Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

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Al día siguiente, 16 de agosto, alrededor de las diez de la mañana, sonaron las trompetas en los linderos del campamento y los soldados tártaros se apresuraron a tomar inmediatamente sus armas.

Ivan Ogareff, después de salir de Zabediero, llegaba al campamento en medio de su numeroso estado mayor de oficiales tártaros. Su mirada era más sombría que de costumbre y su gesto indicaba estar poseído de una sorda cólera que sólo buscaba una oportunidad para estallar.

Miguel Strogoff, perdido entre un grupo de prisioneros, vio pasar a aquel hombre y tuvo el presentimiento de que iba a producirse alguna catástrofe, porque Ivan Ogareff sabía ya que Marfa Strogoff era madre de Miguel Strogoff, capitán del cuerpo de correos del Zar.

Ivan Ogareff llegó al centro del campamento, descendió de su caballo y los jinetes de su escolta formaron un amplio círculo a su alrededor.

En aquel momento, Sangarra se le acercó murmurándole:

—No tengo nada nuevo que decirte, Ivan.

Ivan Ogareff respondió dando una breve orden a uno de sus oficiales.

Enseguida, las filas de prisioneros fueron brutalmente recorridas por los soldados. Aquellos desgraciados, estimulados a golpes de látigo o empujados a punta de lanza, tuvieron que levantarse con toda rapidez y formar en la circunferencia del campamento. Un cuádruple cordón de infantes y jinetes dispuestos tras ellos hacía imposible cualquier tentativa de evasión.

Pronto se hizo el silencio y, a una señal de Ivan Ogareff, Sangarra se dirigió hacia el grupo entre el cual se encontraba Marfa Strogoff.

La anciana la vio venir y comprendió lo que iba a pasar. Una sonrisa desdeñosa apareció en sus labios; después, inclinándose hacia Nadia, le dijo en voz baja:

—¡Tú no me conoces, hija mía! Ocurra lo que ocurra y por dura que fuese la prueba, no digas una palabra ni hagas ningún gesto. Se trata de él, y no de mí.

En ese momento, Sangarra, después de haberla mirado por unos instantes, puso su mano sobre el hombro de la anciana.

—¿Qué quieres de mí? —le preguntó Marfa Strogoff.

—Ven —respondió Sangarra.

Y, empujándola con la mano, la condujo frente a Ivan Ogareff, en el centro de aquel espacio cerrado.

Marfa Strogoff, al encontrarse cara a cara con Ivan Ogareff, enderezó el cuerpo, cruzó los brazos y esperó.

—Tú eres Marfa Strogoff, ¿no es cierto? —preguntó el traidor.

—Sí —respondió la anciana con calma.

—¿Rectificas lo que me contestaste cuando te interrogué en Omsk, hace tres días?

—No.

—¿Así pues, ignoras que tu hijo, Miguel Strogoff, correo del Zar, ha pasado por Omsk?

—Lo ignoro.

—Y el hombre en el que creíste reconocer a tu hijo en la parada de posta ¿no era él? ¿No era tu hijo?

—No era mi hijo.

—¿Y no lo has visto después, entre los prisioneros?

—No.

Tras esta respuesta, que denotaba una inquebrantable resolución de no confesar nada, un murmullo se levantó entre la multitud de prisioneros.

Ivan Ogareff no pudo contener un gesto de amenaza.

—¡Escucha! —gritó a Marfa Strogoff—. ¡Tu hijo está aquí y tú vas a señalarlo inmediatamente!

—No.

—¡Todos estos hombres, capturados en Omsk y en Kolyvan, van a desfilar ante ti y si no señalas a Miguel Strogoff recibirás tantos golpes de knut como hombres hayan desfilado!

Ivan Ogareff había comprendido que, cualesquiera que fuesen sus amenazas y las torturas a que sometiera a la anciana, la indomable siberiana no hablaría. Para descubrir al correo del Zar contaba, pues, no con ella, sino con el mismo Miguel Strogoff. No creía posible que cuando madre e hijo se encontraran frente a frente, dejara de traicionarles algún movimiento irresistible.

Ciertamente, si sólo hubiera querido apoderarse de la carta imperial, le bastaba con dar orden de que se registrara a todos los prisioneros; pero Miguel Strogoff podía haberla destruido, no sin antes informarse de su contenido y, si no era reconocido, podía llegar a Irkutsk, desbaratando los planes de Ivan Ogareff. No era únicamente la carta lo que necesitaba el traidor, sino también a su mismo portador.

Nadia lo había oído todo y ahora ya sabía qué era Miguel Strogoff y por qué había querido atravesar las provincias invadidas sin ser reconocido.

Cumpliendo la orden de Ivan Ogareff, los prisioneros desfilaron uno a uno por delante de Marfa Strogoff, la cual permanecía inmóvil como una estatua y cuya mirada expresaba la más completa indiferencia.

Su hijo se encontraba en las últimas filas y cuando le tocó el turno de pasar delante de su madre, Nadia cerró los ojos para no verlo.

Miguel Strogoff permanecía aparentemente impasible, pero las palmas de sus manos sangraban a causa de las uñas que se habían clavado en ellas.

¡Ivan Ogareff había sido vencido por la madre y el hijo!

Sangarra, situada cerca de él, no pronunció más que dos palabras:

—¡El knut!

—¡Sí! —gritó Ivan Ogareff, que no era dueño de sí mismo—. ¡El knut para esta vieja bruja! ¡Hasta que muera!

Un soldado tártaro, llevando en la mano ese terrible instrumento de tortura, se acercó lentamente a Marfa Strogoff.

El knut está compuesto por una serie de tiras de cuero, en cuyos extremos llevan varios alambres retorcidos. Se estima que una condena a ciento veinte de estos latigazos equivale a una condena de muerte. Marfa Strogoff lo sabía; pero sabía también que ninguna tortura le haría hablar y estaba dispuesta a sacrificar su vida.

Marfa Strogoff, asida por dos soldados, fue puesta de rodillas. Su ropa fue rasgada para dejar al descubierto la espalda y delante de su pecho, a solo unas pulgadas, colocaron un sable. En el caso de que el dolor la hiciera flaquear, aquella afilada punta atravesaría su pecho.

El tártaro que iba a actuar de verdugo estaba de pie a su lado.

Esperaba.

—¡Va! —dijo Ivan Ogareff.

El látigo rasgó el aire…

Pero antes de que hubiera golpeado, una poderosa mano lo había arrancado de las manos del tártaro.

¡Allí estaba Miguel Strogoff! ¡Aquella horrible escena le había hecho saltar! Si en la parada de Ichim se había contenido cuando el látigo de Ivan Ogareff lo había golpeado, ahora, al ver que su madre iba a ser azotada, no había podido dominarse.

Ivan Ogareff había triunfado.

—¡Miguel Strogoff! —gritó.

Después, avanzando hacia él, dijo:

—¡Ah! ¡El hombre de Ichim!

—¡El mismo! —exclamó Miguel Strogoff.

Y levantando el knut, cruzó con él la cara de Ivan Ogareff.

—¡Golpe por golpe! —dijo.

—¡Bien dado! —gritó la voz de un espectador que, afortunadamente para él, se perdió entre la multitud.

Veinte soldados se lanzaron sobre Miguel Strogoff con la intención de matarlo, pero Ivan Ogareff, al que se le había escapado un grito de rabia y de dolor, los contuvo con un gesto.

—¡Este hombre está reservado a la justicia del Emir! ¡Que se le registre!

La carta con el escudo imperial fue encontrada en el pecho de Miguel Strogoff, el cual no había tenido tiempo de destruirla, y fue entregada a Ivan Ogareff.

El espectador que había pronunciado las palabras «¡Bien dado!», no era otro que Alcide Jolivet. Él y su colega se habían detenido en el campamento, siendo testigos de la escena.

—¡Pardiez! —dijo Alcide Jolivet—. ¡Estos hombres del norte son gente ruda! ¡Debemos una reparación a nuestro compañero de viaje, porque Korpanoff, o Strogoff, la merece! ¡Hermosa revancha del asunto de Ichim!

—Sí, revancha —respondió Harry Blount—, pero Strogoff es hombre muerto. En su propio interés hubiera hecho mejor no acordándose tan pronto.

—¿Y dejar morir a su madre bajo el knut?

—¿Cree usted que tanto ella como su hermana correrán mejor suerte con su comportamiento?

—Yo no creo nada; yo no sé nada —respondió Alcide Jolivet—. ¡Únicamente sé lo que yo hubiera hecho en su lugar! ¡Qué cicatriz! ¡Qué diablos, es necesario que a uno le hierva la sangre alguna vez! ¡Dios nos habría puesto agua en las venas, en lugar de sangre, si nos hubiera querido conservar siempre imperturbables ante todo!

—¡Bonito incidente para una crónica! —dijo Harry Blount—. Si Ivan Ogareff quisiera comunicamos el contenido de la carta…

Ivan Ogareff, después de manchar la carta con la sangre que le cubría el rostro, había roto el sello y la leyó y releyó largamente, como si hubiera querido penetrar todo su contenido.

Terminada la lectura, dio órdenes para que Miguel Strogoff fuera estrechamente agarrotado y conducido a Tomsk con los otros prisioneros, tomó el mando de las tropas acampadas en Zabediero y, al ruido ensordecedor de los tambores y trompetas, se dirigió hacia la ciudad donde esperaba el Emir.

4

La entrada triunfal

Tomsk, fundada en 1604, casi en el corazón mismo de las provincias siberianas, es una de las más importantes ciudades de la Rusia asiática. Tobolsk, situada por encima del paralelo sesenta, e Irkutsk, que se levanta más allá del meridiano cien, han visto crecer Tomsk a sus expensas.

Sin embargo, Tomsk, como queda dicho, no es la capital de esta importante provincia, sino que es en Omsk en donde reside el gobernador general y todos los elementos oficiales.

Pese a ello, Tomsk es la ciudad más importante de este territorio, que limita con los montes Altai, es decir, en la frontera china del país de los jalcas. Desde las pendientes de estas montañas son incesantemente transportados hasta el valle del Tom cargamentos de platino, oro, plata, cobre y plomo aurífero. Siendo tan rico el país, la ciudad también lo es, porque es el centro de estas fructíferas explotaciones. De ahí el lujo de sus mansiones, de sus mobiliarios y de sus costumbres, que puede rivalizar con las más grandes capitales de Europa.

 

Es una ciudad de millonarios enriquecidos por el pico y la pala que, si no tiene el honor de ser la residencia de los representantes del Zar, tiene el consuelo de contar con los más importantes hombres de negocios que residen en la ciudad concesionaria de minas más importantes del gobierno imperial.

Antiguamente Tomsk pasaba por estar situada en el fin del mundo, y si se quería ir a ella había que hacer todo un largo viaje. Pero en la actualidad esto no es más que un simple paseo, cuando el país no está hollado por las plantas de los invasores. Pronto será construido el ferrocarril que la enlazará con Perm, atravesando la cadena de los Urales.

¿Es bonita la ciudad? Hay que convenir en que los viajeros no están de acuerdo con este punto de vista. La señora de Bourboulon, que permaneció varios días en ella durante su viaje desde Shangai a Moscú, la describe como una ciudad poco pintoresca. Si nos atenemos a su descripción, ésta es una ciudad insignificante, con viejas casas de piedra y ladrillo, con calles estrechas y muy diferentes de las que se encuentran ordinariamente en las ciudades siberianas más importantes; sucios barrios donde se amontonan particularmente los tártaros y en los cuales pululan con toda tranquilidad los borrachos, «cuya embriaguez es apática, como la de todos los pueblos del norte».

El viajero Henri Russel-Killough, sin embargo, se declara entusiasta admirador de Tomsk. ¿Será a causa de que la visitó en pleno invierno, cuando la ciudad está bajo su manto de nieve, y la señora Bourboulon la visitó durante el verano? Podría ser, lo cual confirmaría la opinión de que ciertos países fríos no pueden apreciarse en toda su belleza más que durante la estación fría, como ciertos países cálidos, durante la estación calurosa.

Sea como fuere, el señor Russel-Killough afirmó positivamente que Tomsk no es solamente la más hermosa ciudad de Siberia, sino una de las más hermosas ciudades del mundo, con sus casas de columnas y peristilos, sus aceras de madera, sus calles largas y regulares y sus quince magníficas iglesias que se reflejan en las aguas del Tom, más largo que ningún río de Francia.

La verdad está seguramente en el término medio de las dos opiniones. Tomsk cuenta con una población de veinticinco mil habitantes y está pintorescamente situada sobre una amplia colina, cuyo declive es bastante áspero.

Pero la ciudad más hermosa del mundo se convierte en la más fea cuando se ve ocupada por invasores. ¿Quién hubiera querido admirarla en esta época? Defendida únicamente por varios batallones de cosacos a pie, que residen allí permanentemente, no había podido resistir los ataques de las columnas del Emir. Una cierta parte de su población, que es de origen tártaro, no había acogido desfavorablemente a esas hordas de tártaros como ellos y, en estos momentos, Tomsk no parecía ser más rusa o más siberiana que en el caso de que hubiera sido trasladada al centro de los khanatos de Khokhand o de Bukhara.

Era, pues, en Tomsk donde el Emir iba a recibir a sus tropas victoriosas. Una fiesta con cantos, danzas y fantasías, seguida de una ruidosa orgía, iba a celebrarse en honor de estas tropas.

El teatro elegido para la ceremonia, dispuesto siguiendo el gusto asiático, era un vasto anfiteatro situado sobre una parte de la colina, que domina a un centenar de pies el curso del Tom. Todo este horizonte, con su amplia perspectiva de elegantes mansiones y de iglesias con sus ventrudas cúpulas, los numerosos meandros del río y los bosques sumergidos en la cálida bruma, aparecía todo dentro de un admirable cuadro de verdor que le proporcionaban algunos soberbios grupos de pinos y de gigantescos cedros.

A la izquierda del anfiteatro se había levantado una especie de brillante decorado, representando un palacio de bizarra arquitectura —sin duda, imitaba algún espécimen de esos monumentos bukharlanos, semimoriscos y semitártaros—, colocado provisionalmente sobre anchas terrazas. Por encima de ese palacio, en la punta de los minaretes de que estaba erizado por todas partes, entre las ramas más altas de los árboles que daban sombra al anfiteatro, revoloteaban a centenares las cigüeñas domésticas que habían llegado de Bukhara siguiendo al ejército tártaro.

Estas terrazas estaban reservadas para la corte del Emir, los khanes aliados suyos, los grandes dignatarios de los khanatos y los harenes de cada uno de estos soberanos del Turquestán.

De estas sultanas, cuya mayor parte no son más que esclavas compradas en los mercados de Transcaucasia o Persia, unas tenían el rostro descubierto y otras llevaban un velo que las ocultaba a todas las miradas, pero todas iban vestidas con un lujo extremo. Sus elegantes túnicas, cuyas mangas recogidas hacia atrás anudábanse a la manera del puf europeo, dejaban ver sus brazos desnudos, cuajados de brazaletes unidos por cadenas de piedras preciosas, y sus diminutas manos, en cuyos dedos brillaban las uñas pintadas con jugo de henneb. Al menor movimiento de sus túnicas, unas de seda, comparables por su suavidad a las telas de araña, y otras de flexible aladja, que es un tejido de algodón a rayas estrechas, percibíase el fru-fru tan agradable a los oídos de los orientales. Bajo estos vestidos llevaban brillantes faldas de brocado que cubrían el pantalón de seda, sujeto un poco más arriba de sus finas botas, de graciosas formas y bordadas de perlas. Algunas de las mujeres que no iban cubiertas con velos mostraban sus cabellos hermosamente trenzados, que escapaban de sus turbantes de colores variados, ojos admirables, dientes magníficos y tez brillante, cuya belleza acrecentaba la negrura de sus cejas, unidas por un ligero tinte artificial y sus párpados pintados con lápiz.

Al pie de las terrazas, abrigadas por estandartes y oriflamas, vigilaba la guardia personal del Emir, con su doble sable curvado pendiendo de la cadera, puñal en la cintura y lanza de diez pies de longitud en la mano. Algunos de estos tártaros llevaban bastones blancos y otros eran portadores de enormes alabardas, adornadas con cintas de plata y oro.

En todo el contorno, hasta los últimos planos de este vasto anfiteatro, sobre los escarpados taludes cuya base bañaba el Tom, se amontonaba una multitud cosmopolita, compuesta por todos los elementos oriundos de Asia central. Allí estaban los usbecks con sus grandes gorros de piel de oveja negra, su barba roja, sus ojos grises y sus arkaluk, especie de túnica cortada a la moda tártara; allí se encontraban los turcomanos, vestidos con su traje nacional, consistente en pantalón ancho de color claro, dormán y manto de piel de camello, gorro rojo, cónico o plano, botas altas de cuero de Rusia y el puñal suspendido de la cintura por medio de una correa; allí, cerca de sus dueños, agrupábanse las mujeres turcomanas que, llevando en los cabellos postizos de pelo de cabra en forma de trenzas, dejaban ver bajo la djuba rayada en azul, púrpura y verde la camisa abierta, y mostraban sus piernas adornadas con cintas de colores, entrecruzadas desde las rodillas hasta los chanclos de cuero; y, como si todos los pueblos de la frontera ruso-china se hubiesen levantado a la voz del Emir, veíanse también allí manchúes con la frente y las sienes rasuradas, los cabellos trenzados, las túnicas largas, camisa de seda ajustada al cuerpo por medio de un cinturón y gorros ovales de satén de color cereza, bordados en negro y con franjas rojas, y, con ellos, los admirables tipos de las mujeres manchúes, coquetonamente adornadas con flores artificiales prendidas con agujas de oro y mariposas delicadamente posadas sobre sus negras cabelleras. Completaban aquella multitud invitada a la fiesta tártara numerosos mongoles, bukharianos, persas y chinos del Turquestán.

Únicamente los siberianos faltaban a esta recepción dada por los invasores. Los que no habían podido huir estaban confinados en sus casas, con el temor de que Féofar-Khan ordenase el pillaje de la ciudad como digno remate a esta ceremonia triunfal.

A las cuatro, el Emir hizo su entrada en la plaza, bajo el ensordecedor ruido de las trompetas, de los tambores y las descargas de artillería y fusilería.

Féofar montaba sobre su caballo favorito, que ostentaba en la cabeza un penacho de diamantes.

El Emir se había puesto su traje de guerra y a su lado marchaban los khanes de Khokhand y de Kunduze, los grandes dignatarios de los khanatos y todo su numeroso estado mayor.

En ese momento hizo su aparición sobre la terraza la favorita de Féofar, la reina, si esta calificación puede darse a los sultanes de los estados bukharianos. Pero, reina o esclava, esta mujer de origen persa era admirablemente bella. Contrariamente a la costumbre mahometana y, seguramente, por capricho del Emir, llevaba el rostro descubierto. Su cabellera, Partida en cuatro partes, acariciaba sus hombros de brillante blancura, apenas cubiertos con un velo de seda laminado en oro que, por detrás, iba sujeto a un gorro recamado de piedras preciosas de incalculable valor. Bajo su falda de seda azul, con anchas rayas de tonos más oscuros, caía el zir-djameh, de gasa de seda, y por encima de la cintura sobresalía el pirahn, camisa del mismo tejido que se abría graciosamente subiendo alrededor de su cuello; pero desde la cabeza a los pies, calzados con pantuflas persas, era tal la profusión de joyas, tomines de oro enhebrados en hilos de plata, rosarios de turquesas firuzehs extraídas de las célebres minas de Elburz, collares de cornalinas, de ágatas, de esmeraldas, de ópalos y de zafiros que llevaba sobre su corpiño y su falda, que parecía que estas prendas estaban tejidas con piedras preciosas. En cuanto a los millares de diamantes que brillaban en su cuello, brazos, manos, cintura y pies, millones de rublos no hubieran bastado para pagar su valor y, a la intensidad de los fulgores que despedían, se hubiera podido creer que en el interior de cada uno de ellos, una corriente eléctrica provocaba un arco voltaico hecho de rayo de sol.

El Emir y los khanes pusieron pie a tierra, al igual que los dignatarios que componían su cortejo, ocupando todos ellos su sitio en una magnífica tienda elevada en el centro de la primera terraza. Delante de la tienda, como siempre, el Corán estaba sobre la mesa sagrada.

El lugarteniente de Féofar-Khan no se hizo esperar y, antes de las cinco, los sones de las trompetas anunciaron su llegada.

Ivan Ogareff —el «cariacuchillado», como ya se le llamaba—, vistiendo esta vez uniforme de oficial tártaro, llegó a caballo frente a la tienda del Emir. Iba acompañado por una parte de los soldados del campamento de Zabediero, que situaron a los lados de la plaza, en medio de la cual no quedaba más que el espacio justo reservado a los espectáculos.

En el rostro del traidor se veía una ancha cicatriz que cruzaba oblicuamente su mejilla de parte a parte.

Ivan Ogareff presentó al Emir a sus principales oficiales y Féofar-Khan, sin apartarse de la frialdad que constituía el fondo de su rango, los acogió de manera que quedaron satisfechos del recibimiento.

Esa fue, al menos, la impresión de Harry Blount y Alcide Jolivet, los dos inseparables que ahora se habían asociado para la caza de noticias.

Después de haber dejado Zabediero, habían llegado a Tomsk con toda rapidez. Su proyecto era abandonar cuanto antes la compañía de los tártaros y unirse a cualquier cuerpo de ejército ruso lo más pronto posible y, si podían, llegar con ellos hasta Irkutsk.

Lo que habían visto de la invasión, sus incendios, pillaje y muertes, les había horrorizado profundamente y sentían el deseo de encontrarse entre las filas del ejército siberiano.

Sin embargo, Alcide Jolivet había hecho comprender a su colega que no podían abandonar Tomsk sin tomar algunas notas sobre aquella entrada triunfal de las tropas tártaras —aunque sólo fuera para satisfacer la curiosidad de su prima—, y Harry Blount se decidió a quedarse durante unas horas; pero la misma tarde debían partir ambos para volver sobre la ruta de Irkutsk y, bien montados como iban, esperaban adelantarse a los exploradores del Emir.

Alcide Jolivet y Harry Blount estaban, pues, mezclados entre la multitud y miraban la forma de no perderse ningún detalle de una fiesta que les proporcionaría motivo para una buena crónica. Admiraron la magnificencia de Féofar-Khan, sus mujeres, sus oficiales, su guardia y toda esa pompa oriental, de la que las ceremonias europeas no pueden dar ni una ligera idea. Pero se volvieron con desprecio cuando Ivan Ogareff se presentó ante el Emir y esperaron, con cierta impaciencia, a que la fiesta comenzase.

 

—Lo ve usted, mi querido Blount —dijo Alcide Jolivet—, hemos venido demasiado pronto, como buenos burgueses que velan por su dinero. Todo esto no es más que un levantamiento de telón y hubiera sido de mejor gusto llegar en el momento que comenzase el ballet.

—¿Qué ballet? —preguntó Harry Blount.

—¡El ballet obligatorio, pardiez! Pero creo que va a levantarse el telón.

Alcide Jolivet hablaba como si se encontrase en la ópera y, sacando sus gemelos se preparó a observar, como buen entendido, a las primeras figuras de la troupe de Féofar.

Pero una penosa ceremonia iba a proceder a las diversiones.

En efecto, el triunfo del vencedor no podía ser completo sin la humillación pública de los vencidos, por lo que varios centenares de prisioneros, conducidos a latigazos por los soldados, fueron obligados a desfilar delante de Féofar-Khan y sus aliados, antes de ser encerrados con el resto de sus compañeros en la cárcel de la ciudad.

Entre aquellos prisioneros figuraba, en primera fila, Miguel Strogoff, que iba especialmente custodiado por un pelotón de soldados. Su madre y Nadia estaban también allí.

La vieja siberiana, siempre tan enérgica cuando se trataba de sus propios sufrimientos, tenía ahora el rostro horriblemente pálido. Esperaba alguna horrible escena, porque su hijo no había sido conducido ante el Emir sin una razón determinada. Temía por él. Ivan Ogareff había sido golpeado públicamente con el knut que ya se había levantado sobre ella y no era hombre que perdonase las ofensas. Su venganza no tendría piedad. Algún insoportable suplicio, habitual en los bárbaros de Asia central, amenazaba con certeza a Miguel Strogoff. Si Ivan Ogareff había impedido que lo mataran los soldados que se habían lanzado sobre él, era porque sabía muy bien lo que hacía reservándole a la justicia del Emir.

Además, madre e hijo no habían podido hablarse después de la funesta escena del campamento de Zabediero, porque les mantenían implacablemente separados el uno del otro. Esto agravaba aún más sus penas, las cuales se hubieran suavizado de haber podido vivir juntos unos pocos días de cautiverio. Marfa Strogoff hubiera querido pedir perdón a su hijo por todo el mal que le había causado involuntariamente, ya que se acusaba a sí misma de no haber sabido dominar sus sentimientos maternales. ¡Si hubiera sabido contenerse en Omsk, en aquella parada de posta, cuando se encontró cara a cara con él, Miguel Strogoff hubiera pasado sin ser reconocido y cuántas desgracias hubieran evitado!

Y Miguel Strogoff pensaba, por su parte, que si su madre estaba allí, era para que sufriera también su propio suplicio. ¡Puede que, como a él, le estuviera reservada una espantosa muerte!

En cuanto a Nadia, se preguntaba qué podía hacer para salvar a uno y otra; cómo poder ayudar al hijo y a la madre. No sabía qué cosa imaginar, pero presentía vagamente que antes que nada debía evitar llamar la atención sobre ella. ¡Era preciso disimular, hacerse pequeña! Puede que entonces pudiera romper la red que aprisionaba al león. En cualquier caso, si se le presentara cualquier ocasión, intentaría aprovecharla aunque tuviera que sacrificar su vida por el hijo de Marfa Strogoff.

Mientras tanto, la mayor parte de los prisioneros acababa de desfilar por delante del Emir y, al pasar por delante de él, cada uno de los cautivos había tenido que postrarse, clavando la frente en el suelo en señal de servidumbre. ¡La esclavitud comenzaba por la humillación! Cuando alguno de aquellos infortunados era demasiado lento al inclinarse, las rudas manos de los guardias les lanzaban violentamente contra el suelo.

Alcide Jolivet y su compañero no podían presenciar parecido espectáculo sin experimentar una verdadera indignación.

—¡Es infame! ¡Vámonos! —dijo Alcide Jolivet.

—¡No! —respondió Harry Blount—. ¡Es preciso verlo todo!

—¡Verlo todo…! ¡Ah! —gritó de pronto Alcide Jolivet, agarrando el brazo de su compañero.

—¿Qué le pasa? —preguntó Harry Blount.

—¡Mire, Blount! ¡Es ella!

—¿Ella?

—¡La hermana de nuestro compañero de viaje! ¡Sola y prisionera! ¡Es preciso salvarla!

—Conténgase —respondió Harry Blount fríamente—. Nuestra intervención en favor de esta joven podría serle más perjudicial todavía.

Alcide Jolivet, que ya estaba presto para lanzarse, se detuvo, y Nadia, que no les había visto porque llevaba el rostro medio velado por sus cabellos, pasó por delante del Emir sin llamar su atención.

Después de Nadia llegó Marfa Strogoff y, como no se lanzó al suelo con suficiente rapidez, los guardias la empujaron brutalmente.

Marfa Strogoff cayó al suelo.

Su hijo tuvo un movimiento tan terrible que los soldados que le guardaban apenas pudieron dominarlo.

Pero la vieja Marfa se levantó y ya iba a retirarse cuando intervino Ivan Ogareff, diciendo:

—¡Que se quede esta mujer!

En cuanto a Nadia, fue devuelta entre la multitud de prisioneros sin que la mirada de Ivan Ogareff se posara sobre ella.

Miguel Strogoff fue entonces empujado delante del Emir y allí se quedó de pie, sin bajar la vista.

—¡La frente a tierra! —le gritó Ivan Ogareff.

—¡No! —respondió Miguel Strogoff.

Dos guardias quisieron obligarle a inclinarse, pero fueron ellos los que se vieron lanzados contra el suelo por la fuerza de aquel robusto joven.

Ivan Ogareff avanzó hacia Miguel Strogoff, diciéndole:

—¡Vas a morir!

—¡Yo moriré —respondió fieramente Miguel Strogoff—, pero tu rostro de traidor, Ivan, llevará para siempre la infamante marca del knut!

Ivan Ogareff, al oír esta respuesta, palideció intensamente.

—¿Quién es este prisionero? —preguntó el Emir con una voz que por su calma era todavía más amenazadora.

—Un espía ruso —respondió Ivan Ogareff.

Al hacer de Miguel Strogoff un espía ruso, sabía que la sentencia dictada contra él sería terrible.

Miguel Strogoff se había lanzado sobre Ivan Ogareff, pero los soldados lo retuvieron.

El Emir hizo entonces un gesto ante el cual se inclinó toda la multitud. Después, a una señal de su mano, le llevaron el Corán; abrió el libro sagrado y puso un dedo sobre una de las páginas.

Para el pensamiento de aquellos orientales, era el destino, o mejor aún, el mismo Dios, quien iba a decidir la suerte de Miguel Strogoff. Los pueblos de Asia central dan el nombre de fal a esta práctica. Después de haber interpretado el sentido del versículo que había tocado el dedo del juez, aplicaban la sentencia, cualquiera que fuese.

El Emir había dejado su dedo apoyado sobre la página del Corán. El jefe de los ulemas, aproximándose, leyó en voz alta un versículo que terminaba con estas palabras.

«Y no verá más las cosas de la tierra.»

—Espía ruso —dijo Féofar-Khan—, has venido para ver lo que pasa en un campamento tártaro ¡Pues abre bien los ojos! ¡Ábrelos!

5

«¡Abre bien los ojos! ¡Ábrelos!»

Miguel Strogoff, con las manos atadas, era mantenido frente al trono del Emir, al pie de la terraza.

Su madre, vencida al fin por tantas torturas físicas y morales, se había desplomado, no osando mirar ni escuchar nada.

«¡Abre bien los ojos! ¡Ábrelos!», había dicho Féofar-Khan, tendiendo el amenazador dedo hacia Miguel Strogoff.

Sin duda, Ivan Ogareff, que estaba al corriente de las costumbres tártaras, había comprendido el significado de aquellas palabras, porque sus labios se habían abierto durante un instante con una cruel sonrisa. Después, había ido a situarse tras Féofar-Khan.

Un toque de trompetas se dejó oír enseguida. Era la señal de que comenzaba el espectáculo.

—¡He aquí el ballet! —dijo Alcide Jolivet a Harry Blount—, pero contrariamente a todas las costumbres, estos bárbaros lo dan antes del drama.