Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

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El correo del Zar conocía perfectamente la ciudad de Omsk y, siempre en pos de su guía, evitaba las calles más frecuentadas. No es que temiera ser reconocido, ya que en toda la ciudad únicamente su madre podía llamarlo por su verdadero nombre, pero había jurado no verla y no la vería. Por eso deseaba con todo su corazón que se encontrara refugiada en algún tranquilo lugar de la estepa.

Afortunadamente, el campesino conocía a un encargado de posta el cual, pagándole bien, no se negaría a alquilar o vender un carruaje o un caballo. Quedaba la dificultad de abandonar la ciudad, pero las brechas practicadas en la muralla podían facilitar la salida de Miguel Strogoff.

El campesino conducía, pues, a su huésped directamente a la parada cuando, en una calle estrecha, Miguel Strogoff se detuvo de pronto y retrocedió hasta esconderse detrás de una esquina.

—¿Qué te pasa? —le preguntó vivamente el campesino, sorprendido de aquel brusco movimiento.

—¡Silencio! —se limitó a decir Miguel Strogoff, llevando un dedo a sus labios.

En aquel momento, un destacamento de tártaros desembocaba de la plaza mayor y entraba en la calle por la que circulaban Miguel Strogoff y su compañero.

A la cabeza del destacamento, compuesto por una veintena de jinetes, marchaba un oficial vestido con un simple uniforme. Pese a que su mirada iba de un lado a otro, no podía haber visto a Miguel Strogoff, que se había batido rápidamente en retirada.

El destacamento iba a un buen trote por la estrecha calle sin que el oficial ni su escolta hicieran caso de los habitantes del lugar, los cuales apenas tenían tiempo de echarse a un lado, lanzando gritos medio ahogados a los que respondían inmediatamente los soldados con golpes de lanza, por lo que la calle estuvo despejada en un instante.

Cuando la escolta hubo desaparecido, Miguel Strogoff se volvió hacia el campesino, preguntando:

—¿Quién es ese oficial?

Y mientras hacía esta pregunta su rostro se quedó pálido como el de un muerto.

—Es Ivan Ogareff —respondió el campesino con una voz baja que respiraba odio.

—¡Él! —gritó Miguel Strogoff, lanzando esta palabra con un tono de rabia que no pudo disimular.

Acababa de reconocer en aquel oficial al viajero que le había humillado en la parada de Ichim.

Pero repentinamente se iluminó su espíritu. Aquel viajero, al que apenas había entrevisto, le recordaba al mismo tiempo al viejo gitano cuyas palabras había sorprendido en el mercado de Nijni-Novgorod.

Miguel Strogoff no se equivocaba, aquellos dos hombres eran la misma persona. Vestido de gitano y mezclado entre la tribu de Sangarra, Ivan Ogareff había podido abandonar la provincia de Nijni-Novgorod, en donde había ido a buscar afiliados a su maldita obra entre los numerosos extranjeros que del Asia central concurrían a la feria. Sangarra y sus gitanas, verdaderos espías a sueldo, debían serle absolutamente fieles. Era él quien por la noche, sobre el campo de la feria, había pronunciado aquella extraña frase cuyo significado podía Miguel Strogoff comprender ahora. Era él quien viajaba a bordo del Cáucaso con toda la tribu de gitanos y era también él quien, siguiendo otra ruta de Kazán a Ichim a través de los Urales, había llegado a Omsk, convirtiéndose en dueño de la ciudad.

Apenas debía de hacer tres días que Ivan Ogareff había llegado a Omsk, por lo que, sin su funesto encuentro en Ichim y sin los acontecimientos que le retuvieron tres días en la orilla del Irtyche, Miguel Strogoff le hubiera adelantado en la ruta de Irkutsk.

¡Quién sabe cuántas desgracias se hubieran podido evitar!

En todo caso, Miguel Strogoff debía evitar más que nunca el encuentro con Ivan Ogareff para no ser reconocido. Cuando llegase el momento de encontrarse cara a cara, ya sabría buscarlo, aunque se hubiera convertido en dueño de toda Siberia.

El campesino y él reemprendieron la marcha a través de la ciudad, llegando a la parada de posta. Abandonar Omsk a través de una de las brechas de la muralla no iba a ser muy difícil por la noche. En cuanto a encontrar un vehículo que reemplazase la tarenta, fue imposible, ya que no había ninguno para alquilar ni vender. Pero ¿qué necesidad tenía él ahora de un carruaje? Un caballo le era más que suficiente y, afortunadamente, pudo agenciarse uno. Era un animal resistente, apto para soportar grandes fatigas y al cual, Miguel Strogoff, que era un buen jinete, podía sacar buen partido.

El caballo fue pagado a alto precio y algunos minutos más tarde estaba dispuesto para la partida.

Eran entonces las cuatro de la tarde.

Miguel Strogoff, obligado a esperar a la noche para franquear la muralla pero no queriendo dejarse ver por la ciudad, se quedó en la parada de posta haciéndose servir algunos alimentos.

La sala común estaba abarrotada de gente. Igual que pasaba en las estaciones rusas, los habitantes de estas ciudades, ansiosos de noticias, iban a buscarlas a las paradas de posta. Se hablaba de la próxima llegada de un cuerpo de tropas moscovita, no a Omsk, sino a Tomsk, destinado a reconquistar esta ciudad de las garras de Féofar-Khan.

Miguel Strogoff prestaba gran atención a todo cuanto se decía, pero sin mezclarse en ninguna conversación.

De pronto, oyó un grito que le hizo estremecer; un grito que le llegó al alma, cuyas dos palabras fueron lanzadas en su oído:

—¡Hijo mío!

¡Su madre, la vieja Marfa, estaba ante él! ¡Le sonreía, temblando de emoción, y tendiendo sus brazos!

Miguel Strogoff se levantó e iba a arrojarse hacia ella cuando el pensamiento del deber y el peligro que aquel lamentable encuentro encerraba para él y para su madre le detuvieron enseguida, y tal fue su dominio de sí mismo, que ni un solo músculo de su cara se contrajo.

Una veintena de personas se encontraban reunidas en la sala común y entre ellas podía ser que hubiera algún espía, aparte de que en la ciudad se sabía de sobras que el hijo de Marfa Strogoff pertenecía al cuerpo de correos del Zar.

Miguel Strogoff no se movió.

—¡Miguel! —gritó su madre.

—¿Quién es usted, mi buena señora? —preguntó Miguel Strogoff, balbuceando más que pronunciando las palabras.

—¿Quién soy, preguntas, hijo mío? ¿Es que no reconoces a tu madre?

—Se equivoca usted… —respondió Miguel Strogoff fríamente—. Quizás alguna semejanza…

La vieja Marfa se acercó a él y mirándolo fijamente a los ojos le dijo:

—¿Tú no eres el hijo de Pedro y Marfa Strogoff?

Miguel Strogoff hubiera dado su vida por poder estrechar fuertemente a su madre entre sus brazos… Pero si cedía era su fin, el de ella, de su misión y de su juramento… Dominándose completamente, cerró los ojos para no ver la irreprimible angustia que reflejaba la mirada venerable de su madre y retiró sus manos para no tenderlas hacia aquellas otras que le buscaban temblorosamente.

—Yo no sé, realmente, qué es lo que quiere usted decir, buena mujer —respondió Miguel Strogoff, retrocediendo algunos pasos.

—¡Miguel! —gritó aún la mujer.

—¡Yo no me llamo Miguel! ¡No he sido nunca su hijo! ¡Yo soy Nicolás Korpanoff, comerciante de Irkutsk!

Y bruscamente abandonó la sala, mientras re sonaban unas palabras pronunciadas tras él por última vez:

—¡Hijo mío! ¡Hijo mío!

Miguel Strogoff, haciendo un esfuerzo supremo, se había marchado, sin ver a su vieja madre que se dejaba caer casi inerte sobre un banco. Pero en el momento en que el encargado se precipitó hacia ella para socorrerla, la anciana se levantó. Una súbita revelación había entrado en su espíritu. ¡Ella, renegada por su hijo! ¡Esto no era posible! En cuanto a que ella pudiera equivocarse, era más imposible todavía. Era evidente que el que acababa de ver era su hijo y si él no la había reconocido es que no había querido, que no debía reconocerla, que tenía terribles razones para comportarse de aquella manera. Entonces, reprimiendo sus sentimientos maternales, no tuvo más que un pensamiento: «¿Lo habré perdido sin querer?»

—¡Estoy loca! —dijo a los que la interrogaban—. ¡Mis ojos me han engañado! ¡Ese joven no es mi hijo! ¡No tenía su voz! ¡No pensemos más en ello porque acabaré viéndolo en todas partes!

Pero menos de diez minutos después, un oficial tártaro se presentaba en la parada de posta.

—¿Marfa Strogoff? —preguntó.

—Soy yo —respondió la anciana mujer, con tono calmoso y la mirada tan tranquila que los testigos de la escena que acababan de presenciar no la hubieran reconocido.

—Ven conmigo —dijo el oficial.

Marfa Strogoff siguió con paso seguro al oficial tártaro, abandonando la casa de postas.

Algunos minutos después se encontraba en el vivac de la plaza mayor, ante la presencia de Ivan Ogareff, el cual tuvo inmediato conocimiento de todos los detalles de la escena.

Ivan Ogareff, suponiendo la verdad, había querido interrogar él mismo a la anciana siberiana.

—¿Tu nombre? —preguntó con tono rudo.

—Marfa Strogoff.

—¿Tú tienes un hijo?

—Sí.

—¿Es correo del Zar?

—Sí.

—¿Dónde está?

—En Moscú.

—¿Tienes noticias suyas?

—No.

—¿Desde cuándo?

—Desde hace dos meses.

—¿Quién era, pues, aquel joven al que hace unos instantes has llamado hijo en la parada de posta?

—Un joven siberiano al que he confundido con él —respondió Marfa Strogoff—. Es la décima vez que creo encontrar a mi hijo desde que la ciudad está llena de extranjeros. Creo verlo por todas partes.

—¿Así que aquel joven no es Miguel Strogoff?

—No es Miguel Strogoff.

—¿Sabes, vieja, que puedo hacerte torturar hasta que digas toda la verdad?

 

—He dicho la verdad y la tortura no hará cambiar en nada mis palabras.

—¿Ese siberiano no era Miguel Strogoff? —preguntó nuevamente Ivan Ogareff.

—¡No! ¡No era él! —respondió nuevamente también Marfa Strogoff—. ¿Cree que por nada del mundo renegaría de un hijo como el que Dios me ha dado?

Ivan Ogareff miró malignamente a la anciana, la cual no bajó la vista. No dudaba que había reconocido a su hijo en aquel siberiano y que si él había renegado de su madre entonces, y su madre renegaba de él a su vez, era por un motivo gravísimo.

Para Ivan Ogareff, pues, no había ninguna duda de que el pretendido Nicolás Korpanoff era Miguel Strogoff, correo del Zar camuflado bajo un nombre falso y encargado de una misión cuyo conocimiento le era capital. Por ello dio la orden inmediata de que se iniciara su persecución. Después, volviéndose hacia Marfa Strogoff, dijo:

—Que esta mujer sea conducida a Tomsk.

Y mientras los soldados la apresaban con brutalidad, murmuró entre dientes:

—Cuando llegue el momento, ya sabré hacer hablar a esta vieja bruja.

15

Los pantanos de la Baraba

Miguel Strogoff había obrado con acierto al abandonar tan bruscamente la parada, porque las órdenes de Ivan Ogareff habían sido transmitidas enseguida a todos los puntos de la ciudad, y sus señas enviadas a todos los encargados de las postas, con el fin de que no pudiera salir de Omsk. Pero, en aquellos momentos, el correo del Zar había ya franqueado una de las brechas de la muralla y su caballo corría por la estepa y, si no era perseguido inmediatamente, tenía muchas probabilidades de escapar.

Era el 29 de julio, a las ocho de la tarde, cuando Miguel Strogoff abandonó Omsk. Esta ciudad se encontraba a poco más de medio camino entre Moscú e Irkutsk, y, si quería adelantarse a las columnas tártaras, tenía que llegar allí en menos de diez días.

Evidentemente, el deplorable azar que le había puesto en presencia de su madre había revelado su identidad, e Ivan Ogareff no podía ignorar que un correo del Zar acababa de atravesar Omsk dirigiéndose hacia Irkutsk. Los mensajes que llevaba este correo debían ser de una importancia extrema y Miguel Strogoff sabía que harían todo lo posible por apoderarse de él.

Pero lo que no podía saber es que Marfa Strogoff estaba en manos de Ivan Ogareff y que era ella quien iba a pagar, puede que con su vida, el impulso que no había podido detener al encontrarse de pronto en presencia de su hijo. Y afortunadamente no lo sabía porque, ¿hubiera podido resistir esta nueva prueba?

Miguel Strogoff estimulaba a su caballo, comunicándole toda la impaciencia febril que le devoraba y no le pedía más que una cosa, que le llevara rápidamente hasta la próxima parada en donde pudiera obtener un caballo más rápido.

A medianoche había franqueado setenta verstas y llegaba a la estación de Kulikovo, pero allí, tal como temía, no se encontraban caballos ni carruajes, porque algunos destacamentos tártaros habían pasado por aquella gran ruta de la estepa y lo habían robado y requisado todo, tanto en las poblaciones como en las casas de posta. Miguel Strogoff apenas pudo conseguir algún alimento para él y para su caballo.

Le interesaba, por tanto, conservar y cuidar el que tenía, porque no sabía cuándo podría reemplazarlo.

Mientras tanto, quería dejar la mayor distancia posible entre él y los jinetes que Ivan Ogareff debía de haber lanzado en su persecución, por lo cual resolvió seguir adelante y, después de una hora de reposo, reemprendió su carrera a través de la estepa.

Hasta entonces, afortunadamente, las condiciones atmosféricas habían favorecido el viaje del correo del Zar. La temperatura era soportable y la noche, muy corta en esa época, estaba iluminada por esa media claridad de la luna que, tamizándose a través de algunas nubes, hacía la ruta muy practicable.

Miguel Strogoff iba, pues, adelante, sin ninguna duda, sin ninguna vacilación. Pese a los dolorosos pensamientos que le obsesionaban, había conservado una extrema lucidez de espíritu y marchaba hacia su objetivo, como si éste fuese visible en el horizonte.

Cuando se detenía en algún recodo del camino, era para dejar tomar aliento durante unos instantes a su caballo. Entonces, echando pie a tierra, libraba de su peso al animal y aprovechaba para poner el oído en el suelo y escuchar si algún galope se propagaba por la superficie de la estepa. Cuando se había asegurado de que no se oían ruidos sospechosos, continuaba la marcha hacia delante.

¡Ah, si todas estas comarcas siberianas estuvieran invadidas por la noche polar, y esa noche durara varios meses! ¡Lo deseaba con toda vehemencia porque podía atravesarla con mucha mayor seguridad!

El 30 de julio, a las nueve de la mañana, pasó por la estación de Turumoff, encontrándose con la región pantanosa de la Baraba.

Allí, las dificultades naturales podían ser extremadamente graves. Miguel Strogoff lo sabía, pero también sabía que podría sobrellevarlas.

Estos vastos Pantanos de la Baraba se extienden de norte a sur desde el paralelo sesenta al cincuenta y dos, y sirven de depósito a todas las aguas fluviales que no encuentran salida ni hacia el Obi ni hacia el Irtyche. El suelo de esta vasta depresión es totalmente arcilloso y, por consecuencia, permeable, de tal forma que las aguas se acumulan, haciendo que esta región sea muy difícil de atravesar durante la estación cálida.

No obstante, el camino hacia Irkutsk pasa por allí, en medio de estas lagunas, estanques, lagos y pantanos, donde el sol provoca emanaciones malsanas que convierten este camino, además de fatigoso, en terriblemente peligroso para el viajero.

En invierno, cuando el frío solidifica todo líquido; cuando la nieve ha nivelado el suelo y condensado las miasmas, los trineos pueden deslizarse impunemente sobre la dura corteza de la Baraba, y los cazadores frecuentan con asiduidad aquellas comarcas tan abundantes en caza, a la busca de martas, cebellinas y esos preciosos zorros cuya piel es tan buscada. Pero durante el verano, los pantanos se vuelven fangosos, pestilentes y hasta impracticables cuando el nivel de las aguas ha crecido demasiado.

Miguel Strogoff lanzó su caballo en medio de una pradera de turba, en la que ya se notaba la falta de la hierba baja de la estepa, de la que se alimentan exclusivamente los inmensos rebaños siberianos. No se trataba de una pradera sin límites, sino una especie de inmenso vivero de vegetales arborescentes.

La hierba se elevaba entonces a cinco o seis pies de altura e iba dejando su sitio a las plantas acuáticas, a las cuales la humedad, ayudada por el calor estival daba proporciones gigantescas.

Eran principalmente juncos y butomos, que formaban una red inextricable, una impenetrable espesura adornada por miles de flores que llamaban la atención por la viveza de su colorido, entre las cuales brillaban las azucenas y los lirios, cuyos perfumes se mezclaban con las cálidas emanaciones que el sol evaporaba.

Miguel Strogoff, galopando entre aquella espesura de juncos, no podía ser visto desde los pantanos que bordeaban el camino. Los grandes matorrales se elevaban por encima de él y su paso únicamente estaba señalado por el vuelo de las innumerables aves acuáticas que se levantaban sobre las orillas del camino y se extendían por las profundidades del cielo en grupos escandalosos.

No obstante, la ruta estaba claramente trazada; aquí avanzaba directamente entre la espesa maleza de plantas acuáticas; allá rodeaba las orillas sinuosas de grandes estanques, algunos de los cuales tenían varias verstas de longitud y de anchura y casi merecían el nombre de lagos. En otros lugares no era posible evitar las aguas pantanosas y atravesaba el camino, no sobre puentes, sino sobre inseguras plataformas apoyadas sobre lechos de arcilla, cuyos maderos temblaban como débiles planchas colocadas sobre un abismo. Algunas de estas plataformas se prolongaban por espacio de doscientos o trescientos pies y más de una vez, los viajeros, al menos los de las tarentas, habían experimentado un mareo parecido al que provoca la mar.

Miguel Strogoff corría siempre, sobre suelo duro o sobre suelo que temblaba bajo sus pies; corría sin detenerse nunca, saltando por encima de las brechas abiertas en la podrida madera; pero por rápidos que fueran, caballo y jinete no podían protegerse de las picaduras de los mosquitos que infestaban aquel pantanoso país.

Los viajeros que se ven obligados a atravesar la Baraba durante el verano tienen la precaución de proveerse de caretas de crin, a las cuales va unida una cota de malla de un alambre muy fino que les cubre los hombros. Pero pese a estas precauciones, es raro que consigan atravesar los pantanos sin tener la cara, el cuello y las manos acribillados por puntitos rojos. La atmósfera parece estar allí erizada de agujas y hasta podría creerse que una de aquellas antiguas armaduras de caballero no sería suficiente para protegerse contra los dardos de aquellos dípteros. Es aquél un funesto país que el hombre disputa, pagando alto precio, a las típulas, a los mosquitos, a los maringuinos, a los tábanos e incluso a millares y millares de insectos microscópicos que no son visibles a simple vista, pero cuyas intolerables picaduras, a las que nunca se acostumbraban los cazadores siberianos más endurecidos, se hacen sentir claramente.

El caballo de Miguel Strogoff, asaeteado por estos venenosos insectos, saltaba como si le clavasen en los ijares las puntas de mil espuelas y, acometido por una furiosa rabia, se encabritaba y se lanzaba a toda velocidad, devorando verstas y más verstas con la rapidez de un tren expreso, sacudiendo sus flancos con su cola y buscando en la rapidez de su carrera un alivio para tal suplicio.

Era necesario ser tan buen jinete como Miguel Strogoff para no ser derribado por las reacciones del caballo, con sus bruscas paradas y los saltos que daba para librarse de los aguijones de los insectos.

Pero el correo del Zar se había vuelto, por así decirlo, insensible al dolor físico, como si se encontrase bajo la influencia de una anestesia permanente, no viviendo más que para el deseo de llegar a su meta, costara lo que costase, y no veía más que una cosa en aquella carrera insensata: que la ruta iba quedando rápidamente detrás de él.

¿Quién hubiera podido creer que en aquellos lugares de la Baraba, tan malsanos durante la estación calurosa, pudiera encontrar refugio población alguna?

Sin embargo, así era. Algunos caseríos siberianos aparecían de tarde en tarde entre los juncos gigantescos. Hombres, mujeres, niños y viejos, cubiertos con pieles de animales y ocultando el rostro bajo vejigas untadas de pez, guardaban sus rebaños de enflaquecidos carneros; pero para preservar a estos animales de los ataques de los insectos, los resguardaban bajo el humo de hogueras de madera verde, que alimentaban noche y día y cuyo acre olor se propagaba lentamente por encima de la inmensa marisma.

Cuando Miguel Strogoff notaba que su caballo estaba rendido de fatiga, a punto de abatirse, se paraba en uno de estos miserables caseríos y allí, olvidándose de sus propias fatigas, frotaba él mismo las picaduras del pobre animal con grasa caliente, según la costumbre siberiana; después, le daba una buena ración de forraje, y sólo cuando lo había curado y alimentado, se preocupaba un poco de sí mismo, reponiendo sus fuerzas comiendo un poco de pan y carne acompañado con algunos vasos de kwais. Una hora más tarde, dos a lo sumo, reemprendía a toda velocidad la interminable ruta hacia Irkutsk.

De esta forma, Miguel Strogoff franqueó noventa verstas desde Turumoff, insensible a toda fatiga, llegaba a Elamsk a las cuatro de la tarde del 30 de julio.

Allí fue necesario darle una noche de reposo al caballo, porque el vigoroso animal no hubiera podido continuar por más tiempo el viaje.

En Elamsk, como en todas partes, no existía ningún medio de transporte, por la misma razón que en los pueblos precedentes faltaba toda clase de caballos y carruajes.

Esta pequeña ciudad, que los tártaros no habían visitado todavía, estaba casi enteramente despoblada, ya que era fácil que fuese invadida por el sur y, sin embargo, era muy difícil que recibiera refuerzos por el norte. Así, parada de posta, oficina de policía y residencia del gobernador habían sido abandonadas por orden de la superioridad, y los funcionarios por su parte y los habitantes por otra, todos los vecinos que estaban en condiciones de emigrar habían decidido refugiarse en Kamsk, en el centro de la Baraba.

 

Miguel Strogoff tuvo, pues, que resignarse a pasar la noche en Elamsk, para dar reposo a su caballo durante unas doce horas. Se acordaba de las instrucciones que se le habían dado en Moscú: «Atravesar Siberia de incógnito, llegar cuanto antes a Irkutsk, pero con precaución, sin sacrificar el resultado de la misión a la rapidez del viaje.» Por consiguiente, tenía que conservar el único medio de transporte que le quedaba.

Al día siguiente dejó Elamsk en el momento en que, diez verstas más atrás, en el camino de la Baraba, aparecían los primeros exploradores tártaros, por lo que se lanzó de nuevo a través de aquella pantanosa tierra.

La ruta era llana, lo cual hacía más fácil la marcha, pero muy sinuosa, lo que prolongaba el camino; sin embargo, era imposible dejarla para correr en línea recta a través de aquella infranqueable red de estanques y pantanos.

Al otro día, primero de agosto, Miguel Strogoff pasó, al mediodía, por la aldea de Spaskoë, ciento veinte verstas más allá, y dos horas más tarde se detenía en la de Pokrowskoë.

Allí tuvo que perder también, por un reposo que era forzoso, todo el resto del día y la noche entera; pero reemprendió la marcha al día siguiente por la mañana, corriendo siempre a través de aquel suelo inundado, y el 2 de agosto, a las cuatro de la tarde, después de una etapa de setenta y cinco verstas, llegaba a Kamsk.

El país había cambiado. Esta pequeña ciudad de Kamsk es como una isla, habitable y sana, en medio de tan inhóspitas comarcas. Ocupa el centro mismo de la Baraba y merced a los saneamientos realizados y a la canalización del río Tom, afluente del Irtyche que pasa por Kamsk, las pestilentes marismas se habían transformado en ricos terrenos de pasto. Sin embargo, aquellas mejoras no habían conseguido desarraigar por completo las fiebres que, sobre todo en otoño, hacían peligrosa la estancia en la ciudad. Pero así y todo, era un refugio para los habitantes de la Baraba cuando las fiebres palúdicas les arrojaban del resto de la provincia.

La emigración provocada por la invasión tártara no había despoblado todavía la pequeña ciudad de Kamsk. Sus habitantes creían probablemente estar seguros en el centro de la Baraba o, al menos, pensaban tener tiempo de huir si se encontraban directamente amenazados.

Miguel Strogoff, pese a sus deseos, no pudo obtener ninguna noticia en aquel lugar. Antes al contrario, hubiera sido el gobernador el que se hubiese dirigido a él para conocer nuevas noticias, de haber sabido cuál era la verdadera identidad del pretendido comerciante de Irkutsk. Kamsk, en efecto, por su misma situación, parecía encontrarse al margen del mundo siberiano y de los graves acontecimientos que se desarrollaban.

Miguel Strogoff no se dejó ver ni poco ni mucho. Pasar desapercibido no le bastaba: hubiera querido ser invisible. La experiencia del pasado le volvía más desconfiado para el presente y el porvenir. Así pues, se mantuvo apartado, poco deseoso de recorrer las calles del lugar, no queriendo abandonar el albergue en el cual habíase detenido.

Habría podido encontrar un vehículo en Kamsk que fuera más cómodo que el caballo que llevaba desde Omsk; pero después de pararse a reflexionar, temió que la compra de una tarenta atrajese la atención hacia él y, hasta que hubiera traspasado las líneas ocupadas ahora por los tártaros, que cortaban Siberia siguiendo el valle del Irtyche, no quería arriesgarse a provocar sospechas.

Además, para llevar a cabo la difícil travesía de la Baraba; para huir a través de los pantanos, en caso de que algún peligro le amenazara directamente; para distanciarse de los jinetes lanzados en su persecución; para arrojarse, si era necesario, entre la más densa espesura de los juncos, un caballo era, evidentemente, mejor que un carruaje. Más allá de Tomsk, en el mismo Krasnoiarsk, aquel importante centro de la Siberia occidental, Miguel Strogoff ya vería lo que convenía hacer.

En cuanto a su caballo, ni siquiera había tenido el pensamiento de cambiarlo por otro. Se había acostumbrado ya a aquel valiente animal y sabía lo que podía dar de sí. Había tenido mucha suerte al comprarlo en Omsk, y el campesino que le había conducido a la parada de postas le había hecho un gran servicio.

Pero si Miguel Strogoff se había ya acostumbrado al caballo, éste parecía que poco a poco iba acostumbrándose a las fatigas de semejante viaje, y a condición de que se le reservara algunas horas de reposo, su jinete podía esperar que le condujera más allá de las provincias invadidas.

Durante la tarde y la noche del 2 al 3 de agosto, Miguel Strogoff permaneció confinado en su albergue, sito en la entrada de la ciudad, por lo que era poco frecuentado y estaba al abrigo de inoportunos curiosos.

Rendido por la fatiga, se acostó después de haber cuidado de que a su caballo no le faltase nada; pero no pudo dormir más que con un sueño intermitente. Demasiados recuerdos, demasiadas inquietudes le asaltaban a la vez. Las imágenes de su anciana madre y de su joven e intrépida compañera, que habían quedado detrás de él, sin protección, pasaban alternativamente por su mente y se confundían a menudo en un solo pensamiento.

Después su recuerdo volvía a la misión que había jurado cumplir, y cuya importancia iba haciéndose cada vez más patente desde su salida de Moscú. La invasión era extremadamente grave y la complicidad de Ivan Ogareff la hacía más temible todavía.

Cuando su mirada se posaba sobre la carta revestida con el sello imperial —aquella carta que sin duda contenía el remedio para tantos males; la salvación de aquel país desolado por la guerra—, Miguel Strogoff sentía en su interior un deseo feroz de lanzarse a través de la estepa; de franquear a vuelo de pájaro la distancia que le separaba de Irkutsk; de ser un águila para elevarse por encima de los obstáculos; de ser un huracán para atravesar el aire con una velocidad de cien verstas a la hora; de llegar, al fin, frente al Gran Duque y gritarle: «Alteza, de parte de Su Majestad, el Zar.»

Al día siguiente por la mañana, a la seis, Miguel Strogoff reemprendió el camino con intención de recorrer en esta jornada las ochenta verstas que separan Kamsk de la aldea de Ubinsk. Al cabo de unas veinte verstas, encontró de nuevo los pantanos de la Baraba que ninguna derivación desecaba ya y el suelo quedaba a menudo sumergido bajo un pie de agua. El camino era allí difícil de reconocer, pero gracias a su extrema prudencia, ningún incidente interrumpió su marcha.

Miguel Strogoff llegó a Ubinsk y dejó reposar a su caballo durante toda la noche, porque quería, en la jornada siguiente, recorrer sin desmontar las cien verstas que separan Ubinsk de lkulskoë. Partió, pues, al alba, pero, desgraciadamente, en esta parte de la Baraba el suelo era cada vez más detestable.

Efectivamente, entre Ubinsk y Kamakova, las lluvias, muy copiosas unas semanas antes, habían depositado las aguas en aquella estrecha depresión como sobre una cuenca impermeable. No había solución de continuidad en aquellos estanques, pantanos y lagos. Uno de estos lagos —lo suficientemente considerable como para merecer esa denominación geográfica—, el Chang —nombre chino—, tuvo que bordearlo Miguel Strogoff a lo largo de veinte verstas y a costa de grandes esfuerzos y dificultades extremas, lo cual ocasionó retrasos que toda la impaciencia del correo del Zar no podía impedir. Había hecho bien en no tomar un vehículo en Kamsk, porque su caballo pasaba por lugares por los que ningún carruaje hubiera podido pasar.

A las nueve de la tarde, Miguel Strogoff llegaba a lkulskoë, en donde se detuvo toda la noche. En esa aldea perdida en la Baraba no se tenía absolutamente ninguna noticia sobre la guerra y es que, por su misma naturaleza, esta parte de la provincia quedaba dentro de la bifurcación que formaban las dos columnas tártaras que avanzaban una sobre Omsk y la otra sobre Tomsk, por eso había escapado hasta aquel momento de los horrores de la invasión.