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100 Clásicos de la Literatura

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Y, seguido de Harry Blount, que no era hombre de los que se quedan atrás, se precipitó tras los pasos de Miguel Strogoff.

Algunos instantes después los tres hombres estaban en el saliente bajo el cual se abrigaba la tarenta en una vuelta del camino.

El grupo de pinos incendiados por un rayo ardía todavía. El camino estaba desierto, pero Miguel Strogoff no se había equivocado. Hasta él había llegado el disparo de un arma de fuego.

De pronto, un formidable rugido se dejó oír y una segunda detonación estalló en la otra parte de talud.

—¡Un oso! —gritó Miguel Strogoff, que no podía confundir el rugido de estos animales—. ¡Nadia! ¡Nadia!

Desenvainando el puñal que llevaba bajo el cinturón, Miguel Strogoff dio un formidable salto, precipitándose en la gruta donde la joven había prometido permanecer.

Los pinos, devorados por el fuego, iluminaban la escena con toda claridad. En el momento en que llegó Miguel Strogoff al lugar en que estaba la tarenta, una enorme masa retrocedía hacia él.

Era un oso de gran tamaño al cual la tempestad, sin duda, había expulsado de los bosques que erizaban esta parte de los Urales y había venido a buscar refugio en aquella excavación, que era seguramente su retiro habitual, ocupado ahora por Nadia.

Dos de los caballos, espantados por la presencia de la enorme bestia, habían roto las cuerdas emprendiendo la huida, y el yemschik, sin pensar en otra cosa que en sus caballos, se lanzó en su persecución, dejando a la joven sola en presencia del oso.

La valiente Nadia no había perdido la cabeza. El animal, que no la había visto aún, atacó al tercer caballo del atelaje y Nadia, abandonando la sinuosidad en la que se había agazapado, corrió hacia la tarenta y tomando uno de los revólveres de Miguel Strogoff se fue valientemente sobre el oso haciendo fuego a bocajarro.

El animal, ligeramente herido en la espalda, se revolvió contra la joven, la cual intentaba evitarlo dando vueltas a la tarenta, en donde el caballo intentaba romper sus ligaduras. Pero con los caballos perdidos en las montañas, el viaje estaba comprometido, por lo que Nadia se fue de cara al oso y, con una sangre fría sorprendente, en el mismo momento en que las garras del animal se iban a abatir sobre ella, hizo fuego por segunda vez.

Ésta era la segunda detonación que acababa de escuchar Miguel Strogoff a algunos pasos de él. Pero ya estaba allí y de un salto se interpuso entre el oso y la joven. Su brazo no hizo más que un solo movimiento de abajo arriba y la enorme bestia, abierta en canal, cayó al suelo como una masa inerte.

Aquélla fue una buena demostración del famoso golpe de cuchillo de los cazadores siberianos, que tienen especial cuidado en no estropear las preciosas pieles de oso, pues tienen un precio muy alto.

—¿No estás herida, hermana? —dijo Miguel Strogoff, precipitándose hacia la muchacha.

—No, hermano —respondió Nadia.

En aquel momento aparecieron los dos periodistas.

Alcide Jolivet se lanzó a la cabeza del caballo y es preciso creer que tenía una muñeca sólida, porque consiguió dominarlo. Su compañero y él habían presenciado la rápida maniobra de Miguel Strogoff.

—¡Diablos! —gritó Alcide Jolivet—. Para ser un simple negociante, señor Korpanoff, maneja usted primorosamente el cuchillo de cazador.

—Muy primorosamente —agregó Harry Blount.

—En Siberia, señores —respondió Miguel Strogoff— nos vemos obligados a hacer un poco de todo.

Alcide Jolivet miró entonces al joven.

Visto a plena luz, con el cuchillo sangrante en la mano, con su alta talla, su aire resuelto, el pie puesto sobre el oso que acababa de despellejar, Miguel Strogoff era una imagen realmente hermosa.

—¡Gallardo mozo! —pensó Alcide Jolivet.

Y avanzando respetuosamente con su sombrero en la mano, fue a saludar a la joven.

Nadia hizo una ligera inclinación.

Alcide Jolivet, volviéndose hacia su compañero, dijo:

—¡Digna hermana de su hermano! ¡Si yo fuera oso no me enfrentaría a esta terrible y encantadora pareja!

Harry Blount, estirado como un palo, permanecía, con el sombrero en la mano, a cierta distancia. La desenvoltura de su colega tenía como efecto el remarcar todavía más su rigidez habitual.

En ese momento reapareció el yemschik, que había logrado apoderarse de los dos caballos y lanzó una mirada de sentimiento sobre el magnífico animal, tendido en el suelo, que debía quedar abandonado a las aves de rapiña. Después fue a ocuparse de reenganchar las caballerías.

Miguel Strogoff le puso en antecedentes de la situación de los dos viajeros y de su proyecto de cederles un caballo de la tarenta.

—Como gustes —respondió el yemschik—. Sólo nos faltaban ahora dos coches en vez de uno.

—¡Bueno, amigo —contestó Alcide Jolivet, que comprendió la insinuación—, se te pagará el doble!

—¡Adelante, pues, tortolitos míos!

Nadia había subido de nuevo al carruaje y Miguel Strogoff y sus dos compañeros seguían a pie.

Con las primeras luces del alba, la tarenta estaba junto a la telega, y ésta se encontraba concienzudamente empotrada hasta la mitad de las ruedas. Se comprendía, pues, que con semejante golpe se hubiera producido la separación de los dos trenes del vehículo.

Eran las tres de la madrugada y la borrasca estaba ya menguando en intensidad, el viento ya no soplaba con tanta violencia a través del desfiladero y así les sería posible continuar el camino.

Uno de los caballos de los costados de la tarenta fue enganchado con la ayuda de cuerdas a la caja de la telega, en cuyo banco volvieron a ocupar su sitio los dos periodistas y los vehículos se pusieron en movimiento. El resto del camino no ofrecía dificultad alguna, pues sólo tenían que descender las pendientes de los Urales.

Seis horas después, los dos vehículos, siguiéndose de cerca, llegaron a Ekaterinburgo, sin que fuera de destacar ningún incidente en esta segunda parte del viaje.

Al primer individuo que vieron los dos periodistas en la casa de postas fue al yemschik, que parecía esperarles.

Aquel digno ruso tenía, verdaderamente, una buena figura, y, sin embarazo ninguno, sonriente, se acercó hacia los viajeros y les tendió la mano reclamando su propina.

La verdad obliga a decir que el furor de Harry Blount estalló con una violencia tan británica, que si el yemschik no hubiera logrado retroceder prudentemente, un puñetazo dado según todas las reglas del boxeo hubiera pagado su na vodku en pleno rostro.

Alcide Jolivet, viendo la cólera de su compañero, se retorcía de risa, como quizá no lo había hecho nunca.

—¡Pero si tiene razón, este pobre diablo! —gritó—. ¡Está en su derecho, mi querido colega! ¡No es culpa suya si no hemos encontrado el medio de seguirle!

Y sacando algunos kopeks de su bolsillo, se los dio al yemschik diciéndole:

—¡Toma, amigo. Si no los has ganado no ha sido culpa tuya!

Esto redobló la indignación de Harry Blount, quien quería hacer procesar a aquel empleado de postas.

—¡Un Proceso en Rusia! —exclamó Alcide Jolivet—. Si las cosas no han cambiado, compadre, no verá usted el final. ¿No conoce la historia de aquella ama de cría que reclamó doce meses de amamantamiento a la familia de su pupilo?

—No la conozco —respondió Harry Blount.

—¿Y no sabe qué era el bebé cuando terminó el juicio en el que ganó la causa el ama de cría?

—¿Qué era, si puede saberse?

—Coronel de la guardia de húsares.

Al oír esta respuesta se pusieron todos a reír.

Alcide Jolivet, encantado de su éxito, sacó el carnet de notas de su bolsillo y, sonriente, escribió esta anotación, destinada a figurar en el diccionario moscovita:

«Telega: carruaje ruso de cuatro ruedas a la salida y dos ruedas a la llegada.»

12

Una provocación

Ekaterinburgo, geográficamente, es una ciudad asiática, porque está situada más allá de los montes Urales, sobre las últimas estribaciones de la cordillera; sin embargo, depende del gobierno de Perm y, por tanto, está comprendida dentro de una de las grandes divisiones de la Rusia europea. Esta usurpación administrativa debía de tener su razón de ser, porque es como un pedazo de Siberia que queda entre las garras rusas. Ni Miguel Strogoff ni los dos corresponsales debían tener inconvenientes en encontrar medios de locomoción en una ciudad tan importante, que había sido fundada en 1723. En Ekaterinburgo se constituyó la primera casa de moneda del Imperio; allí está concentrada la dirección general de las minas. Esta ciudad es, pues, un centro industrial importante, en medio de un país en el que abundan las fábricas metalúrgicas y otras explotaciones donde se purifican el platino y el oro.

En esta época había crecido mucho la población de Ekaterinburgo. Rusos o siberianos, amenazados todos por la invasión de los tártaros, afluían a ella huyendo de las provincias ya invadidas por las hordas de Féofar-Khan y, principalmente, de los países kirguises, que se extienden del sudoeste del Irtyche hasta la frontera con el Turquestán.

Si los medios de locomoción habían de ser escasos para llegar a Ekaterinburgo, por el contrario, abundaban para abandonar la ciudad. En la coyuntura actual, los viajeros se cuidarían mucho de aventurarse por las rutas de Siberia.

Con la ayuda de este concurso de circunstancias, a Harry Blount y Alcide Jolivet les resultó fácil encontrar con qué reemplazar la media telega que, bien que mal, les había traído hasta Ekaterinburgo. En cuanto a Miguel Strogoff, como la tarenta le pertenecía y no había sufrido ningún desperfecto durante el viaje a través de los montes Urales, le bastaba con enjaezar de nuevo tres buenos caballos para volver rápidamente sobre la ruta de Irkutsk.

 

Hasta Tiumen y quizás hasta Novo-Zaimskoë, esta ruta debía de ser bastante accidentada, ya que se desliza todavía sobre las caprichosas ondulaciones del terreno que dan nacimiento a las primeras pendientes de los montes Urales. Pero después de la etapa de Novo-Zaimskoë, comenzaba la inmensa estepa, que se extiende hasta las proximidades de Krasnolarsk sobre un espacio de alrededor de mil setecientas verstas (1.815 kilómetros).

Como se sabe, era en Ichim donde los dos corresponsales tenían la intención de detenerse, es decir, a seiscientas verstas de Ekaterinburgo. Allí, según se desarrollasen los acontecimientos, se internarían en las regiones invadidas, bien juntos o bien por separado, siguiendo su instinto, que les iba a llevar sobre una u otra pista.

Ahora bien, este camino de Ekaterinburgo a Ichim, que se prolonga hacia Irkutsk, era el único que podía tomar Miguel Strogoff, pero él no corría detrás de la noticia y, por el contrario, quería evitar atravesar un país devastado por los invasores, por lo que estaba dispuesto a no detenerse en ningún lugar.

—Señores —dijo a sus nuevos compañeros—, me satisface mucho hacer en su compañía esta parte del viaje, pero debo prevenirles que me es extraordinariamente urgente nuestra llegada a Omsk, ya que mi hermana y yo vamos a reunirnos con nuestra madre y quién sabe si no llegaremos antes de que los tártaros hayan invadido la ciudad. No me detendré, por tanto, más que el tiempo necesario para cambiar los caballos, y viajaré noche y día.

—Nosotros nos proponemos también hacer lo mismo —respondió Harry Blount.

—Sea, pero no pierdan ni un instante. Alquilen o compren un carruaje…

—Cuyo tren trasero pueda llegar a Ichim al mismo tiempo que el de delante —precisó Alcide Jolivet.

Media hora después, el diligente francés había encontrado, fácilmente por demás, una tarenta, muy parecida a la de Miguel Strogoff, en la cual se instalaron enseguida su compañero y él.

Miguel Strogoff y Nadia ocuparon los asientos de su vehículo y, al mediodía, los dos carruajes abandonaban juntos Ekaterinburgo.

¡Nadia se encontraba, por fin, en Siberia, sobre la larga ruta que conduce a Irkutsk! ¿Cuáles debían ser entonces los pensamientos de la joven livoniana? Tres rápidos caballos la conducían, a través de esta tierra de exilio hacia donde su padre estaba condenado a vivir, puede que por mucho tiempo, tan lejos de su tierra natal. Apenas veía circular por delante de sus ojos aquellas largas estepas que por unos momentos le habían estado prohibidas, porque su mirada iba más allá del horizonte, tras el cual buscaba la faz del exiliado. Nada observaba del paisaje que estaban atravesando a una velocidad de quince verstas a la hora; nada de aquellas comarcas de la Siberia occidental, tan diferentes de las comarcas del este. Aquí, en efecto, apenas había campos cultivados; el suelo era pobre, al menos en su superficie, pero en sus entrañas encerraba hierro, cobre, platino y oro. Por todas partes se veían instalaciones industriales, pero ninguna granja agrícola. ¿Cómo iban a encontrar brazos para cultivar el suelo, para arar los campos, para recoger las cosechas, cuando era más productivo excavar en las minas a golpe de pico? Aquí el campesino ha dejado su sitio al minero. El pico se ve por todas partes mientras que el arado no se ve en ninguna. El pensamiento de Nadia, sin embargo, abandonó las lejanas provincias de lago Baikal y se fijó entonces en su situación presente. Se desdibujó un poco la imagen de su padre y vio la de su generoso compañero, a quien había conocido por primera vez sobre el ferrocarril de Wladimir, donde un providencial designio había hecho que lo encontrara. Se acordaba de sus atenciones durante el viaje, de su llegada a las oficinas de policía de Nijni-Novgorod y la forma tan sencilla con que se había dirigido a ella llamándola hermana; su dedicación a ella durante todo el viaje por el Volga y, en fin, todo lo que había hecho en esa terrible noche de tormenta en los Urales, por defender su vida con peligro de la propia.

Nadia pensaba en Miguel Strogoff y daba gracias a Dios por haberla puesto en la ruta de aquel valiente protector, aquel amigo discreto y generoso. Se sentía segura cerca de él, y bajo su mirada. Un verdadero hermano no hubiera hecho más por ella. Nadia no temía ningún obstáculo y veía ahora con certeza la llegada a su destino.

En cuanto a Miguel Strogoff, hablaba poco y reflexionaba mucho. Por su parte, daba gracias a Dios por haberle proporcionado este encuentro con Nadia; al mismo tiempo que el medio para disimular su verdadera identidad tenía una buena acción que hacer. La intrépida calma de la joven complacía a su alma generosa. ¿Que no era de verdad su hermana? Sentía tanto respeto como afecto por su bella y heroica compañera y presentía que era poseedora de uno de esos puros y extraños corazones con los cuales siempre se puede contar.

Sin embargo, desde que pisaron el suelo siberiano, los verdaderos peligros habían comenzado para Miguel Strogoff. Si los dos periodistas no se equivocaban, Ivan Ogareff había ya traspasado la frontera, por tanto era necesario proceder con el máximo de precauciones. Las circunstancias habían cambiado ahora, porque los espías tártaros debían de inundar las provincias siberianas, y si desvelaban su incognito, si reconocían su calidad de correo del Zar, significaría el final de su misión y de su propia vida. Miguel Strogoff, al hacerse estas reflexiones, notaba el peso de la responsabilidad que pesaba sobre él.

Mientras las cosas se desarrollaban así en el primer vehículo, ¿qué ocurría en el segundo? Nada de extraordinario. Alcide Jolivet hablaba en frases sueltas y Harry Blount respondía con monosílabos. Cada uno enfocaba las cosas a su manera y tomaba nota sobre los incidentes del viaje; incidentes que, por otra parte, fueron poco variados durante esta primera parte de su marcha por Siberia.

En cada parada, los dos corresponsales descendían del vehículo e iban al encuentro de Miguel Strogoff, pero Nadia no bajaba de la tarenta como no fuese para alimentarse; cuando era preciso comer o cenar en una de las paradas de posta, la muchacha se sentaba en la mesa y permanecía siempre en una actitud reservada, sin mezclarse en las conversaciones.

Alcide Jolivet, sin salirse jamás de los límites de la cortesía, no dejaba de mostrarse obsequioso con la joven livoniana, a la cual encontraba encantadora. Admiraba la silenciosa energía que mostraba para sobrellevar las fatigas de un viaje hecho en tan duras condiciones. Estas paradas forzosas no complacían demasiado a Miguel Strogoff, que hacía todo lo posible por abreviarlas, excitando a los jefes de posta, estimulando a los yemschiks y dando prisa para que el atelaje de los vehículos se hiciera con rapidez. Terminada rápidamente la comida, demasiado para Harry Blount, que era un comedor metódico, iniciaban de nuevo la marcha y los periodistas se deslizaban como águilas, ya que pagaban principescamente y, como decía Alcide Jolivet, «en águilas de Rusia».

No es necesario decir que Harry Blount no cruzaba una sola palabra directamente con Nadia. Y éste era uno de los pocos temas de conversación que no buscaba discutir con su compañero. Este honorable gentleman no tenía por costumbre hacer dos cosas al mismo tiempo.

Habiéndole preguntado en cierta ocasión Alcide Jolivet cuál podría ser la edad de la joven livoniana, respondió, con la mayor seriedad del mundo y entrecerrando los ojos:

—¿Qué joven livoniana?

—¡Pardiez! ¡La hermana de Nicolás Korpanoff!

—¿Es su hermana?

—¡No! ¡Es su abuela! —replicó Alcide Jolivet, desarmado ante tanta indiferencia—. ¿Qué edad le supone usted?

—Si la hubiera visto nacer, lo sabría —respondió Harry Blount simplemente, como hombre que no quiere comprometerse.

El país que en aquellos momentos cruzaban las dos tarentas estaba casi desierto. El tiempo era bastante bueno y como el cielo estaba semicubierto, la temperatura era más soportable. Con dos vehículos mejor acondicionados, no hubieran podido lamentarse del viaje, porque iban como las berlinas de posta en Rusia, es decir, con una maravillosa velocidad.

Pero el abandono en que parecía el país era debido a las actuales circunstancias. En los campos se veían pocos o ningún campesino siberiano, con sus rostros pálidos y graves, a los cuales una viajera ha comparado acertadamente con los campesinos castellanos, a los que se parecen en todo menos en el ceño. Aquí y allí se distinguían algunos poblados ya evacuados, lo que indicaba la proximidad de las tropas tártaras. Los habitantes, llevándose consigo los rebaños de ovejas, sus camellos y sus caballos, habían ido a refugiarse en las planicies del norte. Algunas tribus nómadas kirguises de la gran horda, que habían permanecido fieles, también habían trasladado sus tiendas más allá del Irtyche o del Obi, para sustraerse a las depredaciones de los invasores.

Afortunadamente el cambio de posta continuaba haciéndose regularmente, igual que el servicio telegráfico, hasta los puntos en que el cable había sido cortado. A cada parada, los encargados de la posta enjaezaban los caballos en condiciones reglamentarias y en cada estación telegráfica, los encargados del telégrafo, sentados frente a sus ventanillas, transmitían los mensajes que se les confiaban sin más retraso que el que provocaban los mensajes oficiales. Alcide Jolivet y Harry Blount pudieron transmitir extensas crónicas a sus respectivos periódicos.

Hasta aquí, el viaje de Miguel Strogoff se llevaba a cabo en condiciones satisfactorias, sin sufrir retraso alguno, y si lograba salvar la cabeza de puente que los tártaros de Féofar-Khan habían establecido un poco antes de Krasnoiarsk, tenía muchas probabilidades de llegar a Irkutsk antes que los invasores, empleando el mínimo tiempo conocido hasta entonces.

Al día siguiente de haber abandonado Ekaterinburgo, las dos tarentas alcanzaron la pequeña ciudad de Tuluguisk a las siete de la mañana, después de haber franqueado una distancia de doscientas veinte verstas sin incidentes dignos de mención.

Allí, los viajeros consagraron media hora al desayuno. Una vez terminado, reemprendieron la marcha con una velocidad que sólo podía explicar la promesa de un puñado de kopeks.

El mismo día, 22 de julio, a la una de la tarde, las dos tarentas llegaban a Tiumen, sesenta verstas más allá de Tuluguisk. Tiumen, cuya población normal es de diez mil habitantes, contaba a la sazón con el doble. Esta ciudad, primer centro industrial que los rusos establecieron en Siberia, cuenta con notables fábricas metalúrgicas y de fundición, y no había presentado jamás una animación como aquélla.

Los dos corresponsales fueron inmediatamente a la caza de noticias. Aquellas que daban los fugitivos siberianos sobre el teatro de la guerra no eran precisamente tranquilizadoras.

Se decía, entre otras cosas, que el ejército de Féofar-Khan se aproximaba rápidamente al valle del Ichim y se confirmaba que el jefe tártaro se reuniría pronto con el coronel Ivan Ogareff, si no había ya ocurrido, con lo cual se sacaba la conclusión de que las operaciones en el este de Siberia tomarían mayor actividad. En cuanto a las tropas rusas, había sido necesario llamarlas principalmente de las provincias europeas, las cuales, encontrándose tan lejos, aún no habían podido oponerse a la invasión. Mientras tanto, los cosacos del gobierno de Tobolsk se dirigían hacia Tomsk a marchas forzadas, con la esperanza de cortar el avance de las columnas tártaras.

A las ocho de la tarde, llegaron a Yalutorowsk, después de que las dos tarentas hubieran devorado setenta y cinco verstas más.

Se hizo rápidamente el cambio de caballos y, a la salida de la ciudad, viéronse obligados a atravesar el río Tobol en un transbordador. Sobre aquel apacible curso era fácil la operación, la cual tendrían que repetir más de una vez en su recorrido y, seguramente, en condiciones mucho menos favorables.

A medianoche, después de otras cincuenta y cinco verstas de viaje, llegaron a Novo-Saimsk, abandonando, por fin, el suelo ligeramente accidentado por montículos cubiertos de árboles, que constituían las últimas estribaciones de los montes Urales.

Aquí comenzaba verdaderamente lo que se llama la estepa siberiana, que se prolonga hasta los alrededores de Krasnoiarsk. Es una planicie sin límites, una especie de vasto desierto herboso, en cuyo horizonte se confunde el cielo y la tierra en una circunferencia tan perfecta que se hubiera dicho que estaba trazada a compás. Esta estepa no presentaba a su mirada otros accidentes que el perfil de los postes telegráficos situados a cada lado de la ruta y cuyos cables la brisa hacía vibrar como las cuerdas de un arpa. La misma carretera no se distinguía del resto de la planicie más que por la nube de ligero polvo que las tarentas levantaban a su paso. Sin esta cinta blanquecina, que se prolongaba hasta perderse de vista, hubieran podido creerse en pleno desierto.

 

Miguel Strogoff y sus compañeros se lanzaron a través de la estepa con mayor velocidad aún; los caballos, excitados por el yemschik y sin que ningún obstáculo se interpusiera en su camino, devoraban las distancias. Las tarentas corrían directamente hacia Ichim, en donde los dos corresponsales se detendrían si ningún inconveniente modificaba su itinerario.

Alrededor de doscientas verstas separaban Novo-Saimsk de la ciudad de Ichim y, al día siguiente, antes de las ocho de la tarde, podían haberla ya franqueado, a condición de que no perdieran ni un solo instante. Los yemschiks pensaban que si los viajeros no eran grandes señores o altos funcionarios, eran dignos de serlo, aunque sólo fuera por las espléndidas propinas que entregaban.

Al día siguiente, 23 de julio, en efecto, las dos tarentas no se encontraban más que a treinta verstas de Ichim. En aquel momento Miguel Strogoff distinguió sobre la ruta, apenas visible a causa de las nubes de polvo, un vehículo que precedía al suyo. Pero como sus caballos estaban menos fatigados, corrían con una velocidad mucho mayor y no tardarían en darles alcance. No era una tarenta ni una telega, sino una poderosa berlina de posta que debía de haber hecho ya un largo viaje. Su postillón no tenía más remedio que mantener el galope de los caballos a fuerza de golpes de látigo y de injurias. Aquella berlina no había pasado, ciertamente, por Novo-Saimsk, sino que debía de haber seguido el camino de Irkutsk por cualquier ruta perdida en la estepa.

Miguel Strogoff y sus compañeros, viendo aquella berlina que corría hacia Ichim, no tuvieron más que un pensamiento: pasarle delante y llegar antes que ellos a la parada, con el fin de asegurarse los caballos disponibles. Por tanto, dieron instrucciones a los yemschiks y no tardaron en ponerse en línea con la berlina. Fue Miguel Strogoff quien llegó primero a su altura, en el mismo momento en que una cabeza se asomó por la portezuela del vehículo.

Miguel Strogoff no tuvo tiempo de observarla, pero al pasar, pese a la velocidad, oyó claramente una palabra, pronunciada con una imperiosa voz que se dirigió a él:

—¡Deténgase!

No se paró, sino todo lo contrario, y la berlina fue dejada atrás por las dos tarentas.

Se produjo entonces una carrera de velocidad, porque los caballos de la berlina, excitados sin duda por la presencia y el ritmo de los caballos que les adelantaban, encontraron fuerzas para mantenerse a su ritmo durante algunos minutos. Los tres vehículos estaban envueltos por nubes de polvo. De aquellas nubes blanquecinas se escapaban, como una descarga de cohetes, los restallidos de los látigos, mezclados con gritos de excitación y de cólera.

Pero pronto Miguel Strogoff y sus compañeros sacaron ventaja; una ventaja que podía ser muy importante si la parada de postas estaba poco surtida de caballos, porque era muy fácil que el encargado de la posta no pudiera suministrar caballos de repuesto a tres vehículos en tan corto espacio de tiempo.

Media hora después, la berlina quedaba atrás, convertida en un punto apenas visible en el horizonte de la estepa. Eran las ocho de la tarde cuando las dos tarentas llegaron a la parada de posta, situada a la entrada de Ichim.

Las noticias de la invasión empeoraban por momentos. La ciudad estaba directamente amenazada por la vanguardia de las columnas tártaras y, desde hacía dos días, las autoridades habían tenido que replegarse sobre Tobolsk y en Ichim no había quedado ni un funcionario ni un soldado.

Miguel Strogoff, en cuanto llegó a la parada, pidió rápidamente para él los caballos.

Había hecho bien en adelantar a la berlina, porque únicamente quedaban tres caballos de refresco que fueron rápidamente enganchados. El resto de los caballos estaban cansados a causa de algún largo viaje. El encargado de la posta dio la orden de enganchar rápidamente.

En cuanto a los dos corresponsales, a los que pareció bien el quedarse en Ichim, no tenían ya por qué preocuparse del medio de transporte e hicieron guardar su vehículo. Diez minutos después de la llegada, Miguel Strogoff fue advertido de que la tarenta estaba lista para partir.

—Bien —respondió.

Después, dirigiéndose a los dos periodistas les dijo:

—Señores, ya que se quedan en Ichim, ha llegado el momento de separarnos.

—¿Cómo, señor Korpanoff; no se quedan en Ichim ni siquiera una hora? —dijo Alcide Jolivet.

—No, señor. Deseo abandonar la parada antes de la llegada de la berlina que hemos adelantado.

—¿Teme que aquellos viajeros le disputen los caballos?

—Intento, sobre todo, evitar cualquier dificultad.

—Entonces, señor Korpanoff —continuó Alcide Jolivet— no nos queda más que darle las gracias una vez más por el servicio que nos ha prestado y dejar constancia del placer que ha significado viajar en su compañía.

—Es posible que nos encontremos en Omsk dentro de algunos días —precisó Harry Blount.

—Es posible, en efecto, ya que voy allí directamente —respondió Miguel Strogoff.

—¡Pues bien! ¡Buen viaje, señor Korpanoff, y que Dios le guarde de las telegas! —dijo entonces Alcide Jolivet.

Los dos corresponsales tendieron la mano hacia Miguel Strogoff con la intención de estrechársela lo más cordialmente posible, cuando en aquellos momentos se oyó el ruido de un carruaje.

Casi inmediatamente se abrió la puerta y apareció un hombre. Era el viajero de la berlina, individuo de aspecto militar, de una cuarentena de años, alto robusto, de poderosa cabeza, anchas espaldas y unos espesos mostachos que se unían a sus rojas patillas. Llevaba un uniforme sin insignias, un sable de caballería cruzado a la cintura y en la mano un látigo de mango corto.

—Caballos —pidió con el tono imperioso de un hombre acostumbrado a mandar.

—No tengo caballos disponibles —respondió el encargado de la posta, inclinándose.

—Los necesito inmediatamente.

—Es imposible.

—¿Qué caballos son esos que acaban de ser enganchados en la tarenta que he visto a la puerta de la parada?

—Pertenecen a este viajero —respondió el encargado, señalando a Miguel Strogoff.

—¡Que los desenganchen…! —gritó el viajero con un tono que no admitía réplica.

Miguel Strogoff avanzó entonces, diciendo:

—Estos caballos han sido contratados por mí.

—¡Me importa poco! ¡Los necesito! ¡Venga, pronto, no tengo tiempo que perder!

—Yo tampoco tengo tiempo que perder —respondió Miguel Strogoff, que quería mantener la calma y hacía esfuerzos por contenerse.

Nadia estaba cerca de él, calmada también, pero secretamente inquieta por aquella escena que hubiera sido preferible evitar.

—¡Basta! —espetó el viajero y, después, dirigiéndose al encargado dijo, en tono amenazante—: ¡Que los desenganchen y que los coloquen en mi berlina!

El encargado de la posta, muy embarazado, no sabía a quién obedecer y miraba a Miguel Strogoff porque encontraba evidente que tenía el derecho a oponerse a las injustas exigencias del viajero.

Miguel Strogoff dudó un instante. No quería hacer uso de su podaroshna porque hubiera llamado la atención, pero tampoco quería ceder los caballos porque retrasaría su viaje y, sin embargo, no podía enzarzarse en una pelea que podría comprometer su misión.