Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

Tekst
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

Ivan Ogareff no pestañeó y, montando en su caballo, se puso a la cabeza de su escolta, desapareciendo enseguida en una nube de polvo.

—Y bien, señor Jolivet, ¿qué piensa de Ivan Ogareff, general en jefe de las fuerzas tártaras? —preguntó Harry Blount.

—Pienso, querido colega, que ese huschbegui tuvo un gesto muy hermoso cuando ordenó que no nos cortaran la cabeza.

Fuera cual fuese el motivo que hubiera tenido Ivan Ogareff para tratar de aquella manera a los dos corresponsales, el caso es que estaban libres y que podían recorrer a su gusto el teatro de la guerra. Así que su intención era no abandonar la partida.

Aquella especie de antipatía que les enfrentaba en otro tiempo se había convertido en una amistad sincera. Unidos por las circunstancias, no deseaban ya separarse y las mezquinas cuestiones de rivalidad profesional estaban enterradas para siempre. Harry Blount no podía olvidar lo que debía a su compañero, el cual no se lo recordaba en ninguna ocasión y, en suma, aquel acercamiento, al facilitar las operaciones necesarias para los reportajes, redundaría en beneficio de sus lectores.

—Y ahora —preguntó Harry Blount—, ¿qué vamos a hacer de nuestra libertad?

—¡Abusar, pardiez! —respondió Alcide Jolivet—. Irnos tranquilamente a Tomsk a ver lo que pasa.

—¿Hasta el momento, que espero sea pronto, en que podamos unirnos a cualquier cuerpo de ejército ruso?

—¡Usted lo ha dicho, mi querido Blount! No es preciso tartarizarse demasiado. El buen papel es todavía para aquellos cuyos ejércitos llevan la civilización, y es evidente que los pueblos de Asia central lo tienen todo que perder y absolutamente nada que ganar en esta invasión. Pero los rusos responderán bien. No es más que cuestión de tiempo.

Sin embargo, la llegada de Ivan Ogareff, que acababa de dar la libertad a Alcide Jolivet y Harry Blount, era, por el contrario, un grave peligro para Miguel Strogoff. Si el destino ponía al correo del Zar en presencia de Ivan Ogareff, éste no dejaría de reconocerlo como el viajero al que tan brutalmente había golpeado en la parada de posta de Ichim y, aunque Miguel Strogoff no respondió al insulto como hubiera hecho en cualquier otra circunstancia, atraería la, atención sobre él, todo lo cual dificultaba la ejecución de sus proyectos.

Ahí estaba el aspecto desagradable que significaba la presencia de Ivan Ogareff.

No obstante, una feliz circunstancia que provocó su llegada fue la orden dada de levantar aquel mismo día el campamento y trasladar a Tomsk el cuartel general.

Esto significaba el cumplimiento del más vivo deseo de Miguel Strogoff. Su intención, como se sabe, era llegar a Tomsk confundido entre el resto de los prisioneros; es decir, sin riesgo de caer en manos de los exploradores que hormigueaban en las inmediaciones de aquella importante ciudad. Sin embargo, a causa de la llegada de Ivan Ogareff y ante el temor de ser reconocido por él, debió de preguntarse si no le convendría renunciar a aquel primer proyecto e intentar huir durante el viaje.

Miguel Strogoff iba, sin duda, a decidirse por esta segunda solución, cuando supo que Féofar-Khan e Ivan Ogareff habían partido ya hacia la ciudad, al frente de algunos millares de jinetes.

—Esperaré, pues —se dijo—, a menos que se me presente alguna ocasión excepcional para huir. Las oportunidades malas son numerosas más acá de Tomsk, mientras que más allá crecerán las buenas, ya que en varias horas habré traspasado los puestos más avanzados de los tártaros hacia el este. ¡Tres días de paciencia aún y que Dios venga en mi ayuda!

Efectivamente, era un viaje de tres días el que los prisioneros, bajo la vigilancia de un numeroso destacamento de tártaros, debía hacer a través de la estepa. Ciento cincuenta verstas separaban el campamento de la ciudad y el viaje era fácil para los soldados del Emir, que tenían abundancia de todo, pero muy penoso para aquellos desgraciados, debilitados ya por las privaciones. Más de un cadáver jalonaría aquella ruta siberiana.

A las dos de la tarde de aquel 12 de agosto, con una temperatura muy elevada y bajo un cielo sin nubes, el toptschi-baschi dio la orden de partir.

Alcide Jolivet y Harry Blount, después de comprar dos caballos, habían tomado ya la ruta de Tomsk, en donde la lógica de los acontecimientos iba a reunir a los principales protagonistas de esta historia.

Entre los numerosos prisioneros que Ivan Ogareff había conducido al campamento tártaro, había una anciana mujer cuya taciturnidad hasta parecía aislarla en medio de todos aquellos que compartían su desgracia. Ni una sola queja salía de sus labios. Se hubiera dicho que era la imagen del dolor. Aquella mujer, casi siempre inmóvil, más estrechamente vigilada que ningún otro prisionero, era, sin que ella pareciera darse cuenta, observada por la gitana Sangarra. Pese a su edad, había tenido que seguir a pie al convoy de prisioneros, sin que nada atenuara sus miserias.

Sin embargo, algún providencial designio había situado a su lado a un ser valiente, caritativo, hecho para comprenderla y asistirla. Entre sus compañeros de infortunio había una joven, notable por su belleza y por su impasividad, que no cedía en nada a la de la anciana siberiana, que parecía haberse impuesto la tarea de velar por ella. Ninguna palabra habían cruzado las dos cautivas, pero la joven se encontraba siempre cerca de la anciana en todos los momentos en que su ayuda podía serle útil.

Marfa Strogoff no había aceptado enseguida, sin desconfiar, los cuidados que le prodigaba aquella desconocida. Sin embargo, poco a poco, la evidente rectitud de la mirada de la joven, su reserva y la misteriosa simpatía que un dolor común establece entre los que sufren iguales infortunios, habían hecho desvanecer la frialdad altanera de Marfa Strogoff.

Nadia —porque era ella—, había podido así, sin conocerla, dar a la madre los cuidados y atenciones que había recibido del hijo. Su instintiva bondad la había inspirado doblemente porque al socorrer a la anciana, aseguraba a su juventud y belleza la protección de la edad de la vieja prisionera. En medio de aquella multitud de infelices a los que los sufrimientos habían agriado el carácter, el grupo silencioso que formaban las dos mujeres, una de las cuales parecía la abuela y la otra la nieta, imponía a todos cierto respeto.

Nadia, después de ser arrojada por los exploradores tártaros sobre una de sus barcas, fue conducida a Omsk. Retenida como prisionera en la ciudad, participó de la suerte de todos los que la columna de Ivan Ogareff había capturado hasta entonces y, por consecuencia, de la propia suerte de Marfa Strogoff.

De no haber sido tan enérgica, Nadia hubiera sucumbido a aquel doble golpe que acababa de recibir. La interrupción de su viaje y la muerte de Miguel Strogoff la habían, a la vez, desesperado y enardecido. Alejada quizá para siempre de su padre, después de tantos esfuerzos para hallarle y, para colmo de dolor, separada del intrépido compañero al que el mismo Dios parecía haber puesto en su camino para conducirla hasta el final, lo había perdido todo de repente y en un mismo golpe.

La imagen de Miguel Strogoff, cayendo ante sus ojos víctima de un golpe de lanza y desapareciendo en las aguas del Irtyche, no abandonaba su pensamiento. ¿Cómo había podido morir así un hombre como aquél? ¿Para quién reservaba Dios sus milagros si un hombre tan justo, al que a ciencia cierta impulsaba un noble deseo, había podido ser tan miserablemente detenido en su marcha? Algunas veces la cólera superaba a su dolor y cuando le venía a la memoria la escena de la afrenta tan extrañamente sufrida por su compañero en la parada de posta de Ichim, su sangre hervía a borbotones.

«¿Quién vengará a ese muerto que no puede vengarse a sí mismo?», se decía.

Y, dirigiéndose a Dios con todo su corazón, exclamaba:

—¡Señor, haz que sea yo quien lo vengue!

¡Si al menos, antes de morir, Miguel Strogoff le hubiera confiado su secreto! ¡Si aun siendo mujer, casi niña, ella hubiera podido llevar a buen fin la tarea interrumpida de este hermano que Dios no hubiera debido darle, puesto que tan pronto se lo había quitado…!

Absorta en estos pensamientos, se comprende que Nadia se volviera insensible a las miserias de su cautiverio.

Fue entonces cuando el azar, sin que ella lo hubiera sospechado, la había reunido con Marfa Strogoff. ¿Cómo podía imaginar que aquella anciana mujer, prisionera como ella, fuera la madre de su compañero, el cual no había sido nunca para ella más que el comerciante Nicolás Korpanoff? Y, por su parte, ¿cómo Marfa Strogoff habría podido adivinar que un lazo de gratitud unía a aquella joven con su hijo?

Lo que impresionó a Nadia y a Marfa Strogoff fue la especie de secreta conformidad en la manera con que cada una, por su parte, soportaba su dura condición. Esa indiferencia estoica de la vieja mujer hacia los dolores materiales de su vida cotidiana, el desprecio por los sufrimientos corporales, Marfa no podía superarlos más que por un dolor moral igual al suyo. Eso era lo que pensó Nadia y no se equivocó.

Fue, pues, una simpatía instintiva por aquella parte de sus miserias que Marfa Strogoff no mostraba jamás, lo que impulsó enseguida a Nadia hacia ella. Esa forma de soportar sus males iba en armonía con el alma valiente de la joven, por eso no le ofreció sus servicios, sino que se los dio. Marfa no tuvo que rehusarlos ni aceptarlos.

En los trozos en que el camino se hacía difícil, allí estaba Nadia para ayudarla con sus brazos. A las horas de la distribución de víveres, la anciana no se movía, pero la joven compartía con ella su escaso alimento y fue así como aquel penoso viaje fue de mutuo consuelo, tanto para una como para la otra.

 

Gracias a su joven compañera, Marfa Strogoff pudo seguir en el convoy de prisioneros, sin ser atada al arzón de una silla como tantos otros desgraciados, arrastrados así sobre ese camino de dolor.

—Que Dios te recompense, hija mía, de lo que haces por mis viejos años —le dijo una vez Marfa Strogoff, y éstas fueron, durante algún tiempo, las únicas palabras que se cruzaron entre las dos infortunadas mujeres.

Durante aquellos días (que les parecieron largos como siglos), la anciana y la joven parecía lógico que se sintieran impulsadas a comentar entre ellas su recíproca situación. Pero Marfa Strogoff, por una circunspección fácil de comprender, no había hablado, y aun con mucha brevedad, más que sobre sí misma. No había hecho ninguna alusión ni a su hijo ni al funesto encuentro que les había puesto cara a cara.

Nadia, por su parte, también permaneció, si no muda, sin pronunciar ninguna palabra inútil. Sin embargo, un día, sintiendo que estaba delante de un alma sencilla y noble, su corazón se desbordó y contó a la anciana, sin ocultar ningún detalle, todos los acontecimientos, tal como habían sucedido desde su salida de Wladimir hasta la muerte de Nicolás Korpanoff. Lo que dijo de su joven compañero interesó vivamente a la anciana siberiana.

—¡Nicolás Korpanoff! —dijo—. Háblame de ese Nicolás. No sé más que era un hombre, uno sólo entre toda la juventud de estos tiempos, en el que no me extraña una conducta tal. ¿Nicolás Korpanoff era su verdadero nombre? ¿Estás segura, hija mía?

—¿Por qué tenía que engañarme sobre este punto si no lo había hecho en ningún otro? —respondió Nadia.

Sin embargo, impulsada por una especie de presentimiento, Marfa Strogoff dirigía a Nadia pregunta tras pregunta.

—¿Dijiste que era intrépido, hija mía? ¡Has demostrado que lo era!

—¡Sí, intrépido! —respondió Nadia.

«¡Así se hubiera portado mi hijo!», repetía Marfa Strogoff para sí.

Después continuó la conversación:

—Me has dicho también que nada le detenía, que nada le acobardaba, que era dulce en su misma fortaleza, que tenías en él tanto como un hermano y que ha velado por ti como una madre…

—¡Sí, sí! —dijo Nadia—. ¡Hermano, hermana, madre, lo ha sido todo para mí!

—¿También, un león defendiéndote?

—¡Un león de verdad! ¡Sí, un león, un héroe!

«Mi hijo, mi hijo», pensaba la anciana siberiana.

—Pero, sin embargo, me has dicho que soportó una terrible afrenta en esa casa de postas de Ichim.

—La soportó —respondió Nadia bajando la cabeza.

—¿La soportó? —murmuró Marfa Strogoff estremeciéndose.

—¡Madre, madre! —gritó Nadia—. ¡No lo condene! ¡Tenía un secreto! ¡Un secreto del cual sólo Dios, a estas horas, es juez!

—¿Y en aquel momento de humillación, le despreciaste? —preguntó Marfa, levantando la cabeza y mirando a Nadia como si hubiera querido leer hasta en lo más profundo de su alma.

—¡Le admiré sin comprenderlo! —respondió la joven—. ¡Nunca le vi tan digno de respeto!

La anciana calló unos instantes.

—¿Era alto? —preguntó después.

—Muy alto.

—Y muy guapo, ¿no es así? Vamos, habla, hija mía.

—Era muy guapo —respondió Nadia, enrojeciendo.

—¡Era mi hijo! ¡Te digo que era mi hijo! —grito la anciana abrazando a la joven.

—¡Tu hijo! ¡Tu hijo! —exclamó Nadia, confusa.

—¡Vamos! —dijo Marfa—. ¡Termina, hija mía! ¿Tu compañero, tu amigo, tu protector, tenía madre? ¿No te habló nunca de su madre?

—¿De su madre? —replicó Nadia—. Me hablaba de su madre a menudo, como yo le hablaba de mi padre; siempre, todos los días. ¡Él adoraba a su madre!

—¡Nadia, Nadia! ¡Acabas de contarme la historia de mi hijo! —dijo la anciana, agregando impetuosamente—. ¿No debía ver en Omsk a esa madre a la que tanto dices que adoraba?

—No —respondió la joven—, no debía verla.

—¿No? —gritó la anciana—. ¿Te atreves a decirme que no?

—Lo he dicho, pero me falta añadir que, por motivos muy poderosos que yo desconozco, comprendí que Nicolás Korpanoff debía atravesar el país en el más absoluto secreto. Para él era una cuestión de vida o muerte, más aún, un compromiso de deber y de honor.

—Una cuestión de deber, en efecto; de imperioso deber —dijo Marfa Strogoff—, de esos deberes a los que se sacrifica todo; de esos que, para llevarlos a cabo, se rechaza todo, hasta la alegría de dar un beso, que puede ser el último, a su vieja madre. Todo lo que no sabes, Nadia, todo lo que ni yo misma sabía, lo sé ahora. ¡Tú me lo has hecho comprender todo! Pero la luz que has hecho penetrar hasta lo más profundo de las tinieblas de mi corazón, esa luz, yo no puedo hacer que entre en el tuyo. El secreto de mi hijo, Nadia, ya que él no te lo ha revelado, es preciso que yo se lo guarde. ¡Perdóname, Nadia! ¡El bien que me has hecho no te lo puedo devolver!

—Madre, yo no le pregunto nada —replicó Nadia.

Todo quedaba, de este modo, explicado para la vieja siberiana; todo, hasta la inexplicable conducta de su hijo cuando la vio en el albergue de Omsk, en presencia de los testigos de su encuentro. Ya no existía la menor duda de que el compañero de la joven era Miguel Strogoff, al que una misión secreta, algún importante mensaje secreto que tenía que llevar a través de las comarcas invadidas, le obligaba a ocultar su calidad de correo del Zar.

«¡Ah, mi valeroso niño! —pensó Marfa Strogoff—. ¡No, no te traicionaré y las torturas no podrán arrancarme jamás que fue a ti a quien vi en Omsk!»

Marfa Strogoff habría podido, con una sola palabra, pagar a Nadia toda la devoción que le había demostrado. Hubiera podido decirle que su compañero Nicolás Korpanoff o, lo que era lo mismo, Miguel Strogoff, no había muerto entre las aguas del Irtyche, ya que varios días después de aquel incidente, ella lo había encontrado y le había hablado…

Pero se contuvo y guardó silencio, limitándose a decir:

—¡Espera, hija mía! ¡La desgracia no se cebará siempre sobre ti! ¡Tengo el presentimiento de que verás a tu padre y, tal vez aquel que te dio el nombre de hermana no haya muerto! ¡Dios no puede permitir que haya perecido tan noble compañero…! ¡Espera, hija mía, espera! ¡Haz como yo! ¡El luto que llevo no es por mi hijo!

3

Golpe por golpe

Tal era entonces la situación de Marfa Strogoff y de Nadia, la una junto a la otra. La vieja siberiana lo había comprendido todo; y si la joven ignoraba que su añorado compañero aún vivía, por lo menos sabía quién era la mujer a la que había tenido por madre y le daba las gracias a Dios por haberle dado la alegría de poder reemplazar al lado de la prisionera al hijo que había perdido.

Pero lo que ninguna de las dos podía saber es que Miguel Strogoff, cogido prisionero en Kolyvan, formaba parte del mismo convoy y que le llevaban a Tomsk como a ellas.

Los prisioneros que trajera consigo Ivan Ogareff quedaron unidos a los que el Emir tenía ya en el campamento tártaro. Esos desgraciados, rusos o siberianos, militares o civiles, constituían varios millares y formaban una columna que se extendía sobre una longitud de varias verstas. Entre ellos los había que eran considerados más peligrosos y fueron esposados y sujetos a una larga cadena. Había también mujeres y niños atados o suspendidos de los pomos de las sillas de montar, y despiadadamente arrastrados a través del camino. Se les conducía como un rebaño. Los jinetes encargados de su escolta les obligaban a guardar cierto orden y un ritmo de marcha, por lo que muchos de los que quedaban rezagados caían para no levantarse más.

Como consecuencia de esta disposición en la marcha, resultó que Miguel Strogoff, que iba en las primeras filas de los que habían salido del campamento tártaro, es decir, entre los prisioneros hechos en Kolyvan, no podía mezclarse con los prisioneros llegados de Omsk y situados en último lugar. De ahí que no podía suponer la presencia de su madre y de Nadia en el convoy, como ellas no podían sospechar la suya.

El viaje desde el campamento a Tomsk, hecho en aquellas condiciones, bajo el látigo de los soldados, mortal para muchos de los prisioneros, se hacía terrible para todos. Se iba a atravesar la estepa por una ruta más polvorienta todavía, después del paso del Emir y su vanguardia.

Se dio orden de marcha con rapidez y los descansos eran pocos y muy cortos. Aquellas ciento cincuenta verstas que debían franquear bajo un sol abrasador, por muy rápidamente que fueran recorridas, tenían que parecerles interminables.

La comarca que se extiende sobre la derecha del Obi hasta la base de las estribaciones de los montes Sayansk, cuya orientación es de norte a sur, es una comarca muy estéril. Apenas algunos raquíticos y abrasados arbustos rompen de vez en cuando la monotonía de la inmensa planicie. No hay cultivos porque todo es secano y, sin embargo, el agua es lo que más falta hacía a los prisioneros, sedientos por una marcha tan penosa.

Para encontrar una corriente de agua hubiera sido necesario desviarse unas cincuenta verstas hacia el este, hasta el pie mismo de las estribaciones, que determinan la partición de las cuencas del Obi y el Yenisei. Allá discurre el Tom, pequeño afluente del Obi, que pasa por Tomsk antes de perderse en una de las grandes arterias del norte. Allí hubieran tenido agua abundante, una estepa menos árida y una temperatura menos agobiante. Pero los jefes del convoy de prisioneros habían recibido órdenes estrictas de dirigirse a Tomsk por el camino más corto, porque el Emir temía que algunas columnas rusas que pudieran descender de las provincias del norte les atacasen por el flanco, cortándoles el camino. La gran ruta siberiana no costea las orillas del Tom, al menos en la parte comprendida entre Kolyvan y un pequeño pueblo llamado Zabediero, por lo tanto, era preciso seguir esta gran ruta sin acercarse al sitio donde pudiera aplacarse la sed.

Es inútil insistir sobre los sufrimientos de los desgraciados prisioneros. Varios centenares de ellos cayeron sobre la estepa y sus cadáveres debían quedar allí hasta que los lobos, llegado el invierno, devoraran sus últimos restos.

Del mismo modo que Nadia estaba siempre presta a socorrer a la anciana siberiana, Miguel Strogoff, libre de movimientos, prestaba a sus compañeros de infortunio, más débiles que él, todos los cuidados que la situación le permitía.

Daba ánimos a unos, sostenía a otros, se multiplicaba, iba y venía hasta que la lanza de algún soldado le obligaba a volver al sitio que se le había asignado en la fila.

¿Por qué no intentaba la huida? Había decidido, después de pensarlo detenidamente, no lanzarse por la estepa hasta que fuese segura para él, y se había empeñado en la idea de ir hasta Tomsk a expensas del Emir y, decididamente, tenía razón. Viendo los numerosos destacamentos que batían la llanura sobre ambos flancos del convoy, tanto hacia el sur como hacia el norte, era evidente que no hubiese podido recorrer dos verstas sin ser capturado de nuevo. Los jinetes tártaros pululaban por todas partes. Muchas veces hasta parecía que salieran de la tierra semejantes a esos insectos dañinos que la lluvia hace aparecer sobre el suelo como un hormiguero. Además, la huida en esas condiciones hubiera sido extremadamente difícil, si no imposible, porque los soldados de la escolta desplegaban una estrecha vigilancia, ya que se jugaban la cabeza si escapaba alguno de los prisioneros.

Al fin, el 15 de agosto, a la caída de la tarde, el convoy llegaba al pueblecito de Zabediero, a una treintena de verstas de Tomsk. A partir de aquel lugar, la ruta seguía el curso del Tom.

El primer impulso de los prisioneros hubiera sido el precipitarse en las aguas del río, pero los guardianes no les permitieron romper filas hasta que estuviera organizada la parada. Pese a que la corriente del Tom era casi torrencial en esa época, podía favorecer la huida de algunos audaces o desesperados, por lo que fueron tomadas las más severas medidas de vigilancia. Con barcas requisadas en Zabediero se formó una barrera de obstáculos imposible de franquear. En cuanto a la línea del campamento, apoyada en las primeras casas del pueblo, quedaba guardada por un cordón de centinelas igualmente impenetrable.

Miguel Strogoff, que en aquellos momentos habría podido pensar en lanzarse a la estepa, comprendió, después de haber estudiado detenidamente la situación, que sus proyectos de fuga eran casi inejecutables en aquellas condiciones y, no queriendo comprometerse en nada, esperó.

Los prisioneros debían acampar la noche entera a orillas del Tom. Efectivamente, el Emir había aplazado hasta el día siguiente la instalación de sus tropas en la ciudad de Tomsk, decidiendo una fiesta militar que señalara la inauguración del cuartel general tártaro en esta importante ciudad. Féofar-Khan ocupaba ya la fortaleza, pero su ejército vivaqueaba en los alrededores, esperando el momento de hacer su entrada solemne.

 

Ivan Ogareff dejó al Emir en Tomsk, adonde ambos habían llegado la víspera, volviendo al campamento de Zabediero. Desde este punto debía partir al día siguiente la retaguardia del ejército tártaro. Tenía dispuesta una casa para que pasase la noche y, al amanecer, al frente de sus jinetes e infantes, se dirigía hacia Tomsk, en donde el Emir quería recibirle con la pompa que es habitual entre los soberanos asiáticos.

Cuando, por fin, quedó organizada la parada, los prisioneros, destrozados por los tres días de viaje y víctimas de ardiente sed, pudieron apagarla y reposar un poco.

El sol ya se había ocultado, aunque el horizonte todavía estaba iluminado por las luces del crepúsculo, cuando Nadia, sosteniendo a Marfa Strogoff, llegó a la orilla del Tom. Hasta entonces ninguna había podido abrirse paso entre las filas de los que se agolpaban para beber.

La vieja siberiana se inclinó sobre la fresca corriente y Nadia, con el cuenco de su mano, llevó el agua a los labios de Marfa, bebiendo luego a su vez. La anciana y la joven encontraron gran alivio con aquellas aguas bienhechoras.

De pronto, Nadia, en el momento en que iba a retirarse de la orilla, se enderezó y un grito involuntario se escapó de sus labios.

¡Allí estaba Miguel Strogoff, a sólo unos pasos de ella! ¡Era él! ¡Todavía podía verle bajo las últimas luces del crepúsculo!

El grito de Nadia hizo estremecer al correo del Zar… Pero tuvo bastante dominio sobre sí mismo como para no pronunciar ni una sola palabra que pudiera comprometerle.

¡Sin embargo, al mismo tiempo que a Nadia, había reconocido a su madre!

Miguel Strogoff, ante este inesperado encuentro, temiendo no ser dueño de sí mismo, llevó la mano a los ojos y se alejó de aquel lugar en seguida.

Nadia se había lanzado instintivamente a su encuentro, pero la anciana murmuró unas palabras a su oído:

—¡Quieta, hija mía!

—¡Es él! —respondió Nadia con la voz rota por la emoción—. ¡Vive, madre! ¡Es él!

—Es mi hijo —replicó Marfa Strogoff—, es Miguel Strogoff y ya ves que no he dado el menor paso hacia él. ¡Imítame, hija mía!

Miguel Strogoff acababa de experimentar una de las más violentas emociones que le fuera dado sentir a un hombre. Su madre y Nadia estaban allí… Las dos prisioneras que casi se confundían en su corazón, Dios las había puesto una junto a la otra en este común infortunio. ¿Sabía Nadia, pues, quién era él? No, porque había visto el gesto de Marfa Strogoff deteniéndola en el momento en que iba a lanzarse hacia él. Su madre había comprendido y guardaba el secreto.

Durante aquella noche Miguel Strogoff estuvo veinte veces tentado de reunirse con su madre, pero comprendió que debía resistir a ese inmenso deseo de estrecharla entre sus brazos, de apretar una vez más las manos de su joven compañera entre las suyas. La menor imprudencia podía perderlo. Además, había jurado no ver a su madre… y no la vería voluntariamente. Una vez que hubieran llegado a Tomsk, ya que no podía huir aquella misma noche, se lanzaría a través de la estepa sin siquiera haber abrazado a los dos seres que resumían toda su vida y a los cuales dejaba expuestos a todos los peligros.

Miguel Strogoff esperaba, pues, que este nuevo encuentro en el campamento de Zabediero no trajese funestas consecuencias ni para su madre ni para él. Pero no sabía que ciertos detalles de esa escena, pese a lo rápidamente que se había desarrollado, fueron captados por Sangarra, la espía de Ivan Ogareff.

La gitana estaba allí, a pocos pasos, espiando, como siempre, a la vieja siberiana sin que ésta lo sospechara. No había podido ver a Miguel Strogoff, que ya había desaparecido cuando ella se volvió; pero el gesto de la madre reteniendo a Nadia no le había pasado desapercibido y un especial brillo de los ojos de Marfa se lo había dicho todo.

No albergaba ninguna duda de que el hijo de Marfa Strogoff, el correo del Zar, se encontraba en aquel momento en el campamento de Zabediero, entre los numerosos prisioneros de Ivan Ogareff.

Sangarra no lo conocía, pero sabía que estaba allí. No intentó siquiera descubrirlo porque hubiera sido imposible en las sombras de la noche y entre aquella multitud de prisioneros.

En cuanto a continuar espiando a Nadia y Marfa Strogoff, era inútil, puesto que era evidente que las dos mujeres se mantendrían alerta y sería imposible captarles cualquier palabra o gesto que pudiera comprometer al correo del Zar.

La gitana no tuvo más que un pensamiento: prevenir a Ivan Ogareff. Y, con esta intención, abandonó enseguida el campamento.

Un cuarto de hora después llegaba a Zabediero y era introducida en la casa que ocupaba el lugarteniente del Emir.

Ivan Ogareff la recibió inmediatamente.

—¿Qué deseas de mí, Sangarra? —le preguntó.

—El hijo de Marfa Strogoff está en el campamento —respondió Sangarra.

—¿Prisionero?

—Prisionero.

—¡Ah! —exclamó Ivan Ogareff—. Yo sabré…

—Tú no sabrás nada —le cortó la gitana—, porque ni siquiera lo conoces.

—¡Pero lo conoces tú! ¡Tú lo has visto, Sangarra!

—No lo he visto, pero su madre se ha traicionado con un movimiento que me lo ha revelado todo.

—¿No te equivocas?

—No.

—Tú sabes la importancia que para mí tiene la detención del correo —dijo Ivan Ogareff—. Si la carta que le entregaron en Moscú llegara a Irkutsk, si consigue llevarla al Gran Duque, éste estará sobre aviso y no podré llegar hasta él. ¡Es preciso que consiga esa carta a cualquier precio! ¡Ahora vienes a decirme que el portador de esa carta está en mi poder! ¡Te lo repito, Sangarra, ¿no te equivocas?!

Ivan Ogareff había hablado con gran vehemencia. Su emoción evidenciaba la gran importancia que concedía a la posesión de la carta imperial, pero Sangarra no se sintió turbada en ningún momento por la insistencia del lugarteniente del Emir al repetirle su pregunta.

—No me equivoco, Ivan —respondió.

—¡Pero, Sangarra, en este campamento hay varios millares de prisioneros y tú dices que no conoces a Miguel Strogoff!

—No —replicó la gitana, cuya mirada se impregno de una salvaje alegría—, yo no lo conozco, pero su madre sí. Ivan, será preciso hacerla hablar.

—¡Mañana hablará! —exclamó Ivan Ogareff.

Después, tendió su mano a la gitana, la cual la besó, sin que en este gesto de respeto, habitual en las razas del norte, hubiera nada de servil.

Sangarra volvió al campamento para situarse junto al lugar que ocupaba Nadia y Marfa Strogoff, y pasó la noche observando a ambas mujeres. La anciana y la joven no pudieron dormir, pese a que la fatiga les abrumaba, porque las inquietudes las mantenían desveladas ¡Miguel Strogoff había sido hecho prisionero como ellas! ¿Lo sabía Ivan Ogareff y, si no lo sabía, no acabaría enterándose? Nadia no tenía otro pensamiento que el de que su compañero, a quien había llorado como muerto, aún vivía. Pero Marfa Strogoff veía más allá en el futuro y, si era sincera consigo mismo, tenía sobrados motivos para temer por la seguridad de su hijo.

Sangarra, que, amparándose en las sombras se había deslizado hasta situarse justo detrás de las dos mujeres, se quedó allí durante varias horas aguzando el oído. Pero nada pudo oír, porque un instintivo sentimiento de prudencia hizo que Nadia y Marfa no intercambiaran ni una sola palabra.