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100 Clásicos de la Literatura

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Miguel Strogoff mostró su podaroshna extendido a nombre de Nicolás Korpanoff, y no tuvo dificultad alguna. En cuanto a los otros pasajeros del compartimiento, todos ellos con destino a Nijni-Novgorod, no despertaron sospechas, afortunadamente para ellos.

La joven presentó, no un pasaporte, ya que el pasaporte no se exige en Rusia, sino un permiso acreditado por un sello particular y que parecía ser de una especial naturaleza. El inspector lo leyó con atención y después de examinar minuciosamente el sello que contenía, le preguntó:

—¿Eres de Riga?

—Sí —respondió la joven.

—¿Vas a Irkutsk?

—Sí.

¿Por qué ruta?

—Por la ruta de Perm.

—Bien —respondió el inspector—, pero cuida de que te refrenden este permiso en la oficina de policía de Nijni-Novgorod.

La joven hizo un gesto de asentimiento.

Oyendo estas preguntas y respuestas, Miguel Strogoff experimentó un sentimiento de sorpresa y piedad al mismo tiempo. ¡Cómo! ¡Esta muchacha, sola, por los caminos de la lejana Siberia en donde a los peligros habituales se sumaban ahora los riesgos de un país invadido y sublevado! ¿Cómo llegará a Irkutsk? ¿Qué será de ella…?

Finalizada la inspección, las puertas de los vagones quedaron abiertas, pero, antes de que Miguel Strogoff hubiera podido iniciar un movimiento hacia la muchacha, ésta había descendido del vagón, desapareciendo entre la multitud que llenaba los andenes de la estación.

5

Un decreto en dos artículos

Nijni-Novgorod, o Novgorod la Baja, situada en la confluencia del Volga y del Oka, es la capital del gobierno de este nombre. Era allí donde Miguel Strogoff debía abandonar la línea férrea, que en esta época no se prolongaba más allá de esta ciudad. Así pues, a medida que avanzaba, los medios de comunicación se volvían menos rápidos, a la vez que más inseguros.

Nijni-Novgorod, que en tiempos ordinarios no contaba más que de treinta a treinta y cinco mil habitantes, albergaba ahora más de trescientos mil, o sea, que su población se había decuplicado. Este crecimiento era debido a la célebre feria que se celebraba dentro de sus muros durante un período de tres semanas. En otros tiempos había sido Makariew quien se había beneficiado de esta concurrencia de comerciantes; pero desde 1817, la feria había sido trasladada a Nijni-Novgorod.

La ciudad, bastante triste habitualmente, presentaba entonces una animación extraordinaria. Diez razas diferentes de comerciantes, europeos o asiáticos, confraternizaban bajo la influencia de las transacciones comerciales.

Aunque la hora en que Miguel Strogoff salió de la estación era ya avanzada, se velan aun grandes grupos de gente en estas dos ciudades que, separadas por el curso del Volga, constituyen Nijni-Novgorod, la más alta de las cuales, edificada sobre una roca escarpada, está defendida por uno de esos fuertes llamados kreml en Rusia.

Si Miguel Strogoff se hubiese visto obligado a permanecer en Nijni-Novgorod, difícilmente hubiera encontrado hotel o ni siquiera posada un tanto conveniente porque todo estaba lleno. Sin embargo, como no podía marchar inmediatamente porque le era necesario tomar el buque a vapor del Volga, debía encontrar cualquier albergue. Pero antes quería conocer la hora exacta de salida del vapor, por lo que se dirigió a las oficinas de la compañía propietaria de los buques que hacen el servicio entre Nijni-Novgorod y Perm.

Allí, para su disgusto, se enteró de que el Cáucaso —éste era el nombre del buque— no salía hacia Perm hasta el día siguiente al mediodía. ¡Tenía que esperar diecisiete horas! Era desagradable para un hombre con tanta prisa, pero no tuvo más remedio que resignarse. Y fue lo que hizo, porque él no se disgustaba jamás sin motivo.

Además, en las circunstancias actuales, ningún coche, talega o diligencia, berlina o cabriolé de posta ni veloz caballo, le hubiera conducido tan rápido, bien sea a Perm o a Kazán. Por ello más valía esperar la partida del vapor, que era más rápido que ningún otro medio de transporte de los que podía disponer y que le haría recuperar el tiempo perdido.

He aquí, pues, a Miguel Strogoff, paseando por la ciudad y buscando, sin impacientarse demasiado, un albergue donde pasar la noche. Pero no se hubiera preocupado mucho si no fuera por el hambre que le pisaba los talones, y probablemente hubiera deambulado hasta la mañana siguiente por las calles de Nijni-Novgorod. Por eso, lo que se proponía encontrar era, más que una cama, una buena cena, pero encontró ambas cosas en la posada Ciudad de Constantinopla.

El posadero le ofreció una habitación bastante aceptable, no muy llena de muebles, pero en la que no faltaban ni la imagen de la Virgen ni las de algunos iconos, enmarcadas en tela dorada. Inmediatamente le fue servida la cena, teniendo suficiente con un pato con salsa agria y crema espesa, pan de cebada, leche cuajada, azúcar en polvo mezclado con canela y una jarra de kwass, especie de cerveza muy común en Rusia. No le hizo falta más para quedar saciado. Y, por supuesto, se sació mucho más que su vecino de mesa que en su calidad de «viejo creyente» de la secta de los Raskolniks, con voto de abstinencia, apartaba las patatas de su plato y se guardaba mucho de ponerle azúcar a su té.

Terminada su cena, Miguel Strogoff, en lugar de subir a su habitación, reemprendió maquinalmente su paseo a través de la ciudad. Pero pese a que el largo crepúsculo se prolongaba todavía, las calles iban quedándose, poco a poco, desiertas, reintegrándose cada cual a su alojamiento.

¿Por qué Miguel Strogoff no se había metido en la cama como era lo lógico después de toda una jornada pasada en el tren? ¿Pensaba en aquella joven livoniana que durante algunas horas había sido su compañera de viaje? No teniendo nada mejor que hacer, pensaba en ella. ¿Creía que, perdida en esta tumultuosa ciudad, estaba expuesta a cualquier insulto? Lo temía, y tenía sus razones para temerlo. ¿Esperaba, pues, encontrarla y, en caso necesario, convertirse en su protector? No. Encontrarla era difícil y en cuanto a protegerla… ¿Con qué derecho?

«¡Sola —se decía—, sola en medio de estos nómadas! ¡Y los peligros presentes no son nada comparados con los que le esperan! ¡Siberia! ¡Irkutsk! Lo que yo voy a intentar por Rusia y por el Zar ella lo va a hacer por… ¿Por quién? ¿Por qué? ¡Y tiene autorización para traspasar la frontera! ¡Con todo el país sublevado y bandas tártaras corriendo por las estepas…!»

Miguel Strogoff se detuvo para reflexionar durante algunos instantes.

«Sin duda —pensó— la intención de viajar la tuvo antes de la invasión. Puede ser que ignore lo que está pasando… Pero no; los mercaderes comentaron delante de ella los disturbios que hay en Siberia y ella no pareció asombrarse… Ni siquiera ha pedido una explicación… Lo sabía y sin embargo continúa… ¡Pobre muchacha! ¡Ha de tener motivos muy poderosos! Pero por valiente que sea —y lo es mucho, sin duda—, sus fuerzas la traicionarán durante el viaje porque, aun sin tener en cuenta los peligros y las dificultades, no podrá soportar las fatigas y nunca conseguirá llegar a Irkutsk…»

Mientras reflexionaba, Miguel Strogoff no cesaba de caminar al albur, pero como conocía perfectamente la ciudad, no tendría dificultad alguna en encontrar el camino de la pensión.

Después de haber deambulado durante una hora fue a sentarse en un banco adosado a la fachada de una gran casa de madera que se levantaba en medio de otras muchas que rodeaban una vasta plaza.

Estaba sentado hacía unos cinco minutos cuando una mano se apoyó fuertemente en su hombro.

—¿Qué haces aquí? —le preguntó con voz ruda un hombre de elevada estatura al que no había visto venir.

—Estoy descansando —le respondió Miguel Strogoff.

—¿Es que tienes la intención de pasar aquí la noche? —replicó el hombre.

—Sí, si ello me interesa —contestó Miguel Strogoff con un tono demasiado acre para pertenecer a un simple comerciante, que es lo que él debía ser.

—Acércate para que te vea —dijo el hombre.

Miguel Strogoff, acordándose que debía ser prudente antes que nada, retrocedió instintivamente.

—No hay ninguna necesidad de que me veas —respondió.

Y con toda su sangre fría, interpuso entre él y su interlocutor una distancia de unos diez pasos.

Observándolo bien, le pareció entonces que se las había con uno de esos bohemios que uno se encuentra en todas las ferias y con los cuales hay que evitar cualquier tipo de relación. Después, mirándolo más atentamente a través de las sombras que comenzaban a espesarse, distinguió cerca de la casa un gran carretón, morada habitual y ambulante de los cíngaros o gitanos que acuden en Rusia como un hormiguero allá donde hay algunos kopeks a ganar.

Mientras tanto, el bohemio había dado dos o tres pasos adelante y se preparaba para interpelar más directamente a Miguel Strogoff, cuando se abrió la puerta de la casa y apareció una mujer, apenas visible entre las sombras, la cual avanzó vivamente y, en un lenguaje rudo que Miguel Strogoff identificó como una mezcolanza de mongol y siberiano, dijo:

—¿Otro espía? Déjalo y vente a cenar. El papluka está esperando.

Miguel Strogoff no pudo evitar sonreírse por la calificación que le aplicaba la mujer, precisamente a él, que temía sobremanera a los espías.

El hombre, en el mismo lenguaje, pero empleando un acento muy distinto al de la mujer, respondió algunas palabras que venían a decir, poco más o menos:

—Tienes razón, Sangarra. Por lo demás, mañana nos habremos ido.

—¿Mañana? —replicó a media voz la mujer, con un tono que denotaba cierta sorpresa.

—Sí, Sangarra, mañana —respondió el bohemio— y es el mismo Padre el que nos envía… adonde queremos ir.

 

Y después de esto, hombre y mujer entraron en la casa, cerrando cuidadosamente la puerta tras ellos.

«¡Bueno! —se dijo Miguel Strogoff—. ¡Si estos bohemios tienen interés en que no les entienda, tendría que aconsejarles que empleasen otra lengua para hablar delante de mí!»

En su calidad de siberiano y por haber pasado toda su infancia en la estepa, Miguel Strogoff —como queda dicho— comprendía casi todos los idiomas empleados desde Tartaria al océano Glacial. En cuanto al preciso significado de las palabras de los bohemios, no se preocupó demasiado por averiguarlo. ¿Qué interés podía tener para él?

Como era ya hora avanzada, Miguel Strogoff decidió volverse al albergue con la intención de descansar un poco. Siguiendo el curso del Volga, en donde las aguas desaparecen bajo las sombras de innumerables embarcaciones, encontró fácilmente la forma de orientarse para volver a la pensión. Aquella aglomeración de carretones y casas ocupaba, precisamente, la vasta plaza donde se celebraba cada año el principal mercado de Nijni-Novgorod, lo cual explicaba la afluencia de tal cantidad de saltimbanquis y bohemios que acudían de todas partes del mundo.

Una hora más tarde, Miguel Strogoff dormía con sueño algo agitado, en una de esas camas rusas que tan duras parecen a los extranjeros. El día siguiente, 17 de julio, sería su gran día.

Las cinco horas que le quedaban aún por pasar en Nijni-Novgorod le parecían un siglo. ¿Qué podía hacer para ocupar la mañana, como no fuese deambular por las calles como la víspera? Una vez tomado su desayuno, arreglado el saco y visado su podaroshna en la oficina de policía, no tenía nada más que hacer hasta la hora de la partida. Pero como no estaba acostumbrado a levantarse después que el sol, se vistió, colocó cuidadosamente la carta con las armas imperiales en el fondo de un bolsillo practicado en el forro de la túnica, apretó el cinturón sobre ella, cerró el saco de viaje y echándoselo sobre los hombros salió de la posada. Como no quería volver a la Ciudad de Constantinopla, liquidó su cuenta, contando con almorzar a orillas del Volga, cerca del embarcadero.

Para mayor seguridad, Miguel Strogoff volvió a presentarse en las oficinas de la compañía para reafirmarse de que el Cáucaso partía a la hora que le habían anunciado. Un pensamiento le vino entonces a la mente por primera vez. Ya que la joven livoniana había de tomar la ruta de Perm, era muy posible que tuviera el proyecto de embarcar también en el Cáucaso, con lo que no tendrían más remedio que hacer el viaje juntos.

La ciudad alta, con su kremln, cuyo perímetro medía dos verstas y era muy parecido al de Moscú, estaba muy abandonada en aquella ocasión; ni siquiera el gobernador vivía allí. Sin embargo, la ciudad baja estaba excesivamente animada.

Miguel Strogoff, después de atravesar el Volga por un puente de madera guardado por cosacos a caballo, llegó al emplazamiento en donde la víspera se había tropezado con el campamento de bohemios. La feria de Nijni-Novgorod se montaba un poco en las afueras de la ciudad y ni siquiera la feria de Leipzig podía rivalizar con ella. En una vasta explanada situada más allá del Volga se levanta el palacio provisional del gobernador general, que tiene la orden de residir allí mientras dura la feria, ya que a causa de la variada gama de elementos que a ella concurrían, necesitaba una vigilancia especial.

Esta explanada estaba ahora llena de casas de madera, simétricamente dispuestas, de forma que dejaban entre ellas avenidas bastante amplias como para que pudiera circular libremente la multitud. Una aglomeración de casas de todas formas y tamaños constituía un barrio aparte y en cada una de estas aglomeraciones se practicaba un género determinado de comercio. Había el barrio de los herreros, el de los cueros, el de la madera, el de las lanas, el de los pescados secos, etc. Algunas de estas casas estaban construidas con materiales de alta fantasía, como ladrillos de té, bloques de carne salada, etc., es decir, con las muestras de aquellos artículos que los propietarios ofrecían a los compradores con esa singular forma de reclamo tan poco americana.

En esas avenidas bañadas en toda su extensión por el sol, que había salido antes de las cuatro, la afluencia de gente era ya considerable. Rusos, siberianos, alemanes, griegos, cosacos, turcos, indios, chinos; mezcla extraordinaria de europeos y asiáticos comentando, discutiendo, perorando y traficando. Todo lo que se pueda comprar y vender parecía estar reunido en esa plaza. Porteadores, caballos, camellos, asnos, barcas, carros, todo vehículo que pudiera servir para el transporte estaba acumulado sobre el campo de la feria. Cueros, piedras preciosas, telas de seda, cachemires de la India, tapices turcos, armas del Cáucaso, tejidos de Esmirna o de Ispahan, armaduras de Tiflis, té, bronces europeos, relojes de Suiza, terciopelos y sedas de Lyon, algodones ingleses, artículos para carrocerías, frutas, legumbres, minerales de los Urales, malaquitas, lapislázuli, perfumes, esencias, plantas medicinales, maderas, alquitranes, cuerdas, cuernos, calabazas, sandías, etc. Todos los productos de la India, de China, de Persia, los de las costas del mar Caspio y mar Negro, de América y de Europa, estaban reunidos en aquel punto del globo.

Había un movimiento, una excitación, un barullo y un griterío indescriptibles y la expresividad de los indígenas de clase inferior iba pareja con la de los extranjeros, que no les cedían terreno sobre ningún punto. Había allí mercaderes de Asia central que habían empleado todo un año para atravesar tan inmensas llanuras escoltando sus mercancías, y los cuales no volverían a ver sus tiendas o sus despachos hasta dentro de otro año. En fin, la importancia de la feria de Nijni-Novgorod era tal que la cifra de las transacciones no bajaba de los cien millones de rublos.

Aparte, en las plazas de los barrios de esta ciudad improvisada, había una aglomeración de vividores de toda clase: saltimbanquis y acróbatas, que ensordecían con el ruido de sus orquestas y las vociferaciones de sus reclamos; bohemios llegados de las montañas que decían la buenaventura a los bobalicones de entre un público en continua renovación; cíngaros o gitanos —nombre que los rusos dan a los egipcios, que son los antiguos descendientes de los coptos—, cantando sus más animadas canciones y bailando sus danzas más originales; actores de teatrillos de feria que representaban obras de Shakespeare, muy apropiadas al gusto de los espectadores, que acudían en tropel. Después, a lo largo de las avenidas, domadores de osos que paseaban en plena libertad a sus equilibristas de cuatro patas; casas de fieras que retumbaban con los roncos rugidos de los animales, estimulados por el látigo acerado o por la vara del domador; en fin, en medio de la gran plaza central, rodeados por un cuádruple círculo de desocupados admiradores, un coro de «remeros del Volga», sentados en el suelo como si fuera el puente de sus embarcaciones simulaban la acción de remar bajo la batuta de un director de orquesta, verdadero timonel de su buque imaginario.

Por encima de la multitud, una nube de pájaros se escapaba de las jaulas en que habían sido transportados. ¡Costumbre bizarra y hermosa! Según una tradición muy arraigada en la feria de Nijni-Novgorod, a cambio de algunos kopeks caritativamente ofrecidos por buenas personas, los carceleros abrían las puertas a sus prisioneros y éstos volaban a centenares, lanzando sus pequeños y alegres trinos.

Tal era el aspecto que ofrecía la explanada y así permanecería durante las seis semanas que ordinariamente duraba la feria de Nijni-Novgorod. Después de este ensordecedor período, el inmenso barullo desaparecería como por encanto, y la ciudad alta reemprendería su carácter oficial, la ciudad baja volvería a su monotonía ordinaria y de esta enorme afluencia de comerciantes pertenecientes a todos los lugares de Europa y Asia central, no quedaría ni un solo vendedor con algo que vender, ni un solo comprador que buscase alguna cosa que comprar.

Conviene precisar que, esta vez al menos, Francia e Inglaterra estaban cada una representada en el gran mercado de Nijni-Novgorod por uno de los productos más distinguidos de la civilización moderna: los señores Harry Blount y Alcide Jolivet.

En efecto, los dos corresponsales habían venido en busca de impresiones que pudieran servirles en provecho de sus lectores y ocupaban de la mejor forma las horas que les quedaban libres, ya que ellos también embarcaban en el Cáucaso.

En el campo de la feria se encontraron precisamente uno y otro, pero no se mostraron muy sorprendidos, ya que un mismo instinto debía conducirles tras la misma pista; pero esta vez no entablaron conversación y limitáronse a cruzar un saludo bastante frío.

Alcide Jolivet, optimista por naturaleza, parecía creer que todo iba sobre ruedas y, como el azar le había proporcionado por suerte para él mesa y albergue, había anotado en su bloc algunas frases particularmente favorables para la ciudad de Nijni-Novgorod.

Por el contrario, Harry Blount, después de haber buscado inútilmente un sitio para cenar, había tenido que dormir a la intemperie, por lo que su apreciación de las cosas tenía un muy distinto punto de vista y trenzaba un artículo demoledor contra una ciudad en la cual los hoteles se niegan a recibir a los viajeros que no piden otra cosa que dejarse despellejar «moral y materialmente».

Miguel Strogoff, con una mano en el bolsillo y sosteniendo con la otra su larga pipa de madera de cerezo, parecía el más indiferente y el menos impaciente de los hombres. Sin embargo, en una cierta contracción de sus músculos superficiales, un observador hubiera reconocido fácilmente que tascaba el freno.

Desde hacía unas dos horas deambulaba por las calles de la ciudad para volver, invariablemente, al campo de la feria. Circulando entre los diferentes grupos, observó que una real inquietud embargaba a todos los comerciantes llegados de los lugares vecinos de Asia. Las transacciones se resentían visiblemente. Que los bufones, saltimbanquis y equilibristas hicieran gran barullo frente a sus barracas se comprendía, ya que estos pobres diablos no tenían nada que perder en ninguna operación comercial, pero los negociantes dudaban en comprometerse con los traficantes de Asia central, sabiendo a todo el país turbado por la invasión tártara.

También había otro síntoma que debía ser señalado. En Rusia el uniforme militar aparece en cualquier ocasión. Los soldados se mezclan voluntariamente entre el gentío y, precisamente en Nijni-Novgorod durante el período de la feria, los agentes de la policía están ayudados habitualmente por numerosos cosacos que, con la lanza sobre el hombro, mantienen el orden en esta aglomeración de trescientos mil extranjeros.

Sin embargo, aquel día, los cosacos u otras clases de militares, estaban ausentes del gran mercado. Sin duda, en previsión de una partida inmediata, estaban concentrados en sus cuarteles.

Pero, mientras no se veía un soldado por ninguna parte, no ocurría así con los oficiales ya que, desde la víspera, los ayudas de campo con destino en el Palacio del gobernador se habían lanzado en todas direcciones, todo lo cual constituía un movimiento desacostumbrado que sólo podía explicarse dada la gravedad de los acontecimientos. Los correos se multiplicaban por todos los caminos de la provincia, ya hacia Wladimir, ya hacia los montes Urales. El cambio de despachos telegráficos entre Moscú y San Petersburgo era incesante. La situación de Nijni-Novgorod, no lejos de la frontera siberiana, exigía evidentemente serias precauciones. No se podía olvidar que en el siglo XIV la ciudad había sido tomada dos veces por los antecesores de estos tártaros que ahora la ambición de Féofar-Khan lanzaba a través de las estepas kirguises.

Un alto personaje, no menos ocupado que el gobernador general, era el jefe de policía. Sus agentes y él mismo, encargados de mantener el orden, de atender las reclamaciones, de velar por el cumplimiento de los reglamentos, no descansaban un instante. Las oficinas de la administración, abiertas día y noche, se veían asediadas incesantemente, tanto por los habitantes de la ciudad como por los extranjeros, europeos o asiáticos.

Miguel Strogoff se encontraba precisamente en la plaza central cuando se extendió el rumor de que el jefe de policía acababa de ser llamado urgentemente al palacio del gobernador general. Un importante mensaje, se decía, había motivado esta llamada.

El jefe de policía se presentó, pues, en el palacio del gobernador y enseguida, como por un presentimiento general, la noticia circulaba entre la gente; contra toda previsión y contra toda costumbre, iba a ser tomada una medida grave.

 

Miguel Strogoff escuchaba cuanto se decía para, en caso de necesidad, sacar provecho de las noticias.

—¡Se va a cerrar la frontera! —gritaba uno.

—¡El regimiento de Nijni-Novgorod acababa de recibir orden de marcha! —respondía otro.

—¡Se dice que los tártaros amenazan Tomsk!

—¡Aquí llega el jefe de policía! —se oyó gritar por todas partes.

Súbitamente se produjo un gran barullo que fue disminuyendo poco a poco hasta que fue sustituido por un silencio absoluto. Todos presentían que el gobernador iba a dar algún comunicado grave.

El jefe de policía, precedido por sus agentes, acababa de abandonar el palacio del gobernador general. Un destacamento de cosacos le acompañaba e iba abriendo paso entre la multitud a fuerza de golpes, violentamente dados y pacientemente recibidos.

El jefe de policía llegó al centro de la plaza y todo el mundo pudo ver que tenía un despacho en la mano.

DECRETO DEL GOBERNADOR DE NIJNI-NOVGOROD

Artículo primero. Prohibido a todo individuo de nacionalidad rusa abandonar la provincia, bajo ningún concepto.

Artículo segundo. Se da la orden a todos los extranjeros de origen asiático de abandonar la provincia en el plazo máximo de veinticuatro horas.

6

Hermano y hermana

Estas medidas, tan funestas para los intereses privados, estaban justificadas por las circunstancias.

«Prohibido a todo individuo de nacionalidad rusa abandonar la provincia bajo ningún concepto.» Si Ivan Ogareff se encontraba aún en la provincia, esto le impediría, o le impondría serias dificultades al menos, reunirse con Féofar-Khan, con lo que el terrible jefe tártaro contaría con un gran auxiliar.

«Orden a todos los extranjeros de origen asiático de abandonar la provincia en el plazo máximo de veinticuatro horas.» Esto significaba alejar en bloque a los traficantes venidos de Asia central, así como a las tribus de bohemios, egipcios y gitanos, que tienen más o menos afinidad con las poblaciones tártaras o mongoles y a los cuales había reunido la feria. Por cada persona era de temer un espía, por lo que su expulsión era aconsejable, dado el estado de cosas.

Pero se comprende fácilmente que estos dos artículos hicieron el efecto de dos rayos abatiéndose sobre la ciudad de Nijni-Novgorod, necesariamente más amenazada y más perjudicada que ninguna otra.

Así pues, los nacionales que tenían negocios que les reclamaban más allá de la frontera siberiana no podían dejar la provincia, momentáneamente al menos. El tono del primer artículo era serio. No admitía excepciones. Todo interés privado debía sacrificarse ante el interés general. En cuanto al segundo artículo del decreto, la orden de expulsión era, asimismo, inapelable. No concernía a otros extranjeros que a los de origen asiático, pero éstos no tenían más remedio que empaquetar sus mercancías y reemprender la ruta que acababan de recorrer. En cuanto a todos los saltimbanquis, cuyo número era considerable, tenían cerca de mil verstas que recorrer antes de llegar a la frontera más próxima y para ellos esto significaba la miseria a corto plazo.

Inmediatamente se elevó un clamor de protesta contra esta insólita medida, un grito de desesperación que fue prontamente reprimido por los cosacos y los agentes de policía. Casi al instante comenzó el desmantelamiento de la vasta explanada. Se plegaron las telas tendidas delante de las barracas; los teatrillos de feria se desarmaron; cesaron los bailes y las canciones; se desmontaron los tenderetes; se apagaron las fogatas; se descolgaron las cuerdas de los equilibristas; los viejos caballos que arrastraban aquellas viviendas ambulantes fueron sacados de las cuadras para ser enjaezados a las mismas. Agentes y soldados, con el látigo o la fusta en la mano, estimulaban a los rezagados y derribaban algunas de las tiendas, incluso antes de que los pobres bohemios hubieran tenido tiempo de abandonarlas. Evidentemente, bajo la influencia de tales medidas, antes de la llegada de la tarde, la plaza de Nijni-Novgorod estaría totalmente evacuada y al tumulto del gran mercado le sucedería el silencio del desierto.

Es preciso repetir todavía, porque se trataba de una agravación obligada de las medidas, que a estos nómadas a los que les afectaba directamente el decreto de expulsión, les estaban también prohibidas las estepas siberianas y no tendrían más remedio que dirigirse hacia el sur del mar Caspio, bien a Persia, a Turquía o a las planicies del Turquestán.

Los puestos del Ural y de las montañas que forman como una prolongación de este río sobre la frontera rusa, no podían traspasarlos. Tenían, pues, ante ellos, un millar de verstas que se verían obligados a atravesar, antes de pisar suelo libre.

En el momento en que el jefe de policía acabó la lectura del decreto, por la mente de Miguel Strogoff cruzó instintivamente un pensamiento:

«¡Singular coincidencia —pensó— entre este decreto que expulsa a los extranjeros originarios de Asia y las palabras que se cruzaron anoche entre los dos bohemios de raza gitana! “Es el Padre mismo quien nos envía adonde queremos ir”, dijo el hombre. Pero “el Padre” ¡es el Emperador! ¡No se le designa de otra forma entre el pueblo! ¿Cómo estos bohemios podían prever la medida tomada contra ellos?, ¿cómo la conocían con anticipación y dónde quieren ir? ¡He aquí gente sospechosa a la cual el decreto del gobernador parece serle más útil que perjudicial!».

Pero estas reflexiones, seguramente exactas, fueron cortadas por otra que ocuparía todo el ánimo de Miguel Strogoff. Y olvidó a los gitanos, sus sospechosos propósitos y hasta la extraña coincidencia que resultaba de la publicación del decreto… El recuerdo de la joven livoniana se le presentó súbitamente.

—¡Pobre niña! —exclamó como a pesar suyo no podrá atravesar la frontera…

En efecto, la joven había nacido en Riga, era livoniana y, por consecuencia, de nacionalidad rusa y no podía, por tanto, abandonar el territorio ruso. El permiso que se le había extendido antes de las nuevas medidas, evidentemente ya no era válido. Todos los caminos de Siberia le estaban inexorablemente cerrados y, cualquiera que fuese el motivo que la conducía a Irkutsk, ahora le estaba totalmente prohibido.

Este pensamiento preocupó vivamente a Miguel Strogoff, el cual se decía, aunque muy vagamente al principio, que sin descuidar nada de lo que su importante misión exigía de él, quizá le fuera posible servir de alguna ayuda a esta valiente muchacha. La idea le agradó. Conocedor de los peligros que él mismo, siendo hombre enérgico y vigoroso, tenía personalmente que afrontar en un país del cual conocía perfectamente todas las rutas, no tenía más remedio que pensar en que estos peligros serían infinitamente más temibles para una joven. Ya que iba a Irkutsk, tenía que seguir su misma ruta, viéndose obligada a atravesar las hordas de invasores, como él mismo iba a intentar conseguir. Sí, por otra parte, ella no tenía a su disposición más que los recursos necesarios para un viaje en circunstancias ordinarias, ¿cómo podría llevarlo a cabo en unas condiciones que las circunstancias habían hecho, no solamente peligrosas, sino tan costosas?

«¡Pues bien! —se dijo—, ya que toma la ruta de Perm, es casi imposible que no la encuentre. Así podré velar por ella sin que se dé cuenta, y como me da la impresión de que tiene tanta prisa como yo por llegar a Irkutsk, no, me ocasionará ningún retraso.»