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100 Clásicos de la Literatura

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Pero un pensamiento sugiere otro y no había pensado hasta entonces que en la hipótesis de que pudiera realizar esta buena acción, recibiría un buen servicio. Una idea nueva acababa de nacer en su mente y la cuestión se presentó ante él bajo otro aspecto.

«De hecho —se dijo— yo puedo tener más necesidad de ella que ella de mí. Su presencia no me será perjudicial y me servirá para alejar de mí las sospechas, ya que un hombre corriendo solo a través de la estepa puede fácilmente ser tenido por un correo del Zar. Si, por el contrario, me acompaña esta joven, puedo tranquilamente pasar ante los ojos de todos como el Nicolás Korpanoff de mi podaroshna. Es, pues, necesario que me acompañe. ¡Es preciso encontrarla! ¡No es probable que desde ayer por la tarde haya conseguido encontrar un coche para abandonar Nijni-Novgorod! ¡A buscarla, pues, y que Dios me guíe!»

Miguel Strogoff abandonó la gran plaza de Nijni-Novgorod, en donde el tumulto provocado por la ejecución de las medidas prescritas había llegado a su punto álgido. Recriminaciones de los extranjeros proscritos, gritos de los agentes y cosacos que la emprendían a golpes con ellos… Era un barullo indescriptible. La joven que buscaba no podía estar allí. Eran las nueve de la mañana. El vapor no partía hasta el mediodía, por tanto, Miguel Strogoff disponía de unas dos horas para encontrar a aquella que quería convertir en su compañera de viaje.

Atravesó de nuevo el Volga y recorrió otra vez los barrios de la otra orilla, donde la multitud era bastante menos considerable. Puede decirse que revisó calle por calle de la ciudad alta y baja, entró en las iglesias, refugio natural de todo aquel que llora, de todo el que sufre y en ninguna parte encontró a la joven livoniana.

—Y, sin embargo —se repetía— no puede haber abandonado todavía Nijni-Novgorod. ¡Continuemos buscando!

Miguel Strogoff continuó errando durante dos horas sin pararse en ninguna parte ni sentir la fatiga; obedecía a un sentimiento imperioso que no le permitía reflexionar. Pero fue en vano.

Le pasó entonces por la imaginación que podía ser que la joven no conociera el decreto, circunstancia improbable, ya que un golpe como ése no podía asestarse sin ser conocido por todo el mundo. Además, interesada evidentemente por conocer cualquier noticia proveniente de Siberia, ¿cómo podía ignorar las medidas tomadas por el gobernador y que tan directamente la afectaban?

Pero, en fin, si ella las desconocía, estaría a aquellas horas en el embarcadero y allí, cualquier insoportable agente le negaría sin miramientos el pasaje. Era necesario verla antes a cualquier precio, para que gracias a él evitara tal contrariedad.

Pero fueron vanos todos sus esfuerzos y estaba perdiendo toda esperanza de encontrarla. Eran entonces las once. Miguel Strogoff, aunque en cualquier otra circunstancia no era necesario, fue a presentar su podaroshna a la oficina del jefe de policía. El decreto no podía, evidentemente, afectarle, ya que esta circunstancia estaba prevista, pero quería asegurarse de que nada se opondría a su partida de la ciudad.

Tuvo, pues, que volver a la otra orilla del Volga, en donde se encontraban las oficinas del jefe de policía. Allí había gran afluencia de gente porque aunque los extranjeros tenían que abandonar el país, estaban igualmente sometidos a las formalidades de rigor. Sin esta precaución cualquier ruso más o menos comprometido en el movimiento tártaro hubiera podido, gracias a cualquier ardid, pasar la frontera, lo que pretendía evitar el decreto. Se les expulsaba, pero necesitaban un permiso de salida.

Así, pues, saltimbanquis, bohemios, cíngaros, gitanos, mezclados con los comerciantes persas, turcos, hindúes, turquestanos y chinos, llenaban el patio y las oficinas de la policía.

Todos se apresuraban, ya que los medios de transporte iban a estar singularmente solicitados por tal multitud de expulsados y los que llegasen tarde corrían el riesgo de no poder cumplir con el plazo fijado, lo cual les expondría a la brutal intervención de los agentes del gobernador.

Miguel Strogoff, gracias al vigor de sus codos, pudo atravesar el patio, aunque entrar en la oficina y llegar hasta la ventanilla de los empleados era una hazaña realmente difícil. Sin embargo, unas palabras dichas al oído de un agente y la entrega de unos oportunos rublos fueron suficientes para abrirle paso.

El agente, después de introducirle a la sala de espera, fue a avisar a un funcionario de más categoría. No tardaría, pues, Miguel Strogoff, en estar en regla con la policía y libre de movimientos.

Mientras esperaba, miró a su alrededor y… ¿qué vio? Allí, sobre un banco, echada más que sentada, una joven, presa de muda desesperación, aunque no pudo apenas distinguir su rostro porque únicamente su perfil se dibujaba sobre la pared.

Miguel Strogoff no se había equivocado. Acababa de reconocer a la joven livoniana.

Desconociendo el decreto del gobernador, había venido a la oficina del jefe de policía para hacerse visar su permiso… Pero se le había negado el visado. Sin duda estaba autorizada para ir a Irkutsk, pero el decreto era formal y anulaba todas las autorizaciones anteriores, por lo que los caminos de Siberia se le habían cerrado.

Miguel Strogoff, dichoso por haberla encontrado al fin, se acercó a ella.

La joven lo miró un instante y sus ojos brillaron por un momento al volver a ver a su compañero de viaje. Se levantó instintivamente de su asiento y, como un náufrago que se agarra a su única tabla de salvación, iba a pedirle ayuda…

En aquel momento, el agente tocó la espalda de Miguel Strogoff.

—El jefe de policía le espera —dijo.

—Bien —respondió Miguel Strogoff.

Y, sin dirigir una sola palabra a la que tanto había estado buscando, sin prevenirla con algún gesto que podría haberlos comprometido a los dos, siguió al agente a través de los grupos compactos de gente.

La joven livoniana, viendo desaparecer al único que podía acudir en su ayuda, se dejó caer nuevamente sobre el banco.

Aún no habían transcurrido tres minutos cuando reapareció Miguel Strogoff acompañado por un agente. Llevaba en la mano su podaroshna que le franqueaba las rutas de Siberia.

Se acercó entonces a la joven livoniana y, tendiéndole la mano, le dijo:

—Hermana…

¡Ella comprendió y se levantó, como si una súbita inspiración no le hubiera permitido dudar!

—Hermana —prosiguió Miguel Strogoff— tenemos autorización para continuar nuestro viaje a Irkutsk. ¿Vienes conmigo?

—Te sigo, hermano —respondió la joven enlazando su mano con la de Miguel Strogoff.

Y juntos abandonaron las oficinas de la policía.

7

Descendiendo por el Volga

Poco antes del mediodía, la campana del vapor atraía al embarcadero a una gran cantidad de gente, ya que allí acudieron los que partían y los que hubieran querido partir. Las calderas del Cáucaso tenían la presión suficiente. Su chimenea dejaba escapar una ligera columna de humo, mientras que el extremo del tubo de escape y las tapaderas de las válvulas se coronaban de vapor blanco.

No es necesario decir que la policía vigilaba la partida del Cáucaso y se mostraba implacable con aquellos viajeros que no reunían las condiciones exigidas para abandonar la ciudad.

Numerosos cosacos iban y venían por el muelle, prestos para acudir en ayuda de los agentes, aunque no tuvieron necesidad de intervenir, ya que las cosas se desarrollaron sin incidentes.

A la hora fijada sonó el último golpe de campana, se largaron amarras, las poderosas ruedas del vapor golpearon el agua con sus palas articuladas y el Cáucaso navegó entre las dos ciudades que constituyen Nijni-Novgorod.

Miguel Strogoff y la joven livoniana habían tomado pasaje en el Cáucaso, embarcando sin ninguna dificultad. Ya se sabe que el podaroshna librado a nombre de Nicolás Korpanoff autorizaba a este negociante a hacerse acompañar durante su viaje a Siberia. Eran un hermano y una hermana los que viajaban bajo la garantía de la policía imperial.

Ambos, sentados a popa, miraban alejarse la ciudad, tan agitada por el decreto del gobernador.

Miguel Strogoff no había dicho ni una palabra a la joven y ella tampoco le había preguntado nada. Él esperaba a que hablase ella si lo creía conveniente. Ella tenía deseos de abandonar la ciudad en la que, sin la intervención de su providencial protector, hubiera quedado prisionera. No decía nada, pero su mirada reflejaba su agradecimiento.

El Volga, el Rha de los antiguos, está considerado como el río más caudaloso de toda Europa y su curso no es inferior a las cuatro mil verstas (4.300 kilómetros). Sus aguas, bastante insalubres en la parte superior, quedan purificadas en Nijni-Novgorod gracias a las del Oka, afluente que procede de las provincias centrales de Rusia.

Se ha comparado justamente el conjunto de canales y ríos rusos a un árbol gigantesco cuyas ramas se extienden por todas las partes del Imperio. El Volga forma el tronco de este árbol, el cual tiene sus raíces en las setenta desembocaduras que se extienden sobre el litoral del mar Caspio. Es navegable desde Rief, ciudad del gobierno de Tver, es decir, a lo largo de la mayor parte de su curso.

Los buques de la compañía que hacía el servicio entre Perm y Nijni-Novgorod recorren bastante rápidamente las trescientas cincuenta verstas (373 kilómetros) que separan esta última ciudad de Kazán. Es cierto que estos buques sólo tienen que descender la corriente del Volga, la cual aumenta en unas dos millas por hora la velocidad propia del vapor. Pero cuando se llega a la confluencia del Kama algo más abajo de Kazán, se ven obligados a remontar la corriente de aquel afluente hasta la ciudad de Perm. Por ello, aunque las máquinas del Cáucaso eran poderosas, su velocidad no llegaba más que a las dieciséis verstas por hora y contando con una hora de parada en Kazán, el viaje de Nijni-Novgorod a Perm duraría alrededor de sesenta a sesenta y dos horas.

 

El buque de vapor estaba en buenas condiciones y los pasajeros, según sus recursos, ocupaban tres clases diferentes de pasaje. Miguel Strogoff había podido conseguir dos de primera clase para que la joven pudiera retirarse a la suya y aislarse cuando quisiera.

El Cáucaso iba atestado de pasajeros de todas las categorías. Había entre ellos un cierto número de traficantes asiáticos que habían considerado que lo más prudente era salir cuanto antes de Nijni-Novgorod. En la parte del buque reservada a primera clase iban armenios con sus largos vestidos, tocados con una especie de mitra; judíos identificables por sus bonetes cónicos; acomodados chinos con sus trajes tradicionales, largos y de color azul, violeta o negro, abiertos por delante y por detrás y cubiertos por una túnica de anchas mangas, cuyo corte es parecido al de las que usan los popes; turcos portando todavía su turbante nacional; hindúes, con su bonete cuadrado y un cordón en la cintura (algunos de los cuales se designaban con el nombre de shikarpuris), que tenían en sus manos todo el tráfico de Asia central; en fin, los tártaros, calzando botas adornadas con cintas multicolores y el pecho lleno de bordados. Todos estos negociantes habían tenido que dejar en la bodega y en el puente sus abultados bagajes, cuyo transporte les debía de costar caro ya que, según el reglamento, cada persona no tenía derecho más que a un peso de veinte libras.

En la proa del Cáucaso se agrupaban los pasajeros en mayor número, no solamente extranjeros, sino también aquellos rusos a los que el decreto no prohibía trasladarse a otras ciudades de la provincia.

Allí había mujiks, tocados con gorros o casquetes y portando camisas a cuadros pequeños bajo sus bastas pellizas; campesinos del Volga, con pantalón azul metido dentro de las botas, camisa de algodón de color rosa atada por medio de un cordón y casquete chato o bonete de fieltro. Se veían también mujeres vestidas con ropas de algodón floreado, con delantales de vivos colores y pañuelos de seda roja sobre la cabeza. Éstos constituían principalmente el pasaje de tercera clase a los que, por suerte para ellos, la perspectiva de un largo viaje de retorno no preocupaba demasiado. Esta parte del puente estaba muy concurrida y por eso los pasajeros de popa no se aventuraban demasiado a transitar entre aquellos grupos tan heterogéneos que tenían señalado su sitio delante de los tambores.

Entretanto, el Cáucaso desfilaba a toda máquina entre las orillas del Volga, cruzándose con numerosos buques que los remolcadores arrastraban remontando la corriente del Volga y que transportaban toda clase de mercancías con destino a Nijni-Novgorod. Pasaban trenes cargados de madera, largos como esas interminables hileras de sargazos del Atlántico y chalanas cargadas a tope con el agua llegándoles hasta la borda. Todos ellos hacían un viaje inútil ya que la feria acababa de ser suspendida en sus comienzos.

Las orillas del Volga, salpicadas por la estela del buque, coronábanse con numerosas bandadas de patos salvajes que huían lanzando gritos ensordecedores. Un poco más lejos, sobre aquellas secas llanuras bordeadas de alisos, sauces y tilos, se esparcían algunas vacas de color rojo oscuro, rebaños de ovejas de lana parda y piaras de cerdos blancos y negros. Algunos campos, sembrados de trigo y centeno, se extendían hasta los últimos planos de ribazos a medio cultivar pero que, en suma, no ofrecían ninguna particularidad digna de atención. En estos paisajes monótonos, el lápiz de un dibujante que hubiera buscado algún motivo pintoresco, no habría encontrado nada digno de reproducir.

Dos horas después de la partida del Cáucaso, la joven livoniana se dirigió a Miguel Strogoff, diciéndole:

—¿Tú vas a Irkutsk, hermano?

—Sí, hermana —respondió el joven—. Llevamos la misma ruta y, por tanto, por donde yo pase, pasaras tú.

—Mañana, hermano, sabrás por qué he dejado las orillas del Báltico para ir más allá de los Urales.

—No te pregunto nada, hermana.

—Lo sabrás todo —respondió la joven, cuyos labios esbozaron una triste sonrisa—. Una hermana no debe ocultar nada a su hermano. Pero hoy no podría… La fatiga y la desesperación me tienen destrozada.

—¿Quieres descansar en tu camarote? —preguntó Miguel Strogoff.

—Sí… sí… hasta mañana…

—Ven, pues…

Dudaba en terminar la frase, como si hubiera querido acabarla con el nombre de su compañera, el cual ignoraba todavía.

—Nadia —le dijo la muchacha tendiéndole la mano.

—Ven, Nadia —respondió Miguel Strogoff— y dispón con entera libertad de tu hermano Nicolás Korpanoff.

Y la condujo al camarote que había reservado para ella, situado en el salón de popa.

Miguel Strogoff volvió al puente, ávido de noticias que pudieran modificar su itinerario y se mezcló entre los grupos de pasajeros, escuchando pero sin tomar parte en las conversaciones. Aparte de que si el azar quería que alguien le preguntase y se viera en la obligación de responder, se identificaría como el comerciante Nicolás Korpanoff, al que el Cáucaso llevaba en viaje de vuelta a la frontera, porque no quería que nadie sospechase que tenía un permiso especial para viajar por Siberia.

Los extranjeros que el vapor transportaba no podían, evidentemente, hablar de los acontecimientos del día, del decreto y sus consecuencias, porque aquellos pobres diablos, apenas recuperados de las fatigas de un viaje a través de Asia central, no osaban exteriorizar de ninguna manera su cólera y su desespero. Un miedo con mezcla de respeto los enmudecía. Además, era probable que hubieran embarcado secretamente en el Cáucaso inspectores de policía encargados de vigilar a los pasajeros y, por tanto, más valía contener la lengua. La expulsión, después de todo, siempre era mejor que el confinamiento en una fortaleza. Así pues, entre aquellos grupos, o se guardaba silencio, o se hablaba con tanta prudencia que no se podía sacar de ellos nada provechoso.

Pero si Miguel Strogoff no tenía nada que aprender en aquel sitio ya que, como no lo conocían, hasta algunas bocas se cerraban al verle pasar, sus oídos recibieron los ecos de una voz poco preocupada de ser o no ser oída.

El hombre que tan alegremente se expresaba hablaba en ruso, pero con acento extranjero, y su interlocutor le respondía en la misma lengua, pero notándose claramente que tampoco era su propio idioma.

—¿Cómo? —decía el primero—. ¿Usted, en este barco, mi querido colega? ¿Usted, a quien vi en la fiesta imperial en Moscú y sólo entreví en Nijni-Novgorod?

—Yo mismo —respondió secamente el segundo personaje.

—Pues bien, francamente, no esperaba verme seguido por usted tan pronto ni tan de cerca.

—¡Yo no le sigo a usted, señor, le precedo!

—¿Me precede? ¡Me precede! Digamos que marchamos paralelamente, llevando el mismo paso, como soldados en una parada militar y que, si usted quiere podemos convenir, provisionalmente al menos, que ninguno de los dos adelantará al otro.

—Todo lo contrario. Pasaré delante de usted.

—Eso lo veremos allá, cuando estemos en el escenario de la guerra; pero hasta entonces ¡qué diablos!, seamos amigos de ruta. Más tarde tendremos muchas ocasiones de ser rivales.

—Enemigos.

—¡Sea, enemigos! ¡Tiene usted, querido colega, tal precisión al hablar que me es particularmente agradable! ¡Con usted sabe, al menos, a qué atenerse uno!

—¿Hay algo de malo en ello?

—Nada hay de malo. Pero a mi vez, le quiero pedir permiso para precisar nuestra reciproca situación.

—Precise.

—Usted va a Perm… como yo.

—Como usted.

—Y, probablemente, desde Perm se dirigirá a Ekaterimburgo, ya que ésta es la mejor ruta y la más segura para franquear los montes Urales.

—Probablemente.

—Una vez traspasada la frontera, estaremos en Siberia, es decir, en plena invasión.

—Estaremos.

—Pues bien, entonces y solamente entonces será el momento de decir: «Cada uno para sí, y Dios para…»

—Dios para mí.

—¡Dios sólo para usted! ¡Muy bien! Pero ya que tenemos a la vista unos ocho días neutros y como no lloverán noticias durante el viaje, seamos amigos hasta el momento de convertirnos en rivales.

—Enemigos.

—¡Sí! ¡Justamente, enemigos! Pero hasta entonces, pongámonos de acuerdo y no nos devoremos mutuamente. Yo le prometo guardar para mí todo lo que pueda ver…

—Y yo todo lo que pueda oír.

—¿Está dicho?

—Dicho está.

—Hela aquí.

Y la mano del primer interlocutor, es decir, cinco dedos ampliamente abiertos, estrecharon vigorosamente los dos dedos que flemáticamente le tendió el segundo.

—A propósito —dijo el primero—, esta mañana he podido telegrafiar a mi prima hasta el texto del decreto, después de las diez y diecisiete.

—Y yo lo he mandado a mi Daily Telegraph después de las diez y trece.

—¡Bravo, señor Blount!

—¡Muy bien, señor Jolivet!

—Me tomaré la revancha.

—Será difícil.

—Lo intentaré, al menos.

Diciendo esto, el corresponsal francés saludó familiarmente al corresponsal inglés, el cual, inclinando la cabeza, le devolvió el saludo con toda su ritual seriedad británica.

A estos dos cazadores de noticias, el decreto del gobernador no les afectaba, ya que no eran ni rusos ni extranjeros de origen asiático. Si habían dejado Nijni-Novgorod, continuando adelante, era porque les impulsaba el mismo instinto; de ahí que hubieran tomado idéntico medio de locomoción y siguieran la misma ruta hasta las estepas siberianas. Compañeros de viaje, amigos o enemigos, tenían por delante ocho días antes de que se «levantase la veda» Y entonces, que ganara el más hábil. Alcide Jolivet había hecho los primeros avances y, aunque a regañadientes, Harry Blount los había aceptado. Sea como fuere, aquel día el francés, siempre abierto y algo locuaz, y el inglés, siempre cerrado, comieron juntos en la misma mesa y bebieron un Cliquot auténtico a seis rublos la botella, generosamente elaborado con la savia fresca de los abedules de las cercanías.

Miguel Strogoff, al oír hablar de esta forma a Alcide Jolivet y Harry Blount, pensó:

—He aquí dos curiosos e indiscretos personajes a los que probablemente volveré a encontrar por el camino. Me parece prudente mantenerlos a distancia.

La joven livoniana no fue a comer. Dormía en su camarote y Miguel Strogoff no quiso despertarla. Llegó la tarde y aún no había reaparecido sobre el puente del Cáucaso.

El largo crepúsculo impregnó toda la atmósfera de un frescor que los pasajeros buscaban ávidamente, después del agobiante calor del día. Con la tarde bien avanzada, la mayor parte de los pasajeros aún no deseaban volver a los salones o camarotes y tendidos en los bancos respiraban con delicia un poco de la brisa que levantaba la velocidad del buque. El cielo, en esta época del año y en estas latitudes, apenas se oscurecía entre la tarde y la mañana, y dejaba al timonel la luz suficiente para orientar el barco entre las numerosas embarcaciones que descendían o remontaban el Volga.

Sin embargo, como había luna nueva, entre las once y las dos de la madrugada, oscureció un poco más y casi todos los pasajeros dormían entonces, reinando un silencio roto únicamente por el ruido de las paletas que golpeaban el agua a intervalos regulares.

Una cierta inquietud mantenía desvelado a Miguel Strogoff, el cual iba y venía por la popa del vapor. Sin embargo, una de las veces llegó más allá de la sala de máquinas, donde se encuentra la parte del barco reservada a los pasajeros de segunda y tercera clase.

Allí dormían no solamente sobre los bancos, sino también sobre los fardos, cajas y hasta sobre las planchas del puente. Los marineros de la sala de máquinas eran los únicos que estaban despiertos y se mantenían de pie sobre el puente de proa. Dos luces, una verde y otra roja, proyectadas por los faroles de situación del buque, enviaban por babor y estribor algunos rayos oblicuos sobre los flancos del vapor.

Era necesaria cierta atención para no pisar a los durmientes, caprichosamente tendidos aquí y allá. Para la mayor parte de los mujiks, habituados a acostarse sobre el duro suelo, las planchas del puente debían serles más que suficientes, pero habrían acogido de mala manera a quien les despertase con un puntapié o un pisotón.

 

Miguel Strogoff, pues, ponía toda su atención en no molestar a nadie y, mientras iba hacia el otro extremo del buque, no tenía otra idea que la de combatir el sueño con un paseo un poco más largo.

Había llegado ya a la parte anterior del puente y subía por la escalerilla del puente de proa, cuando oyó voces cerca de él que le hicieron detenerse. Las voces parecían venir de un grupo de pasajeros que estaban envueltos en mantas y chales, por lo que era imposible reconocerlos en la sombra, pero a veces ocurría que la chimenea del vapor, en medio de las volutas de humo, se empenachaba de llamas rojizas cuyas chispas parecían correr entre el grupo, como si millares de lentejuelas quedaran súbitamente alumbradas por un rayo de luz.

Miguel Strogoff iba a continuar cuando distinguió más claramente algunas palabras, pronunciadas en aquella extraña lengua que había oído la noche anterior en el campo de la feria.

Instintivamente pensó escuchar, protegido por la sombra del puente que le impedía ser descubierto. Pero era imposible que pudiera distinguir a los pasajeros que sostenían la conversación. Por tanto, se dispuso a aguzar el oído.

Las primeras palabras que captó no tenían ninguna importancia, al menos para él, pero le permitieron reconocer precisamente las dos voces del hombre y la mujer que había conocido en Nijni-Novgorod, por lo que multiplicó su atención. No era de extrañar, en efecto, que estos gitanos a los que había sorprendido en plena conversación, expulsados como todos sus congéneres, viajaran a bordo del Cáucaso.

Fue un acierto el ponerse a escuchar, porque hasta sus oídos llegaron claramente esta pregunta y esta respuesta, hechas en idioma tártaro:

—Se dice que ha salido un correo de Moscú a Irkutsk.

—Eso se dice, Sangarra, pero ese correo llegará demasiado tarde o no llegará.

Miguel Strogoff tembló imperceptiblemente al oír esta respuesta que le aludía tan directamente. Intentó asegurarse de si el hombre y la mujer que acababan de hablar eran los que él suponía, pero las sombras eran entonces demasiado espesas y no los pudo reconocer.

Algunos instantes después, Miguel Strogoff, sin ser descubierto, volvió a popa y cogiéndose la cabeza entre las manos trató de reflexionar. Se hubiera podido creer que estaba soñando.

Pero no dormía ni tenía intención de dormir. Reflexionaba sobre esto con viva aprensión:

—¿Quién sabe mi partida y quién tiene, por tanto, interés por conocerla?

8

Remontando el Kama

Al día siguiente, 18 de julio, a las seis y cuarenta de la mañana, el Cáucaso llegaba al embarcadero de Kazán, separado siete verstas (siete kilómetros y medio) de la ciudad.

Kazán, situada en la confluencia del Volga y del Kazanka, es una importante capital del gobierno y del arzobispado griego, al mismo tiempo que gran centro universitario.

La variada población de esta ciudad estaba compuesta por cheremisos, moravianos, chuvaches, volsalcos, vigulitches y tártaros, entre los cuales estos últimos eran los que habían conservado más especialmente su carácter asiático.

A pesar de que la ciudad estaba bastante alejada del desembarcadero, una multitud se apretujaba sobre el muelle a la espera de noticias. El gobernador de la provincia había publicado un decreto idéntico al de su colega de Nijni-Novgorod. Se veían tártaros vestidos con su caftán de mangas cortas y tocados con sus tradicionales bonetes de largas borlas que recuerdan las de Pierrot; otros, envueltos en una larga hopalanda y cubiertos con un pequeño casquete, parecían judíos polacos y mujeres con el pecho cubierto de baratijas, la cabeza coronada por diademas en forma de media luna, formaban diversos grupos que discutían entre sí.

Oficiales de policía mezclados entre la multitud y algunos cosacos con su lanza a punto guardaban el orden y se encargaban de hacer sitio a los pasajeros que descendían y a los que embarcaban, no sin antes haber examinado minuciosamente a ambas categorías de pasajeros, que estaban compuestos, por una parte, por los asiáticos afectados por el decreto de expulsión y, por la otra, mujiks que con sus familias se detenían en Kazán.

Miguel Strogoff miraba con aire indiferente ese ir y venir propio de todos los embarcaderos a los que se aproxima cualquier vapor. El Cáucaso haría escala en Kazán durante una hora, que era el tiempo necesario para proveerse de combustible. La idea de desembarcar no pasó por su imaginación, ya que no quería dejar sola a la joven livoniana, que aún no había reaparecido sobre el puente.

Los dos periodistas se habían levantado con el alba, como correspondía a todo diligente cazador, y bajaron a la orilla del río mezclándose entre la multitud, cada uno por su lado. Miguel Strogoff vio, por una parte a Harry Blount, con el bloc en la mano, dibujando algunos tipos y tomando nota de algunas observaciones; por la otra, Alcide Jolivet se contentaba con hablar, seguro de que su memoria no podía fallarle nunca.

Por toda la frontera oriental de Rusia había corrido el rumor de que la sublevación y la invasión tomaban caracteres considerables. Las comunicaciones entre Siberia y el Imperio eran ya extremadamente difíciles. Esto fue lo que Miguel Strogoff, sin haberse movido del puente, oyó decir a los nuevos pasajeros.

Estas noticias le causaban verdadera inquietud y excitaban el imperioso deseo que tenía de estar más allá de los Urales para juzgar por sí mismo la gravedad de la situación y tomar las medidas necesarias para hacer frente a cualquier eventualidad. Iba ya a pedir más precisos detalles a cualquiera de los indígenas de Kazán, cuando su mirada fue a fijarse de golpe en otro punto.

Entre los viajeros que abandonaban el Cáucaso Miguel Strogoff reconoció a la tribu de gitanos que la víspera se encontraba todavía en el campo de la feria de Nijni-Novgorod. Sobre el puente del vapor se encontraban el viejo bohemio y la mujer que le había calificado de espía. Con ellos, y sin duda bajo sus órdenes, desembarcaban también una veintena de bailarinas y cantantes, de quince a veinte años, envueltas en unas malas mantas que cubrían sus carnes llenas de lentejuelas.

Estas vestimentas, iluminadas entonces por los primeros rayos de sol, le hicieron recordar aquel efecto singular que había observado durante la noche. Era toda esta lentejuela bohemia lo que brillaba en la sombra, cuando la chimenea del vapor vomitaba sus llamaradas.

«Evidentemente —se dijo— esta tribu de gitanos, después de permanecer bajo el puente durante el día, han ido a agazaparse bajo el puente durante la noche. ¿Pretendían pasar lo más desapercibidos posible? Esto no entra, desde luego, entre las costumbres de su raza.»

Miguel Strogoff no dudó ya de que aquellas palabras que tan directamente le aludieron habían partido de este grupo invisible, iluminado de vez en cuando por las luces de a bordo, y que las habían cambiado el hombre y la mujer, a la que él había dado el nombre mongol de Sangarra.

Con movimiento instintivo se acercó al portalón del vapor, en el instante en que la tribu de bohemios iba a desembarcar para no volver.

Allí estaba el vicio bohemio, en una humilde actitud, poco en consonancia con la desvergüenza natural en sus congéneres. Se hubiera dicho que intentaba evitar hasta las miradas más que atraerlas. Su lamentable sombrero, tostado por todos los soles del mundo, inclinábase profundamente sobre su arrugado rostro. Su encorvada espalda se cubría con una vieja túnica en la que se arrebujaba, pese al calor que hacía. Bajo aquel miserable atuendo hubiera sido muy difícil apreciar su talla y su figura.

Cerca de él, la gitana Sangarra, exhibiendo una soberbia pose, morena de piel, alta, bien formada, con magníficos ojos y cabellos dorados, aparentaba tener unos treinta años.