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100 Clásicos de la Literatura

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Pero las dificultades de aquella inhóspita naturaleza iban, al fin, a terminarse, ya que si no sobrevenía ningún retraso, al día siguiente acabaría de atravesar la Baraba, y después de las ciento veinticinco verstas que aún le separaban de Kolyvan, volvería a encontrar una ruta mucho más practicable.

Al llegar a esta importante aldea, se encontraría a igual distancia de Tomsk y, posiblemente, siguiendo el consejo de las circunstancias, se decidiría por rodear esta ciudad que, si las noticias eran exactas, estaba ocupada por Féofar-Khan.

Pero si aquellas aldeas, tales como Ikulskoë y Karguinsk, que atravesaría al día siguiente, estaban tranquilas gracias a que su situación geográfica no era apropiada para que pudieran maniobrar las columnas tártaras, ¿podía temer Miguel Strogoff que en las ricas márgenes del Obi, si no tenía que enfrentarse con las dificultades de la naturaleza, tendría que enfrentarse con el hombre? Era verosímil.

No obstante, si era necesario, no dudaría en lanzarse fuera de la ruta de Irkutsk y viajar entonces, a través de la estepa, con evidente riesgo de encontrarse sin recursos, ya que por allí, efectivamente, no había caminos trazados, ni ciudades, ni aldeas. Apenas sí se encuentran algunas aldeas perdidas o simples cabañas habitadas por gente muy pobre y muy hospitalaria, sin duda, pero que apenas posee lo necesario Sin embargo, no dudaría ni un instante.

Al fin, hacia las tres y media de la tarde, después de haber pasado la estación de Kargatsk, Miguel Strogoff dejó las últimas depresiones de la Baraba y el suelo duro y seco del territorio siberiano sonaba de nuevo bajo los cascos de su caballo.

Había dejado Moscú el 15 de julio. Aquel día pues, 5 de agosto, habían transcurrido ya veinte jornadas desde su partida, incluyendo las setenta horas perdidas en las orillas del Irtyche.

Mil quinientas verstas le separaban todavía de Irkutsk.

16

El último esfuerzo

Miguel Strogoff tenía razón al temer algún mal encuentro en aquellas planicies que se prolongaban más allá de la Baraba, porque los campos, hollados por los cascos de los caballos, mostraban claramente que los tártaros habían pasado por allí, y de aquellos bárbaros podía decirse lo mismo que se dice de los turcos: «Por allá por donde pasa el turco, no vuelve a crecer la hierba.»

El correo del Zar debía, pues, tomar las más minuciosas precauciones para atravesar aquellas comarcas. Algunas columnas de humo que se elevaban por encima del horizonte indicaban que todavía ardían las aldeas y los caseríos. Aquellos incendios ¿habían sido provocados por la vanguardia de las fuerzas tártaras, o el ejército del Emir había llegado ya a los últimos límites de la provincia? ¿Se encontraba Féofar-Khan personalmente en el gobierno del Yeniseisk? Miguel Strogoff no lo sabía y no podía decidir nada mientras no estuviera seguro sobre este punto. ¿Estaba el país tan abandonado que no encontraría un solo siberiano a quien dirigirse?

Miguel Strogoff anduvo dos verstas sobre una ruta absolutamente desierta, buscando con la mirada, a derecha e izquierda, alguna casa que no hubiera sido abandonada, pero todas las que visitó estaban completamente vacías.

Finalmente distinguió una cabaña entre los árboles que todavía humeaba y, al aproximarse, vio, a algunos pasos de los restos de la casa, a un anciano rodeado de niños que lloraban y una mujer, joven todavía, que sin duda debía de ser su hija y madre de los pequeños, arrodillada sobre el suelo y contemplando con mirada extraviada aquella escena de desolación. Estaba amamantando a un niño de pocos meses, al que pronto le faltaría hasta la leche. ¡Todo eran ruinas y miseria alrededor de esta desgraciada familia!

Miguel Strogoff se dirigió hacia el anciano con voz grave:

—¿Puedes responderme?

—Habla —contestó el viejo.

—¿Han pasado por aquí los tártaros?

—Sí, puesto que mi casa está ardiendo.

—¿Eran un ejército o un destacamento?

—Un ejército, puesto que por lejos que alcance tu vista, todos los campos están devastados.

—¿Iba comandado Por el Emir?

—Por el Emir, puesto que las aguas del Obi se han teñido de rojo.

—¿Y Féofar-Khan ha entrado en Tomsk?

—Sí.

—¿Sabes si los tártaros se han apoderado de Kolyvan?

—No, puesto que Kolyvan no está ardiendo.

—Gracias, amigo. ¿Puedo hacer algo por ti y por los tuyos?

—Nada.

—Hasta la vista.

—Adiós.

Y Miguel Strogoff, después de depositar veinticinco rublos sobre las rodillas de la desgraciada mujer, que ni siquiera tuvo fuerzas para dar las gracias, montó de nuevo sobre su caballo y reemprendió la marcha que por un instante había interrumpido.

Ahora ya sabía que debía evitar pasar a todo trance por Tomsk. Dirigirse a Kolyvan, adonde los tártaros aún no habían llegado, todavía era posible y lo que debía hacer en esta ciudad era reavituallarse para una larga etapa y lanzarse fuera de la ruta de Irkutsk, dando un rodeo para no pasar por Tomsk, después de haber franqueado el Obi. No había otro camino a seguir.

Una vez decidido este nuevo itinerario, Miguel Strogoff no dudó ni un instante, e imprimiendo a su caballo una marcha rápida y regular, siguió la ruta directa que le llevaba a la orilla izquierda del Obi, del que le separaban aún cuarenta verstas. ¿Encontraría un transbordador para poder atravesar el río, o los tártaros habrían destruido todo tipo de embarcaciones, viéndose obligado a atravesar el río a nado? Ya lo resolvería.

En cuanto al caballo, muy agotado ya, después de pedirle que empleara el resto de sus fuerzas en esta etapa, Miguel Strogoff intentaría cambiarlo por otro en Kolyvan. Sentía el que dentro de poco el pobre animal se quedaría sin su dueño.

Kolyvan debía ser, pues, como un nuevo punto de partida, porque a partir de esta ciudad su viaje se efectuaría en unas nuevas condiciones. Mientras recorriese el país devastado, las dificultades serían grandes todavía, pero si después de evitar Tomsk podía reemprender la marcha por la ruta de Irkutsk a través de la provincia de Yeniseisk, que los invasores no habían desolado todavía, esperaba llegar al final de su viaje en pocos días.

Después de una calurosa jornada, llegó el atardecer y, a medianoche, una profunda oscuridad envolvía la estepa. El viento, que había desaparecido al ponerse el sol, dejaba la atmósfera en una calma absoluta. Únicamente dejaban oírse sobre la desierta ruta el galope del caballo y algunas palabras con las que su dueño le animaba. En medio de aquellas tinieblas era preciso poner una atención extrema para no lanzarse fuera del camino, bordeado de estanques y de pequeñas corrientes de agua, tributarias del Obi.

Miguel Strogoff avanzó tan rápidamente como le era posible, pero con una cierta circunspección, confiando tanto en su excelente vista, que penetraba las sombras, como en la prudencia de su caballo, cuya sagacidad le era sobradamente conocida.

En aquel momento, Miguel Strogoff, habiendo puesto pie a tierra para cerciorarse de la dirección exacta que tomaba el camino, creyó oír un murmullo confuso que procedía del oeste. Era como el ruido de una cabalgata lejana sobre la tierra reseca. No había duda. A una o dos verstas detrás de él se producía una cierta cadencia de pasos que golpeaban regularmente el suelo.

Miguel Strogoff escuchó con mayor atención, después de haber puesto su oído en el eje mismo del camino.

—Es un destacamento de jinetes que vienen por la ruta de Omsk —se dijo—. Marchan a paso rápido, porque el ruido aumenta. ¿Serán rusos o tártaros?

Miguel Strogoff escuchó todavía.

—Sí, estos jinetes vienen a todo galope. ¡Estarán aquí antes de diez minutos! Mi caballo no podrá mantener la distancia. Si son rusos, me uniré a ellos, pero si son tártaros, es preciso evitarlos. ¿Pero cómo? ¿Dónde puedo esconderme en esta estepa?

Miguel Strogoff miró a su alrededor y su penetrante mirada descubrió una masa confusamente perfilada en las sombras, a un centenar de pasos delante de él, a la derecha del camino.

—Allí hay una espesura —se dijo—, aunque buscar refugio es exponerme a ser apresado si los jinetes la registran; no tengo elección. ¡Aquí están! ¡Aquí están!

Instantes después, Miguel Strogoff, llevando a su caballo por la brida, llegaba a un pequeño bosque de maleza, al cual tuvo acceso por una vereda. Aquí y allá, completamente desprovista de árboles, discurría aquella senda entre barrancos y estanques, separados por matas de juncos y brezos nacientes. A ambos lados, el terreno era absolutamente impracticable y el destacamento debía pasar forzosamente por delante de aquel bosquecillo, ya que seguía la gran ruta hacia Irkutsk.

Miguel Strogoff buscó la protección de la maleza, pero apenas se había internado unos cuarenta pasos cuando se vio detenido por una corriente de agua que encerraba la espesura en un recinto semicircular.

Las sombras eran tan espesas que el correo del Zar no corría ningún peligro de ser visto, a menos que el bosquecillo fuera minuciosamente registrado. Condujo, pues, su caballo hasta la orilla del riachuelo y, después de atarlo a un árbol, volvió al lindero del bosque para cerciorarse de a qué bando pertenecían los jinetes.

Apenas acababa de agazaparse detrás de la maleza, cuando un resplandor bastante confuso, del que se destacaban aquí y allá algunos puntos brillantes, apareció entre las sombras.

—¡Antorchas! —se dijo.

Y retrocedió vivamente, deslizándose como un felino, hasta ocultarse en la parte más densa de la espesura.

A medida que iban aproximándose al bosquecillo, el paso de los caballos comenzaba a hacerse más lento. ¿Registrarían aquellos jinetes la ruta, con la intención de observar hasta los más pequeños detalles?

 

Miguel Strogoff debió de temerlo y retrocedió hasta la orilla del curso de agua, dispuesto a sumergirse si era preciso.

El destacamento, al llegar a la altura de aquella espesura, se detuvo. Los jinetes descabalgaron. Eran alrededor de una cincuentena y diez de ellos llevaban antorchas que iluminaban la ruta en una amplia extensión.

Por ciertos preparativos, Miguel Strogoff se dio cuenta de que por una fortuna inesperada, el destacamento no iba a registrar la espesura, sino que iba a vivaquear en aquel lugar para dar reposo a los caballos y permitir a los hombres que tomaran algún alimento.

Efectivamente, los caballos fueron desensillados y comenzaron a pastar por la espesa hierba que tapizaba el suelo. En cuanto a los jinetes, se tendieron a lo largo del camino y comenzaron a repartirse la comida que llevaban en sus mochilas.

Miguel Strogoff conservaba toda su sangre fría y deslizándose entre los matorrales, intentó ver y oír.

Era un destacamento que procedía de Omsk y estaba compuesto por jinetes usbecks, raza dominante en Tartaria, cuyo tipo se asemeja sensiblemente al mongol. Estos hombres, bien constituidos, de una talla superior a la media, de rasgos duros y salvajes, estaban cubiertos con un talpak, especie de gorro de piel de carnero negra, e iban calzados con botas amarillas de tacón alto, cuyas puntas se dirigían hacia arriba, como los zapatos de la Edad Media. Su pelliza era de indiana y estaba guateada con algodón crudo, sujetándola a la cintura mediante un cinturón de cuero con pintas rojas. Sus armas defensivas eran un escudo y las ofensivas estaban constituidas por un sable curvo, un largo cuchillo y un fusil de mecha suspendido del arzón de la silla. Una capa de fieltro de colores brillantes cubría sus espaldas.

Los caballos, que pastaban con toda libertad por los linderos de la espesura, eran de raza usbecka, como los jinetes que los montaban. Esta circunstancia podía distinguirse perfectamente a la luz de las antorchas que proyectaban una viva claridad sobre el ramaje de la maleza.

Estos animales, un poco más pequeños que el caballo turcomano, pero dotados de una notable fortaleza, son bestias de fondo que no conocen otro tipo de marcha que el galope.

El destacamento estaba mandado por un pendjabaschi, es decir, un comandante de cincuenta hombres, que tenía bajo sus órdenes a un dehbaschzi, simple jefe de diez hombres. Estos dos oficiales llevaban un casco y una media cota de malla y el distintivo que indicaba su grado eran unas pequeñas trompetas colgadas del arzón de su silla.

El pendja-baschi había tenido que dejar reposar a sus hombres, que estaban fatigados a causa de una larga marcha. Conversando con su subordinado mientras iban y venían, fumando sendos cigarrillos de beng, hoja de cáñamo que constituye la base del hachís, del que los asiáticos hacen tan gran uso, paseaban por el bosque, de manera que Miguel Strogoff, sin ser visto, podía captar su conversación y comprenderla, ya que se expresaban en lengua tártara.

Ya desde las primeras palabras que llegaron a los oídos del fugitivo, la atención de Miguel Strogoff se sobreexcitó.

Efectivamente, era a él a quien se estaban refiriendo.

—Este correo no puede habernos sacado tanta ventaja —decía el pendja-baschi— y, por otra parte, es absolutamente imposible que haya tomado otra ruta que la de la Baraba.

—¿Quién sabe si ni siquiera ha abandonado Omsk? —respondió el deh-baschi—. Puede ser que todavía esté escondido en alguna casa de la ciudad.

—Se dice que es natural del país; un siberiano y, por tanto, debe de conocer estas comarcas; puede que haya salido de la ruta de Irkutsk para volver a ella más tarde.

—Pero entonces le habremos adelantado —respondió el pendja-baschi— porque hemos salido de Omsk menos de una hora después de su partida y hemos seguido el camino más corto con los caballos a todo galope. Por tanto, o se ha quedado en Omsk o llegaremos a Tomsk antes que él para cortarle la retirada y, en cualquiera de los dos casos, no llegará a Irkutsk.

—¡Es una mujer fuerte, aquella vieja siberiana que es, evidentemente, su madre! —dijo el deh-baschi.

Al oír esta frase, el corazón de Miguel Strogoff aceleró sus latidos y pareció que fuera a romperse.

—Sí —respondió el pendja-baschi—, continúa sosteniendo que aquel pretendido comerciante no es su hijo, pero ya es demasiado tarde. El coronel Ogareff no se ha dejado engañar y, tal como ha dicho, ya sabrá hacer hablar a esa vieja bruja cuando llegue el momento.

Cada una de estas palabras era como una puñalada que se asestara a Miguel Strogoff. ¡Había sido identificado como correo del Zar! ¡Un destacamento de caballería, lanzado en su persecución no podía dejar de cortarle la ruta! Y, ¡supremo dolor!, ¡su madre estaba en manos de los tártaros y el cruel Ivan Ogareff se vanagloriaba de que la haría hablar cuando quisiera!

Miguel Strogoff sabía perfectamente que la enérgica siberiana no hablaría nunca y eso le costaría la vida.

No creía ya que pudiera odiar a Ivan Ogareff más de lo que lo había odiado hasta aquel instante, pero, sin embargo, una nueva oleada de odio le subió al corazón.

¡El infame que había traicionado a su país, amenazaba ahora con torturar a su madre!

Los dos oficiales continuaron conversando y Miguel Strogoff creyó entender que en los alrededores de Kolyvan era inminente un enfrentamiento entre las tropas tártaras y las moscovitas, que habían llegado procedentes del norte.

Un pequeño cuerpo del ejército ruso, compuesto por unos dos mil hombres, había aparecido sobre el curso inferior del Obi, dirigiéndose hacia Tomsk a marchas forzadas.

Si era cierto, este cuerpo de tropas gubernamentales iba a encontrarse con el grueso de las fuerzas de Féofar-Khan y sería inevitablemente aniquilado, quedando toda la ruta de Irkutsk en poder de los invasores.

En cuanto a lo que se refería a él mismo, por algunas palabras del pendja-baschi, Miguel Strogoff supo que habían puesto precio a su cabeza y que se había dado orden de capturarlo, vivo o muerto.

Tenía, pues, necesidad imperiosa de adelantar al destacamento de jinetes usbecks sobre la ruta de Irkutsk y dejar de por medio el río Obi. Pero para ello era necesario huir antes de que levantaran el campamento.

Tomada esta resolución, Miguel Strogoff se preparó para ejecutarla.

El alto en el camino del destacamento no podía prolongarse mucho porque el pendja-baschi no tenía intención de permitir a sus hombres más de una hora de descanso, aunque sus caballos no pudieran ser cambiados en Omsk por otros de refresco y debían de estar, por tanto, tan fatigados como el de Miguel Strogoff, por las mismas razones de tan largo viaje.

No había, pues, ni un instante que perder.

Era la una de la madrugada y necesitaba aprovechar la oscuridad de la noche, que pronto sería invadida por las luces del alba, para abandonar el bosquecillo y lanzarse de nuevo sobre la ruta.

Pero aunque le favoreciera la noche, el éxito de la huida, en aquellas condiciones, parecía casi imposible.

Miguel Strogoff no quería dejar ningún cabo suelto. Tomó el tiempo necesario para reflexionar y sopesar minuciosamente los factores que tenía en contra con el fin de mejorar las condiciones a su favor.

De la disposición del terreno sacó las siguientes conclusiones: no podía escapar por la parte de atrás del soto, formado por un arco de maleza cuya cuerda era el camino principal; el curso de agua que rodeaba este arco era, no solamente profundo, sino bastante ancho y muy fangoso; grandes matas de juncos hacían absolutamente impracticable el paso de este curso; bajo aquellas turbias aguas se presentía un fondo cenagoso sobre el que los pies no podían encontrar ningún punto de apoyo; además, más allá del curso de agua, el suelo estaba cubierto de matorrales y difícilmente se prestaba a las maniobras de una rápida huida; una vez dada la alarma, Miguel Strogoff sería perseguido tenazmente y pronto rodeado, cayendo irremisiblemente en manos de los jinetes tártaros.

No había, pues, más que un camino practicable; uno sólo, y éste era la gran ruta.

Lo que Miguel Strogoff debía intentar era llegar hasta ella rodeando el lindero del bosque y, sin llamar la atención, franquear un cuarto de versta antes de ser descubierto, pidiendo a su caballo que empleara lo que le quedaba de energía y vigor y que no cayera muerto de agotamiento antes de llegar a la orilla del Obi; después, bien con una barca, o a nado si no había ningún otro medio de transporte, atravesar este importante río.

Su energía y su coraje se decuplicaban cuando se encontraba cara al peligro. Con aquella huida iba su vida, la misión que se le había encomendado, el honor de su país y puede que la salvación de su propia madre.

No podía dudar y puso manos a la obra.

El tiempo apremiaba porque ya se producían ciertos movimientos entre los hombres del destacamento. Algunos jinetes iban y venían por el camino, frente al lindero del bosque; otros estaban todavía echados al pie de los árboles, pero los caballos iban reuniéndose poco a poco en la parte central del soto.

Miguel Strogoff tuvo, en principio, la intención de apoderarse de algunos de aquellos caballos, pero se dijo, con razón, que debían de estar tan cansados como el suyo y que, por tanto, más valía confiar en éste, que tan seguro era y tan buenos servicios le había prestado hasta aquel momento.

El enérgico animal, escondido tras altas malezas de brezo, había escapado a las miradas de los jinetes usbecks, ya que éstos no se habían adentrado hasta el límite extremo del bosquecillo.

Miguel Strogoff, deslizándose sobre la hierba, se aproximó a su caballo, que estaba acostado sobre el suelo. Le acarició con la mano y le habló con dulzura para hacer que se levantara sin ruido alguno.

En aquel momento se produjo una circunstancia favorable: las antorchas, completamente consumidas, se apagaron, y la oscuridad se hizo aún más profunda, sobre todo en aquellos lugares que estaban cubiertos de maleza.

Después de ponerle el bocado al caballo, aseguró la cincha de la silla, apretó la correa de los estribos y comenzó a llevar al caballo de la brida con toda lentitud.

El inteligente animal, como si hubiera comprendido lo que de él se esperaba, siguió a su dueño dócilmente, sin que se le escapase el más ligero relincho, pese a lo cual, algunos caballos usbecks, levantaron sus cabezas y se dirigieron, poco a poco, hacia los linderos de la espesura.

Miguel Strogoff llevaba su revólver en la mano derecha, presto a volarle la cabeza al primer jinete tártaro que se le aproximara. Pero, afortunadamente, no fue dada la alarma y pudo alcanzar el ángulo que formaba el bosque por la parte derecha, encontrándose de nuevo sobre el duro suelo de la ruta.

La intención de Miguel Strogoff, para evitar ser visto, era no montar sobre el caballo hasta que se encontrara a una prudente distancia de la espesura; cuando hubiese conseguido llegar a una curva del camino que se encontraba a unos doscientos pasos de allí.

Desgraciadamente, en el momento en que Miguel Strogoff iba a franquear el lindero del bosque, el caballo de alguno de los jinetes, al olfatearlo, relinchó y se lanzó al galope por el camino.

Su propietario se precipitó en su seguimiento para detenerle, pero al percibir una silueta que se destacaba con las primeras luces del amanecer, gritó:

—¡Alerta!

Al oír este grito, todos los hombres del destacamento se precipitaron sobre sus caballos para lanzarse a la ruta. Miguel Strogoff no tuvo más remedio que montar y lanzarse a todo galope.

Los dos oficiales se pusieron a dar órdenes, gritando y arengando a sus hombres, pero en aquel momento el correo del Zar ya había iniciado su carrera.

Se oyó entonces una detonación y Miguel Strogoff sintió que una bala atravesaba su pelliza.

Sin volver la cabeza ni responder al ataque, picó espuelas y, franqueando el lindero del bosquecillo de un formidable salto, se lanzó a rienda suelta en dirección al Obi.

Los caballos de los jinetes usbecks estaban desensillados y podía, por tanto, tomar una cierta ventaja sobre sus perseguidores; pero no podían tardar mucho en lanzarse tras sus pasos. Efectivamente, menos de dos minutos después de haber abandonado el bosquecillo, oyó el galope de varios caballos que, poco a poco, iban ganando terreno.

 

La luz del alba comenzaba a clarear el día y los objetos se hacían visibles en un radio mayor.

Miguel Strogoff, volviendo la cabeza, se apercibió que un jinete se le iba acercando rápidamente.

Se trataba del deh-baschi. Este oficial, contando con un magnífico caballo, iba a la cabeza de los perseguidores y amenazaba con alcanzar al fugitivo.

Sin pararse, Miguel Strogoff dirigió hacia él su revólver y mirándole sólo un instante, con pulso seguro, apretó el gatillo.

El oficial usbeck, alcanzado en pleno pecho, rodó por el suelo.

Pero los otros jinetes le seguían de cerca y, sin prestar atención al estado del deh-baschi, excitados por sus propias vociferaciones, hundiendo las espuelas en los flancos de sus caballos, iban acortando poco a poco la distancia que les separaba de Miguel Strogoff.

Durante una media hora, sin embargo, el correo del Zar pudo mantenerse fuera del alcance de las armas tártaras, pero notaba que su caballo se agotaba por momentos y, a cada instante, temía que tropezara con cualquier obstáculo y cayera para no levantarse más.

El día era ya bastante claro, aunque el sol no había aparecido por encima del horizonte.

A una distancia de poco más de dos verstas, se distinguía una pálida línea bordeada por árboles bastante espaciados entre sí. Era el Obi, que discurría de sudoeste a noreste casi al mismo nivel del suelo, cuyo valle estaba formado por la misma estepa siberiana.

Los jinetes tártaros dispararon varias veces sus fusiles contra Miguel Strogoff, pero sin alcanzarle, y varias veces también el correo del Zar se vio obligado a descargar su revólver contra algunos de los jinetes que se acercaban demasiado a él. Cada vez que su revólver vomitó fuego, un usbeck rodó por el suelo, en medio de los gritos de rabia de sus compañeros.

Pero esta persecución no podía acabar más que con desventaja para Miguel Strogoff, porque su caballo estaba ya reventado.

Sin embargo, consiguió llevar a su jinete hasta la orilla del río.

Sobre el Obi, absolutamente desierto, no había una sola barca ni un transbordador que le pudiera servir para atravesar la corriente.

—¡Valor, mi buen caballo! —gritó Miguel Strogoff—. ¡Vamos! ¡Un último esfuerzo!

Y se precipitó al río, que en aquel lugar debía de tener una media versta de anchura.

Aquella corriente tan rápida era extremadamente difícil de remontar y el caballo de Miguel Strogoff no hacía pie en ninguna parte. Sin ningún punto de apoyo, no había más remedio que atravesar a nado aquellas aguas, tan rápidas como las de un torrente. Afrontarlas era, por parte de Miguel Strogoff, un verdadero alarde de valor.

Los jinetes se habían parado en la orilla, dudando en adentrarse en la corriente.

En ese momento, el pendja-baschi, tomando su fusil, miro con rencor al fugitivo, que se encontraba ya en medio de la corriente, y disparo contra él.

El caballo de Miguel Strogoff, herido en un flanco, se hundió bajo su dueño.

Éste no tuvo más que el tiempo justo de desembarazarse de los estribos en el mismo momento en que el pobre animal desaparecía bajo las aguas del río. Después, sumergiéndose para evitar la lluvia de balas que hendían el agua a su alrededor, consiguió llegar a la orilla derecha del río, desapareciendo entre los cañaverales que crecían en la margen del Obi.

17

Versos y canciones

Miguel Strogoff se encontraba ya relativamente seguro, aunque su situación continuaba siendo terrible.

Ahora que aquel valiente animal que tan fielmente le había servido acababa de encontrar la muerte entre las aguas del río, ¿cómo podría él continuar el viaje?

Tenía que proseguir a pie, sin víveres, en un país arruinado por la invasión, batido por los exploradores del Emir y encontrándose todavía a una distancia considerable del final de su viaje.

—¡Por el Cielo! —gritó, haciendo desaparecer todas las razones de desánimo que acababan de embargar su espíritu—. ¡Llegaré! ¡Dios proteja a la santa Rusia!

Miguel Strogoff se encontraba entonces fuera del alcance de los jinetes tártaros.

Éstos no se habían atrevido a perseguirle a través del río y, por tanto, debían de creer que se había ahogado porque, tras su desaparición bajo las aguas, no habían podido verle llegar a la orilla derecha del Obi.

Pero el correo del Zar, deslizándose entre los gigantescos cañaverales de la orilla, había alcanzado la parte más elevada de la margen, aunque con muchas dificultades, ya que un espeso limo depositado durante la época de los desbordamientos de las aguas la hacía poco practicable.

Una vez sobre terreno más sólido, Miguel Strogoff se paró para meditar lo que le convenía hacer.

Lo que quería, en primer lugar, era evitar la localidad de Tomsk, ocupada por los tártaros, no obstante, le era preciso llegar a algún caserío o alguna casa de postas para agenciarse algún caballo. Una vez en posesión del animal, se lanzaría fuera de los caminos controlados por las fuerzas tártaras y no volvería a recuperar la ruta de Irkutsk hasta llegar a los alrededores de Krasnoiarsk.

A partir de este punto, si se apresuraba, podía aún encontrar el camino libre y descender hacia el sudeste por las provincias del lago Balkal.

A continuación, Miguel Strogoff comenzó a buscar una orientación.

Dos verstas más adelante, siguiendo el curso del Obi, se veía una pequeña ciudad, pintorescamente elevada sobre un ligero promontorio del suelo, y algunas iglesias con cúpulas bizantinas, pintadas de verde y oro, perfilaban sus siluetas sobre el fondo gris del cielo.

Era Kolyvan, adonde iban a refugiarse durante el verano los funcionarios y empleados de Kamsk y otras ciudades, para huir del clima malsano de la Baraba.

Kolyvan, según las noticias que el correo del Zar había podido conseguir, no debía de estar aún en manos de los invasores. Las tropas tártaras, divididas en dos columnas, habíanse dirigido por la izquierda hacia Omsk y por la derecha hacia Tomsk, descuidando la parte del país que quedaba entre ambas.

El propósito, simple y lógico, de Miguel Strogoff, era llegar a Kolyvan antes que los jinetes tártaros, que, remontando la orilla izquierda del Obi, hubieran alcanzado la ciudad. Allí, pagando diez veces su valor, se procuraría nuevas ropas y un caballo y volvería sobre la ruta de Irkutsk, a través de la estepa meridional.

Eran las tres de la madrugada y los alrededores de Kolyvan, en una calma absoluta, parecían completamente abandonados.

Evidentemente, la población campesina, huyendo de los invasores, a los que no podían oponerse, habían emigrado hacia el norte, refugiándose en las provincias del Yeniseisk.

Miguel Strogoff se dirigía a paso rápido hacia Kolyvan, cuando llegaron hasta él lejanas detonaciones.

Se paró, distinguiendo netamente unos sordos ruidos que atravesaban las capas de la atmósfera y una crepitación cuyo origen no podía escapársele al correo del Zar.

—¡Son cañones! ¡Y descargas de fusilería! —se dijo—. ¿El pequeño cuerpo de ejército ruso se enfrenta ya con los tártaros? ¡Quiera el Cielo que llegue antes que ellos a Kolyvan!

Miguel Strogoff no se equivocaba.

Muy pronto se fue acentuando poco a poco el ruido de las detonaciones, y tras él, sobre la parte izquierda de Kolyvan, los vapores se condensaban por encima del horizonte; y no eran nubes de humo, sino las grandes columnas blanquecinas muy claramente perfiladas que producen las descargas de artillería.

Sobre la izquierda del Obi, los jinetes usbecks que perseguían a Miguel Strogoff se detuvieron a esperar el resultado de la batalla entre aquellas desiguales fuerzas.

Por esta parte, Miguel Strogoff no tenía nada que temer, de manera que apresuró su marcha hacia la ciudad.

Sin embargo, las detonaciones se intensificaban, aproximándose sensiblemente. No se trataba de un ruido confuso, sino de cañonazos disparados uno tras otro. Al mismo tiempo la humareda, empujada por el viento, se elevaba en el aire, haciendo evidente que los combatientes se desplazaban con rapidez hacia el sur.