Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

Tekst
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

Sobre todo aquel conjunto de hombres y bestias; sobre toda aquella inmensa aglomeración de tiendas, grandes grupos de pinos y cedros proyectaban una sombra fresca, atravesada aquí y allá por algunos rayos de sol. Nada más pintoresco que aquel cuadro, en cuya realización el más violento de los coloristas hubiera empleado todos los colores de su paleta.

Cuando los prisioneros que los tártaros hicieron en Kolyvan llegaron frente a las tiendas de Féofar-Khan y de los grandes dignatarios del khanato, los tambores se pusieron a batir, extendiendo sus sones por todo el campamento. Sonaron las trompetas y a estos sonidos, ya de por sí ensordecedores, se mezclaron las descargas de fusilería y de los cañones del calibre cuatro y seis, con sus graves detonaciones, que formaban la artillería del Emir.

La instalación de Féofar-Khan era puramente militar, pues lo que pudiéramos llamar su casa civil, su harén y el de sus aliados, había sido instalado en Tomsk, ahora ya en poder de los tártaros.

Una vez levantado el campo, Tomsk iba a convertirse en la residencia del Emir hasta el momento en que pudiera trasladarse a la capital de la Siberia oriental.

La tienda de Féofar-Khan dominaba a las vecinas. Revestida de amplias cortinas de brillante seda, suspendidas de cordones con borlas de oro, y coronada con espesos penachos que el viento agitaba, estaba situada en el centro de una amplia planicie, cercada por una especie de valla de magníficos abedules y gigantescos pinos.

Delante de la tienda había una mesa de laca con incrustaciones de piedras preciosas, y abierto encima de ella estaba el Corán, libro sagrado de los musulmanes, cada una de cuyas hojas era una lámina de oro finamente labrada. Esta maravillosa obra de arte ostentaba en su cubierta el escudo tártaro en el que campeaban las armas del Emir.

Alrededor de aquel espacio despejado, se elevaban en semicírculo las tiendas de los altos funcionarios de Bukhara. En ellas residía el jefe de la caballeriza, que tenía el honor de seguir a caballo al Emir hasta la entrada de su palacio; el halconero mayor; el huscbbegui, portador del sello real; el toptschi-baschi, jefe supremo de la artillería; el khodja, presidente del Consejo, que recibe el beso del príncipe y puede presentarse ante él sin cinturón; el cheikh-ulislam, jefe de los ulemas, representante de los sacerdotes; el cazi-askev, quien, en ausencia del Emir, juzga todas las diferencias que se suscitan entre los militares y, finalmente, el jefe supremo de los astrólogos, cuya misión es consultar a las estrellas cada vez que el Khan piensa trasladarse de un sitio a otro.

Cuando los prisioneros llegaron al campamento, el Emir se encontraba en su tienda, pero no se dejó ver. Esta circunstancia fue favorable, sin duda, porque una palabra suya, un solo gesto, podía haber ocasionado una sangrienta ejecución.

Féofar-Khan se mantuvo retirado, en aquel tipo de aislamiento que forma parte del majestuoso rito de los monarcas orientales, a quienes más se admira y sobre todo se teme, cuanto menos se dejan ver.

En cuanto a los prisioneros, iban a ser encerrados en cualquier lugar, maltratados, alimentados apenas y expuestos a todas las inclemencias del tiempo, en espera de que Féofar-Khan resolviera.

Entre todos aquellos desgraciados, Miguel Strogoff era el más dócil y el más paciente. Se dejaba conducir porque lo llevaban adonde él quería ir y por supuesto, en mejores condiciones para su seguridad que si se encontrara libre en el camino de Kolyvan a Tomsk. Escapar antes de haber llegado a esta ciudad era exponerse a caer nuevamente en manos de los invasores, que eran dueños de la estepa. El límite más oriental ocupado hasta entonces por los ejércitos enemigos no estaba situado más allá del meridiano ochenta y dos, que pasa por Tomsk, y por tanto, cuando el correo del Zar consiguiera franquear este meridiano, contaba con estar fuera de la zona invadida, pudiendo atravesar el Yenisei sin peligro llegando a Krasnoiarsk antes de que Féofar-Khan invadiera la provincia.

«Una vez hayamos llegado a Tomsk —se repetía continuamente Miguel Strogoff para reprimir algunos movimientos de impaciencia que a menudo le asaltaban—, en pocos minutos me pondré fuera del alcance de la vanguardia tártara, y con solo doce horas que gane a Féofar-Khan, serán doce horas ganadas también a Ivan Ogareff, que me bastarán para llegar antes que éste a Irkutsk.»

Lo que Miguel Strogoff temía, por encima de todo, era encontrarse en presencia de Ivan Ogareff en el campamento tártaro porque, además de que se exponía a ser reconocido, presentía, por una especie de intuición, que a quien más le interesaba tomar la delantera era a aquel traidor. Comprendía, además, que al reunirse las tropas de Ivan Ogareff con las de Féofar-Khan, se completarían los efectivos del ejército invasor y que, tan pronto como se llevase a cabo esta reunión, todas las fuerzas enemigas marcharían masivamente contra la capital de la Siberia oriental.

Todos sus temores estaban, por tanto, dirigidos hacia ese lado y trataba de escuchar con toda atención para ver si algún toque de trompeta anunciaba la llegada del lugarteniente del Emir.

A estos pensamientos se unía el recuerdo de su madre y de Nadia, prisionera una en Omsk y la otra transportada sobre una de las barcas del Irtyche y, sin duda, ahora una cautiva más, como Marfa Strogoff. ¡Y no podía hacer nada por ellas! ¿Las volvería a ver algún día? Ante esta pregunta, a la que no osaba responderse, se le oprimía dolorosamente el corazón a Miguel Strogoff.

Harry Blount y Alcide Jolivet habían sido conducidos al campamento tártaro al mismo tiempo que Miguel Strogoff y muchos otros prisioneros. Su compañero de viaje en otros tiempos, hecho prisionero a la vez que ellos en la estación telegráfica, sabía que estaban encerrados, como él, en aquel estrecho recinto vigilado por numerosos centinelas, pero no había hecho intención de acercarse a ellos. En aquellos momentos, al menos, le importaba muy poco lo que pudieran pensar de él después de los sucesos de la parada de posta de Ichim. Por otra parte, quería estar solo para obrar con entera libertad en caso necesario, por lo que procuró mantenerse retirado y permanecer a la escucha.

Alcide Jolivet, desde que su compañero había caído herido a su lado, no había cesado de prodigarle sus cuidados.

Durante el trayecto de Kolyvan hasta el campamento, es decir, durante varias horas de marcha, Harry Blount, apoyado en su rival, había podido seguir al convoy de prisioneros.

Habían querido hacer valer su calidad de súbditos francés e inglés, pero de nada les sirvió frente a aquellos bárbaros que sólo respondían con golpes de lanza o de sable.

El periodista inglés tuvo, pues, que seguir la suerte de todos los demás y esperar a reclamar más tarde para obtener satisfacciones sobre semejante trato.

El trayecto, de todas formas, fue doloroso para él porque su herida le hacía sufrir y, sin la asistencia de Alcide Jolivet puede que no hubiera podido llegar al campamento.

El corresponsal francés, que no abandonaba nunca su filosofía práctica, había reconfortado física y moralmente a su colega por medio de todos los recursos que tenía a su alcance. Su primer cuidado, cuando se vio definitivamente encerrado en el campamento, fue inspeccionar la herida de Harry Blount, despojándole hábilmente de las ropas que le molestaban y comprobando, afortunadamente, que la metralla solamente había rozado la espalda, provocando una herida superficial.

—No es nada —dijo—, una simple rozadura. Después de dos o tres curas, querido colega, quedará como nuevo.

—¿Pero, esas curas…?

—Las haré yo mismo.

—¿Tiene usted algo de médico?

—¡Todos los franceses somos un poco médicos!

Hecha esta afirmación, Alcide Jolivet desgarró su pañuelo haciendo tiras con uno de los pedazos y compresas con el otro, sacó agua de un pozo situado en el centro del recinto, lavó la herida que, por fortuna, no era grave y sujetó hábilmente las tiras mojadas en el hombro de Harry Blount.

—Le curaré con agua —dijo—. Este líquido es todavía el sedante más eficaz que se conoce para el tratamiento de las heridas y el que más se emplea ahora. ¡Los médicos han tardado seis mil años en descubrir esto! ¡Sí! ¡Seis mil años, en cifras redondas!

—Le estoy muy agradecido, señor Jolivet —respondió Harry Blount, tendiéndose sobre un lecho de hojas secas que, a modo de cama, le había preparado su compañero.

—¡Bah! ¡No vale la pena! Usted, en mi lugar, habría hecho lo mismo por mí.

—Yo no sé nada… —respondió un poco ingenuamente Harry Blount.

—¡No bromee! ¡Todos los ingleses son generosos!

—Sin duda, pero los franceses…

—Pues sí, los franceses son buenos; un poco bestias, si usted quiere, pero se les disculpa porque son franceses. Pero no hablemos de eso y, si quiere hacerme caso, no hablemos de nada. El reposo le es ahora absolutamente necesario.

Pero Harry Blount no tenía ningún deseo de callarse. Si el herido debía, por prudencia, guardar reposo, el corresponsal del Daily Telegraph no era hombre que se limitase sólo a escuchar.

—Señor Jolivet —preguntó—. ¿Cree usted que nuestros últimos mensajes habrán podido traspasar la frontera?

—¿Por qué no? —respondió Alcide Jolivet—. Le aseguro que en estos momentos, mi bien amada prima sabe ya lo ocurrido en Kolyvan.

—¿Cuántos ejemplares de sus noticias tira su prima? —preguntó Harry Blount quien, por primera vez, le hizo esta pregunta directa a su colega.

—¡Bueno! —respondió riendo Alcide Jolivet—. Mi prima es una persona muy discreta y no le gusta que se hable de ella y se desesperaría si supiera que turbaba el sueño del que tiene usted tanta necesidad.

 

—No quiero dormir —respondió Harry Blount—. ¿Qué debe de pensar su prima de los acontecimientos de Rusia?

—Que, por el momento, parecen ir por mal camino. ¡Pero, bah! El gobierno moscovita es poderoso y no puede ser verdaderamente inquietado por una invasión de bárbaros. Siberia no se les escapará de las manos.

—¡La excesiva ambición ha perdido a los más grandes imperios! —sentenció Harry Blount, que no estaba exento de unos ciertos «celos ingleses» hacia las pretensiones rusas en Asia central.

—¡Oh! ¡No hablemos de política! —gritó Alcide Jolivet—. ¡Lo prohíbe la Facultad de Medicina! ¡No hay nada peor para las heridas de la espalda!… a menos que le sirva de somnífero.

—Hablemos entonces de lo que tenemos que hacer —respondió Harry Blount—. Señor Jolivet, yo no tengo ninguna intención de permanecer indefinidamente prisionero de los tártaros.

—¡Ni yo, pardiez!

—¿Nos escaparemos a la primera ocasión?

—Sí, si no hay ningún otro medio de recuperar la libertad.

—¿Conoce usted algún otro medio? —preguntó Harry Blount, mirando a su compañero.

—¡Por supuesto! Nosotros no somos beligerantes, sino neutrales, y nos reclamarán nuestros gobiernos.

—¿Reclamar a este bruto de Féofar-Khan?

—No, él no entendería nada. Pero sí su lugarteniente, el coronel Ivan Ogareff.

—¡Es un bribón!

—Sin duda, pero es un bribón ruso y sabe que no puede bromear con los derechos de la gente, aparte de que no tiene ningún interés en retenernos, sino al contrario. Únicamente que pedirle cualquier cosa a ese caballero no me hace ninguna gracia.

—Pero ese caballero no está en el campamento Al menos yo no lo he visto —agregó Harry Blount.

—Vendrá. No puede faltar a la cita. Tiene necesidad de reunirse con Féofar-Khan. Siberia está cortada en dos y seguramente el ejército del Emir no espera más que reunirse con Ivan Ogareff para lanzarse sobre la ciudad de Irkutsk.

—¿Qué haremos una vez que estemos libres?

—Una vez libres, continuaremos nuestra campaña siguiendo a los tártaros hasta el momento en que los acontecimientos nos permitan pasar al bando opuesto. ¡No es preciso abandonar la partida qué diablos! No hemos hecho más que comenzar. Usted, colega, ha tenido la suerte de ser herido al servicio del Daily Telegraph, mientras que yo todavía no he recibido nada estando al servicio de mi prima. Vamos, vamos… Bueno —murmuró Alcide Jolivet—, ya se está durmiendo. Varias horas de sueño y algunas compresas de agua fresca y no será necesario nada más para poner de pie a un inglés. ¡Esta gente está hecha de hojalata!

Y mientras Harry Blount dormía, Alcide Jolivet vigilaba su sueño, después de sacar su bloc y cargarlo de notas, decidido a compartirlas con su colega para mayor satisfacción de los lectores del Daily Telegraph. Los acontecimientos les habían unido y no tenían por qué envidiarse.

Así pues, lo que más temía Miguel Strogoff era lo que más deseaban precisamente los dos periodistas con todo su vivo interés: la llegada de Ivan Ogareff.

A los dos hombres podía, efectivamente, serles de utilidad, porque, una vez reconocida su calidad de corresponsales inglés y francés, nada había más probable que el que fueran puestos en libertad. El lugarteniente del Emir haría entrar a éste en razón, seguramente, aunque éste no hubiera dudado en tratar como simples espías a los dos periodistas.

El interés de Alcide Jolivet y Harry Blount era, pues, contrario al del correo del Zar, el cual había comprendido la situación y tenía otra razón que sumar a muchas otras de las que tenía para evitar el encontrarse con sus anteriores compañeros de viaje. Por ello tenía que arreglárselas de forma que no lo viesen.

Pasaron cuatro días durante los cuales no cambió el estado de la situación. Los prisioneros no oyeron ni una sola palabra que hiciera alusión a un posible levantamiento del campamento tártaro. Continuaban siendo severamente vigilados y si hubiesen intentado escapar les hubiera sido imposible atravesar el cordón de infantes y jinetes que les guardaban noche y día.

En cuanto a la comida que les daban, apenas era suficiente. Dos veces al día les echaban un pedazo de intestino de cabra asado sobre carbones y unas porciones de ese queso llamado krut, fabricado con leche agria de oveja, el cual, mojado con leche de burra, constituye el plato kirguís conocido comúnmente con el nombre de kumyss. Y esto era todo lo que comían.

Aparte de esto, el tiempo se puso detestable y se produjeron grandes perturbaciones atmosféricas que amenazaban borrascas de lluvia.

Aquellos desgraciados, sin ningún abrigo, tuvieron que soportar aquellas inclemencias malsanas sin que nada se hiciese para atenuar sus miserias. Alguno de los heridos, mujeres y niños, murieron, y los mismos prisioneros tuvieron que enterrar sus cadáveres porque los guardianes ni siquiera se molestaban en darles sepultura.

Durante estas duras pruebas, Alcide Jolivet y Miguel Strogoff se multiplicaron, cada uno por un lado, prestando cuantos servicios podían prestar. Menos acobardados que muchos otros, fuertes y vigorosos, resistían mejor la situación y con sus consejos y sus cuidados, se hicieron imprescindibles para aquellos que sufrían y se desesperaban.

¿Cuánto iba a durar aquel estado de cosas? ¿Féofar-Khan, satisfecho de sus primeros éxitos, quería esperar algún tiempo antes de lanzarse sobre Irkutsk?

Era de temer, pero no fue así como ocurrió.

El acontecimiento tan deseado por Alcide Jolivet y Harry Blount, y tan temido para Miguel Strogoff, se produjo en la mañana del 12 de agosto.

Ese día sonaron las trompetas, doblaron los tambores y se oyeron descargas de fusilería. Una enorme nube de polvo se levantó a lo largo de la ruta de Kolyvan.

Ivan Ogareff, seguido por varios millares de hombres, hizo su entrada en el campamento tártaro.

2

Una actitud de Alcide Jolivet

Ivan Ogareff llevaba al Emir todo un cuerpo de ejército. Aquellos jinetes e infantes formaban parte de la columna que se había apoderado de Omsk. Ivan Ogareff no había podido reducir la ciudad alta, en la cual —según se recordará— habían buscado refugio el gobernador de la provincia y su guarnición, por lo que estaba decidido a seguir adelante, sin retrasar las operaciones que debían culminar con la conquista de la Siberia oriental. Por eso, después de apostar una fuerte guarnición en Omsk y reunir las hordas, que habían sido reforzadas en ruta por los vencedores de Kolyvan, vino a reunirse con el ejército del Emir.

Los soldados de Ivan Ogareff quedaron en los puestos avanzados del campamento, sin recibir orden de acampar. El proyecto de su jefe era, sin duda, no detenerse, sino seguir adelante y alcanzar, en el menor plazo posible, la ciudad de Tomsk, centro importante que estaba destinado a convertirse en el puesto de partida de las operaciones futuras de los invasores.

Al mismo tiempo que sus soldados, Ivan Ogareff conducía un convoy de prisioneros rusos y siberianos capturados en Omsk y en Kolyvan. Estos nuevos desgraciados no fueron conducidos al encercado general porque era demasiado pequeño ya para los prisioneros que contenía, por lo que quedaron en los puestos avanzados del campamento, sin abrigo y casi sin comida.

¿Qué destino reservaba Féofar-Khan a estos infortunados? ¿Los internaría en Tomsk para diezmarlos con una de esas sangrientas ejecuciones, tan familiares a los jefes tártaros? Éste era uno de los secretos del caprichoso Emir.

Aquel cuerpo de ejército había salido de Omsk arrastrando tras de sí a la multitud de mendigos, merodeadores, comerciantes y bohemios que forman la retaguardia de todo ejército en marcha. Aquella gente vivía a costa del lugar que atravesaban y a sus espaldas dejaban pocas cosas que saquear.

La necesidad de seguir adelante era para asegurar el aprovisionamiento de las columnas expedicionarias, ya que toda la región comprendida entre los cursos del Ichim y del Obl estaba terriblemente devastada y no ofrecía recurso alguno. Las tropas tártaras dejaban tras de sí un auténtico desierto y los propios rusos tendrían que atravesarlo con muchas dificultades.

Entre aquellos innumerables bohemios llegados de las provincias del oeste, figuraba la tribu de gitanos que había acompañado a Miguel Strogoff hasta Perm y entre ellos estaba Sangarra. Esta espía salvaje, alma condenada de Ivan Ogareff, no dejaba nunca a su dueño. Se les ha visto a los dos preparando sus maquinaciones en la misma Rusia, en el gobierno de Nijni-Novgorod; después de la travesía de los Urales, se habían separado sólo por unos días, porque Ivan Ogareff tenía que llegar rápidamente a Ichim, mientras que Sangarra y su tribu se dirigieron a Omsk por el sur de la provincia.

Se comprenderá fácilmente cuál era la ayuda que aportaba aquella mujer a Ivan Ogareff. Con sus compañeras penetraba en todos los sitios, escuchaba y lo transmitía todo. Ivan Ogareff estaba al corriente de todo cuanto ocurría hasta en el corazón de las provincias invadidas. Eran cien ojos y cien oídos siempre abiertos para servir a su casa. Además, pagaba con largueza aquel espionaje que le proporcionaba magnífico provecho.

Sangarra estuvo una vez comprometida en un grave asunto y fue salvada por el oficial ruso. Jamás olvidó cuanto le debía y por eso vivía entregada a él en cuerpo y alma. Cuando Ivan Ogareff entró por la vía de la traición, había comprendido la misión específica que podía desempeñar aquella mujer. Cualquier orden que se le diera, era prontamente ejecutada por Sangarra. Un instinto inexplicable, mucho más fuerte que el agradecimiento, la había impulsado a hacerse esclava del traidor, a quien venía ligada desde los tiempos de su exilio en Siberia. Sangarra, confidente y cómplice, mujer sin patria y sin familia, había puesto su vida vagabunda al servicio de los invasores que Ivan Ogareff iba a lanzar sobre Siberia. A la prodigiosa astucia natural de su raza, unía una feroz energía que no conocía ni el perdón ni la piedad. Era una salvaje digna de compartir el wigwan de un apache o la choza de un andamíano.

Desde su llegada a Omsk con sus gitanas, ya no le había separado ni un instante de Ivan Ogareff. Sabía la circunstancia que había enfrentado a Miguel y Marfa Strogoff y estaba al corriente de los temores de Ivan Ogareff sobre el paso de un correo del Zar. Los conocía y participaba de ellos, siendo capaz de torturar a la prisionera Marfa Strogoff con todo el refinamiento de un piel roja para arrancarle su secreto.

Pero aún no había llegado la hora en que Ivan Ogareff quería enfrentarse a la vieja siberiana. Sangarra debía aguardar, y esperaba, sin perder de vista a Marfa Strogoff, fijándose en sus menores gestos, en sus palabras, observándola día y noche, buscando escuchar que la palabra «hijo» se escapara de su boca, pero hasta entonces había sido frustrada por la inalterable impasibilidad de Marfa Strogoff, la cual ignoraba que fuera objeto de tal espionaje.

Mientras tanto, a los primeros toques de corneta, los jefes de la caballería del Emir y de la artillería tártara, seguidos por una brillante escolta de jinetes usbecks, se trasladaron a la entrada del campamento para recibir a Ivan Ogareff.

Llegados a su presencia, le rindieron los más grandes honores invitándole a que les acompañara hasta la tienda de Féofar-Khan.

Ivan Ogareff, imperturbable como siempre, respondió fríamente a las deferencias de que fue objeto por parte de los altos funcionarios enviados a su encuentro. Iba vestido muy sencillamente, pero, por una especie de descarada bravata, lucía aún el uniforme de oficial ruso.

En el momento en que tiraba de las riendas del caballo para obligarlo a atravesar el recinto del campamento, Sangarra, pasando entre los jinetes de la escolta, se aproximó a él y permaneció inmóvil.

—¿Nada? —preguntó Ivan Ogareff.

—Nada.

—Ten paciencia.

—¿Se acerca la hora en que obligarás a hablar a la vieja?

—Se acerca, Sangarra.

—¿Cuándo hablará la vieja?

—Cuando lleguemos a Tomsk.

—¿Y cuándo llegaremos?

—Dentro de tres días…

Los grandes ojos negros de Sangarra adquirieron un extraordinario brillo, retirándose con paso tranquilo.

Ivan Ogareff oprimió los flancos de su caballo y, seguido por su estado mayor de oficiales tártaros, se dirigió hacia la tienda del Emir.

Féofar-Khan esperaba a su lugarteniente. El Consejo, formado por el guardador del sello real, el kodja y algunos otros altos funcionarios, había tomado ya asiento en la tienda.

 

Ivan Ogareff descendió del caballo, entró y se encontró frente al Emir.

Féofar-Khan era un hombre de cuarenta años, alto de estatura, rostro bastante pálido, ojos salientes y fisonomía feroz. Una barba negra, dividida en pequeños bucles, caía sobre su pecho. Con su traje de campaña, cota de mallas de oro y plata; tahalí cuajado de resplandecientes piedras preciosas; la vaina de su sable curvo como un yatagán, cubierta de joyas brillantes; botas con espuelas de oro y casco coronado por un penacho de diamantes que despedían mil fulgores, Féofar ofrecía a la vista el aspecto, más extraño que imponente, de un Sardanápalo tártaro, soberano indiscutido que dispone a su capricho de la vida y la hacienda de sus súbditos; cuyo poder no tiene límites y al cual, por privilegio especial, se da en Bukhara la calificación de Emir.

En el momento en que apareció Ivan Ogareff, los grandes dignatarios permanecieron sentados sobre sus cojines festoneados de oro; pero Féofar-Khan se levantó del rico diván que ocupaba en el fondo de la tienda, en donde el suelo desaparecía bajo una espesa alfombra bukharlana.

El Emir se aproximó a Ivan Ogareff y le dio un beso, cuyo significado no dejaba lugar a dudas, ya que con él le convertía en jefe del Consejo y le situaba temporalmente por encima del kodja.

Después, Féofar, dirigiéndose a Ivan Ogareff, dijo:

—No tengo nada que preguntarte. Habla, pues, Ivan. Aquí no encontrarás más que oídos dispuestos a escucharte.

—Takhsir —respondió Ivan Ogareff—, he aquí lo que tengo que comunicarte.

Ivan Ogareff se expresaba en tártaro y daba a sus frases esa enfática entonación que distingue a las lenguas orientales.

—Takhstr, no hay tiempo para palabras inútiles. Lo que he hecho a la cabeza de tus tropas, lo sabes de sobras. Las líneas del Ichim y del Irtyche están en nuestro poder y los jinetes turcomanos pueden bañar sus caballos en esas aguas que ahora se han convertido en tártaras. Las hordas kirguises se han sublevado ante la llamada de Féofar-Khan y la principal ruta de Siberia te pertenece desde Ichim hasta Tomsk. Puedes dirigir tus columnas tanto hacia el oriente, en donde se levanta el sol, como hacia el occidente, en donde se pone.

—¿Y si marcho con el sol? —preguntó el Emir, el cual escuchaba sin que su mirada traicionara ninguno de sus pensamientos.

—Marchar con el sol —respondió Ivan Ogareff— es lanzarte hacia Europa; es conquistar rápidamente las provincias siberianas de Tobolsk hasta los Urales.

—¿Y si voy contra la dirección de la antorcha celeste?

—Significa someter a la dominación tártara, con Irkutsk, las más ricas comarcas del Asia central.

—Pero ¿y los ejércitos del sultán de Petersburgo? —dijo Féofar-Khan, designando al Emperador de Rusia con este caprichoso título.

—No tienes nada que temer ni por el levante ni por el poniente —respondió Ivan Ogareff—. La invasión ha sido rápida y antes de que el ejército ruso haya podido acudir en su socorro, Irkutsk o Tobolsk habrán caído en tu poder. Las tropas del Zar han sido aplastadas en Kolyvan, como lo serán allá donde los tuyos luchen con los insensatos soldados de occidente.

—¿Y qué consejo te inspira tu devoción a la causa tártara? —preguntó el Emir, después de unos instantes de silencio.

—Mi consejo —respondió vivamente Ivan Ogareff— es que marchemos en dirección contraria al sol. Que las hierbas de las estepas orientales sean pasto de los caballos turcomanos. Mi consejo es que tomemos Irkutsk, la capital de las provincias del este y, con ella, el rehén cuya posesión vale toda una comarca. Es preciso que, en defecto del Zar, caiga en nuestras manos el Gran Duque, su hermano.

Aquél era el supremo resultado que perseguía Ivan Ogareff. Escuchándolo, se le hubiera podido tomar por uno de esos crueles descendientes de Stepan Razine, el célebre pirata que arrasó la Rusia meridional en el siglo XVIII. ¡Apoderarse del Gran Duque y maltratarlo sin piedad, era la más plena satisfacción que podía dar a su odio! Además, la caída de Irkutsk pondría inmediatamente bajo la dominación tártara a toda la Siberia oriental.

—Así se hará, Ivan —respondió Féofar.

—¿Cuáles son tus órdenes, Takhsir?

—Hoy mismo, nuestro cuartel general será trasladado a Tomsk.

Ivan Ogareff se inclinó y, seguido por el huschbegui, se retiró para hacer ejecutar las órdenes del Emir.

En el momento en que iba a montar a caballo, con el fin de alcanzar los puestos avanzados del campamento, se produjo un tumulto a una cierta distancia, en la parte del campo destinado a los prisioneros. Se dejaron oír unos gritos y sonaron algunos tiros de fusil. ¿Era una tentativa de revuelta o de evasión que iba a ser rápidamente reprimida?

Ivan Ogareff y el huschbegui dieron algunos pasos adelante y, casi inmediatamente, dos hombres a los que los soldados no pudieron detener, aparecieron ante ellos.

El buschbegui, sin pedir información, hizo un gesto que era una orden de muerte, y la cabeza de aquellos prisioneros iba a rodar por los suelos cuando Ivan Ogareff dijo algunas palabras que detuvieron el sable que ya se levantaba sobre sus cráneos.

El ruso había comprendido que aquellos prisioneros eran extranjeros y dio orden de que los acercaran a él.

Eran Harry Blount y Alcide Jolivet.

Desde la llegada de Ivan Ogareff al campamento, habían pedido ser conducidos a su presencia, pero los soldados rechazaron su petición. De ahí la lucha, tentativa de fuga y tiros de fusil que, afortunadamente, no alcanzaron a los dos periodistas, pero su castigo no se hubiera hecho esperar de no haber sido por la intervención del lugarteniente del Emir.

Éste examinó durante unos instantes a los dos prisioneros, los cuales le eran absolutamente desconocidos. Sin embargo, estaban presentes en la escena que tuvo lugar en la parada de posta de Ichim, en la cual Miguel Strogoff fue golpeado por Ivan Ogareff; pero el brutal viajero no prestó atención a las personas que se encontraban entonces en la sala de espera.

Harry Blount y Alcide Jolivet, por el contrario, le reconocieron perfectamente y el francés dijo a media voz:

—¡Toma! Parece que el coronel Ogareff y aquel grosero personaje de Ichim son la misma persona.

Y agregó al oído de su compañero:

—Expóngale nuestro asunto, Blount. Hágame ese favor, porque me disgusta ver un coronel ruso en medio de estos tártaros y, aunque gracias a él mi cabeza está todavía sobre mis hombros, mis ojos se volverían con desprecio si le mirase a la cara.

Dicho esto, Alcide Jolivet tomo una actitud de la más completa y altanera indiferencia.

¿Ivan Ogareff comprendió lo que la actitud del prisionero tenía de insultante para él? En cualquier caso, no lo dio a entender.

—¿Quiénes son ustedes, señores? —preguntó en ruso con un tono muy frío, pero exento de su habitual rudeza.

—Dos corresponsales de periódicos, inglés y francés —respondió lacónicamente Harry Blount.

—¿Tendrán, sin duda, documentos que les permitan establecer su identidad?

—He aquí dos cartas que nos acreditan, en Rusia, ante las cancillerías inglesa y francesa.

Ivan Ogareff tomó las cartas que le entregó Harry Blount y las leyó con atención, diciendo después:

—¿Piden autorización para seguir nuestras operaciones militares en Siberia?

—Pedimos la libertad, eso es todo —respondió secamente el corresponsal inglés.

—Son ustedes libres, señores —respondió Ivan Ogareff—, y siento curiosidad por leer sus crónicas en el Daily Telegraph.

—Señor —contestó Harry Blount con su más imperturbable flema—, cuesta seis peniques por número, además del franqueo.

Y, dicho esto, Harry Blount se volvió hacia su compañero, el cual pareció aprobar completamente su respuesta.