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100 Clásicos de la Literatura

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Los dos periodistas lo miraban, prestos a intervenir si él pedía su ayuda.

—Mis caballos se quedarán en mi coche —dijo Miguel Strogoff sin elevar el tono de voz, como convenía a un simple comerciante de Irkutsk.

El viajero avanzó hacia él, le puso rudamente la mano en el hombro y gritó:

—¡Cómo es eso! ¿No quieres cederme los caballos?

—No —respondió Miguel Strogoff.

—¡Está bien! ¡Serán para aquel de nosotros que quede en disposición de continuar el viaje! ¡Defiéndete porque no te voy a dar cuartel!

Y diciendo esto, el viajero tiró de su sable, poniéndose en guardia.

Nadia se puso rápidamente delante de Miguel Strogoff y Harry Blount y Alcide Jolivet avanzaron hacia él.

—No me batiré —dijo sencillamente Miguel Strogoff, el cual, para contenerse mejor, cruzó los brazos sobre el pecho.

—¿No vas a batirte?

—No.

—¿Y después de esto? —gritó el viajero.

Y antes de que pudieran contenerlo golpeó el hombro de Miguel Strogoff con el mango de su látigo.

Ante este insulto, Miguel Strogoff palideció horriblemente y sus manos se elevaron completamente abiertas, como si quisiera triturar entre ellas a aquel brutal personaje. Pero con un supremo esfuerzo, volvió a ser dueño de sí mismo. ¡Un duelo! ¡Era más que un retraso! ¡Podía significar el fracaso de su misión! ¡Era mejor perder algunas horas…! ¡Sí, pero tragarse tamaña afrenta!

—¿Te batirás ahora, cobarde? —repitió el viajero añadiendo la grosería a la brutalidad.

—¡No! —respondió Miguel Strogoff, sin moverse, mirando al viajero fijamente a los ojos.

—¡Los caballos, al instante! —dijo éste entonces, saliendo de la sala.

El encargado de la posta le siguió rápidamente, encogiéndose de hombros, después de haber examinado a Miguel Strogoff con aire poco aprobatorio.

El efecto que este incidente produjo en los periodistas no podía redundar en ventaja de Miguel Strogoff. Su descontento era manifiesto. ¡Este robusto joven se dejaba golpear de esa manera, sin intentar vengar tamaño insulto!

Limitáronse, pues, a saludar y se retiraron.

Alcide Jolivet le dijo a Harry Blount:

—Jamás hubiera creído eso de un hombre que se enfrenta tan valerosamente con un oso de los Urales. ¿Será verdad que el valor se manifiesta en sus horas y con sus formas? ¡No entiendo nada! ¡Quizá lo que nos hace falta a nosotros es haber sido siervos alguna vez!

Un instante después, un ruido de ruedas y el estallido de un látigo indicaban que la berlina, tirada por los caballos de la tarenta, dejaba rápidamente la parada de posta.

Nadia, impasible, y Miguel Strogoff, estremecido todavía por la cólera, se quedaron solos en la sala de la parada de posta.

El correo del Zar, con los brazos siempre cruzados sobre el pecho, se sentó. Se hubiera dicho que era una estatua. No obstante, un rubor que no debía de ser el de la vergüenza, había reemplazado a la palidez de su rostro.

Nadia no dudó que tenían que existir grandes razones para que un hombre como aquél soportara tal humillación.

Yendo hacia él, pues, como él fue hacia ella en las oficinas de la policía de Nijni-Novgorod, le dijo:

—Tu mano, hermano.

Y, al mismo tiempo, con sus dedos, con un gesto casi maternal, le enjugó una lágrima que estaba a punto de caer de los ojos de su compañero.

13

Sobre todo, el deber

Nadia había adivinado que un móvil secreto dirigía todos los actos de Miguel Strogoff y que éste, por razones que ella desconocía, no era dueño de su persona, que no tenía el derecho de disponer de sí mismo y que, en estas circunstancias, acababa de inmolarse heroicamente aguantando el resentimiento de una mortal injuria en aras de su deber.

Nadia no pedía ninguna explicación a Miguel Strogoff. La mano que acababa de tenderle, ¿no respondía a todo cuanto él hubiera podido decirle?

Miguel Strogoff permaneció mudo durante toda la tarde. El encargado de la posta no podía proporcionarle caballos frescos hasta el día siguiente por la mañana y tenían que pasar toda la noche entera en la parada. Nadia aprovechó la ocasión para reposar un poco y le fue preparada una habitación.

La joven hubiera preferido, sin duda, no dejar a su compañero, pero presentía que él tenía necesidad de estar solo y se dispuso a dirigirse a la habitación que le habían preparado.

—Hermano… —murmuro.

Miguel Strogoff la interrumpió con un gesto. La joven, exhalando un suspiro, salió de la sala.

Miguel Strogoff no se acostó. No hubiera podido dormir ni una sola hora.

En el sitio que había sido golpeado por el látigo del brutal viajero, sentía como una quemadura.

Cuando terminó sus oraciones de la tarde, murmuró:

—¡Por la patria y por el Padre!

Entonces experimentó un insoportable deseo de saber quién era el hombre que le había golpeado, de dónde venía y adónde iba. En cuanto a los rasgos de su rostro, estaban tan bien grabados en su memoria que no los olvidarla jamás.

Miguel Strogoff llamó al encargado de la posta.

Éste era un siberiano chapado a la antigua que se presentó enseguida mirando al joven un poco por encima del hombro y esperó a ser interrogado.

—¿Eres del país? —le preguntó Miguel Strogoff.

—Sí.

—¿Conoces al hombre que ha tomado mis caballos?

—No.

—¿No lo has visto jamás?

—Jamás.

—¿Quién crees tú que es?

—Un señor que sabe hacerse obedecer.

La mirada de Miguel Strogoff penetró como un puñal en el corazón del siberiano, pero la vista del encargado de la posta no se bajó.

—¡Te permites juzgarme! —le gritó Miguel Strogoff.

—Sí —respondió el siberiano—, porque hay cosas que no se reciben sin devolverlas, aunque uno sea un simple comerciante.

—¿Los latigazos?

—Los latigazos, joven. Tengo edad y fuerza para decírtelo.

Miguel Strogoff se acercó al encargado y le colocó sus poderosas manos en los hombros.

Después, con una voz especialmente calmosa, le dijo:

—Vete, amigo mío, vete. Te mataría.

El encargado de la posta esta vez había comprendido.

—Me gusta más así —murmuró.

Y se retiró sin agregar una sola palabra.

Al día siguiente, 24 de julio, a las ocho de la mañana estaban enganchados a la tarenta tres poderosos caballos. Miguel Strogoff y Nadia ocuparon su sitio y pronto desapareció en una curva de la ruta de la ciudad de Ichim, de la que ambos debían guardar tan terrible recuerdo.

En las diversas paradas en donde tuvieron que detenerse, Miguel Strogoff comprobó que la berlina les precedía siempre sobre la ruta de Irkutsk y que el viajero, con tanta prisa como ellos, atravesaba la estepa sin perder ni un instante.

A las cuatro de la tarde, después de recorrer setenta y cinco verstas, llegaron a la estación de Abatskaia, en donde tuvieron que atravesar el curso del río Ichim, uno de los principales afluentes del Irtyche.

Este paso fue bastante más difícil que el del Tobol, porque la corriente del Ichim era bastante rápida en aquel lugar.

Durante el invierno siberiano, todos los cursos de agua de la estepa, con una capa de hielo de varios pies de espesor, eran fácilmente vadeables y los viajeros los atravesaban casi sin darse cuenta, porque su lecho desaparece bajo el inmenso manto blanco que recubre uniformemente la estepa, pero en verano, las dificultades para franquear los ríos pueden ser grandes.

Efectivamente, tuvieron que emplear dos horas para atravesar el Ichim, lo cual exasperó a Miguel Strogoff, tanto más cuanto que los bateleros le dieron inquietantes noticias de la invasión tártara.

He aquí lo que decían:

Algunos exploradores de Féofar-Khan habían hecho su aparición sobre ambas orillas del Ichim inferior, en las comarcas meridionales del gobierno de Tobolsk. Omsk estaba muy amenazada. Se hablaba de un encuentro que había tenido lugar entre las tropas siberianas y tártaras, sobre la frontera de las grandes hordas kirguises, el cual había terminado con la derrota de los rusos, cuyas tropas eran demasiado débiles en ese punto. A consecuencia de ello había tenido que replegarse el resto de las fuerzas Y, por consiguiente, se había procedido a la evacuación general de los campesinos de la provincia. Se relataban horribles atrocidades cometidas por los invasores: pillaje, robo, incendios, asesinatos. Era el sistema de guerrear de los tártaros.

Las gentes iban huyendo a medida que avanzaba la vanguardia de Féofar-Khan. Ante este abandono de los pueblos y, aldeas, el mayor temor de Miguel Strogoff era no encontrar ningún medio de transporte. Tenía, pues, una extrema necesidad de llegar a Omsk. Podía ser que a la salida de la ciudad consiguiera tomar la delantera a las tropas tártaras que descendían por el valle del Irtyche y encontrar de nuevo la ruta libre hasta Irkutsk.

En aquel mismo lugar donde la tarenta acababa de franquear el río es en donde se termina lo que en el lenguaje militar se denomina «la cadena de Ichim», cadena de torres o fortines de madera, que se extienden desde la frontera sur de Siberia sobre un espacio de alrededor de cuatrocientas verstas (427 kilómetros). Antaño, estos fortines estaban ocupados por destacamentos de cosacos que se encargaban de proteger aquellas comarcas, tanto contra los kirguises como contra los tártaros. Pero, abandonados desde que el gobierno moscovita creyó que estas hordas estaban reducidas a una sumisión absoluta, ahora, cuando hubieran sido tan necesarias, no servían para nada. La mayor parte de los fortines habían sido reducidos a cenizas y las humaredas, que los bateleros hicieron observar a Miguel Strogoff, arremolinándose por encima del horizonte meridional, indicaban la proximidad de la vanguardia tártara.

 

En cuanto el transbordador depositó la tarenta sobre la orilla opuesta del Ichim, el vehículo reanudó su ruta por la estepa a toda velocidad.

Eran las siete de la tarde. El cielo estaba cubierto y ya habían caído varios chaparrones que tuvieron la virtud de eliminar el polvo y hacer el camino más cómodo.

Miguel Strogoff, desde la parada de Ichim, estaba taciturno, sin embargo estaba siempre atento para preservar a Nadia de esta carrera sin tregua ni reposo, pero la joven no se lamentaba nunca. Hubiera querido darles alas a los caballos. Algo le decía que su compañero tenía más urgencia aún que ella por llegar a Irkutsk. ¡Y cuántas verstas les separaban aún de esta ciudad!

Le vino entonces al pensamiento que si Omsk estaba invadida por los tártaros, la madre de Miguel Strogoff, que vivía en esta ciudad, corría grandes peligros que debían inquietar extremadamente a su hijo, lo cual era más que suficiente para explicar su impaciencia por llegar a su lado.

Nadia creyó, pues, que debía hablar de la vieja Marfa, de lo sola que debía encontrarse en medio de tan graves acontecimientos.

—¿No has recibido ninguna noticia de tu madre desde el comienzo de la invasión? —le preguntó.

—Ninguna, Nadia. La última carta que me escribió data ya de dos meses atrás, pero me daba buenas noticias. Marfa es una mujer enérgica, una vieja siberiana. Pese a su edad conserva toda su fuerza moral. Sabe sufrir.

—Yo iré a verla, hermano —dijo Nadia con viveza—. Ya que tú me das el nombre de hermana, yo soy la hija de Marfa.

Y como Miguel Strogoff no respondiera, continuó:

—Puede ser que tu madre haya podido salir de Omsk…

—Es posible, Nadia —respondió Miguel Strogoff—, y hasta espero que haya llegado a Tobolsk. La vieja Marfa aborrece a los tártaros, conoce la estepa y no tiene miedo; yo espero que haya cogido su bastón para descender por la orilla del Irtyche. No hay un lugar de la provincia que no conozca. ¡Cuántas veces ha recorrido el país con mi viejo padre, y cuántas veces yo mismo, siendo niño, los he seguido en sus correrías a través del desierto siberiano! Sí, Nadia, yo espero que mi madre haya abandonado Omsk.

—¿Y cuándo la verás?

—La veré… a la vuelta.

—Sin embargo, si tu madre está en Omsk, perderás alguna hora para ir a abrazarla, supongo.

—No iré a abrazarla.

—¿No la verás?

—No, Nadia… —respondió Miguel Strogoff, suspirando, comprendiendo que no podía continuar respondiendo a las preguntas de la joven.

—¡Y dices que no! ¡Ah, hermano! ¿Qué razones pueden hacer que renuncies a ver a tu madre si está en Omsk?

—¿Qué razones, Nadia? ¡Tú me preguntas qué razones! —gritó Miguel Strogoff con una voz profundamente alterada, que hizo estremecer a la joven—. Pues las mismas razones que me han hecho pasar por cobarde ante aquel miserable que…

No pudo acabar la frase.

—Cálmate, hermano —dijo Nadia con su voz más dulce—, yo no sé más que una cosa. Y ni siquiera la sé, ¡la siento! Y es que un sentimiento domina ahora toda tu conducta: un sagrado deber, si es que puede haber alguno, más poderoso que el que ata a un hijo con su madre.

Nadia se calló y, desde ese momento, evitó todo tipo de conversación que pudiera referirse a la particular situación de Miguel Strogoff. Él tenía algún secreto que guardar y ella lo respetaba.

Al día siguiente, 25 de julio, a las tres de la madrugada, la tarenta llegó a la parada de posta de Tiukalinsk, después de haber franqueado una distancia de ciento veinte verstas desde el paso del Ichim.

Se cambiaron rápidamente los caballos, pero, por primera vez, el yemschik puso algunas dificultades para partir, afirmando que destacamentos de tártaros batían la estepa y que tanto los viajeros como los caballos y el vehículo serían una buena presa para esos saqueadores.

Miguel Strogoff no tuvo más remedio que aumentar el valor del yemschik a base de dinero, ya que en esta ocasión, como en otras, no quiso hacer uso de su podaroshna. Los últimos decretos habían llegado por telégrafo y eran conocidos en Siberia, por lo que un ruso que estuviera tan especialmente dispensado de obedecer aquellas disposiciones hubiera llamado la atención general, lo cual quería evitar el correo del Zar a toda costa. En cuanto a las dudas del yemschik, puede que estuviera haciendo comedia y especulando con la impaciencia de los viajeros, o puede que tuviera realmente razón al temer que aquélla era una aventura arriesgada.

Al fin, la tarenta emprendió la marcha, y lo hizo con tanta diligencia que a las tres de la tarde habían recorrido ochenta verstas y se encontraban en Kulatsinskoë. Una hora después se encontraban en la orilla del Irtyche, a sólo una veintena de verstas de Omsk.

El Irtyche es un extenso rio que constituye una de las principales arterias siberianas cuyas aguas atraviesa Asia hacia el norte. Nace en los montes Altai y se dirige oblicuamente de sudeste a noroeste, yendo a desembocar en el Obi, después de un recorrido de cerca de siete mil verstas.

En aquella época del año, que es la de la crecida de todos los ríos de la baja Siberia, el nivel de las aguas del Irtyche era excesivamente alto. Por consiguiente, la corriente era violenta, casi torrencial, y hacía que su paso fuese bastante difícil. Un nadador, por bueno que fuera, no hubiera podido franquearlo, y la travesía en transbordador ofrecía algunos peligros.

Pero estos peligros, como otros, no podían detenerlos ni un instante, y Miguel Strogoff y Nadia estaban decididos a afrontarlos cualesquiera que fuesen.

Sin embargo, el correo del Zar propuso a su joven compañera intentar atravesar el río él solo con el carruaje y los caballos, porque el peso de todo el atelaje convertiría el transbordador en un poco peligroso, y después, una vez depositados los caballos y el vehículo en la otra orilla, volvería a por Nadia.

Pero la joven rehusó porque esto significaba un retraso de una hora y no quería que su seguridad personal fuera la causa de ningún retraso.

Las orillas estaban inundadas y el transbordador no podía acercarse demasiado, por lo que el embarque del vehículo se hizo con muchas dificultades, pero después de media hora de esfuerzos consiguieron embarcar la tarenta y los tres caballos. Miguel Strogoff, Nadia y el yemschik se instalaron también y comenzaron la travesía.

Durante los primeros minutos todo fue bien. La corriente del Irtyche, cortada en la parte superior por un largo entrante de la orilla, formaba un remanso que el transbordador atravesó fácilmente. Los dos bateleros daban impulso con sus largos bicheros, que manejaban con gran destreza; pero a medida que avanzaban, el lecho del río se hacía más profundo y no podían apoyar las pértigas en su hombro para empujar, porque apenas si sobresalían un palmo de la superficie del agua, lo cual hacía que su empleo fuera penoso e insuficiente.

Miguel Strogoff y Nadia, sentados en la popa del transbordador, temiendo siempre cualquier retraso, miraban con cierta inquietud la maniobra de los bateleros.

—¡Atención! —gritó uno de ellos a su compañero.

Este grito estaba motivado por la nueva dirección que tomaba el transbordador con una excesiva velocidad; dominado por la corriente del río estaba descendiendo rápidamente el curso. Era, pues, necesario, situarlo de forma que pudiera atravesar la corriente, y para ello había que emplear los bicheros a todo rendimiento y, con este propósito, apoyaron los extremos de éstos en una especie de escotaduras abiertas debajo de las bandas, consiguiendo poner el transbordador en sentido oblicuo y fueron ganando poco a poco la otra orilla.

Los dos bateleros, hombres vigorosos, estimulados además por la promesa de una elevada paga, no dudaron en llevar a buen fin aquella difícil travesía del Irtyche.

Pero no contaban con un incidente que era difícil de predecir, y ni su celo ni su habilidad podían hacer nada contra esta circunstancia.

El transbordador se encontraba en el centro de la corriente, a igual distancia de ambas orillas, descendiendo con una velocidad de unas dos verstas por hora, cuando Miguel Strogoff se levantó mirando corriente arriba.

Por la corriente bajaban varios barcos con gran rapidez, ya que a la acción de las aguas se unía la fuerza de los remos con los que iban dotados.

El rostro de Miguel Strogoff se contrajo de golpe, escapándosele una exclamación.

—¿Qué sucede? —preguntó la joven.

Pero antes de que Miguel Strogoff hubiera tenido tiempo de responderle, uno de los bateleros lanzó una exclamación de espanto:

—¡Los tártaros! ¡Los tártaros!

Eran, en efecto, barcas cargadas de soldados que descendían rápidamente por el Irtyche y antes de que hubieran transcurrido varios minutos habrían alcanzado el transbordador, demasiado pesado para huir de ellos.

Los bateleros, aterrorizados por esta aparición, lanzaron gritos de desespero, abandonando los bicheros.

—¡Valor, amigos míos! —gritó Miguel Strogoff—. ¡Valor! ¡Cincuenta rublos para vosotros si estamos en la orilla derecha antes de que nos alcancen esas barcas!

Los bateleros, reanimados por estas palabras, reemprendieron la maniobra y continuaron luchando contra la corriente, pero era evidente que no podrían evitar el abordaje de los tártaros.

¿Pasarían de largo sin inquietarlos? Era poco probable. Por el contrario, debía temerse todo de estos salteadores.

—No tengas miedo, Nadia —dijo Miguel Strogoff—, pero prepárate a todo.

—Estoy preparada —respondió Nadia.

—¿Hasta a arrojarte al río cuando te lo diga?

—Cuando tú me lo digas.

—Ten confianza en mí, Nadia.

—Tengo confianza.

Las barcas tártaras no estaban más que a una distancia de unos cien pies. Llevaban un destacamento de soldados bukharianos que iban a hacer un reconocimiento sobre Omsk.

El transbordador se encontraba todavía a dos cuerpos de la orilla. Los bateleros redoblaron sus esfuerzos. Miguel Strogoff se unió a ellos y cogió un bichero que maniobraba con una fuerza sobrehumana. Si conseguían desembarcar la tarenta y lanzarse a todo galope, tendrían muchas probabilidades de escapar de los tártaros, que no tenían monturas.

¡Pero tantos esfuerzos debían resultar inútiles!

—¡Saryn na kitchu! —gritaron los soldados de la primera barca.

Miguel Strogoff reconoció el grito de guerra de los piratas tártaros, al cual debía contestarse arrojándose boca abajo.

Pero como nadie obedeció esta intimación, los soldados hicieron una descarga de la que resultaron mortalmente heridos dos caballos.

En aquel momento se produjo un choque. Las barcas habían abordado el transbordador de través.

—¡Ven, Nadia! —gritó Miguel Strogoff, presto a lanzarse al río.

La joven iba a seguirle cuando Miguel Strogoff, herido por un golpe de lanza, fue arrojado al agua. Lo arrastró la corriente, agitando la mano un instante por encima de las aguas, y desapareció.

Nadia había lanzado un grito, pero antes de que hubiera tenido tiempo de arrojarse al agua en seguimiento de Miguel Strogoff, fue apresada por los tártaros y depositada en una de sus barcas.

Un instante después, los bateleros habían sido muertos a golpes de lanza y el transbordador iba a la deriva, mientras los tártaros continuaban descendiendo el curso del Irtyche.

14

Madre e hijo

Omsk es la capital oficial de la Siberia occidental, pese a que no es la ciudad más importante del gobierno de ese mismo nombre, ya que Tomsk es más populosa y más extensa, pero es en Omsk en donde reside el gobernador general de esta primera mitad de la Rusia asiática.

Propiamente hablando, Omsk se compone de dos ciudades distintas, una que está únicamente habitada por las autoridades y los funcionarios, y la otra en donde viven especialmente los comerciantes siberianos, aunque es una ciudad poco comercial.

Consta de una población de diez a trece mil habitantes y está defendida por un recinto flanqueado por bastiones, pero estas fortificaciones son de tierra y le prestan una protección muy insuficiente. Esto lo sabían muy bien los tártaros, que intentaron apoderarse de ella a viva fuerza, lo cual consiguieron después de varios días de asedio.

La guarnición de Omsk, reducida a dos mil hombres, había resistido valientemente, pero superada por las tropas del Emir, había ido cediendo poco a poco la ciudad comercial, para refugiarse en la ciudad alta.

 

Allí, el gobernador general, sus oficiales y soldados se habían atrincherado, convirtiendo aquel barrio de Omsk en una ciudadela, después de haber almenado las casas y las iglesias y, hasta entonces, se mantenían bien en esa especie de kremln improvisado, sin gran esperanza de recibir refuerzos a tiempo.

En efecto, las tropas tártaras que descendían el curso del Irtyche recibían cada día nuevos refuerzos y, lo que era más grave, estaban entonces dirigidos por un oficial traidor a su país, pero hombre de gran valía y de una audacia a toda prueba.

Era el coronel Ivan Ogareff.

Este hombre, terrible como cualquiera de los jefes tártaros a los que impulsaba adelante, era un militar instruido. Él mismo tenía en sus venas un poco de sangre mongol por parte de su madre, que era de origen asiático, y amaba el engaño, complaciéndose en imaginar estratagemas y no reparaba en medios cuando se trataba de sorprender algún secreto o de tender alguna trampa.

Bribón por naturaleza, empleaba gustosamente los más viles artificios, convirtiéndose en mendigo si se terciaba la ocasión, o adoptando con gran perfección todas las formas y todos los modales. Además, era cruel y hubiera hecho de verdugo si se presentara la oportunidad. Féofar-Khan tenía en él un lugarteniente digno de secundarle en aquella salvaje guerra.

Cuando Miguel Strogoff llegó a las orillas del Irtyche, Ivan Ogareff era ya dueño de Omsk y estrechaba el cerco de la ciudad alta ya que tenía prisa por reunirse en Tomsk con el grueso de las fuerzas tártaras, que acababan de concentrarse allí.

Tomsk, en efecto, había sido tomada por Féofar-Khan hacía varios días, y desde allí, los invasores, dueños ya de la Siberia central, debían marchar sobre Irkutsk.

Esta ciudad era el verdadero objetivo de Ivan Ogareff.

El plan del traidor era ganarse la confianza del Gran Duque bajo un nombre falso y, cuando considerase llegado el momento, entregar la ciudad y el Gran Duque a los tártaros.

Dueños de tal ciudad y de tal rehén, toda la Rusia asiática debía caer en manos de los invasores.

Ahora bien, como ya se sabe, el Zar tenía conocimiento de ese complot y para frustrarlo era por lo que había confiado a Miguel Strogoff la importante misión de que era portador. De ahí las severas instrucciones que se le habían dado al joven correo para que pasase las comarcas invadidas con el mayor incógnito.

Esta misión la había ejecutado fielmente hasta el momento, pero ¿podría llevarla ahora adelante?

La herida que había recibido Miguel Strogoff no era mortal. Nadando, evitando ser visto, alcanzó la orilla derecha del río en donde cayó desvanecido entre unos cañaverales.

Cuando recobró el conocimiento se encontraba en la cabaña de un campesino que lo había recogido y cuidado, y al cual debía él estar todavía vivo. Pero ¿cuánto tiempo hacía que era huésped de aquel bravo siberiano? No lo podía decir. Cuando abrió los ojos vio una bondadosa figura barbuda que le miraba compasivamente inclinada sobre él. Iba a preguntarle dónde se encontraba cuando el campesino le previno, diciéndole:

—No hables, padrecito, no hables. Estás todavía demasiado débil. Yo te diré dónde estás y todo lo que ha ocurrido desde que te recogí en mi cabaña.

Y el campesino le contó a Miguel Strogoff los diversos incidentes de la lucha que había tenido lugar; el ataque de las barcas tártaras, el pillaje de la tarenta, la masacre de los bateleros…

Miguel Strogoff ya no le escuchaba y llevó su mano a sus vestiduras, palpando la carta imperial que aún conservaba consigo sobre su pecho.

Respiró tranquilizándose, pero no era eso todo:

—¡La joven que me acompañaba! —dijo.

—No la han matado —respondió el campesino, saliendo al paso de la inquietud que leía en los ojos de su huésped—. La metieron en una de sus barcas y continuaron descendiendo por el Irtyche. Es una prisionera que irá a reunirse con tantas otras que han conducido a Tomsk.

Miguel Strogoff no pudo responder. Apoyó la mano sobre el pecho para frenar los latidos de su corazón.

Pero, pese a tan duras pruebas, el sentimiento del deber dominaba su alma entera y preguntó:

—¿Dónde estoy?

—Sobre la ribera derecha del Irtyche, a sólo cinco verstas de Omsk —respondió el campesino.

—¿Qué clase de herida he recibido, que me ha postrado de este modo? ¿Ha sido un disparo de arma de fuego?

—No, ha sido un golpe de lanza en la cabeza, que ya ha cicatrizado —respondió el campesino—. Después de algunos días de reposo, padrecito, podrás continuar la ruta. Caíste al río, pero los tártaros no te tocaron ni te registraron, y tu bolsa está todavía en tu bolsillo.

Miguel Strogoff tendió la mano al campesino y después, con un supremo esfuerzo, se enderezó en la cama diciéndole:

—Amigo, ¿cuánto tiempo llevo en tu cabaña?

—Desde hace tres días.

—¡Tres días perdidos!

—Tres días durante los cuales has estado sin conocimiento.

—¿Puedes venderme un caballo?

—¿Quieres partir?

—Al instante.

—No tengo caballo ni carruaje, padrecito. ¡Allí por donde los tártaros pasan no queda nada!

—Bien, pues iré a pie hasta Omsk a buscar un caballo.

—Unas horas de reposo todavía y estarás en mejores condiciones para continuar el viaje.

—Ni una hora.

—Vamos, entonces —respondió el campesino, comprendiendo que no podría luchar contra la voluntad de su huésped—. Yo mismo te conduciré. Todavía hay un gran número de rusos en Omsk y podrás pasar desapercibido.

—¡Amigo —le dijo Miguel Strogoff—, que el cielo recompense todo lo que estás haciendo por mí!

—¡Una recompensa! ¡Sólo los locos la esperan en la tierra! —respondió el campesino.

Miguel Strogoff abandonó la cabaña; pero cuando quiso iniciar la marcha sintió tal desvanecimiento, que seguramente hubiera caído a tierra de no ser por la ayuda del campesino, sin embargo su gran voluntad hizo que se recuperara prontamente.

Sentía en su cabeza el golpe de lanza que había recibido y que afortunadamente había sido amortiguado por el gorro de pieles con que se cubría, pero siendo poseedor de la energía que le caracterizaba, no era hombre para dejarse abatir por tan poca cosa.

Un solo pensamiento cruzaba por su mente: aquella lejana Irkutsk a la que tenía necesidad de llegar. Pero antes era preciso atravesar Omsk sin detenerse.

—¡Que Dios proteja a mi madre y a Nadia! —murmuró—. Ahora no tengo derecho a pensar en ellas.

Miguel Strogoff y el campesino llegaron pronto al barrio comercial de Omsk y, aunque estaba ocupado militarmente, no tuvieron dificultad de entrar en él.

La muralla de tierra había sido destruida por muchos sitios, por cuyas brechas entraron los merodeadores que seguían a los ejércitos de Féofar-Khan.

En el interior de Omsk, por sus calles y plazas, había un verdadero hormiguero de soldados tártaros; pero era fácil apreciar que una mano de hierro les imponía una disciplina a la que no estaban acostumbrados. Efectivamente, no circulaban solos, sino en grupos armados, prestos a repeler en todo momento cualquier agresión.

En la plaza mayor, transformada en campamento guardado por numerosos centinelas, dos mil soldados tártaros vivaqueaban ordenadamente. Los caballos, sujetos a estacas, permanecían siempre ensillados, dispuestos a partir a la primera orden. Omsk no podía ser más que una parada provisional para esta caballería tártara que debía sin duda preferir las ricas llanuras de la Siberia oriental, en donde las ciudades son más opulentas, las campiñas más fértiles y, por consiguiente, el pillaje más fructífero.

Por encima de la ciudad comercial se levantaba el barrio alto, el cual Ivan Ogareff había intentado asaltar varias veces, siendo bravamente rechazado en todas las ocasiones y no habiendo conseguido todavía reducirlo. Sobre sus aspilleradas murallas ondeaba aún la bandera nacional con los colores de Rusia.

Miguel Strogoff y su guía saludaron esta bandera con legítimo orgullo.