguel y Nadia abandonaron Semilowskoe y reemprendieron el penoso camino hacia Irkutsk. La joven resistía enérgicamente tanta fatiga, pero si Miguel Strogoff la hubiera visto, puede que no hubiera tenido coraje para seguir adelante. Pero como Nadia no se quejaba, ni lanzaba ningún suspiro, Miguel Strogoff marchaba con una rapidez que no era capaz de reprimir. ¿Pero, por qué? ¿Podía esperar aún adelantarse a los tártaros? Iba a pie, sin dinero y estaba ciego, y si Nadia, su único guía, le faltase, no tendría más remedio que acostarse sobre uno de los lados de la ruta y morir miserablemente. Pero si finalmente, a fuerza de energía llegaban a Krasnolarsk, aún no estaba todo perdido, puesto que el gobernador, al que se daría a conocer, no dudaría en proporcionarle los medios necesarios para llegar a Irkutsk.

Miguel Strogoff caminaba, pues, absorto en sus pensamientos y hablaba poco. Teniendo cogida la mano de Nadia, ambos estaban en comunicación incesante. Les parecía que no había necesidad de palabras para intercambiar sus pensamientos. De vez en cuando Miguel Strogoff decía:

—Háblame, Nadia.

—¿Para qué, Miguel? ¿No son los mismos nuestros pensamientos? —respondía la joven, procurando que su voz no delatara ninguna fatiga.

Pero algunas veces, como si su corazón dejase de latir por un instante, sus piernas se debilitaban, su paso se hacía más lento, su brazo se estiraba y se quedaba atrás. Miguel Strogoff se paraba entonces, y fijaba sus ojos sobre la pobre muchacha como si intentase verla a través de la oscuridad que llevaba consigo. Su pecho se hinchaba y sosteniendo más fuertemente a su compañera, continuaba adelante.

Sin embargo, en medio de las miserias que no les daban tregua, una circunstancia afortunada iba a producirse, evitando a ambos muchas fatigas.

Hacía alrededor de dos horas que habían salido de Semilowskoe, cuando Miguel Strogoff se paró preguntando:

—¿Está desierta la ruta?

—Absolutamente desierta —respondió Nadia.

—¿No oyes ningún ruido detrás de nosotros?

—Sí.

—Si son tártaros, es preciso que nos ocultemos Obsérvalo bien.

—¡Espera, Miguel! —respondió Nadia, retrocediendo un poco y situándose unos pasos hacia la derecha.

Miguel Strogoff quedó solo por unos instantes escuchando atentamente.

Nadia volvió casi enseguida, diciendo:

—Es una carreta que va conducida por un joven.

—¿Va solo?

—Solo.

Miguel Strogoff dudó por un momento. ¿Debía esconderse? ¿Debía, por el contrario, intentar la suerte de encontrar sitio en ese vehículo, si no por él, por ella? Él se contentaría con apoyar únicamente una mano en la carreta, incluso la empujaría en caso de necesidad, porque sus piernas estaban muy lejos de fallarle, pero presentía que Nadia, arrastrada a pie desde la travesía del Obi, es decir, desde hacía ocho días, había llegado al final de sus fuerzas.

Esperó, pues.

La carreta no tardó en llegar al recodo de la ruta. Era un vehículo bastante deteriorado, pero podía transportar tres personas, lo que en el país recibe el nombre de kibitka.

Normalmente una kibitka está tirada por tres caballos, pero aquélla era arrastrada por uno solo, de largo pelo y larga cola, cuya sangre mongol le aseguraba vigor y coraje.

La conducía un muchacho que tenía a su lado un perro.

Nadia reconoció que este joven era ruso. Tenía una expresión dulce y flemática que inspiraba confianza y no parecía desde luego, el hombre más apresurado del mundo. Iba a paso tranquilo, para no cansar al caballo, y, al verle, no se hubiera podido creer que marchaba sobre una ruta que los tártaros podían cortar de un momento a otro.

Nadia, manteniendo a Miguel Strogoff cogido de la mano, se apartó a un lado del camino.

La kibitka se detuvo y el conductor miró a la joven sonriendo.

—¿Adónde vais vosotros de esta manera? —preguntó, poniendo ojos redondos como platos.

El sonido de aquella voz le era familiar a Miguel Strogoff y fue sin duda suficiente para reconocer al conductor de la kibitka y tranquilizarse, ya que su frente se distendió enseguida.

—¡Bueno! ¿Adónde vais? —repitió el joven, dirigiéndose más de lleno a Miguel Strogoff.

—Vamos a Irkutsk —respondió éste.

—¡Oh! ¡No sabes, padrecito, que hay verstas y verstas todavía hasta Irkutsk!

—Lo sé.

—¿Y vas a pie?

—A pie.

—Tú, bueno, ¿pero la señorita…?

—Es mi hermana —dijo Miguel Strogoff, que creyó prudente devolver ese calificativo a Nadia.

—¡Sí, tu hermana, padrecito! ¡Pero créeme que no podrá llegar jamás a Irkutsk!

—Amigo —respondió Miguel Strogoff aproximándose—, los tártaros nos han despojado de todo cuanto teníamos y no me queda un solo kopek que ofrecerte; pero si quieres poner a mi hermana a tu lado, yo te seguiré a pie, correré si es necesario y no te haré perder ni una hora…

—¡Hermano! —gritó Nadia—. ¡No quiero! ¡No quiero! ¡Señor, mi hermano está ciego!

—¡Ciego! —respondió el joven, conmovido.

—¡Los tártaros le han quemado los ojos! —dijo, tendiendo sus manos como implorando piedad.

—¿Quemado los ojos? ¡Oh! ¡Pobre padrecito! Yo voy a Krasnoiarsk. ¿Por qué no montas con tu hermana en la kibitka? Estrechándonos un poco cabremos los tres. Además, mi perro no pondrá inconveniente en ir a pie. Pero voy despacio para no cansar a mi caballo.

—¿Cómo te llamas, amigo? —preguntó Miguel Strogoff.

—Me llamo Nicolás Pigassof.

—Es un nombre que no olvidaré nunca —respondió el correo del Zar.

—Bien, pues sube, padrecito ciego. Tu hermana estará cerca de ti, en la parte de atrás de la carreta. Yo iré delante para conducir. Hay ahí un buen montón de corteza de abedul y paja de cebada. Estaréis como en un nido. ¡Vamos, Serko, déjanos sitio!

El perro se apeó sin hacerse de rogar. Era un animal de raza siberiana, de pelo gris y talla pequeña, con una gruesa y bondadosa cabeza, que parecía estar muy compenetrado con su dueño.

Miguel Strogoff y Nadia, en un instante, estuvieron instalados en la kibitka y el correo del Zar extendió sus manos como buscando las de Nicolás Pigassof.

—¡Aquí están mis manos, si quieres estrecharlas! —dijo Nicolás—. ¡Aquí están, padrecito! ¡Estréchalas todo lo que te plazca!

La kibitka reanudó la marcha. El caballo, al que Nicolás no golpeaba nunca, iba a paso de andadura. Si Miguel Strogoff no iba a ganar en rapidez, al menos le ahorraba a Nadia nuevas fatigas.

Era tal el estado de agotamiento de la joven que, al sentirse balanceada por el monótono movimiento de la kibitka, cayó en una completa postración. Miguel Strogoff y Nicolás la acostaron sobre el follaje de abedul, acomodándola lo mejor que les fue posible.

El compasivo muchacho estaba profundamente conmovido por el estado de la joven, y si Miguel Strogoff no derramó ninguna lágrima fue porque la hoja del sable al rojo vivo le había quemado los lacrimales.

—Es muy linda —dijo Nicolás.

—Sí —respondió Miguel Strogoff.

—¡Quieren ser fuertes, padrecito, valientes, pero en el fondo, son tan frágiles estas muchachas! ¿Venís de muy lejos?