Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

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Varias de las jóvenes bailarinas eran francamente bonitas y tenían el aspecto característico de su raza netamente acusado. Las gitanas son generalmente atrayentes y más de uno de esos grandes señores rusos, que se dedican a rivalizar en extravagancias con los ingleses, no han dudado en escoger esposa entre estas bohemias.

Una de las cantantes tarareaba una canción de ritmo extraño, cuyos primeros versos podían traducirse así:

El coral brilla sobre mi piel morena.

Y la aguja de oro en mi moño.

Voy a buscar fortuna

al país de…

La alegre joven continuó su canción, pero Miguel Strogoff ya no pudo oír nada más.

Parecióle entonces que la gitana Sangarra lo miraba de una forma especialmente insistente. Se hubiera dicho que quería grabar sus rasgos en la memoria, de forma que ya no se le borraran.

«¡He aquí una gitana descarada! —se dijo Miguel Strogoff—. ¿Me habrá reconocido como el hombre al que calificó de espía en Nijni-Novgorod? Estos condenados gitanos tienen ojos de gato. Ven claramente a través de la oscuridad y bien podría saber…»

Miguel Strogoff estuvo a punto de seguir a Sangarra y su tribu, pero se contuvo.

«No —pensó—, nada de imprudencias. Si hago detener a ese viejo decidor de buenaventuras y su banda, me expongo a revelar mi incógnito. Además, ya han desembarcado y antes de que hayan traspasado la frontera yo ya estaré lejos de los Urales. Bien pueden tomar la ruta de Kazán a Ichim, pero no ofrece ninguna seguridad, aparte de que una tarenta tirada por buenos caballos siempre adelantará al carro de unos bohemios. ¡Entonces, tranquilízate, amigo Korpanoff!».

En aquel momento, además, Sangarra y el viejo gitano acababan de desaparecer entre la multitud.

Si a Kazán se la llama justamente «la puerta de Asia» y esta ciudad está considerada como el centro de todo el tránsito comercial con Siberia y Bukhara es porque de allí parten las dos rutas que atraviesan los montes Urales. Miguel Strogoff había elegido muy juiciosamente la que pasa por Perm, Ekaterinburgo y Tiumen, que es la gran ruta de postas, mantenidas a costa del Estado, y que se prolonga desde Ichim a Irkutsk.

Existía una segunda ruta —la que Miguel Strogoff acababa de aludir—, que evita el pequeño rodeo por Perm, que unía igualmente Kazán con Ichim, pasando Porjelabuga, Menzelinsk, Birsk, Zlatouste, en donde abandona Europa, Chelabinsk, Chadrinsk y Kurgana. Puede que esta ruta fuera un poco más corta que la otra, pero su pequeña ventaja quedaba notablemente disminuida por la ausencia de paradas de posta, el mal estado del terreno y la escasez de pueblos. Miguel Strogoff pensaba con razón que no podía haber hecho mejor elección y si, como parecía probable, los bohemios seguían esta segunda ruta de Kazán a Ichim, tenía todas las probabilidades de llegar antes que ellos.

Una hora después, la campana anunciaba la salida del Cáucaso, llamando a los nuevos pasajeros y avisando a los que ya viajaban en él. Eran las siete de la mañana y el barco ya había concluido la carga de combustible; las planchas de las calderas vibraban bajo la presión del vapor. El buque estaba preparado para largar amarras y los viajeros que iban de Kazán a Perm ocupaban ya sus respectivos lugares a bordo.

En aquel momento, Miguel Strogoff observó que de los dos periodistas únicamente Harry Blount se encontraba a bordo.

¿Iba, pues, Alcide Jolivet a quedarse en tierra?

Pero en el instante mismo en que se soltaban las amarras, apareció Alcide Jolivet a todo correr. El buque había comenzado la maniobra y la pasarela estaba quitada y puesta sobre el muelle, pero el periodista francés no se arredró y, sin dudarlo un instante, saltó con la ligereza de un clown, yendo a parar sobre la cubierta del Cáucaso, casi en brazos de su colega.

—Ya creí que el Cáucaso iba a partir sin usted —le dijo éste, mitad en serio, mitad en broma.

—¡Bah! —respondió Alcide Jolivet—. Les hubiera alcanzado aunque para ello tuviera que fletar un buque a expensas de mi prima, o correr de posta en posta a veinte kopeks por versta y por caballo. ¿Qué quiere usted? El telégrafo está lejos del muelle.

—¿A ido usted a telégrafos? —preguntó Harry Blount apretando los labios.

—Sí; he ido —respondió Alcide Jolivet con su más amable sonrisa.

—¿Y funciona todavía hasta Kolivan?

—Esto lo ignoro, pero puedo asegurarle, por ejemplo, que funciona de Kazán a París.

—¿Ha mandado usted un telegrama… a su prima?

—Con todo entusiasmo.

—¿Es que ha sabido usted algo?

—Escuche, padrecito, por hablar como los rusos —respondió Alcide Jolivet—, soy un buen muchacho y no quiero ocultarle nada. Los tártaros, con Féofar-Khan a la cabeza, han traspasado Semipalatinsk y descienden por el curso del Irtiche. ¡Aproveche la noticia!

¡Cómo! Una noticia tan grave y Harry Blount la desconocía. Sin embargo, su rival, que la había captado probablemente de alguno de los habitantes de Kazán, la había transmitido ya a París. ¡El periódico inglés estaba atrasado de noticias! Harry Blount, cruzando sus manos en la espalda, fue a sentarse a popa del buque, sin decir ni una sola palabra.

Hacia las diez de la mañana, la joven livoniana abandonó su camarote para subir a cubierta.

Miguel Strogoff se dirigió hacia ella con la mano extendida.

—Mira, hermana —le dijo, después de haberla conducido hasta la proa del barco.

Y, efectivamente, el lugar valía la pena ser contemplado con atención.

En aquel momento, el Cáucaso llegaba a la confluencia del Volga con el Kama y era allí donde abandonaban el gran río, después de descender su curso durante más de cuatrocientas verstas, para remontar el importante afluente a lo largo de un recorrido de cuatrocientas sesenta verstas (490 kilómetros).

En aquel lugar se mezclaban las aguas de las dos corrientes, que tenían distinta tonalidad, y el Kama prestaba desde la orilla izquierda el mismo servicio que el Oka desde la derecha cuando atravesaba Nijni-Novgorod, desinfectándolo con sus limpias aguas.

Allí se ensanchaba ampliamente el Kama, y sus orillas, llenas de bosques, eran realmente bellas. Algunas velas blancas animaban sus aguas, impregnadas de rayos solares. Las costas, pobladas de alisos, de sauces y, a trechos, de grandes encinas, cerraban el horizonte con una línea armoniosa, que la resplandeciente luz del mediodía hacía confundir con el cielo en ciertos puntos.

Pero las bellezas naturales no parecían distraer, ni por un instante, los pensamientos de la joven livoniana. No tenía más que una preocupación: finalizar el viaje; y el Kama no era más que un camino para llegar a ese final. Sus ojos brillaban extraordinariamente mirando hacia el este, como si con su mirada quisiera atravesar ese impenetrable horizonte.

Nadia había dejado su mano en la de su compañero, volviéndose de repente hacia él, para decirle:

—¿A qué distancia nos encontramos de Moscú?

—A novecientas verstas —le respondió Miguel Strogoff.

—¡Novecientas sobre siete mil! —murmuró la joven.

Unos toques de campana anunciaron a los pasajeros la hora del desayuno. Nadia siguió a Miguel Strogoff al restaurante, pero no toco siquiera los entremeses que les sirvieron aparte, consistentes en caviar, arenques cortados a trocitos y aguardiente de centeno anisado, que servían para estimular el apetito, siguiendo la costumbre de los países del norte, tanto en Rusia como en Suecia y Noruega. Nadia comió poco, como una joven pobre cuyos recursos son muy limitados y Miguel Strogoff creyó que debía contentarse con el mismo menú que iba a comer su compañera, es decir, un poco de kulbat, especie de pastel hecho con yemas de huevos, arroz y carne picada; lombarda rellena con caviar y té por toda bebida.

La comida no fue, pues, ni larga ni cara y antes de veinte minutos se habían levantado ambos de la mesa, volviendo juntos a la cubierta del Cáucaso.

Se sentaron en la popa y Nadia, bajando la voz para no ser oída más que por él, le dijo sin más preámbulos:

—Hermano; me llamo Nadia Fedor y soy hija de un exiliado político. Mi madre murió en Riga hace apenas un mes y voy a Irkutsk para unirme a mi padre y compartir su exilio.

—También yo voy a Irkutsk —respondió Miguel Strogoff— y consideraré como un favor del cielo el dejar a Nadia Fedor, sana y salva, en manos de su padre.

—Gracias, hermano —respondió Nadia.

Miguel Strogoff le explicó entonces que él había obtenido un podaroshna especial para ir a Siberia y que por parte de las autoridades rusas, nada dificultaría su marcha.

Nadia no le preguntó nada más. Ella no veía más que una cosa en aquel encuentro providencial con el joven bueno y sencillo: el medio de llegar junto a su padre.

—Yo tenía —le dijo ella— un permiso que me autorizaba ir a Irkutsk; pero el decreto del gobernador de Nijni-Novgorod lo anuló y sin ti, hermano, no hubiera podido dejar la ciudad en la que me encontraste y en la cual, con toda seguridad, hubiera muerto.

—¿Y sola, Nadia, sola te aventurabas a atravesar las estepas siberianas?

—Era mi deber, hermano.

—¿Pero no sabes que el país está sublevado e invadido y queda convertido casi en infranqueable?

—Cuando dejé Riga no se tenían aún noticias de la invasión tártara —respondió la joven—. Fue en Moscú donde me puse al corriente de los acontecimientos.

—¿Y, a pesar de ello, continuaste el viaje?

—Era mi deber.

Esta frase resumía todo el valeroso carácter de la muchacha. Era su deber y Nadia no vacilaba en cumplirlo.

Después le habló de su padre. Wassili Fedor era un médico muy apreciado en Riga donde ejercía con éxito su profesión y vivía dichoso con los suyos. Pero al ser descubierta su asociación a una sociedad secreta extranjera, recibió orden de partir hacia Irkutsk y los mismos policías que le comunicaron la orden de deportación, le condujeron sin demora más allá de la frontera.

 

Wassili Fedor no tuvo más que el tiempo necesario para abrazar a su esposa, ya bastante enferma por entonces, y a su hija, que iba a quedar sin apoyo, y partió, llorando por los dos seres que amaba.

Desde hacía dos años, vivía en la capital de la Siberia oriental y allí, aunque casi sin provecho, había continuado ejerciendo su profesión de médico. No obstante, hubiera sido todo lo dichoso que puede ser un exiliado, si su esposa y su hija hubieran estado cerca de él. Pero la señora Fedor, ya muy debilitada, no pudo abandonar Riga; veinte meses después de la marcha de su marido, moría en brazos de su hija, a la que dejaba sola y casi sin recursos. Nadia Fedor solicitó y obtuvo fácilmente la autorización del gobernador ruso para reunirse con su padre en Irkustk y escribió al autor de sus días comunicándole su partida. Apenas tenía con qué subsistir durante el viaje, pero no dudó en emprenderlo. Ella haría lo que pudiera… y Dios haría el resto.

Mientras tanto, el Cáucaso remontaba la corriente del río. Llegó la noche y el aire se impregnó de un delicioso frescor. La chimenea del vapor lanzaba millares de chispas de madera de pino y el murmullo de las aguas, rotas por la quilla del barco, se mezclaba con los aullidos de los lobos que infestaban las sombras de la orilla derecha del Kama.

9

En Tarenta noche y día

Al día siguiente, 19 de julio, el Cáucaso llegaba al desembarcadero de Perm, última estación de su servicio por el Kama.

Este gobierno, cuya capital es Perm, es uno de los más vastos del Imperio ruso, penetrando en Siberia después de atravesar los Urales. Canteras de mármol, salinas, yacimientos de platino y de oro, minas de carbón, se explotan en gran escala en su territorio. Aunque se espera que Perm, por su situación, se convierta en una ciudad de primer orden, ahora es poco atrayente, sucia y fangosa y ofrece pocos recursos. Para aquellos que van de Rusia a Siberia, esta falta de confort les es indiferente, porque van provistos con todo lo necesario; pero aquellos que llegan de los territorios de Asia central, después de un largo y agotador viaje, agradecerían, sin duda, que la primera ciudad europea del Imperio estuviese mejor aprovisionada.

Los viajeros que llegan a Perm venden sus vehículos, más o menos deteriorados por la larga travesía a través de las planicies siberianas. Y es allí también en donde los que van de Europa a Asia compran su coche si es verano o sus trineos en invierno, antes de emprender un viaje de varios meses a través de las estepas.

Miguel Strogoff había planeado ya su programa de viaje y sólo tenía que ejecutarlo.

Existe un servicio de correos que franquea con bastante rapidez la cordillera de los Urales, pero dadas las circunstancias, este servicio estaba desorganizado. De todos modos, Miguel Strogoff, que quería hacer un viaje rápido sin depender de nadie, no hubiera tomado el correo y hubiese comprado un coche, corriendo con él de posta en posta, activando por medio de na vodku suplementarios el celo de los postillones que en el país eran llamados yemschiks.

Desgraciadamente, a causa de las medidas tomadas contra los extranjeros de origen asiático, un gran número de viajeros había abandonado ya Perm y, por consiguiente, los medios de transporte eran extremadamente escasos. Miguel Strogoff no tuvo más remedio que contentarse con lo que los demás habían desechado. En cuanto a conseguir caballos, el correo del Zar, mientras no llegase a Siberia, podía tranquilamente exhibir su podaroshna y los encargados de las postas le atenderían con preferencia; pero una vez fuera de la Rusia europea, no podía contar más que con el poder de los rublos.

Pero ¿en qué clase de vehículo iba a enganchar los caballos? ¿A una telega o a una tarenta?

La telega no es más que un auténtico carro descubierto, de cuatro ruedas, en cuya confección no interviene ningún otro material más que la madera. Ruedas, ejes, tornillos, caja y varas, eran de madera de los vecinos bosques y para el ajuste de las diversas piezas de que se compone la telega se emplean gruesas cuerdas. Nada más primitivo, ni más incómodo, pero también nada más fácil de reparar si se produce algún accidente en ruta, ya que los abetos son abundantes en la frontera rusa y los ejes pueden encontrarse ya cortados prácticamente en cualquier bosque. Es con telegas como se hace el correo extraordinario conocido con el nombre de perekladnoï, para las cuales cualquier camino es bueno, aunque a veces ocurre que se rompen las ligaduras que unen las distintas piezas y, mientras el tren trasero queda atascado en cualquier bache de la carretera, el delantero continúa adelante sobre las otras dos ruedas. Pero este resultado se considera poco satisfactorio.

Miguel Strogoff se hubiera visto obligado a viajar con una telega, si no hubiese tenido la suerte de encontrar una tarenta.

Este vehículo no es que sea el último grito del progreso de la industria carrocera; como a la telega, le faltan las ballestas; la madera, en sustitución del hierro, no escasea; pero sus cuatro ruedas, separadas ocho o nueve pies, le aseguran cierta estabilidad en aquellas carreteras llenas de baches y a menudo desniveladas. Un guardabarros protege a los viajeros del lodo del camino y una capota, que puede cerrarse herméticamente, convierte el vehículo en un agradable protector contra el riguroso calor y las borrascas violentas del verano. La tarenta es, además, tan sólida y fácil de reparar como la telega y no está tan expuesta a dejar su tren trasero en el camino.

A pesar de todo, para descubrir esta tarenta, Miguel Strogoff tuvo que buscar minuciosamente, y era probable que en toda la ciudad no hubiera otra, pero no por eso dejó de regatear el precio, por pura fórmula, para mantenerse en su papel de Nicolás Korpanoff, simple comerciante de Irkutsk.

Nadia había seguido a su compañero en esta carrera a la búsqueda de un vehículo porque, pese a que los fines de sus respectivos viajes eran diferentes, ambos tenían los mismos deseos de llegar y, por tanto, de partir de Perm. Se hubiera dicho que estaban animados por una misma voluntad.

—Hermana —dijo Miguel Strogoff—, hubiera querido encontrar para ti algún vehículo más confortable.

—¡Y me dices esto a mí, hermano, que hubiera ido a pie si hubiese sido necesario, para reunirme con mi padre!

—No dudo de tu coraje, Nadia, pero hay fatigas físicas que una mujer no puede soportar.

—Las soportaré sean cuales fueren —respondió la joven—. Y si oyes escaparse de mis labios una sola queja, déjame en el camino y sigue solo tu viaje.

Media hora más tarde, tras la presentación de su podaroshna, tres caballos de posta estaban enganchados a la tarenta. Estos animales, cubiertos de pelo, parecían osos levantados sobre sus patas. Eran pequeños y nerviosos, de pura raza siberiana.

El postillón los había enganchado colocando el más grande entre dos largas varas que llevaban en su extremo anterior un cerco llamado duga, cargado de penachos y campanillas, y los otros dos sujetos simplemente con cuerdas a los estribos de la tarenta, sin arneses, y por toda rienda unos bramantes.

Ni Miguel Strogoff ni la joven livoniana llevaban equipajes. Las exigencias de rapidez en uno y los modestos recursos en la otra les impedían cargarse de bultos. En estas condiciones esto era una gran ventaja, porque la tarenta no hubiera podido con los equipajes o con los viajeros, porque no estaba construida más que para llevar dos personas, sin contar el yemschik, quien tendría que sostenerse en su asiento por un milagro de equilibrio.

El yemschik se relevaba en cada parada. El que les tenía que conducir durante la primera etapa del viaje era siberiano, como sus caballos, y no menos peludo que ellos, con cabellos largos cortados a escuadra sobre la frente, sombrero de alas levantadas, cinturón rojo y capote con galones cruzados sobre botones en los que tenía grabada la marca imperial.

Al llegar con sus atalajes había lanzado una mirada inquisidora sobre los viajeros de la tarenta. ¡Sin equipaje! «¿Dónde diablos lo habrían puesto?», pensó, al ver su apariencia tan poco acomodada, haciendo un gesto muy significativo.

—¡Cuervos! —dijo, sin preocuparse de ser oído o no—. ¡Cuervos a seis kopeks la versta!

—¡No! ¡Águilas! —respondió Miguel Strogoff, que comprendía perfectamente el argot de los yemschiks— ¡Águilas, comprendes, a nueve kopeks por versta y la propina!

Les respondió un alegre restallido de látigo. El «cuervo», en el argot de los postillones rusos es el viajero tacaño o indigente, que en las paradas no paga los caballos más que a dos o tres kopeks por versta; el «águila» es el viajero que no retrocede ante los precios elevados y que da generosas propinas. Por eso el cuervo no podía tener la pretensión de volar tan rápidamente como el ave imperial.

Nadia y Miguel Strogoff ocuparon inmediatamente sus sitios en la tarenta, llevando un paquete con provisiones que ocupaba poco sitio y que les permitiría, en caso de retraso, aguantar hasta su llegada a la casa de posta, que, bajo la vigilancia del Estado, eran muy bien atendidas. Bajaron la capota para preservarse del insoportable calor y, al mediodía, la tarenta, tirada por sus tres caballos, abandonaba Perm en medio de una nube de polvo.

La manera de sostener el ritmo de las caballerías adoptada por el postillón, hubiera llamado la atención de cualquier otro viajero que, sin ser ruso o siberiano, no estuviera acostumbrado a esta forma de conducir. Efectivamente, el caballo del centro, regulador de la marcha, un poco más grande que los otros dos, sostenía imperturbablemente, cualesquiera que fuesen las irregularidades del terreno, un trote largo y de una perfecta regularidad. Los otros dos animales parecían no conocer otro tipo de marcha que el galope, meneándose con mil fantasías muy divertidas. El yemschik no los castigaba, únicamente los estimulaba con los restallidos de su látigo en el aire. ¡Pero qué epítetos les prodigaba cuando se comportaban como bestias dóciles y concienzudas! ¡Cuántos nombres de santos les aplicaba! El bramante que le servía de guía no le hubiera sido de mucha utilidad con animales medio fogosos, pero las palabras na pravo, a la derecha, y na levo, a la izquierda, dichas con voz gutural, producían mejores efectos que la brida o el bridón.

¡Y qué amables interpelaciones surgían en tales ocasiones!

—¡Caminad palomas mías! ¡Caminad, gentiles golondrinas! ¡Volad, mis pequeños pichones! ¡Ánimo, mi primito de la izquierda! ¡Empuja, mi padrecito de la derecha!

Pero cuando el ritmo de la marcha descendía, ¡qué expresiones insultantes les dirigía y que parecían ser comprendidas por los susceptibles animales!

—¡Camina, caracol del diablo! ¡Maldita seas, babosa! ¡Te despellejaré viva, tortuga, y te condenarás en el otro mundo!

Sea como fuere, con esta manera de conducir, que exigía más solidez de garganta que vigor en los brazos del yemschik, la tarenta volaba sobre la carretera y devoraba de doce a catorce verstas por hora.

A Miguel Strogoff, habituado a esta clase de vehículos y a esta forma de conducir, no le molestaban ni los sobresaltos ni los vaivenes. Sabía que un vehículo ruso no evita los guijarros, ni los hoyos, ni los baches, ni los árboles derribados sobre la carretera, ni las zanjas del camino. Estaba hecho a todo esto. Pero su compañera corría el peligro de lastimarse con los golpes de la tarenta, pero no se quejaba.

Durante los primeros instantes del viaje, Nadia, llevada así a toda velocidad, permanecía callada. Después, obsesionada siempre con el mismo pensamiento, dijo:

—He calculado que debe de haber una distancia de trescientas verstas entre Perm y Ekaterinburgo, hermano. ¿Me equivoco?

—Estás en lo cierto, Nadia —respondió Miguel Strogoff— y cuando hayamos llegado a Ekaterinburgo nos encontraremos al pie mismo de los Urales en su vertiente opuesta.

—¿Cuánto durará la travesía de las montañas?

—Cuarenta y ocho horas, ya que viajaremos noche y día. Y digo noche y día, Nadia, porque no puedo pararme ni un solo instante y es preciso que marche a Irkutsk sin descanso.

—Yo no te retrasaré ni una hora, hermano. Viajaremos noche y día.

—Bien, Nadia. Entonces, si la invasión tártara nos deja libre el paso, antes de veinte días habremos llegado.

 

—¿Tú has realizado ya antes este viaje? —preguntó Nadia.

—Varias veces.

—En invierno hubiéramos llegado con más rapidez y con mayor seguridad. ¿No es así?

—Sí, sobre todo, con mucha más rapidez. Pero habrías sufrido mucho con el frío y la nieve.

—¡Qué importa! El invierno es el amigo de los rusos.

—Sí, Nadia, pero hace falta un temperamento a toda prueba para resistir tal y tanta amistad. Yo he visto muchas veces, en las estepas siberianas, llegar la temperatura a más de cuarenta grados bajo cero. He sentido, pese a mi vestido de piel de reno, que se me helaba el corazón, mis brazos se retorcían, mis pies se helaban bajo mis triples calcetines de lana. He visto los caballos de mi trineo cubiertos por un caparazón de hielo y fijárseles el vaho de su respiración en las narices. He visto el aguardiente de mi cantimplora convertido en una piedra tan dura que mi cuchillo no podía cortar… Pero mi trineo volaba como un huracán; no había obstáculos en la llanura nivelada y blanca en todo lo que podía abarcar la vista. Ningún curso de agua en el que tuviera que buscar un vado. Ningún lago que hubiera que atravesar en barca. Por todas partes hielo duro, camino libre y paso asegurado. ¡Pero a costa de cuántos sufrimientos, Nadia! ¡Sólo podrían decirlo aquellos que no han vuelto y cuyos cadáveres están cubiertos por la nieve!

—Sin embargo, tú has vuelto, hermano —dijo Nadia.

—Sí, pero yo soy siberiano y desde niño, cuando acompañaba a mi padre en sus cacerías, me acostumbré a estas duras pruebas. Pero tú, Nadia, cuando me has dicho que el invierno no te habría detenido, que irías sola, dispuesta a luchar contra las terribles inclemencias del clima siberiano, me ha parecido verte perdida en la nieve y caída para no levantarte más.

—¿Cuántas veces has atravesado la estepa durante el invierno?

—Tres veces, Nadia, cuando iba a Omsk.

—¿Y qué ibas a hacer en Omsk?

—Ver a mi madre, que me esperaba.

—¡Y yo voy a Irkutsk, en donde me espera mi padre! Voy a llevarle las últimas palabras de mi madre, lo cual quiere decir, hermano, que nada me hubiera impedido partir.

—Eres una muchacha muy valiente, Nadia —le respondió Miguel Strogoff—, y el mismo Dios te hubiera guiado.

Durante esta jornada la tarenta fue conducida con rapidez por los yemschiks que se iban relevando en cada posta. Las águilas de las montañas no hubieran encontrado su nombre deshonrado por estas «águilas» de las carreteras. El alto precio pagado por cada caballo y la largueza de las propinas recomendaban especialmente a los viajeros. Es probable que los encargados de las postas encontrasen extraño que, después de la publicación de los decretos, un joven y su hermana, evidentemente rusos los dos, pudieran correr libremente a través de Siberia, cerrada a todos los demás, pero cuyos papeles estaban en regla y, por tanto, tenían derecho a pasar. Así pues, los mojones iban quedando rápidamente tras de la tarenta.

Miguel Strogoff y Nadia no eran los únicos que seguían la ruta de Perm a Ekaterinburgo, ya que desde las primeras paradas, el correo del Zar había observado que un coche les precedía; pero como los caballos no les faltaban, no se preocupó demasiado.

Durante aquella jornada, las pocas paradas que hizo la tarenta se realizaron únicamente para que los viajeros comieran. En las paradas de posta se encuentra alojamiento y comida, pero, además, cuando faltan las paradas, las casas de los campesinos rusos ofrecen siempre hospitalidad. En esas aldeas, casi todas iguales, con su capilla de paredes blancas y techumbre verde, el viajero puede llamar a cualquier puerta y todas le serán abiertas. Aparecerá el mujik sonriente, y tenderá la mano a su huésped; le ofrecerá el pan y la sal y pondrá el samovar al fuego; el viajero se encontrará como en su casa. Si es necesario, el resto de la familia se mudará de casa para hacerle sitio. Cuando llega un extranjero, es pariente de todos, porque es «aquel que Dios envía».

Al llegar la noche, Miguel Strogoff, guiado por un cierto instinto, preguntó al encargado de la posta cuántas horas de ventaja les llevaba el vehículo que les precedía.

—Dos horas, padrecito —respondió el encargado.

—¿Es una berlina?

—No, una telega.

—¿Cuántos viajeros?

—Dos.

—¿Van a buena marcha?

—¡Como águilas!

—¡Que enganchen enseguida!

Miguel Strogoff y Nadia, decididos a no detenerse ni un momento, viajaron toda la noche.

El tiempo continuaba apacible, pero se notaba que la atmósfera iba volviéndose pesada y cargándose de electricidad. Ninguna nube interceptaba la luz de las estrellas, pero parecía que una especie de bochorno empezaba a levantarse del suelo. Era de temer que alguna tempestad se desencadenase en las montañas, y allí son terribles. Miguel Strogoff, habituado a reconocer los síntomas atmosféricos, presentía una próxima lucha de los elementos que le tenía preocupado.

La noche transcurrió sin incidentes y pese a los saltos que daba la tarenta, Nadia pudo dormir durante algunas horas. La capota, a medio levantar, permitía respirar un poco de aire que los pulmones buscaban ávidamente en aquella atmósfera asfixiante.

Miguel Strogoff veló toda la noche, desconfiando de los yemschiks que se dormían muy a menudo sobre sus asientos, y ni una hora se perdió entre las paradas y la carretera.

Al día siguiente, 20 de julio, hacia las ocho de la mañana, los primeros perfiles de los montes Urales se dibujaron hacia el este.

Sin embargo, esta importante cordillera que separa la Rusia europea de Siberia se encontraba todavía a una distancia bastante considerable y no podían contar con llegar allí antes del fin de la jornada. El paso de las montañas deberían hacerlo, necesariamente, durante la noche.

El cielo estuvo cubierto durante todo el día y la temperatura fue, por consiguiente, bastante más soportable, pero el tiempo se presentaba extremadamente borrascoso.

En aquellas condiciones hubiera sido quizá más prudente no aventurarse por las montañas durante la noche, y es lo que hubiera hecho Miguel Strogoff de haber podido detenerse; pero cuando en la última parada el yemschik le hizo observar los truenos que resonaban en el macizo montañoso, se limitó a decirle:

—Una telega nos precede siempre, ¿verdad?

—Sí.

—¿Qué ventaja lleva ahora sobre nosotros?

—Alrededor de una hora.

—Adelante, pues, y habrá triple propina si llegamos a Ekaterinburgo mañana por la mañana.

10

Una tempestad en los Urales

Los montes Urales se extienden sobre una longitud de más de tres mil verstas (3.200 kilómetros), entre Europa y Asia. Tanto la denominación de Urales, que es de origen tártaro, como la de Poyas, que es su nombre en ruso, ambas son correctas ya que estas dos palabras significan «cintura» en las lenguas respectivas. Naciendo en el litoral del mar Ártico, van a morir sobre las orillas del Caspio.

Tal era la frontera que Miguel Strogoff debía franquear para pasar de Rusia a Siberia y, como se ha dicho, tomando la ruta que va de Perm a Ekaterinburgo, situada en la vertiente oriental de los Urales, había elegido la más adecuada, por ser la más fácil y segura y la que se emplea para el tránsito de todo el comercio con el Asia central.

Era suficiente toda una noche para atravesar las montañas, si no sobrevenía ningún accidente. Desgraciadamente, los primeros fragores de los truenos anunciaban una tormenta que el estado de la atmósfera daba a entender que sería temible. La tensión eléctrica era tal que no podía resolverse más que por un estallido violento de los elementos.

Miguel Strogoff procuró que su compañera se instalase lo mejor posible, por lo que la capota, que podría ser arrancada fácilmente por una borrasca, fue asegurada más sólidamente por medio de cuerdas que se cruzaban por encima y por detrás. Se reforzaron los tirantes de los caballos y, para mayor precaución, el cubo de las ruedas se rellenó de paja, tanto para asegurar su solidez como para reducir los choques, difíciles de evitar en una noche oscura. Los ejes de los dos trenes, que iban simplemente sujetos a la caja de la tarenta por medio de clavijas, fueron empalmados por medio de un travesaño de madera que aseguraron con pernos y tornillos. Este travesaño hacía el papel de la barra curva que sujeta los dos ejes de las berlinas suspendidas sobre cuellos de cisne.